lunes, 1 de abril de 2024

Escuchando La última función, de Luis Landero



Leo a Luis Landero desde los tiempos ya lejanos en que vio la luz su primera novela, Juegos de la edad tardía (1989). Ya entonces reparé en la sutileza con que el narrador expresaba los paisajes sonoros –en el sentido de Murray Schafer– de cualquier entorno. Con los años, fui descubriendo asimismo la extraordinaria importancia que tuvo y tiene la música en la vida del escritor; no en vano fue guitarrista flamenco, experiencia glosada en El guitarrista y en otros textos autobiográficos. Pero insisto en que la atención a lo sonoro va más allá de lo musical y atiende a lo meramente acústico en no pocas ocasiones.

El caso es que Landero acaba de publicar La última función (Tusquets Editores). Creo sinceramente que es una obra maestra, dotada de un perfume como de cuento antiguo y escrita con el mejor castellano que quepa imaginar. La he escuchado en audiolibro –no por capricho, sino por necesidad– y esto ha sido un factor decisivo para su disfrute. ¿Por qué? Pues porque Tito Gil, uno de los dos protagonistas, es un personaje dotado desde niño de una voz única, prodigiosa, capaz de adquirir tintes épicos, gozosos o de cualquier otra índole. Una voz que es “el verbo hecho música”, como se subraya en el texto. Paralelamente la voz del narrador del audiolibro (Jordi Brau) nos acerca a esa otra, casi sobrehumana, de la ficción. Uno siente que el lector desgrana las palabras de la novela con tal delectación que resulta un festín para los oyentes, un puro y voluptuoso disfrute. Naturalmente, el riquísimo y limpio castellano de Landero resulta primordial para el placer de la audición. 

Tito Gil se siente predestinado para el arte de una manera que no admite fisuras. Trabaja como gestor, pero consigue desdoblarse en el Tito Gil artista. Y digo ‘artista’ por el carácter integral de su vocación. La voz portentosa le conduce a la rapsodia, pero de ahí salta a la escena teatral, a la escenografía y a la creación literaria. Optimista absoluto, no le afectan los reveses de la fortuna. No se rinde ante el fracaso ni se malea con el éxito. Ello es así precisamente merced a su “noble e incorruptible alma de artista”, como anota Landero. Para Tito Gil, en suma, el arte es ante todo la vía de la verdadera redención. 

También redime el amor. Y son para nota los pasajes donde se da cuenta del primer amor de la protagonista femenina, Paula, una mujer a quien la propia existencia le va apagando sus sueños de felicidad y aun de arte. Hasta que, de forma un tanto rocambolesca, acaba protagonizando la mejor experiencia de su vida de la mano de Tito Gil. Este había vuelto a su pueblo, San Albín (o Montealbín), otrora esplendoroso y ahora convertido en un ejemplo palmario de la España rural y sin futuro, vaciada. Los que siguen en el pueblo lo acogen muy bien, pues ellos mismos habían magnificado su fama artística. Surge entonces la gran idea: recuperar el antiguo auto que se representaba tradicionalmente en San Albín, titulado Milagro y apoteosis de la Santa Niña Rosalba. Con ímpetu incansable, Tito Gil no solo recluta a los actores populares necesarios, sino que acaba incluyendo a la totalidad del vecindario en un magno espectáculo que quiere ser como el pistoletazo de salida para una nueva etapa en la vida de la localidad. El carisma de Tito explica la aceptación de tal espejismo.

No faltan detalles dramáticos muy logrados en la descripción del Milagro tal como se interpretaba en los buenos tiempos del pueblo. Por ejemplo, el modo en que se va haciendo el silencio –“hasta que calla también el último y más atolondrado de los músicos, que es el del tambor”– con la entrada en la narración de un caballero que, en realidad, es el demonio. Acto seguido, desde el lugar por donde se imaginaban todos que entraba el jinete y “desde lo más hondo del silencio”, surgía “una música muy suave”. Y esta era de dulzaina, de guitarra o de lo que fuese propio del músico encargado de tal labor. Las doncellas quedan “hechizadas” por esa música que toca “el gentil y misterioso caballero”. El cual tiene un pacto con el conde de la comarca, siempre maléfico en su castillo. Las muchachas andan como locas y, cuando se va el peligroso visitante, permanecen “ausentes” esperando su vuelta. Por cierto, los hombres ni siquiera pueden percibir esa música diabólica.

La música del demonio actúa como un filtro mágico que anula las voluntades de las jóvenes. Pero hay dos excepciones, además de la no menos mágica sordera selectiva en la que se mueven los hombres. Empieza el juego simbólico, pues no es que los varones estén aquejados de anhedonia musical colectiva, sino que hacen oídos sordos a los valores del Bien y del Mal que están en liza y viven en la estulticia como candidatos idóneos, a mi juicio, para subir a “la nave de los necios”, por recurrir al moralista y sabio Sebastian Brant.

En cuanto a las otras dos excepciones, tenemos por un lado a un campesino que sí oye, por la gracia de Dios, esa música que solo pueden captar las mujeres. Descubre el juego del Maligno, ante el que caerá derrotado, adquiriendo en la leyenda el aura de los mártires. Por otro, está la hermosa Rosalba, intensamente deseada por el conde y acosada por el demonio. Naturalmente, oye la música, pero es la única a la que no le hacen efecto las seductoras artes del caballero y esta es su grandeza. Al severo asceta san Juan Clímaco le hubiera gustado esta actitud, pues en su Escala espiritual sostenía que el pecado no estaba en la música, sino en quien la escucha de manera inadecuada. De modo que Rosalba no se inmuta con los sones diabólicos del caballero, a quien expulsa cuando la va a rondar. Posteriormente, la valiente joven lo desenmascara y muestra su cuerpo de macho cabrío. La música del diablo se torna entonces “disonante y horrible”. Lo que hace Rosalba es descubrir a un embaucador que, como otros de su especie, se sirve de la música para sus fines. Es un tópico de la antigua literatura cristiana. Ya san Clemente de Alejandría había dejado claro que Orfeo o Anfión eran demonios engañadores que arrastraban a la gente a la perdición. Frente a estos sones satánicos únicamente cabe oponer el cántico nuevo de la redención. 

