jueves, 31 de marzo de 2016

Recuerdos de Enrique Franco y de Radio 2 (Clásica) de RNE



Un viejo recorte de prensa me refresca un episodio curioso de la vida de Enrique Franco (Madrid, 1920-2009). Escribí aquella semblanza/entrevista en el diario La Nueva España el 12 de mayo de 1985. Me hablaba el conocido crítico musical —entonces en El País—  de sus escasos recuerdos de antes de la guerra. No había olvidado, sin embargo, uno muy especial: su actuación como pianista ante los reyes de España, realizada hacia 1930, cuando andaba por los 10 años. Por lo que parece era una especie de niño prodigio. Leo en el viejo recorte: “Pero te puedo jurar, me dice con sonrisa franca, que mi concierto de piano ante la Corona no tuvo nada que ver con la caída de la institución monárquica”.

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Hay dos actividades que le parecen a uno especialmente relevantes en la figura de Enrique Franco: la creación en 1965 del Segundo Programa (luego Radio 2 y actualmente Radio Clásica) de RNE y su labor como crítico atento a la nueva música.
Me acerqué a ambas facetas de su trayectoria cuando estaba inmerso, hacia 1984, en la conclusión de mi tesis sobre la vanguardia musical española. Por una parte, estudiaba las críticas que había publicado Enrique Franco en los 50 y 60 en el diario Arriba. Por otra, en su condición de director de Radio 2, facilitó mi acceso a los archivos de RNE, lo que resultó de inestimable ayuda. 
Me complace recordar esta segunda experiencia cuando no hace mucho que se cumplieron —el 22 de noviembre de 2015, Santa Cecilia— los 50 años de la fundación de la emisora de música clásica de RNE.
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A mediados de los 80 había muy pocas partituras editadas y aún menos discos dedicados a la música española contemporánea. Sin embargo, RNE se encargaba, a través de Radio 2, de grabar algunos de los conciertos de nueva música que se programaban (básicamente en Madrid y Barcelona) e incluso de promover algunos de ellos. 
Por poner un ejemplo relativo al problema de los registros sonoros: un compositor de la importancia de Ramón Barce —todo un clásico de la Generación de 1951— contaba en 1983 con unas 65 obras, de las que sólo cinco estaban disponibles en disco. Sin embargo, RNE tenía grabadas más de la mitad de su catálogo.Pero los investigadores no tenían acceso regulado a estos fondos.
Así que un día el profesor Emilio Casares, que era mi director de tesis, concertó una cita con Enrique Franco y fuimos ambos a Prado del Rey con la idea de solicitar un permiso para acceder a esas grabaciones del archivo de la emisora. El director de Radio 2, Enrique Franco, ofreció una particular solución para esta petición.
Conviene insistir en que no existía entonces atención al investigador de ningún tipo, ni salas o servicios de personal para este fin. Nada de nada. En lugar de decirnos que nuestra petición era inviable, Enrique Franco propuso que me encargase de la programación de un espacio nocturno que no ofrecía ninguna dificultad. Sólo tenía que escribir los guiones semanalmente, ceñirme al tiempo asignado y ya se encargaban en la emisora de buscar al locutor correspondiente. De este modo, disfrutaba de una especie de acreditación como colaborador, podía moverme sin problemas por las instalaciones de la radio y pedir las grabaciones que necesitase para escucharlas en un lugar de uso exclusivo para los de la casa.
Naturalmente, las grabaciones que solicitaba nada tenían que ver con mi programa, que era básicamente de repertorio, sino con las citadas pesquisas académicas. De este modo pude escuchar obras que sólo se habían interpretado una vez y que eran significativas en la producción de un determinado compositor.
