sábado, 30 de diciembre de 2017

Como se indicaba en la entrada anterior, publico hoy otra parte de las notas al programa que escribí para el Concierto de Navidad de la Universidad de Oviedo, celebrado el pasado 18 de diciembre en la Catedral de Oviedo. En este caso, se trata de las líneas referidas a una de las dos reposiciones presentadas de Guillermo Martínez.
Guillermo Martínez (nacido en 1983 en la Valencia venezolana, pero ovetense a todos los efectos) se inicia en la música desde muy temprana edad. Escolano en Covadonga, posteriormente estudia y se titula en el Conservatorio Superior “Eduardo Martínez Torner” de Oviedo. Ha sabido completar su formación en diversos centros internacionales, destacando un postgrado en Manchester. Ha estrenado en foros nacionales e internacionales de reconocido prestigio y, sin duda, muchos tendrán en el recuerdo el estreno del Concierto n.º 1 para piano y orquesta, op. 83, en las Jornadas de Piano “Luis G. Iberni”, en 2013, o el de la zarzuela Maharajá, en el Teatro Campoamor, en junio de este mismo año. También ha merecido diversos galardones, como el Premio del Primer Concurso de Jóvenes compositores Ciudad de Oviedo, en 2012. Desarrolla una notable actividad como organista y también como cantor en formaciones internacionales.

Aria Verkündiung über die Hirten 
        La segunda obra de Guillermo Martínez que se ofrece en este concierto no es una desconocida para el público. En efecto, Verkündiung über die Hirten es un aria de la cantata Solstizio d’oro, portico di Natale, para soprano, coro y orquesta. Esta obra, compuesta en 2009 y estrenada en las navidades de ese mismo año, es la primera de un tríptico que el Coro Universitario llevó a caboen años sucesivos (con el auxilio de orquesta y solistas diversos) bajo ladirección del maestro Joaquín Valdeón, dedicatario de la composición.
El aria que comentamos introduce un giro llamativo y una nueva perspectiva sobre la Navidad en el contexto de la citada cantata. Parte de una célebre obra del poeta Reiner María Rilke, Das Marienleben (La vida de María), colección poética que ya había atraído a ilustres compositores del siglo XX, como Hindemith o Josep Soler. Los fragmentos elegidos pertenecen, como ya se indicó, al poema “Verkündiung über die Hirten” (“Anunciación a los pastores”). Constituye un pasaje muy concentrado, deslumbrante en su emotividad.
Y tanto nos impactó esta aria que llegamos a afirmar, en un comentario publicado en La Nueva España, que era una página digna de tener fortuna autónoma en el futuro. En estos términos: Aquí el compositor se nos muestra en estado de gracia. Sobre las elegiacas y trascendentales palabras de Rilke construye un aria que, podemos asegurarlo, habrá de tener vida propia fuera de la cantata, como aria de concierto”. Y así ha sido, pues esta versión de hoy está ligeramente retocada, con unos pasajes de preludio y de coda (además de adaptada a la tesitura de la solista), precisamente para que pueda circular como pieza autónoma. También se ha enriquecido la orquestación aprovechando los medios que posee la Orquesta Universitaria.
Los versos seleccionados del largo poema de Rilke cantan la naturalidad terrenal de los pastores, que pasa por ellos como la alegría a través de los ángeles; pastores acaso llamados a lo Eterno desde aquella zarza que llameó y era divina; pastores que, ante los querubines, no se asombran, sino que se limitan a rezar: “…y llamabais a eso la tierra”.
 Destacamos ya en la fecha del estreno “la belleza, sentimiento y concentración afectiva de esta página, en un ambiente orquestal que tiene afinidades más espirituales que directas con los grandes maestros centroeuropeos de las primeras décadas del siglo XX, como Mahler, Zemlimsky o Korngold”.

Técnica e intuición, oficio e inspiración: he ahí los binomios que mueven el arte de Guillermo Martínez, un mago de la orquestación y un artista en estado puro.