No solo Tito y Laura (que será la Rosalba de la representación) persiguen sus sueños en esta novela. También lo hacen algunos personajes secundarios. Galindo, por ejemplo, es el músico que lleva muchos años acompañando a Tito. Su misión consistía en ilustrar sonoramente los montajes poéticos y teatrales de aquel. No podía faltar en el proyecto del Milagro. Era un hombre taciturno, que solo cambiaba de cara cuando la música pasaba del tono menor al mayor, según retrata Landero con eficaz pincelada. En San Albín podrá cumplir su sueño de dirigir una nutrida agrupación vocal e instrumental que interpreta incluso sus propias composiciones. Esta especie de ópera sacra se extiende por todos los rincones de la localidad, en un espectáculo desarrollado con esplendor y expreso gusto por la fusión de las artes.

La orquesta y coro de Galindo actúa como una banda sonora de los acontecimientos que se iban desarrollando en el Milagro. Aquella agrupación era capaz de producir las más variadas sonoridades “y había música alegre o triste, o de suspense”. Uno diría que la música actúa en la representación con el espíritu barroco de la retórica musical. No solo con la intención de reflejar los afectos o pasiones del alma presentados en escena, sino también con la idea de inducirlos en los espectadores de aquel magno montaje dramático-musical. 

También se recurre a la tecnología para los constantes efectos especiales (de armas, galopes y otras muchas sonoridades), cometido que corre a cargo del electricista Rufete, otro amigo y veterano colaborador de Tito. Se reconoce en la novela que aquella vasta obra se desarrollaba en demasiado espacio y, por tanto, era difícil verla entera. Se había convertido en una creación desmedida y plurifocal. En otro orden de cosas, el autor se muestra como un gran conocedor de la vida en los pequeños núcleos de población de ámbito rural, revelando los modos en que pervivían las tradiciones de cantos, danzas, indumentarias, etc. Es decir, mediante la tradición oral. El análisis de este entorno sónico desde la perspectiva del paisaje sonoro(Soundscape) permitiría establecer el plano del sonido clave o tónico (Keynote sound), que es el mar de fondo de la fiesta, y cómo se destacan sobre este las señales sonoras (Signal sound) de la música o de los efectos especiales.

Particular mención merece uno de los viejos del bar que, dicho sea de paso, son el narrador colectivo de la novela. Me refiero a don Andrés Cruz, concejal de cultura y persona pesimista donde las haya. Sostiene que entre la estaca del hombre primitivo y la batuta del director de orquesta no hay cambios esenciales en la identidad del género humano. Y lo que es peor: la audición de música le recuerda a este personaje los tiempos de la guerra. De hecho, asegura que cada bomba tiene su sonido y que, en su conjunto interpretan un concierto. ¿Acaso era don Andrés un furibundo seguidor de Marinetti, que levitaba con los cañones que “destripan el silencio con un acorde TAM-TUMB”? En absoluto. Sugiere, muy en su línea melancólica, que habría que poner la sinfonía bélica al lado de Bach o Beethoven. La comparación diría mucho –y no precisamente bueno– sobre nuestra especie. 

En La última función no hay nada de aquella amarga hondura que encontramos en otras de sus obras, como ocurre en Lluvia fina, pongamos por caso. La atmósfera que se crea nos transporta a un espacio legendario donde el magnetismo de la voz literaria de Luis Landero se erige en protagonista decisivo del relato. Lo reconozco: estas líneas no evocan ni siquiera la milésima parte de las bellezas que atesora La última función. Estoy convencido de que quienes se animen a descubrirlas no se verán defraudados.

No sobra añadir que el personaje de Tito Gil está directamente inspirado en Ernesto Gil, actor y recitador al que Landero acompañó con la guitarra en repetidas ocasiones. Ronda los 90 años y se muestra agradecido con la creación de su amigo Landero, pero declara no haber leído el libro a causa de sus limitaciones visuales. Igual ha llegado el momento de que Ernesto(Tito Gil) disfrute de la voz de otro para seguir siendo un maestro, un artista y un lector. Que para algo existen los audiolibros. 

 

 

viernes, 1 de marzo de 2024

Marsyas: entre la rebeldía y la necedad



Marsyas era un sátiro que tuvo la mala suerte de encontrar el aulós de Atenea/Minerva. Esta lo había arrojado en el bosque después de haberlo inventado y de haber causado la hilaridad de los dioses al tocarlo ante ellos. La diosa entendió la razón de las risas al descubrirse reflejada en el agua de un estanque y ver lo deformada que se le ponía la cara cuando soplaba a dos carrillos en el citado aerófono. El caso es que a Marsyas le gustó el sonido del aulós y se dedicó a aprender su manejo, convirtiéndose pronto en un virtuoso y en el auleta más prestigioso de Frigia, además de ganarse una cierta aureola de sabio. Marsyas se creyó incluso con fuerza para retar a Apolo, conductor de las musas. Ahí comienza su calvario, pues el olímpico aceptó el envite, convenientemente armado con su lira. Pero los dioses griegos eran demasiado humanos y, en este trance, Apolo no duda en valerse de diversas artimañas para ganar la partida. Las fuentes hablan de distintos árbitros de la sonora contienda. Por ejemplo, del rey Midas, al cual –como cuenta Fulgencio el Mitógrafo– castigó Apolo por emitir un veredicto opuesto al que el dios esperaba. ¿Cómo? Pues convirtiendo sus orejas en orejas asininas, si nos ceñimos a la literalidad del texto original (I, IX); es decir, asnales o de burro. dicho de manera un poco más llana. La estafa definitiva llega con las prevaricadoras musas, que dan la victoria a su jefe. En realidad, Apolo iba perdiendo la batalla, así que impone nuevas condiciones sobre la marcha. La más capciosa de estas nuevas reglas obligaba a los dos rivales a cantar a la vez que tocaban, algo posible con la lira, pero no con el aulós. La suerte de Marsyas estaba echada. El vencedor podía hacer con el vencido lo que le viniese en gana, así que Apolo desolló vivo al viejo sátiro u ordenó que lo hiciesen, según las versiones del mito. La exégesis más piadosa de la crueldad de Apolo –recogida, entre otros, por Pseudo Plutarco– postula que el dios se acabaría arrepintiendo y destrozando su lira. 

Aristides Quintiliano explica el triunfo de Apolo por estar este asociado a la región más pura de los elementos, la del éter, que añade a los cuatro clásicos de Empédocles. Marsyas encajaría con el tercero, el aire. Escribe Quintiliano: «En efecto, dicen que al frigio, que fue colgado sobre un río en Celene a modo de odre, le corresponde la región aérea, llena de vientos y sombría, ya que está encima del agua pero suspendida del éter, mientras que a Apolo y a sus instrumentos le corresponde la esencia más pura y etérea» (p. 165).