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Estaba agradecido por el hecho de que me dejasen acceder al archivo. Pensaba que mi flamante status de colaborador era simplemente una condición necesaria para tal fin. Pero aquel puntual y modesto trabajo de programador (que yo estaba encantado de realizar con la simple contrapartida de acceder libremente a los fondos sonoros) tenía que pasar unos formalismos. Sí que hube de firmar una especie de contrato que, por la parte de RNE venía suscrito por el entonces muy célebre José María Calviño, director general de RTVE durante el primer gobierno socialista (1982-1986) y personalidad más que controvertida en aquellos años "del cambio".
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Tuve la fortuna de ser introducido en el manejo de los archivos —que entonces eran manuales— por Araceli Fernández Campa, a quien admiraba como cualquier oyente de Radio 2 del momento. Se portó maravillosamente y pronto aprendí una serie de cosas útiles.
En esos días de aprendizaje solucioné uno de los enigmas que me habían intrigado como oyente asiduo de Radio 2 desde los 70. Me refiero a que había una gran puntualidad en la sucesión de los distintos programas y nunca quedaba ninguna obra a medias o simplemente cortada en los últimos segundos, como ocurría en otras emisoras generalistas. Sabía, naturalmente, que los discos consignan normalmente la duración de las obras e incluso de las partes de que constan, pero me preocupaba saber cómo encontraban los programadores la pieza adecuada a la temática de su espacio para insertarla de tal manera que el conjunto de obras seleccionadas, más los comentarios, no pasase del tiempo previsto.
Araceli Fernández Campa me mostró los ficheros ordenados por orden alfabético de compositor, luego por géneros y finalmente me condujo ante unos ficheros donde figuraban las composiciones musicales catalogadas por su duración. Este catálogo era muy minucioso, particularmente en cuanto a las obras de corta duración. Por ejemplo, piezas de menos de 30 segundos. Y allí aparecía Webern y algún otro amigo de los aforismos. Obras de menos de 40 segundo, de 50 segundos, etc.
Otro detalle que me llamó la atención es que a la hora de redactar el guión había que anotar una referencia que figuraba en la ficha, la cual no remitía al disco en concreto (ya fuese de vinilo o CD, novedoso por entonces) sino a una cinta magnetofónica profesional donde se había grabado el contenido del disco nada más llegar éste a Radio 2. Supongo que así se preservaba mejor la calidad y el mantenimiento de los originales.
Y otra curiosidad era que algunas obras llevaban una indicación muy destacada (casi admonitoria) en la que se advertía que sólo se podía programar dicha obra con expresa autorización de la dirección. Los Carmina Burana, de Orff, era una de ellas, así que me imagino que se trataba de controlar los gastos por derechos de autor.
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En aquellos tiempos tenía algunos amigos en Radio 2, como José Luis García del Busto, y colegas que supervisaban mi trabajo y que fueron muy amables siempre, como Ricardo Bellés, entre otros. También veía al compositor Francisco Cano, con quien tenía más trato en el contexto de la ACSE (Asociación de Compositores Sinfónicos Españoles).
El trabajo se desarrolló en dos programas nocturnos que se titulaban Antología y Alborada. Había claras perspectivas de profesionalización en ese ámbito, pero la Universidad de Oviedo estaba a punto de emprender una importante aventura con la creación de la Especialidad de Musicología, así que en 1985 (tras más de un año de valiosa experiencia) abandoné las ondas radiofónicas, al menos de manera tan cercana y permanente.