Foto de Alfonso Suárez (Estudio Foto Alfonso, Oviedo), cortesía de Guillermo Martínez

viernes, 15 de diciembre de 2017

Stabat Mater speciosa, un estreno de Gabriel Ordás


En el tradicional Concierto de Navidad de la Universidad de Oviedo (lunes, 18 de diciembre, en la Catedral), a cargo del Coro y la Orquesta de la Universidad, dirigidos por Joaquín Valdeón y Pedro Ordieres, con la soprano Lola Casariego de solista, se escucharán, aparte de un concierto de Haendel, tres obras de jóvenes compositores asturianos: un estreno de Gabriel Ordás y dos reposiciones de  Guillermo Martínez. Aprovechando que hemos escrito unas notas al programa sobre ese concierto institucional, traeremos al blog un par de entradas sucesivas sobre dichos autores y obras. Empezamos con el estreno absoluto. 
  Gabriel Ordás (Oviedo, 1999) es un ejemplo notable de precocidad musical. La música le llega por vía familiar desde su más tierna infancia. Estudia en la Escuela Municipal de Música de Oviedo y a los 11 años estrena una obra para orquesta de cuerda. Su primer y decisivo maestro en asuntos de oficio compositivo fue Fernando Agüeria, habiendo recibido consejos y clases de Jorge Muñiz y Leonardo Balada. Actualmente cursa estudios superiores en el Conservatorio “Eduardo Martínez Torner” de Oviedo, siendo el violín su instrumento principal, aunque complementado con el piano. Desde 2015 se han intensificado los estrenos, destacando el de Entornos, a cargo de la Oviedo Filarmonía. Su música ya ha empezado a darse a conocer en ámbitos internacionales en una brillante y emergente trayectoria artística.
Gabriel Ordás concluyó esta fase de su Stabat Mater speciosa en noviembre del presente año. Se trata del encargo de la Universidad de Oviedo para el Concierto de Navidad de la institución. La composición está escrita para coro mixto y orquesta. Esta última con los siguientes efectivos: flautas, oboes, clarinetes en Si bemol, fagots (todos ellos a dos), trompetas en Si bemol, trompas en Fa, trombones (todos ellos a dos), tuba, órgano, cuerda y una sección muy completa de percusión (dos timbales, bombo, plato suspendido, platillos, 3 tom-toms, cortina de percusión, juego de crótalos, campanas tubulares y Glockenspiel lira).
El Stabat Mater speciosa no se ha mantenido en el uso litúrgico como ha ocurrido con la secuencia Stabat Mater dolorosa. Ambas han de ser citadas a la par, pues, si bien resultan opuestas en lo temático, están calcadas en cuanto a los patrones poéticos. Mientras una presenta a María, llorosa ante la escena de su Hijo en la cruz, la que hoy escucharemos dibuja una encantadora postal navideña, con María en el pesebre ante el recién nacido. Ambas se vinculan al mundo franciscano medieval y, más en concreto, a Iacopone Todi (s. XIII). Las polémicas académicas parecen sugerir que la “speciosa” es secuela de la “dolorosa” y de factura un poco más descuidada, por lo que cabe dudar de la autoría mencionada. Nótese que, pese a este apartamiento de la ortodoxia litúrgica, los versos del Stabat mater speciosa han sido utilizados en diversas obras, como en el oratorio Christus, de Liszt, entre otras.
El texto, ingenuo a veces, entrañable en otras ocasiones, luminoso y esperanzado siempre, es, sin duda, uno de los mejores fundamentos de los que podría partir el compositor ovetense. Procede indicar que Gabriel Ordás se ha limitado a poner música a las seis primeras estrofas, que son sólo una pequeña parte del total. La razón es que está escribiendo una cantata con todo el texto (y con algún cantante solista), de la cual, lo que hoy se presenta, sería el primer coro.
Como detalles musicales, es evidente que la sección de percusión tiene un papel protagonista desde el mismo arranque de la obra. Aporta timbres llamativos, pasajes a modo de “sonoras fanfarrias”, como apunta el propio autor, que resultan ideales para construir ese ambiente afirmativo, de alegría popular propio de ese momento de gloria. El comienzo, con un largo redoble de timbales (y bombo puntualmente), sobre el que se destaca el toque de las campanas tubulares, es una convocatoria en toda regla para asistir al misterio que se acaba de producir en Belén.
La composición muestra a un artista capacitado, con amplio dominio de la técnica pese a su juventud (18 años recién cumplidos), que se encuentra a gusto en la esfera de lo tonal. De hecho, sorprende el limitado número de tonalidades, acordes y grados estructurales manejados a lo largo de la obra, sobriedad que no quita variedad ni sentido de la direccionalidad a la composición. Incluso a veces nos sorprende con un relámpago de disonancia o, por el contrario, con una triunfal tonalidad mayor. También destacan el papel del órgano, el uso de los oboes, así como el tratamiento de la cuerda, donde se nota su oficio como violinista, eficaz y sin abuso de dificultades para los intérpretes, salvo acaso en algún momento del violoncello.
Ordás es un creador muy cuidadoso en la aplicación de la música a las partes cantadas. Cuando éstas comparecen, tras un recogido y breve preludio, vemos un fraseo donde cada voz procede con cierto gusto salmodiante. De hecho, el compositor ha buscado detalles de arcaísmo y algunas referencias muy sutiles al canto llano, aunque no a la melodía medieval del Stabat Mater speciosa.
Pero el elemento vertebrador de toda la obra es una célula de tres notas que transforma y adapta de mil maneras, precisamente no en sí misma, sino en las diversas opciones con que la hace continuar, tanto en las voces como en algunos instrumentos. Ese arranque común a muchos pasajes le otorga al discurso musical un carácter muy coherente por lo que tiene de repetición, de llamada a la memoria y, en suma, de elemento que en los términos de la retórica musical del Barroco se adscribirían al concepto de anáfora, o sea, pasajes que comienzan igual y varían en su continuación.