Desafiar a los dioses no puede traer nada bueno. Una manera obvia de interpretar este relato consiste en atribuir la desgracia de Marsyas a su soberbia. Mas también cabe la posibilidad de leer la historia en clave reivindicativa. El sátiro frigio es el ejemplo de una superación tal en el arte de la música que trasciende lo humano y roza lo divino, de ahí su deseo de confrontar con un dios. Pero la osadía de Marsyas iba a resultar excesiva. Estamos ante un simple sátiro que no solo pretende medirse con un dios, sino que lo hace desde su condición de extranjero y con el instrumento menos adecuado. Por lo dicho, está claro que representa una alteridad, agravada por una intrepidez desafiante y rayana en la locura. 

Es igualmente una especie de protomártir de la música, pues su muerte atroz le llega por la excelsitud de sus interpretaciones con el aulós, más exactamente por su fe en el valor de lo que hace, por más que la suya no sea una de esas grandes causas (la patria, la religión…) por las que los mártires entregan su vida, sino una acaso más pequeña (pero mucho más misteriosa) que se entreteje en las cautivadoras ondas acústicas que irradian de su doble oboe. Y digo doble oboe y no doble flauta porque el aulós griego (tibia, en latín) es un aerófono de lengüeta normalmente doble y no de bisel, como las flautas, por lo que su sonido es harto distinto al de estas, más poderoso y penetrante.

Marsyas, con su aulós, representa el canto de la naturaleza. La literatura otorga al sátiro una estrecha vinculación con el mundo de lo dionisíaco, lo nocturno, lo telúrico y con el paroxismo místico. Apolo, naturalmente, es todo lo contrario: diurno y solar en el ordenado territorio de la razón. Los escritores que recrean esta leyenda –como Auguste Fourès, en su poema «Marsyas»– suelen retratar al sátiro como un auténtico provocador, que le dice a Apolo que un pajarito o incluso un grillo son mejores músicos que él, al tiempo que se jacta de inspirarse en los sonidos del bosque y de la campiña, entre vivas a Pan y a Cibeles. 

La imagen de Marsyas no podía salir demasiado bien parada durante los muchos siglos de omnipresencia del cristianismo como eje vertebrador de la sociedad tras la caída del imperio romano. Sebastian Brant (ss. XV-XVI) embarca a Marsyas en La nave de los necios. En general, forman esta ignara legión los que hacen oídos sordos a las Sagradas Escrituras, pero hay otras posibilidades de pertenecer a ella. El grabado 67 de la edición abajo citada es un emblema donde se representa a unos verdugos que están desollando a alguien tendido sobre una mesa. Hay gente observando. El título es el siguiente: «No querer ser un necio». Y el lema reza así: “El necio Marsias perdió y se le quitó piel y cabello. Mas la gaita todavía tocó como hiciera antes de aquello» (p. 129). Ciertamente, bajo la mesa se halla una gaita de fuelle o cornamusa. De manera que, por un lado, vemos que la gaita de fuelle pasa a asumir el papel del antiguo aulós, pues, aunque parecen instrumentos muy distintos comparten familia organológica por ser ambos de doble lengüeta. Dicho sea de paso, ya mencionamos esta conversión del aulós en cornamusa en otra entrada de este blog. Por otra parte, el tono fuertemente moralizante de esta joya de la literatura emblemática obliga a considerar a Marsyas como un necio que no se entera de que se ríen de él y que se considera sabio en todas las circunstancias, «hasta que se le cae la gaita de la manga» –apostilla Brant (p. 129).

En la explicación detallada del lema antes citado, Brant introduce diversas valoraciones del caso Marsyas y de la propia caracterización de los necios. Así, considera que a quien tiene bienes le surgen pronto amistades interesadas que solo pretenden desollarlo metafóricamente y que no paran hasta concluir su saqueo. Entonces vienen las lamentaciones, pero ya es demasiado tarde. Dice Brant :«De la riqueza nace la soberbia; muy raramente trae la riqueza humildad. ¿Qué es la mierda si no huele?» (p. 130). Marsyas se nos revela entonces como un personaje capaz de encarnar cualidades muy variadas e incluso contrapuestas. Podemos verlo como necio, estulto y carcomido por la soberbia, pero también como alguien perseverante, virtuoso del aulós y adornado por un don que lo conduce a un infausto destino. Pero volvamos para finalizar a la parte más enigmática del lema, donde dice «Mas la gaita todavía tocó como hiciera antes de aquello». O sea, que la estulticia de Marsyas es pertinaz y que no muere con él. Y ahí está la gaita por los suelos, bajo la mesa, para recordarlo.

 

 

Ilustración

Apolo y Marsias. Estampa a buril. (s. XVI). M. Meiers. Material procedente de la BNE (Biblioteca Digital Hispánica). Web: 

http://bdh.bne.es/bnesearch/CompleteSearch.do?showYearItems=&field=todos&advanced=false&exact=on&textH=&completeText=&text=Marsias&pageSize=1&pageSizeAbrv=30&pageNumber=4

 

Referencias

Brant, S. (1998). La nave de los necios. Ed. de Antonio Nogales Serna. Madrid: Akal.

Fourès, A. (1874). Marsyas, poème. París: Vanier ed.

Fulgentius (2001). Mitologiarum libri tres Source: Fabii Planciadis Fulgentii V. C. Opera, ed. Rudolfus Helm (Leipzig: B. G. Teubner, 1898), 3–80. Electronic version prepared by Peter Slemon E, Anastasia Arapova C, and Thomas J. Mathiesen A for the Thesaurus Musicarum Latinarum. Web: https://chmtl.indiana.edu/tml/6th-8th/FULMIT

Quintiliano, A. (1996). Sobre la música. Traducción de Luis Colomer y Begoña Gil. Madrid: Gredos.

jueves, 1 de febrero de 2024


Uno de los instrumentos imprescindibles para la interpretación históricamente informada de la música antigua es el sacabuche. Este aerófono de metal es el inmediato antecedente del trombón, si bien de menor tamaño y sonido. Se empieza a ver en los siglos finales de la Edad Media y está en uso hasta el siglo XVIII y aun después en casos más aislados. En España tuvo una gran aceptación y uno diría que, sobre todo, circuló en las capillas de música de las catedrales y otras sedes religiosas. Obran centenares de referencias al sacabuche en los documentarios sobre la música en dichos centros. Encontramos allí informaciones sobre contratos, pagos, búsquedas de ministriles de sacabuche y otras incidencias. 

Puesto que estos instrumentos se construían de diversos tamaños, eran capaces de formar familias y de realizar o doblar distintas voces del canto de órgano (polifonía) que se interpretaba en los templos. Pero no faltan piezas instrumentales del Renacimiento y Barroco donde los sacabuches desempeñan un importante papel en contextos áulicos, populares o simplemente distintos a los ámbitos sacros.