viernes, 25 de marzo de 2016

Josep Soler: cumpleaños a pie de obra



 Josep Soler cumple 81 años este 25 de marzo. Que caiga precisamente en Viernes Santo no le viene mal a un autor que ha experimentado la pasión (el paso, el sufrimiento, el sacrificio, el sueño de la redención) y que ha escrito abundante música relacionada con la Semana Santa.
Las siguientes líneas celebran el propio hecho del aniversario y, muy en particular, que el maestro catalán se encuentre con las mismas ganas de siempre para seguir creando. Como él suele decir, “nadie lo va a hacer por mí”.
Desde que lo conocí (en 1980) he tratado de estar al tanto de su obra. Y he permanecido en contacto con él hasta el presente. De hecho, hace sólo unos días hablábamos por teléfono y me contaba sus actuales proyectos, con un libro en prensa (que incluye poesía, teatro y ensayo) y un par de discos en ciernes. Discos que son una especie de antología que arranca nada menos que con el Himno de Oxirrinco (s. III) y que va recorriendo esas fuentes medievales que tanto le/nos gustan (Musica enchiriadis, Winchester, Cotton, Guido, la misa de Barcelona…), al tiempo que se deja un espacio para determinadas creaciones actuales.
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Profeso hacia Josep Soler una mezcla de admiración, amistad y asombro. Y ya en la citada fecha de 1980 —disertaba el maestro en un curso de verano celebrado en Gijón— me llamó la atención el recuerdo que tuvo para sus maestros y el tiempo que dedicó a algunos de sus discípulos. En cierto modo, ese hecho indicaba que se veía a sí mismo como un eslabón entre unos (los maestros) y otros (los discípulos). Aceptar este hecho es pensar en términos de absoluta humildad. Otros juzgarán cómo ha sido el eslabón que él representa, pero nadie negará su lugar y engarce en esa cadena.
En 2011 tuve la satisfacción de pronunciar la laudatio en su honor con motivo de la entrega en Barcelona del Premio de Composición Iberoamericana “Tomás Luis de Victoria”. Recuerdo que en aquella intervención  insistí en su gusto por la historia musical de cualquier época, algo que acababa de reflejar en mi aportación a un libro colectivo coordinado por Joan Cuscó, cuya referencia figura al final de estas líneas. Este aspecto —sólo uno de entre las decenas que componen su poliédrica personalidad— es el que me permito reiterar aquí a modo de felicitación.
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Es, pues, indudable que Soler ha sabido insertarse en una tradición. El compositor practica el respeto a los maestros con especial generosidad. No sólo fue uno de los más ilustres discípulos de Cristófor Taltabull, sino que ha sabido poner a su principal maestro en el lugar que merece (mediante ediciones, estudios o fomentando interpretaciones de su obra) como el auténtico “hombre providencial para la música de Cataluña” por utilizar una expresión con la que el propio Soler tituló uno de sus trabajos sobre Taltabull. Por supuesto, los consejos y las orientaciones de René Leibowitz fueron muy útiles, pero la deuda con Taltabull es mucho más evidente y Soler ha sabido devolver con creces al mundo musical los saberes aprendidos con su maestro.
Pero hay que decir que Soler ya era compositor antes de conocer a Taltabull a principios de los 60. Lo era de una manera natural e inevitable, como se es latino, por ejemplo. De hecho, las primeras obras del compositor datan de 1951, cuando era un quinceañero. Y aquí Soler da una gran lección a muchos compositores que reniegan de sus obras y que sólo parecen estar a gusto con lo que traen entre manos en cada momento. Soler no es un compositor saturnal que se coma a sus hijos. Como él mismo ha dicho “¿Qué raro Saturno se atrevería a comer aquello que fue de él mismo y que logró expulsar, con dificultad, de sus vientres?”.
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La mirada hacia los maestros no se limita a quienes lo fueron de manera efectiva y directa. En realidad, la producción soleriana está siempre impregnada de historias y de historia.
Decimos de historias por la presencia de textos, argumentos o libretos procedentes de las más variadas literaturas que informan su música vocal y escénica. Hay textos de Séneca, Sófocles, de la Biblia, de su muy amado Rilke, de Shakespeare, Ronsard, Flaubert, Baudelaire, Mallarmé, Mary Shelley, Calderón, Verdaguer, de los poetas persas. como Rumi, y de muchos más.
Y siempre se detecta, incluso en las obras instrumentales, como un fondo literario, una disculpa, un motivo de inspiración, una sugerencia en el título que resultan inseparables del resultado final.
Pero también hablamos de historia y de historia de la música en particular. Sus creaciones, como ya hemos escrito, dialogan con otras creaciones y recorren todas las amplias provincias de la intertextualidad, mediante la cita más o menos literal, más o menos oculta, los ecos, las alusiones, el collage en alguna rara ocasión, incluso mediante la asunción de los procedimientos técnicos o los planteamientos estéticos de quienes le han precedido.