Gabriel Ordás es un compositor que desea transmitir sentimientos, emociones, ideas. Por eso su música caería dentro de estéticas expresivistas y no nos extraña que entre los autores admirados (además del Mozart de su niñez y el Bach que ya le acompañará siempre) haya sabido interesarse por Penderecki. Además, nuestro compositor es amigo de simbolismos y, por decirlo con claridad, de otorgar a la música un papel trascendente. En esta obra, por ejemplo, no sería difícil encontrar toda una serie de elementos que nos llevan al número tres, al número con principio, medio y fin, a la cifra de la Santísima Trinidad que precisamente se completa con la encarnación del Hijo de Dios a través de la Virgen María.


Foto cortesía de Gabriel Ordás

martes, 14 de noviembre de 2017

Los filtros infalibles de Gaetano Donizetti

Se representa estos días en el Teatro Campoamor de Oviedo la ópera L´elisir d´amore, de Donizetti. Eso me trae buenos recuerdos. Uno de ellos se remonta a 1996, a la 49 edición de la temporada de ópera. La organización me había pedido que escribiese una breve presentación de una de las óperas de ese año, a modo de pórtico para la edición del correspondiente libreto. Por las razones que sea, había sido de los primeros en ser requerido para este menester y, por tanto, tenía cierto margen para elegir. Como en la organización sabían que uno era amigo de novedades, les causó bastante sorpresa que me inclinase por L´elisir d´amore, todo un clásico en la tradición ovetense. La verdad es que no había demasiado donde escoger, aunque sopesé optar por el Don Giovanni. Pero el elixir donizettiano me tenía abducido. Así surgió un texto que, pese a su absoluta sencillez y modestia, me dio algunas satisfacciones en aquel momento. Así que, al toparme con el libreto de aquella función        mientras buscaba otra cosa en mi biblioteca, pensé que no estaría mal traerlo a este blog. Sobre todo, porque, releyendo los párrafos finales, sigo pensando que por ese lado ha de ir el enfoque más integral, ajeno a la frivolidad con que a veces se presenta esta ópera cuando no se ve más allá del ingenuo recurso que ya aparece hasta en el propio título. Aquí van, pues, dichas líneas sin cambiar ni una coma.
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Nada hacía suponer el camino de gloria que la escena lírica depararía a L'elísír d'amore, de Gaetano Donizetti (1797-1848). L'elisir surge como un trabajo de urgencia, para paliar el incumplimiento de otro compositor. Donizetti lo solventa en menos de un mes. Escribe una nueva ópera, aunque le habían ofrecido, dadas las circunstancias, que revisitase alguna creación anterior. El estreno tuvo lugar en el teatro de la Canobbiana, que era un teatro de primavera, activo durante el cierre de la Scala. Fue un 12 de mayo de 1832. Clara Sabina Heinefetter, Henri Bernard Dabadie, Gianbattista Genero y Gluseppe Frezzolini constituyeron el discreto elenco del estreno. Donizetti tenía 34 años y ya había compuesto cerca de cuarenta óperas, pero sus triunfos no corrían paralelos a su fecundidad. En esta ocasión, sin embargo, la crítica fue buena desde el primer momento. Demasiado buena, reconocía el siempre modesto Donizetti. El compositor, agradecido, acabaría dedicando la ópera "al bel sesso di Milano".
El libreto se debe a Felice Romani, que adapta en poquísimo tiempo una comedia de Eugéne Scribe titulada Le Philtre. La irrealidad del mecanismo amoroso, el viejo preparado mágico de las leyendas medievales, no impide que el libreto consiga alcanzar grandes cotas en sus méritos estrictamente dramáticos: agilidad de la acción (situada en la campiña vasca, a fines del XVIII), comicidad humanizada, amor verdadero, servido todo ello musicalmente con el lirismo un punto melancólico que caracterizó al ilustre compositor italiano.