La imagen de este aerófono es un tanto ambivalente y para captarla es conveniente indagar –más allá de las actas capitulares– en fuentes literarias o en las crónicas de los siglos modernos. El nombre mismo da lugar a juegos de palabras con ‘buche’, ‘saca’ y ‘mete’. Esta voz también tiene que ver con desenvainar la espada. Pero, en general, parece ser un instrumento apreciado, versátil y considerado como muy completo. El modo de dar las notas en el sacabuche resulta del lugar donde se coloca el tubo deslizante que se extiende y se repliega. Es fácil imaginar la dificultad de afinación que esto implica, pues emitir las notas deseadas depende del oído y de la mucha práctica. El tubo se extiende o se retrae, pero en ese camino hay muchos lugares donde detenerse y la mayoría son inadecuados. Por eso, Melchor de Santa Cruz describe en su Floresta española (1574) la siguiente escena: 

 

“Preguntando a un clérigo que se llamaba Rávago adónde era su posada, respondió:

Mi posada es como punto de sacabuche, que la hago adonde se me antoja”.

 

Lo que sugiere que el ministril puede hacer cualquier nota, pero también desafinar cuando se pasa o no llega al punto exacto en el que ha de parar para obtener el sonido buscado.

El sacabuche gustaba y pronto cruzó el océano para asentarse en América. No lo hizo solo, sino junto con otros numerosos instrumentos. En el capítulo VII “De las danzas y bailes que en México se hacían”, de la Crónica de la Nueva España, de Francisco Cervantes de Salazar (1560) se cuenta un curioso proceso de recepción de instrumentos europeos que se añaden a los abundantes y variados que existían en América. Dice el autor que en todos los reinos hay música, “aunque los indios de la Nueva España son más flemáticos y melancólicos que todos los otros hombres que se sabe del mundo”. Se infiere por esa alusión a los temperamentos que los nativos se desenvolvían musicalmente con gravedad y ajenos, por tanto, a las pasiones derivadas de los temperamentos sanguíneos y coléricos. Ahora bien, el cronista halla algo de “desapacible” en los instrumentos precolombinos, pero cree que “con las demás cosas que de los nuestros han aprendido, saben muy bien tocar flauta, cheremía, sacabuche, trompeta, hornos y otros instrumentos nuestros a punto de canto de órgano”. La expresión “a punto de canto de órgano” queda ya explicada por lo dicho líneas arriba. Aclaro de paso que los “hornos” son los orlos o cromornos. Cervantes de Salazar justifica esta exitosa irrupción de los instrumentos europeos en el universo azteca no solo por la habilidad natural de los nativos, sino también porque agradaban a Moztezuma, como es propio de los reyes, y porque, este monarca “especialmente se deleitaba con la música”.

Otro testimonio sobre el sacabuche (igualmente en compañía de diversos aerófonos) nos lleva de la interpretación a la propia construcción de estos instrumentos en los territorios americanos. El padre fray Bartolomé de las Casas, en su Apologética historia sumaria, comenta la destreza que mostraban los indios para remedar la artesanía de los españoles. Cuenta la historia de un nativo que observaba discretamente el trabajo de un platero y que, al poco, él mismo realizaba y vendía piezas no menos primorosas. Por esta razón, los artesanos procuraban que no hubiese indios como testigos mientras realizaban sus obras. Y eso vale también para la música, pues “ninguna cosa ven, de cualquiera oficio que sea, que luego no la hagan y contrahagan”. Y añade: “Luego como vieron las flautas, las cheremías, los sacabuches, sin que maestro ninguno se lo enseñase perfectamente los hicieron, y otros instrumentos musicales”. Para dar una idea de su ingenio y habilidad, fray Bartolomé –en un aserto muchas veces citado por los estudiosos– llega a la hipérbole: “un sacabuche hacen de un candelero”. No duda el fraile de que también serían muy capaces de construir órganos. Por no hablar de las vihuelas, como las muy perfectas que cierto esclavo fabricaba.

Es evidente que estos testimonios han de pasarse por el filtro de la crítica. Surgen así algunas preguntas. ¿Por qué estos autores se asombran de lo despiertos que son los indios? ¿Por qué no lo iban a ser cuando ellos mismos y sus antepasados formaban parte de reinos, imperios y culturas más que desarrolladas? Aun reconociendo cierto paternalismo e idealización, creo que los testimonios aducidos permiten meditar sobre el hecho cierto de que, ya por entonces, las personas, las cosas y las ideas se movían con una facilidad sorprendente. De ello se derivaron muchas consecuencias (buenas y malas), hibridaciones construidas con mucho dolor y músicas de ida y vuelta que siguen cruzando el Atlántico, aunque ya desde hace siglos en ambas direcciones.

 

Referencias

Casas, Fray Bartolomé de las. Apologética historia sumaria. Vidal Abril Castelló (et al.). Madrid, Alianza Editorial, 1992.

Cervantes de Salazar, Francisco. Crónica de la Nueva España. Miguel Magallón, ed. Madrid, Atlas, 1971.

Santa Cruz de Dueñas, Melchor de. Floresta española. Ed. de Máxime Chevalier. Barcelona, Ed. Crítica, 1997.

 

Ilustración: Trois joueurs de saqueboute / Grabado de Aldegrever (s. XVU). [Fonds Albert Pomme de Mirimonde. Collection de documents iconographiques. Boîte 12, Concerts Allemagne, Hollande. Source gallica.bnf.fr / Bibliothèque nationale de France 

 

 

 

lunes, 1 de enero de 2024



Bajo el título 
Au-delà des Pyrénées (o sea,”Más allá de los Pirineos”), acaba de ver la luz un libro en homenaje al Dr. Louis Jambou, maestro de musicólogos e ilustre hispanista. De su coordinación se encargaron los profesores Cristina Diego Pacheco, Marie-Bernadette Dufourcet e Yvan Nommick. El volumen, publicado en Presses Universitaires de Bordeaux, reúne textos de diecinueve autores que, por decirlo con el subtítulo de la obra, tocan “diez siglos de música entre Francia y España” (Dix siècles de musique entre France et Espagne).

El libro consta de tres grandes bloques. Además, hay una sección inicial de presentación, que incluye los agradecimientos, un estupendo y documentado estudio bio-bibliográfico sobre Louis Jambou, a cargo de Cristina Diego Pacheco, y una introducción que sintetiza los contenidos de las distintas colaboraciones. Al final, están los apéndices dedicados a la bibliografía, discografía, bases de datos, índices, resúmenes de los capítulos y un listado de los autores franceses y españoles que han colaborado en el homenaje, además de la tabula gatulatoria. 