Lo anterior no sitúa a Soler de ninguna manera en el ámbito del eclecticismo, ni del revivalismo, ni al lado de los compositores especialistas en revisitar la historia desde una cierta distancia llena de guiños cómplices para el oyente. No, en Soler el peso de la historia muchas veces casi ni se nota. O, por el contrario, se hace explícito sin más alharacas. O discurre por sus pentagramas con la misma naturalidad con la que el agua de los ríos contiene la de sus afluentes.
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Si la Antigüedad clásica es un referente para Soler en textos, mitos y lenguas, la Edad Media ya se muestra como un universo de incesante atracción para nuestro compositor. En los siglos medios hubo un amplio espacio para el sentido de lo trascendente, para el vuelo teológico y para una lenta pero imparable evolución musical. Por eso la música medieval tiene en Soler una amplia resonancia.
El canto gregoriano, por ejemplo, suena en un buen número de sus obras. El Llibre per l´orgue de Santa María de Vilafranca es, sin duda, un ejemplo significativo.
La monodia litúrgica visigótico-mozárabe también fue fértil, y ahí la Melodía para el Álbum de Collien Honegger, con base en la liturgia para el entierro de párvulos.
La música de Notre Dame, polifonía en torno a 1200, subyugó a Soler desde épocas muy tempranas. Hay compositores europeos que han sabido aprovechar este repertorio, como Arvo Pärt, pero Soler ya la había integrado en su producción desde los primeros años sesenta.
No falta tampoco la mirada a la música catalana medieval, sin duda cimera en las polifonías del Llibre Vermell.
El período postrero de la Edad Media, con la figura gigante de Guillaume de Machaut, fue también motivo de alguna deuda soleriana con el pasado. Dos piezas, ambas de 1995, tituladas Ma fin est mon commencement, toman el título de la célebre obra del francés, así como su procedimiento de retrogradación, aunque ambas son muy distintas entre sí.
Pero Soler no se ha detenido en la Edad Media sino que ha seguido dialogando con otros períodos, desde el mundo perfecto y cristalino de la polifonía renacentista, pasando por Couperin, Purcell, Bach, Mozart, Schubert, Beethoven, Listz, Wagner, R. Strauss, Schoenberg, Berg, entre otros muchos. Y no se trata sólo de que recoja técnicas concretas de unos y otros, de que componga ciertas páginas de homenaje “a la manera de”, sino que, en cuanto a algunos creadores, se transforma en un continuador y un auténtico heredero. Eso podemos asegurarlo para el caso de Wagner, de quien toma la utopía de la obra de arte total, la idea de redención y el gusto por ese mágico instante armónico que es el célebre “acorde de Tristán”, a partir del cual creó un completo y eficiente sistema armónico con el que trabaja desde los años ochenta. Con ese sistema y su sabiduría en términos de orquestación ha creado un gran corpus compositivo de inconfundible perfil y capaz de reencontrar la comunicación con el oyente, tantas veces perdida en los años más belicosos de las vanguardias.
Soler nos demuestra que no hay manera de hacer tabula rasa. La historia pesa y no cabe obviarla. No sólo eso. Soler se sabe y se ve formando parte de una cadena, conocedor de un legado que ha de transformar en su obra y mostrar a las siguientes generaciones. Lo que ocurre es que, en su análisis, la situación no puede ser más conflictiva y tal vez sólo le quede al compositor (asumiendo muy adorniamente todos los males del mundo) la disyuntiva de enmudecer o de recoger entre las ruinas algunos sillares, por emplear una imagen muy de su gusto, con los que empezar a erigir una nueva etapa donde el arte vuelva a adquirir esa capacidad de diálogo con lo trascendente que la sociedad actual parece haber olvidado.
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Una cosa más. ¿Qué sociedad es ésta que permite que un maestro indiscutible como Josep Soler cumpla 80 años en 2015 y haya llegado a los 81 este 25 de marzo de 2016 sin que durante dicho período se sucediesen las celebraciones y homenajes? No es que le falten honores y distinciones al maestro de Vilafranca. Los tiene y algunos de ellos son muy prestigiosos. Los acepta con gratitud, pero también ha sabido rechazar cierto galardón ministerial por una elemental cuestión de principios.
De modo que detectamos falta de sensibilidad en los responsables de la programación y de la gestión de la cultura musical. ¿Tendrá razón Soler para encastillarse en ese pesimismo que es casi una seña de identidad de su posición ante la vida y que, con todo, no afecta a su ser más hondo, que es la propia creación?
La crisis, a lo que se ve, no sólo es económica.