Los personajes se nos presentan definidos con trazo firme desde los primeros momentos. Adina es la joven, letrada y caprichosa granjera, por quien competirán los dos pretendientes. "Ella lee, estudia, aprende... -se admira el cándido Nemorino- mientras yo no paro de suspirar". El sargento Belcore, por ni contrario, lleva sus preocupaciones amorosas con decisión militar. "No hay bella que se resista a la vista de un casco", asegura.
Un poco después aparece el doctor Dulcamara, médico ambulante, charlatán y tramposo, capaz de vender a Nemorino una botella de Burdeos haciéndole creer que se trata del infalible filtro que habrá de solucionar sus males de amor. Es el heredero del bufo napolitano, presentado con un incontenible caudal de gracia, naturalidad y sentido dramático. El coro, en fin, subraya y comenta la acción con rango de personaje y con una sabiduría musical que muestra al Donizetti cursado en la escritura tradicional, curtido en la música religiosa y en las texturas límpidas y rotundas de la tradición centroeuropea, que le había transmitido su admirado maestro Simone Payr.
La obra es un melodrama cómico, pero la comicidad ha dejado a un lado el histrionismo de algunas décadas atrás. Los géneros ya no están tan claramente diferenciados y la escena se inunda con una dignidad y con un sentido de la pasión amorosa que van mucho más allá de la disculpa fantasiosa que conduce la trama argumental.
Por eso, su definición como ópera semiseria es perfectamente defendible. En el segundo acto, los enredos no se multiplican, sino que se dosifican. Resulta muy bien el episodio de Nemorino enrolándose en el destacamento de su rival, a fin de obtener dinero para adquirir más elixir, aunque no menos logrado que el de la herencia, que torna a Nemorino -aún desconocedor del asunto- más atractivo para las interesadas aldeanas. Los momentos concertantes son una pura delicia. Pero cuando Adina conoce la verdad, la amable galantería y el jovial enredo de la trama dejan sitio a una nueva actitud. Se ha operado el milagro del amor. Adina no necesita la pócima que el embaucador Dulcamara también trata de venderle. Será entonces cuando la lágrima furtiva aparezca en su mejilla y cuando Nemorino entone la afamada romanza y preludié el inmediato y feliz desenlace.
En un curioso artículo de hace ya algunos años, Patrlck J. Smlth ha estudiado esta romanza describiendo la manera en que en ella se traslucen a un tiempo la alegría y tristeza de Nemorino, el mundo de luz y de sombra que acaba conquistando el corazón de Adina. Esa ambivalencia, por lo demás, aparece en otros lugares de la ópera en términos estrictamente musicales, principalmente mediante la elaboración afectiva del marco tonal.

Cualquier aproximación (interpretativa, escenográfica...) a esta ópera tiene que tener en cuenta esta dualidad, que es manifiestamente paralela a la dicotomía entre lo jocoso y lo serio. Barbián y Zanolini, en su magnífica obra Gaetano Donizetti, vita e opere di un musicista romántico, ya habían apuntado en esta dirección. Pero además habían demostrado cómo antes de que Adina reconociese su amor por Nemorino, antes de la famosa lágrima que rubrica el fin del lado frívolo de su personalidad, ya había habido alguien que se había volcado en apoyo del ingenuo protagonista. Ese protector oculto no fue sino el propio compositor, tiñendo de piedad los momentos en que Nemorino ha de ser blanco de la burla general, acortando la burla, mitigando su dolor, elevándolo con las alas de su infalible lirismo a las provincias de lo más sublimemente humano. Haciendo, en fin, que la melancolía derivada de la aceptación del hado -rasgo muy romántico- conviva con la propia fe en la pasión amorosa que constituye el más efectivo elixir del melodrama.