Las tres partes propiamente dichas son: 1) Relaciones musicales hispanofrancesas; 2) El órgano; y 3) La música ibérica. En suma, una serie de marcos donde encuentran cabida aportaciones muy variadas pero que tienen en común el estudio de temas que afectan a ambas naciones o, en su caso, que se centran en los universos de la música ibérica, sobre todo en el órgano, sin duda el ámbito donde Louis Jambou dejó una huella más marcada. Con estas premisas se consigue que el libro sea variado en sus enfoques y temáticas, pero sin caer en el totum revolutum de algunos otros homenajes de este tipo. 

Cristina Diego da notable importancia en su semblanza al bilingüismo de origen de Jambou, pues nació (en 1936) en un pueblo de Bretaña donde la primera lengua era la vernácula. Y valora más aún la grave herida de bala que sufrió accidentalmente en 1945. Nada fue ya igual desde entonces, viene a decir la biógrafa. El estudio se convirtió en el camino más fructífero para el joven Louis. En efecto, va realizando su formación ordinaria y musical, de manera que, a fines de los 50, en Nantes, alcanza un respetable nivel, con titulación y premio en la especialidad de órgano. 

El origen de su pasión por este instrumento lo contó Jambou en una jugosa entrevista concedida a Jesús Gonzalo López para Radio Clásica de RNE, cuyo enlace figura al final de esta entrada. La historia se sitúa a principios de los años 50. En su liceo había actividades extraescolares y, en cierta ocasión, se proyectó la película Preludio a la gloria, de 1950, con el niño prodigio Roberto Benzi como protagonista de, en parte, su propia experiencia. Al joven Louis le encantó el filme. En la citada entrevista cuenta que, al día siguiente, ni corto ni perezoso, se plantó en el despacho del director para decirle que quería estudiar órgano y tocar el Preludio y fuga en Re menor de J. S. Bach, que seguramente sonaba en la película, entre otras selectas músicas de diversos autores. La suerte estaba echada.

En los primeros años 60 se perfila lo que Cristina Diego llama “los tres ejes de la futura vida profesional de Louis Jambou (…) España, la música, la enseñanza”. En cuanto a España, acude ya en los primeros años 50 y recorre diversos territorios de Castilla en bicicleta, como relata en la entrevista de Radio Clásica, pues su pasión por nuestro país le viene por la lengua y la cultura, antes que por la música. Pero, cuando conoce al organista Francis Chapelet, descubre también que el órgano español era un tesoro que merecía ser interpretado y estudiado a fondo. 

Su formación no deja de mejorar y así lo vemos en las universidades de Nanterre, Complutense, Sorbona, en el Real Conservatorio Superior de Madrid y en el Superior de París, al tiempo que ejerce como organista, docente e investigador.

Sus muchos años en la Casa de Velázquez (Madrid), en los 70 y 80 (algo de lo que guardo memoria personal) le permitieron tomar el pulso a una sociedad en transformación que salía del marasmo de la dictadura franquista. Pudo así profundizar en sus estudios sobre el órgano español. Estos culminaron con la presentación de la tesis de estado en La Sorbona, donde ejercería su magisterio hasta su jubilación en 2011. Aunque como remarca Cristina Diego, su trabajo y ascendencia se prolonga hasta la actualidad. Remito al texto de esta autora para conocer los detalles sobre las numerosas publicaciones de Jambou, las sociedades académicas a las que pertenece, su presencia en consejos científicos de revistas de Musicología, así como los reconocimientos y honores recibidos por su brillante trayectoria. Baste decir que solo esta sección del trabajo de Cristina Diego ocupa veinte páginas, que dan cumplida cuenta de los abrumadores méritos del hispanista.

Por mi parte, atesoro variados y gratos recuerdos del maestro Jambou. Lo conocí cuando el profesor Casares, a través de la Colección Ethos (Serie Académica) de la Universidad de Oviedo impulsó la publicación, en dos volúmenes, de la impresionante tesis de Louis Jambou. El profesor Casares y quien suscribe pasamos muchas horas, muchos días y meses en ese empeño. Los medios eran escasos y hubo que hacer trabajo mecánico a base de bien. La obra se publicó en 1988 y es, sin duda, la más influyente de entre las suyas. Tuve la sensación ya entonces de estar ante alguien tan grande como sencillo y afable en su trato. Pero, sobre todo, este libro sobre el órgano español es una mina para investigaciones de todo tipo. Por ejemplo, los datos sobre restricciones en cuanto al acceso a la escalera de subida al instrumento o los que aluden a las mezclas de metales, entre otros muy variados, me han permitido lecturas antropológicas sobre el órgano, los organistas y todo el imaginario, entre telúrico y aéreo, que este mundo conlleva. Es solo un botón de muestra, más allá de la solidez que otorgan sus fuentes a su propio discurso musicológico. 

Posteriormente, coincidimos en diversos congresos y siempre me llamaron la atención las atinadas intervenciones del sabio hispanista, ya desde la tribuna, ya desde la sala. También tuve la satisfacción de contar con él para formar parte de un tribunal de tesis doctoral de mi dirección. Y quizá la ocasión en la que pudimos conversar más relajadamente fue cuando ambos formábamos parte del jurado del Premio de Composición Tomás Luis de Victoria, patrocinado por la SGAE. Eso ocurrió precisamente el año 2009, cuando Luis de Pablo recibió este importante galardón. De Pablo fue un creador al que, dicho sea de paso, Jambou conocía muy bien, en lo personal y en lo artístico. Prueba de ello es que incluso tradujo al francés su libro Aproximación a una estética de la música contemporánea, titulado en esta lengua Approche d´une esthétique de la musique contemporaine.

Puesto que estas líneas no son en absoluto una recensión –que no podría hacer, pues tuve el honor de colaborar en el libro– concluyo con la relación de los textos compilados en el mismo, lo que puede resultar útil a los lectores y lectoras de El otro a ratos

Creo, en fin, que su ‘película’ no hablará de un preludio a la gloria, como la que tanto le gustó de muchacho, sino que habría de contar su vida y su obra bajo la imagen de una vasta sinfonía, llena de esa gloria profunda y, como diría Horacio, “más perenne que el bronce”. 

Referencias

 Cristina Diego Pacheco, Marie-Bernadette Dufourcet Bocinos e Yvan Nommick (eds.). Au-delà des Pyrénées. Dix siècles de musique entre France et Espagne. Bordeaux: Presses Universitaires de Bordeaux, 2023.