Referencias:
Texto parcialmente extractado de   Ángel Medina: “Josep Soler: La historia y la inspiración, la noche y la luz”. En Joan Cuscó (ed.): Josep Soler i Sardà: componer y vivir, pp. 7-14. Zaragoza, Libros del innombrable, 2010.  Ángel Medina: “Josep Soler: la historia i la inspiració, la nit i la llum”. En Joan Cuscó (ed.): Josep Soler i Sardá. Compondre i viure, pp. 7-13. Vilafranca del Penedès, Propostes Culturals Andana, 2010.

Fotos:
—Soler en Oviedo (1991). Foto de Ángel Medina.
—Funda del CD que acompaña el libro editado con motivo de la entrega del Premio SGAE de la Música Iberoamericana “Tomás Luis de Victoria”. Angel Medina: Josep Soler. Música de la psión. Madrid, Fundación Autor, 2011.

viernes, 18 de marzo de 2016

Formar parte de un tribunal de tesis es un honor las más de las veces. Al fin y al cabo se trata de intervenir en el acto más relevante del mundo académico. Y cuando las tesis están bien hechas le dan a uno la oportunidad de aprender muchas cosas. Así ocurrió en el caso de Mireya Royo Conesa, cuya tesis, dirigida por la profesora María Sanhuesa Fonseca y leída el 15 de enero de 2016, se titula: La capilla del colegio del patriarca: vida musical y pervivencia de las danzas del corpus de Juan Bautista Comes (1603-1706). Fue un placer compartir, una vez más, el camino académico de mi querida colega María Sanhuesa y saludar a los profesores Antonio Martín Moreno y a Antonio Ezquerro, que también formaban parte del tribunal.

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Fueron muchas las cuestiones que me suscitó la lectura de la tesis. Me limitaré a señalar aquí sólo algunos detalles. Y por empezar por el principio, llama la atención el índice de la tesis. Yo creo que en mi vida he visto un índice tan minucioso. Claro que la exhaustividad del índice sólo era un destello de la que nos esperaba en el cuerpo del trabajo. Hacía tiempo que no veía una tesis que denotase por los propios contenidos de la misma los miles de horas que tuvo que emplear la autora para realizarla. Es evidente que se trata de una tesis sumamente sólida, original, basada en un ingente trabajo de archivo, no precisamente facilitado en determinados casos.
Se advierte igualmente un esfuerzo notable de contextualización de la sociedad valenciana de los siglos XVI y XVII. Está, por un lado, el empuje y autoridad contrarreformistas, las directrices de Trento. La autora las hace operativas, en cuanto a resultados concretos, sobre todo a partir de las constituciones de los diversos sínodos, que son los que ciertamente desarrollaron las directrices conciliares.
También se atiende a las relaciones con la corona, muy sutiles. Y se nos presenta un mar de fondo donde navegan todo tipo de tendencias místicas, erasmistas, alumbradas, algunas bordeando la herejía y otras más o menos toleradas precisamente por la interesante personalidad de ciertos responsables eclesiásticos de la diócesis y del propio Colegio.
Figuras como el P. Antonio Sobrino o el caso increíble del Pare Simó, por no hablar de Sor “Agullona” —que al parecer entraba en éxtasis a horas fijas y que nos llevaría a temas de piedad popular e incluso a posibles miradas desde la perspectiva de género— son la demostración de todo ese mar de fondo al que hemos aludido.
Los llamados “estudios culturales” y la sociomusicología sacarían mucho partido a estos asuntos porque con estas herramientas sería más fácil concretar de qué manera la música ya no puede ser vista como un reflejo de la sociedad, o como un elemento superestructural de la misma, simplemente por la sencilla razón de que la propia música está construyendo esa misma sociedad.

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Mireya Royo nos va presentando, agrupados en dos amplios períodos, a todo un importante elenco de maestros de capilla, organistas, cantores, ministriles, maestros de baile, capellanes y cualquier otro agente de la vida litúrgico-musical del Colegio del Patriarca. Y además, el día a día de la vida litúrgica del Colegio, con sus lamentaciones, pasiones, misereres, horas litúrgicas y ceremonias especiales.
Se ofrece una enorme cantidad de información sobre músicos prácticamente desconocidos hasta ahora y también nuevas lecturas sobre personalidades ya bastante más conocidas, como pudiera ser el caso de Comes para el primer período, o el de Ortells para el segundo.
Es muy destacable la atención que presta a elementos poco citados en la musicología relativos a ciertos modestos detalles de la práctica musical del momento. Por ejemplo, el epígrafe 2.3.1. alude los bordones o varas para dirigir el coro, que se proscriben en las Constituciones, lo que demuestra que era práctica habitual, aunque denostada. Y con una vara de esas, dicho sea de paso, fue como Lully se hizo una herida en el pie que le llevó a la tumba por gangrena.
Hay que tener cuidado con el tipo de fuentes que se maneja en cada momento. Un pago del Libro de Fábrica es un dato que va a misa, en tanto que las constituciones de la capilla, lo mismo que las constituciones sinodales, tienen un componente de desideratum que el investigador no ha de perder de vista. aunque sin despreciarlo en términos científicos como algunos han hecho, posición de la que disiente Mireya Royo.
Entre esas cosas menores que no se le escapan a la autora salen a relucir las varillas para señalar en el atril y también esas otras “varillas”, que son un contrapunto ornamental de tipo improvisatorio que creo que han sido tradicionalmente mal interpretadas en la musicología hispánica y que datos como los que esta investigadora proporciona ayudarían a definir con más precisión.
Otro concepto sobre el que se reflexiona en la tesis es el de “invención”. Realmente una invención puede ser casi cualquier cosa con una cierta novedad y artificio, una forma de rima, una manera de hacer el chocolate, una escenografía efímera, con o sin elementos mecánicos, con o sin elementos dramáticos o musicales, un altar…. Lo interesante es que en la tesis se nos da un muestrario muy variado del empleo de este término.

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Uno de los apartados que he leído con especial interés es el dedicado al canto llano. En líneas generales los estudios sobre la música en las capillas de los grandes centros religiosos se centran en el repertorio polifónico y en la música de voces e instrumentos. Suele olvidarse que el canto llano ocupa cuantitativamente la mayor parte de la liturgia, aunque sólo sea por la salmodia obligada de cada día.
Y no se repara en que el canto llano de esta época reviste un enorme interés, eclipsado por las directrices papales que fueron apoyando los movimientos reformistas y que culminaron con el motu proprio de Pío X de 1903. La publicación de las ediciones de Solesmes, oficializadas por el Vaticano, acabaron con cientos de años de canto llano postridentino, lleno de variedades, con piezas medidas (cantus fractus o mixto) y con muchas otras prácticas, consideradas heterodoxas y que sobrevivieron puntualmente en ciertos repertorios, como el de las misas populares en latín.
Diría uno, por su propia afinidad con este asunto del antiguo canto llano, que aquí todavía hay mucha tela que cortar y que la tesis plantea una serie de puntos en este aspecto que suscitarían un gran número de preguntas a las que esperemos que la autora pueda contestar en sus publicaciones.

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Hay muchos otros asuntos de interés. Uno de ellos, por ejemplo, las referencias a los capones. Salen un buen número, pese al eufemismo con que se mencionaban en muchas ocasiones. Sería aconsejable revisar la opinión de Stevenson, pues no es Otal el primero de esta tipología en el Nuevo Mundo.
Algunos datos permiten también ir completando las tipologías vocales en y la valoración de las mismas en términos de la época. Quiero decir que hay que empezar a interpretar el vocabulario de la época más allá de su apariencia metafórica, pues tienen valor clasificatorio y jerárquico a la hora de contratar cantores. Hoy día, por ejemplo, podemos definir voces con cierto rigor mediante términos como mordiente, color, volumen, resonancia, etc., pero entonces utilizaban expresiones como metal de la voz, gala de la voz, tener garganta. Y en la tesis aparecen conceptos muy interesantes, como el de voz “parda” o “cuerpo de voz”, sobre los que habría que seguir indagando.


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¿Podría enumerar más asuntos valiosos y relevantes? La respuesta es afirmativa. Baste decir, para no cansar a nadie, que todo lo concerniente a las cuentas, al género fabordón, a la parte musical propiamente dicha (en la que se ha hecho un esfuerzo de restauración de las danzas colacionando manuscritos de distinta época, incompletos, y sin apenas indicaciones coreográficas), al vestuario para la reposición actual de las danzas, entre otros muchos, comporta un extraordinario interés para la musicología hispánica. Por si fuera poco, la tesis está complementada con una serie de apéndices digitales que contienen transcripciones de textos y de música con el nivel de exhaustividad que ya vimos anunciado en el índice.

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Fue un placer participar como miembro del tribunal de esta tesis. Deseamos que la Dra. Mireya Royo pueda hacerse un hueco en la musicología hispánica. Podría decirse que empezó tarde en esta disciplina (al menos respecto a la edad media de los doctorandos), pues llega a esta disciplina tras haber desarrollado
una trayectoria más musical y didáctica que musicológica, pero quizá por ello (y por la buena dirección de la Dra. Sanhuesa) se advierte una madurez y rigor que son muy necesarios en estas grandes empresas.
Esperamos que en sus publicaciones pueda ir dando a conocer algunas de las muchas cosas que sabe sobre este emblemático centro religioso y musical de la Valencia de los siglos modernos.