 Jesús Gonzalo López: “Entrevista a Louis Jambou. RNE. Radio Clásica. El órgano, 08/01/2017. Enlace:

https://www.rtve.es/play/audios/el-organo/

 Fotografía

Luis Jambou recibe el libro de su homenaje. Noviembre de 2023. Foto de Cristina Diego Pacheco.

 

Au-delà des Pyrénées.

 

Textos:

 

Remerciements 

Esquisse biographique et bibliographique de Louis Jambou

Introduction 

 

I – Première partie : les rapports musicaux entre France et Espagne 

Cristina Diego Pacheco. L’hispanisme musical en France. Réflexions autour de la musique ancienne 

Ismael Fernández de la Cuesta. Sobre el Trecanum en la vieja Liturgia

Begoña Lolo. Tiempo de pestes. La peste de Marsella (1720) y su incidencia en los teatros urbanos de Madrid 

Águeda Pedrero-EncaboD.N Domingo Escarlati: la recepción de fuentes manuscritas Españolas de Scarlatti en París 

Ángel Medina. Fernando Palatín y Garfias: dos inventarios de su repertorio para la orquesta municipal de Eaux-Bonnes (1884-1907)

Pierre Guillot. Déodat de Sévérac, l’Espagne et la danse

Stéphan Etcharry. Mestizaje y transposición para una lectura actualizada del Quijote: Don Quichotte du Trocadéro (2013) de José Montalvo

page651image35932816page651image35933024

II – Deuxième Partiel’orgue et son univers 

Alfonso de Vicente Delgado. El acompañamiento para órgano de los motetes Vidi speciosam y Vere languores de Tomás Luis de Victoria en Santa Ana de Ávila (E:Asa 3 y 4H)

Andrés Cea Galán. Notas sobre la penetración de la organería levantina en Andalucía: Fray Jaime Bergaños y los miembros de la familia Llop (1651-1691)

Jesús Gonzalo López. Breve epistolar sobre tres intervenciones de Joseph de Sesma en el órgano de La Seo de Zaragoza en tiempos de Andrés de Sola (1682-1694): nueva documentación

Antoine Leduc. Vagabondage autour de l’orgue espagnol en compagnie de Louis Jambou et de son livre Evolución del órgano español - siglos XVI-XVII

Marie-Bernadette Dufourcet. Les organistes des chapelles royales de la cour d’Espagne au XVIIe

Antonio Gallego. El órgano en las narraciones de Pérez Galdós

 

III – Troisième partie : la musique ibérique 

Luis RobledoCanendo siles atque silendo canis: una alegoría musical para San Benito

 Paulo Estudante. Vers la construction du paysage sonore historique de Coimbra. Relecture acoustique de la cathédrale de Coimbra (Sé Velha) au XVIsiècle

Pepe Rey. Tres canciones cervantinas en Alemania (1644 y 1656) 

Danièle Becker. La Selva encantada de Amor. Écrire et composer pour un spectacle privé au temps du Carnaval (1696) 

Emilio Casares. El estreno de Los Amantes de Teruel de Tomás Bretón, o el drama de componer ópera en España

Yvan Nommick. La Fantasía bætica de Manuel de Falla : dans le laboratoire du compositeur 

 


 

 

 

 

 

viernes, 1 de diciembre de 2023

El oído crítico de Leonardo Padura



He leído varias novelas y diversos textos ensayísticos y autobiográficos de Leonardo Padura y he podido observar que, como buen cubano, la música ocupa un lugar importante en su vida y en su obra. Hoy me propongo mostrar, en unas mínimas notas, el atento y crítico oído con que el narrador cubano recepcionó algunas músicas que triunfaron en la isla caribeña. Ya en las novelas protagonizadas por ese extraordinario personaje que es su policía y posteriormente librero de viejo, Mario Conde, pueden hallarse diversasreferencias a la música.

El concierto de los Rolling Stone en La Habana (2016), por ejemplo, fue histórico por los cientos de miles de asistentes y también porque legitimaba de una vez por todas el valor cultural de unas músicas que habían llegado a estar prohibidas o desautorizadas por el poder. Por cierto, es este un debate que también se dio en otros países hispanoamericanos, aunque ninguno con un aparato de control tan férreo como el derivado de la revolución cubana. La lucha de la izquierda latinoamericana contra el imperialismo cultural estadounidense exigía mirar con lupa los movimientos de las músicas pop y rock anglosajonas de los años 60 y posteriores. De ciertos análisis oficiales se desprendía que los valores de tales músicas eran esencialmente capitalistas y decadentes. 

Volviendo a Padura, lo cierto es que, en las conversaciones de Conde y sus amigos, aquel se muestra un tanto reticente ante el concierto de los Rolling. Y no porque no le gustase el grupo británico, sino porque llegaba demasiado tarde. Claro que el ingenio cubano posibilitó que, incluso en los tiempos de la exclusión del rock, circulasen copias realizadas por un curioso sistema que el novelista describe al hilo de estas consideraciones. En todo caso, el personaje de Mario Conde –que tiene mucho de Padura, como este ha reconocido– manifiesta frecuentemente su gusto por grupos como los Beatles, Credence Clearwater Revival (con especial elogio para “Proud Mary”) y Blood, Sweat & Tears, entre otros. Nombres que no extrañan a nadie y menos a quien, como el autor de estas líneas, tiene la misma edad que el narrador cubano. También es cierto que en aquella isla todo resultaba más difícil.

 

El espejismo andino 

En los años 70 del pasado siglo se produjo otro fenómeno musical sobre el que Padura realiza una interesante lectura. Me refiero a la música andina, tomada como seña de identidad y como savia nueva para la música popular de los países marcados por la cordillera de los Andes. La música andina y sus recreaciones tuvieron amplio eco internacional. En Francia, por ejemplo, ya había echado raíces desde bastante antes de la década citada. También resultó muy significativa en España, sin ir más lejos. Recuerda uno perfectamente esa fiebre de quenas, sicús y charangos y las muchas veces que escuchaba las casetes del quenista Facio Santillán para aprender aquellas hermosas melodías –“El cóndor pasa”, “Vasija de barro, con sicú, o, entre las más difíciles, “El pájaro campana”–, que luego tocábamos como podíamos en el grupo de amigos unidos por esta pasión. Por entonces –años 70– el sueño de algunos de estos jóvenes era visitar el Machu Pichu y ver pasar al cóndor. 

Con no menor ímpetu penetró la música andina en Cuba. Pero, sobre todo, se dio preferencia a los géneros donde, al margen de fundamentos o reminiscencias más o menos étnicas, había un contenido explícito de tipo revolucionario o, como mínimo, de marcado compromiso social, según apunta Padura. Desde Chile, por poner un caso, llegaban los temas de Quilapayún, Inti.Illlimani, Víctor Jara, entre otros; y también acudían a Cuba los propios músicos del continente. Esto ocurría tanto antes de 1973, por el apoyo del gobierno de la Unidad Popular presidido por Salvador Allende, como –con más motivo– tras el golpe de Pinochet, que llevó a la muerte o al exilio a cantantes, grupos y a tantos otros chilenos. En un país como Cuba, sujeto a la disciplina del socialismo real, el golpe de Pinochet fue particularmente doloroso. Lo cierto es que los claros mensajes de izquierda de grupos y cantautores de diversos países hispanoamericanos eran bien recibidos por el aparato gubernativo cubano. Padura comenta que este tipo de músicas caló en la sociedad cubana y pronto empezaron a formarse grupos en la isla que mimetizaban el repertorio andino. En este punto, se levantan las observaciones críticas del de Mantilla. Podemos leerlas en un capítulo de Agua por todas partes (2019), un libro de carácter ensayístico sobre, como reza el subtítulo, “Vivir y escribir en Cuba”. 

Lo primero que pone de relieve el novelista es que los países andinos del continente poco o nada tienen que ver con la idiosincrasia de una isla tropical como es Cuba. Que a Padura no le gustaba esta oleada sonora, llena de “quenas y tamboritos” –escribe–, es notorio en el léxico y en el tono afilado de sus objeciones. Baste decir que se mofa de los grupos de aficionados cubanos a este repertorio, que llegaban al extremo de procurarse ponchos de lana con los que se asaban en la caliente isla caribeña. Esto sí que era una interpretación históricamente informada.

 

La plaga del reguetón y la alternativa de la salsa

Pero si hay una música que a Padura no le gusta en absoluto y que le molesta profundamente, es el reguetón. Se había extendido por la isla y, sobre todo, por La Habana, de tal manera que era difícil no escucharlo al alto la lleva en la casa del vecino, en los coches, en los cafés y en todas partes. Como ya en la entrada anterior había salido este tema por otros motivos, me limito a reiterar el veredicto de Padura sobre este “taladro” sonoro al que considera una música “plástica, machacona, agresiva y soez” , además de “invasiva y omnipersistente”, una música que “atraviesa impúdicamente tus paredes”. 

La alternativa, pues no va a ser todo criticar, la encuentra Padura en la salsa. De hecho, tiene un libro –Los rostros de la salsa– donde pasa revista al género y donde muestra su amplio conocimiento de artistas como Rubén Blades, Willie Colón, Johnny Ventura, Cachao López o Juan Luis Guerra, entre otros. Se desvela entonces toda la carga de esa efervescencia latina que se vivió desde los primeros años 70 en centros de la importancia de Nueva York, en el Caribe y en buena parte del mundo. Por cierto, con la diáspora de los 90, los músicos cubanos se ganaron la vida en países de todo el mundo a ritmo de salsa. Y, particularmente, devolvieron la visita a las naciones andinas cuya música había desembarcado en Cuba varios lustros atrás. 

Observador incansable de la realidad habanera, Padura reparó en las transformaciones de la juventud en los primeros años de este siglo. Por entonces empezaron a congregarse en la Avenida de Los Presidentes de La Habana grupos de roqueros, con sus guitarras y sus botellas, que fueron los primeros entre las tribus urbanas de todo tipo que se asentaron en dicha avenida. Padura prestó especial atención a los emos en Herejes, quizá (sospecho) por ser la manifestación más extrema, pesimista y desconsolada de un desencanto sin fondo. El poder, la insularidad y el “agua por todas partes” ya no son fronteras del todo infranqueables para la libertad. Y Leonardo Padura, el narrador que necesita sentirse cubano y vivir en Cuba para escribir, nos lo ha ido contando en su valiosa y extensa obra.

miércoles, 1 de noviembre de 2023



Como continuación de la 
entrada anterior, paso a comentar nuevos casos de músicos cargantes, con la particularidad de que ahora no se trata de personajes de ficción, sino de realidades que cualquiera pudo haber vivido.

 

Insistir cual grillo barojiano

El primer rechazo que sufre el músico por delito de lesa pesadez acontece en los años de su formación, normalmente en la infancia o en la juventud. Un violinista, pongamos por caso, ha de estudiar sus lecciones durante horas. No faltan en ellas ejercicios de escalas, dobles cuerdas, cambios de posición de la mano izquierda, entre otros, carentes por lo común de interés artístico (aunque no musical) y donde la afinación no siempre es fácil de mantener. Las casas no están preparadas para evitar las molestias al vecino y surgen entonces las quejas; luego, las malas palabras; y, finalmente, las denuncias. Un infierno. Mas el estudiante ha de perseverar en su labor, luchar contra la incomprensión y soñar con tiempos mejores, cuando sus desvelos den los frutos propios de la maestría. 

La insistencia de los estudiantes primerizos de violín, en particular, llevó a Baroja a compararlos con los grillos, incansables en sus nocturnas sonatas. En el preámbulo de La busca, el escritor vasco describe un paisaje sonoro con un par de certeras pinceladas: “Después no se oyó más que el chirriar persistente del grillo de la vecindad, que siguió rascando en su desagradable instrumento con la constancia de un aprendiz de violinista”. Como se sabe, el ‘canto’ de los grillos –estridulación– se produce por frotación de sus élitros. Este detalle de la frotación muestra una de las afinidades existentes entre los dos términos de la comparación. Los lectores y lectoras podrán enumerar algunas otras sin demasiado esfuerzo.

 

El gaitero de Bujalance

Un refrán recogido en el Diccionario de música, de Fernando Palatín (1812), servirá para ponernos en situación –de una manera tan rápida como atroz– sobre un caso paradigmático. El dicho adagio sentencia de esta guisa:

 

“El gaitero de Bujalance, un maravedí por que empiece, y diez por que acabe”. 