Foto: Mireya Royo y María Sanhuesa. Universidad de Oviedo, 15 de enero de 2016.

lunes, 7 de marzo de 2016


Dediqué una de las primeras entradas de este blog a Daniel Moro (la del 28 de septiembre de 2015, exactamente) con la idea de dejar testimonio del excelente momento que supuso la defensa de su tesis doctoral sobre el compositor Carmelo A. Bernaola. Era la culminación de años de estudio y maduración en el mundo de la musicología. Señalaba entonces que el de Daniel “es un caso de progresión académica muy notable, pues le vimos pasar de una primera etapa en la que tuvo que buscar las herramientas adecuadas, con no poco esfuerzo, a otras fases en las que dichos recursos fueron manejados con extrema soltura”. En suma, que le vi crecer como universitario e investigador.
Y ahora comparece de nuevo en este sitio porque procede felicitarle y dar cuenta de un reciente reconocimiento relacionado con dicha tesis: el Premio de Investigación Musical “Orfeón Donostiarra-Universidad del País Vasco”. Este galardón fue creado para reconocer trayectorias y realizaciones muy relevantes en la creación musical y en la investigación musical. En virtud de esas dos vertientes del Premio, también lo ha obtenido la histórica Banda de Música de Errentería. Además, hubo un accésit a la investigadora Mercedes Albaina.
El acto de entrega del premio tendrá lugar el viernes 11 de marzo, a las 19:00 horas, en el auditorio del Edificio Ignacio María Barriola, del Campus de la Universidad del País Vasco de Guipúzcoa (Donostia-San Sebastián).
Nos consta que el jurado ha tenido en cuenta el propio análisis musical de la obra de Bernaola, realizado en buena medida desde la Pitch-Class Set Theory, la clarificación de las influencias nacionales e internacionales del compositor vasco (Goffredo Petrassi, Bruno Maderna y Sergiu Celibidache, entre estas últimas); y la novedosa exposición del contexto histórico y musical español a partir de los años 50.
No es la primera vez que este prestigioso premio recae en un musicólogo formado en la Universidad de Oviedo. Años atrás lo recibió la investigadora vasca Itziar Larrinaga, que también fue licenciada en Musicología, becaria y doctora por la Universidad de Oviedo tras la lectura de su espléndida tesis sobre el maestro Francisco Escudero, que también mereció el Premio Extraordinario de Doctorado de la propia universidad. Y, dicho sea de paso, no hay una sola ocasión en que la hoy reconocida musicóloga sea entrevistada en los medios y no tenga palabras de cariño hacia la institución académica que la formó y el grupo de investigación (Diapente XXI) que la acogió y contribuyó a fundar.
Por último —hasta que Daniel Moro nos dé una nueva y grata sorpresa musicológica— y meramente a título informativo, se reproducen unas líneas del su currículum:
“Nacido en Oviedo, 1983, Daniel Moro Vallina es doctor en musicología por la Universidad de Oviedo y titulado en grado superior de piano por el Conservatorio Superior de Música del Principado de Asturias. Beneficiario de una beca FPU del Ministerio de Educación, ha sido miembro del Grupo de Investigación Diapente XXI y del Proyecto I+D “Música y cultura en España en el siglo XX: discursos sonoros y diálogos con Latinoamérica”, dirigido por Celsa Alonso González. Entre sus publicaciones se encuentran artículos de investigación en las revistas Musiker, Cuadernos de música iberoamericana e Il Saggiatore Musicale. Actualmente es profesor colaborador en el Máster Universitario en Investigación Musical de la Universidad Internacional de La Rioja”.
¡Enhorabuena, Dani!

viernes, 4 de marzo de 2016

En el adiós a Miguel Ángel Coria

Conocí a Miguel Ángel Coria (Madrid, 1937-2016) en un curso de verano, dirigido por el profesor Emilio Casares, que la Universidad de Oviedo organizaba en Gijón. Corría el año 1980. Fue en ese contexto (determinante, por lo que ahora veo) donde surgió la posibilidad de estudiar la música de Ramón Barce y donde, al año siguiente, pude captar un destello de los planteamientos estéticos y éticos de Josep Soler, a quien mucho después también dedicaría particular atención investigadora. Y fue efectivamente en ese mismo marco donde escuche por primera vez la palabra amena y mordaz de Miguel Ángel Coria. Desde entonces, este compositor pasó a ser objeto de mi interés y de mi admiración.
La mayor parte de los creadores participantes en aquellos cursos de verano de 1980 y 1981 dejaron testimonio escrito de sus opiniones artísticas en el libro 14 compositores españoles de hoy. Este libro fue realmente pionero en el entonces raro género de las publicaciones que dejaban oír su voz, con toda libertad, a los compositores más inquietos del momento.
Si las diferencias que existían entre aquellos compositores a la hora de exponer oralmente su poética eran notables, su manera de enfrentarse a un texto autoanalítico ofrecía contrastes aún más acusados y nada inocentes: unos se ocultaban y no iban al grano, otros redactaban con evidente dificultad unos párrafos más bien escolares y otros, en fin, bordaron unos textos/testimonios que constituyen una fuente inapreciable para la comprensión de ciertos aspectos de la música española.
Miguel Ángel Coria formaba parte de este último grupo, pero, además, su reflexión nos llegaba bajo una forma elegante y llena de sutilezas, lo cual cautivó de inmediato al autor de estas líneas. Las oportunidades de seguir tratándole se incrementaron en los primeros años de la década de los ochenta. Pasaba temporadas en Madrid, asistía a los conciertos de la Asociación de Compositores Sinfónicos Españoles —con cuyos directivos, entre ellos Coria, Barce, Paco Cano, Carlos Cruz de Castro, Agustín González Acilu y Miguel Alonso, compartí alguna cena en el Fabas y no pocas conversaciones— y fui recibido en la casa del compositor a quien ahora dedico estas líneas.


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El nombramiento de Miguel Ángel Coria como asesor artístico de la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias, en 1991, propició nuevos encuentros, ahora en Oviedo. Por fin, hace unos años, sentí la necesidad de comenzar a escribir un libro que responde en primera instancia al gusto que siempre me suscitó la obra de este gran compositor madrileño.
Lamentablemente no ha sido posible ofrecérselo en vida, como merecido homenaje a su sugerente trayectoria compositiva. Pude, eso sí, dedicarle atención en diversas publicaciones recientes, algunas de merecido prestigio musicológico, pero le queda a uno la espina de no haber culminado la obra a tiempo. Máxime después de haber accedido gracias a su generosidad a los materiales necesarios para indagar en su primera etapa como creador, prácticamente desconocida. No es que Coria reniegue de ella, desde luego. De hecho, solía decir que sin esas obras de los 60 no hubiese llegado a la etapa abierta a principios de los 70, deslumbrante en juegos intertextuales, ironía y recursos posmodernos de extrema sutileza.
Ahora sé que esa etapa arrinconada reviste un extraordinario interés, que nos muestra las dudas y las búsquedas de los jóvenes compositores en los años 60 y sus relaciones con la Escuela de Viena, la música electrónica y electroacústica, la aleatoriedad, entre otras tendencias. Ahora sé, insisto, que sus obras más conocidas y tantas veces interpretadas por distinguidos intérpretes y prquestas de muchos países no se explican sin aquellas que le fueron curtiendo como compositor.
Y no se me escapa tampoco que, además de por la música que compuso, Coria ha de ser valorado por su labor como escritor musical de afilada pluma y pensamiento abiertamente progresista, muchas veces con tintes libertarios; y no menos por sus años de gestor al frente de diversas entidades musicales (como la Orquesta de RTVE) o de asesor y hombre clave en el Concurso de Composición Reina Sofía, entre otros.


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M. A. Coria levaba años alejado de la actividad pública. No era un compositor que viviese obsesionado con su obra, ni mucho menos. Uno puede echar una mano a sus creaciones, pero que se mantengan en el repertorio (incluso en el muy limitado de la música española contemporánea) es una carga que no se puede llevar si las propias obras no encuentran su lugar y se hacen un hueco por su peso, calidad, oportunidad u otras razones.
Por lo mismo, tampoco sentía la necesidad casi compulsiva que otros colegas sienten por componer. Eso sí, sus creaciones no fueron escritas para dormir el sueño de los justos en un cajón. Tuvo la fortuna de recibir los suficientes encargos como para asegurar al menos el estreno de casi toda su producción.Su catálogo es breve, eso es evidente. Pero se suele olvidar un detalle y es que Coria era un perfeccionista y que casi nunca, como Falla, daba una obra por concluida. Él decía que componía poco por vagancia, pero eso no deja de ser una boutade, pues su arte no es el de la producción en serie sino el de la más esmerada orfebrería.
Muchas cosas podría contar sobre Miguel Ángel Coria, mas el objeto de estas líneas es sólo rendirle tributo en los días aciagos de su fallecimiento, ocurrido el miércoles, 24 de febrero de 2016.
¡Que descanses en paz, mi buen amigo Miguel Ángel!

Foto: Coria en la boda de Ramón Barce y Elena Martín. Foto de A. Medina.