 

Anota el diccionarista que se dice por los que son molestos           en su trato y conversación, siendo por otra parte difíciles de entrar en ella, haciéndose de rogar”. Entre músicos, cabe pensar en aquellos que primero son renuentes a tocar o cantar y luego se muestran del todo reluctantes a dejar de hacerlo. Lo he visto muchas veces en contextos festivos donde tocan, cantan o bailan todos los participantes en la fiesta. Los que destacan musicalmente parece que reservan sus fuerzas.  Incluso suelen aludir a que andan mal de voz porque están medio resfriados o aducen otras disculpas puramente fantasiosas. Pero la insistencia del amistoso auditorio los anima y acaban cantando (o tocando, en su caso) un par de temas. Ante el éxito, el protagonista empieza a sentirse a gusto y, ya en vena, se muestra dispuesto a interpretar la integral de su repertorio. Los auditores trocan su inicial entusiasmo en una cierta sensación de hastío. Ellos también quieren participar, pero les cuesta hacerse un sitio porque el solista ha traducido mal sus verdaderos deseos y empieza a resultar un pelín pesado. Dicho sea de paso, Bujalance es un municipio de Córdoba y la gaita de la que se habla no es de fuelle, sino un aerófono tipo chirimía o similar, de lengüeta doble.

 

Músicos callejeros

Me paro con frecuencia a escuchar a los músicos callejeros. Esos mismos que inspiraron a Mahler y que, en muchas ocasiones, tocan estupendamente. Así lo prueban la experiencia y los registros discográficos que recogen el repertorio de estos artistas ambulantes. De hecho, los hay que fueron excelentes profesionales, obligados por las circunstancias a la vida incierta de la música en la calle. Es indudable que, en ocasiones, pueden resultar una distracción para quien ha de estar centrado en otros asuntos. Por ejemplo, para quien prepara una oposición o un examen y vive encima de donde un trompetista se instala a diario con aplicada dedicación.

Pero el balance suele ser positivo. Uno va por la calle y oye a lo lejos la “Marcha triunfal” de Aida, en versión de trompeta y ‘maquinillo’, que así llaman algunos al aparato que hace el acompañamiento a modo de play-back. En otra calle, una muchacha que se acompaña con su guitarra se desenvuelve estupendamente en diversos estilos de la música popular. Más allá, un violinista atrae la atención de los paseantes con su repertorio de clásicos populares. Y un dúo de cantantes líricos triunfa a los pies de una iglesia, al tiempo que, en el cesto para los donativos, tintinean de continuo las monedas en civil ofrenda y hasta se escucha algún ¡bravo! cuando un brillante final parece solicitarlo de oficio. ¡Vivan, pues, los músicos callejeros que alegran la vía pública! Pues atraen la curiosidad de los niños, animan a detenerse un rato a los ajetreados viandantes y a gozar de su tiempo libre a los jubilados melómanos. 

Pero como esta entrada trata de músicos cargantes, he de concluir con el caso particular de los músicos callejeros de tendencia intrusiva. Son aquellos que se acercan a las terrazas o incursionan incluso en el interior de los restaurantes. No incluyo aquí a los contratados por el propio establecimiento dentro de su política de imagen y ambiente, como ocurre con los tablaos flamencos o los locales donde se cena mientras se escuchan fados. En estos casos, sabemos a qué atenernos. Con los intrusos, sin embargo, la cosa se complica. Porque uno puede dejar atrás al músico callejero que (supuestamente) no le gusta, pero no puede marcharse cuando está en medio de una cena romántica a la luz de las velas. El perpetrador de czardas, pongamos por caso, nos tiene cogidos. No hay nada que hacer, sino sacar partido de la situación. Y hasta puede que acabe siendo un divertido recuerdo en el futuro. A este respecto, Arturo Pérez-Reverte publicó una columna, titulada “Músicos en la sopa”, donde cuenta sus propias experiencias con un gracejo que no impide detectar el pavor de fondo de su relato sobre los “pelmazos que dan la barrila justo cuando menos apetece” y que interrumpen conversaciones o pensamientos. 

Lo dicho: poco o nada cabe hacer en estas situaciones. Salvo que, como ya he contado aquí, la parroquia se amotine y ponga de patitas en la calle a los intrépidos y sonoros invasores. Un caso real en esta línea, vivido por el filósofo H. Taine, se recoge en la entrada de este blog titulada “Comer con música”.

La música que llega a los oídos por intrusión puede resultar odiosa incluso para quienes disfrutan ordinariamente de ella. Es lo que le pasa al celebrado narrador cubano Leonardo Padura. Entre las reflexiones sobre cuestiones autobiográficas o en torno a su concepción de la novela y del propio oficio de escritor, que Padura recoge en su libroAgua por todas partes, incluye una tremenda invectiva de 2007 contra el reguetón, un género que inunda La Habana, el Caribe todo y, añado, buena parte del mundo. Se queja del “taladro” sonoro que le impide concentrarse en su tarea literaria. También relata el espanto que le causa esa música “plástica, machacona, agresiva y soez” , además de “invasiva y omnipersistente”, una música que “atraviesa impúdicamente tus paredes”, ya venga del vecino, ya del automóvil –discoteca sobre ruedas– que atruena la calle.

Pensando en esta suerte de allanamientos sonoros, me viene a la cabeza la época del confinamiento, en los primeros momentos de la pandemia de Covid (primavera de 2020). Estaba uno tranquilamente leyendo una novela cuando, de repente, y desde un balcón cercano, sobrevenía un tsunami sonoro, realizado en directo por uno o varios músicos o bien emitido urbi et orbi mediante potente amplificación. Resistiré –me decíaY lamentaba que, con este tipo de colonizaciones acústicas, se perdiese una de las pocas cosas que tenía de bueno el hecho de estar confinados y con el alma en vilo: el silencio. ¡Santo Dios, cuán maravilloso es el silencio! Pero, bueno, cuando escuchaba la gaita de fuelle que sonaba por las tardes desde otro balcón, me salía la vena musicológica y me decía que era interesante observar un elemento identitario y local al lado de un proceso pandémico de carácter global. Como quien no quiere la cosa, estaba inmerso en una expresa vivencia de lo glocal. Y sí, quien no se consuela es porque no quiere. Dicho sea de paso, lo que también aprendí es que, con la música, no siempre se puede ir a otra parte, sobre todo si se está confinado. 

 

Ilustración

Vous êtes Jolie”, estampa (litografía), Steinlen, Théophile Alexandre (1859-1923), grabador, ed. Enoch & Co (Paris, 1897) Fuente: gallica.bnf.fr / Bibliothèque nationale de France. Web: https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/btv1b531885281?rk=42918;4#

 

 

Referencias

 

Padura, Leonardo: Agua por todas partes. Barcelona, Ed. Tusquets, 2019.

 

Palatín, Fernando: Diccionario de música (Sevilla, 1812) . Edición y estudio preliminar de Ángel Medina. Oviedo, Publicaciones de la Universidad de Oviedo, Ethos Música, Serie Académica nº 3, 1990.

 

Pérez-Reverte, Arturo: “Músicos en la sopa”, XL Semanal (1/8/2011).