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miércoles, 24 de febrero de 2016

Félix Martín: teoría y práctica del arte tunantesco


Sin duda alguna la presentación del libro Estudiantinas y rondallas de Asturias. Otras agrupaciones musicales de pulso y púa, de Félix Martín Martínez, tuvo no poco de singular. Se realizó en el Aula Magna del edificio histórico de la Universidad de Oviedo, el día 22 de enero de 2016. En la mesa estaban el autor, la prologuista del libro y directora en su día de la tesis de Félix Martín (profesora María Encina Cortizo), bajo la presidencia de Marta Pérez-Toral, directora del Área de Acción Social del Vicerrectorado de Estudiantes. Ofició de presentador Luis Pérez “Orson”, abogado y antiguo tuno de Derecho. A ambos flancos de los citados (y esto ya fue un detalle singular) se situaba un grupo de veteranos tunos que, como el propio autor, lucían sus becas, lo que confería un alegre aspecto al estrado.
El Aula Magna estaba llena de un público incondicional, formado por antiguos tunos, compañeros del Coro de la Fundación Princesa de Asturias y del Coro Universitario, intérpretes, directores de rondallas y gentes de las más variadas procedencias musicales y no musicales.

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Félix Martín funcionaba ese día en modo académico-tunante, así que desarrolló, por una parte, una detalladísima explicación de los contenidos de su libro al tiempo que, por otra, introducía numerosos detalles humorísticos, repitiendo con mucha guasa coletillas del tipo: “este libro, que mañana a primera hora todos ustedes van a ir a comprar…”; lo cual suscitaba el regocijo de los asistentes, menos de uno, que estaba detrás de mí, que creía firmemente que todo iba en serio y que peroraba amargamente sobre los problemas derivados de la falta de abuela.
. Claro que cualquiera que hubiera estado atento a lo que explicó Félix Martín casi podría prescindir de la adquisición de su obra (si se me permite la hipérbole) por lo prolijo, minucioso y, al tiempo, ameno de su exposición.


 Tengo gratos recuerdos de Félix Martín —musicólogo, viajero, profesor, tuno y muchas cosas más—, entre otras razones porque formé parte del tribunal que juzgó su tesis, la cual trata de otros asuntos y ya fue publicada hace años. Es de destacar, además, que este investigador ha ido realizando en sus obras una extraordinaria labor de estudio de diversos aspectos del patrimonio musical asturiano. Y todo ello con las limitaciones de la elevada dedicación horaria que le exige su trabajo como profesor de Secundaria.
En un plano más personal me llamaba la atención (como también reconoció la profesora Cortizo) su exquisita educación, su fluido verbo y el trato sumamente respetuoso que siempre mostró hacia sus profesores, que hoy le tenemos como colega y amigo.

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Creo que con este libro estamos ante una obra mayor y necesaria. En realidad, todo este tipo de músicas de pulso y púa, el mundo de las tunas y de las rondallas (de lo más variado en su composición y repertorio) es parte de la materia con la que se fue modelando una sociedad. Estas músicas no pueden analizarse como un simple reflejo de unas determinadas épocas y de un determinado estadio de la sociedad por la sencilla razón de que las mismas han contribuido a crear y a conformar dichas sociedades, por decirlo en la línea de sociomusicólogos como Simon Frith.
Entre los detalles destacables del libro, subrayados por el propio autor en la presentación, está el hecho de que figuran cientos de agrupaciones entre tunas y grupos del pulso y púa. Los datos específicos arrancan de 1769 y se reparten por buena parte de los concejos asturianos. Por otro lado, se analizan repertorios y modas interpretativas. Y, naturalmente, no sólo se recorren los precedentes del arte tunantesco, que llega a la Antigüedad —con los iaculatores del mundo romano por ejemplo— y que ya en el Medievo resultan más directos merced a los juglares, clérigos vagantes y a las primeras referencias de las diversiones universitarias.
Otorga Félix Martín mucha importancia en su libro al concepto de ronda, a veces entendido a lo divino y dedicado a la Virgen María. Se extiende también en otros muchos aspectos que configuran el mundo de las estudiantinas, más animado en general que el de las simples rondallas. Recordó el autor los brindis tabernarios (y sobre la marcha allí mismo improvisó uno con el apoyo de los tunos que le acompañaban), los exámenes de ingreso en el mester de tunería, las cintas de las capas, la existencia de agrupaciones femeninas y, en clave reivindicativa, aludió al poco caso que los organismos oficiales de enseñanza musical, salvo excepciones, dedican a instrumentos como la bandurria o la mandolina.
Hojeando el libro (por cierto, con un aparato gráfico extraordinario) advertimos que hay otros muchos detalles reseñables: las cuarentunas, el papel de las madrinas, los certámenes y concursos que establecen vínculos amistosos entre unas agrupaciones y otras, en fin, todo un universo de música y vida que el autor conoce desde dentro, como tuno que fue, y desde la distancia que impone el estudio académico, en su condición de musicólogo.

Mauthausen
Dejó finalmente un momento para la emoción, al presentar un caso que se sale de los límites geográficos de Asturias, pero no de los límites del sentimiento de lo asturiano. Me refiero a la agrupación que, comandada por un asturiano, se fue formando en el campo de concentración de Mauthausen (Austria). Los datos, como se cita en el libro, los obtuvo de un trabajo de Luis García Manzano titulada precisamente La rondalla de Mauthausen, publicación que vio la luz en Toulouse (Ed. Privat, 2013). El caso es que un carpintero asturiano apodado “El Juaco” fue distrayendo, en combinación con otros españoles, una serie de restos de la carpintería con los que fueron confeccionando diversos instrumentos propios de las rondallas. Descubiertos por los guardas del campo, la cosa no acabó como pudiera pensarse sino que fueron tolerados y hasta pudieron dar algunos recitales en el campo. Se me ocurre que fue todo un milagro de la música en esa morada de la desolación y de la muerte, regida por criminales, que fue Mauthausen.
Refiere Félix Martín que vio la foto de esa rondalla en el Museo del Holocausto de Tel Aviv, en medio del absoluto silencio que se mantiene en ese espacio, silencio que cabe interpretar como el testimonio clamoroso del horror vivido por judíos y otros pueblos en los campos de exterminio de los nazis. 

Fotos cortesía de Kokús Pérez Bedia: 1) tunos, Mª Encina Cortizo, Marta Pérez-Toral, Félix Martín, Luis Pérez "Orson". 2) Félix Martín.

domingo, 21 de febrero de 2016

Lecturas musicales de los Cuatro Elementos (1)


Dentro de la filosofía presocrática destaca el caso de Empédocles por varias razones. La primera, por explicar el mundo no a partir de un solo principio (como el agua o el aire) sino por la interacción de varios, llamados raíces (rizomata) y, posteriormente, elementos. En los fragmentos conservados de su obra Sobre la naturaleza dice:
“Pues escucha, primero, las raíces de todas las cosas: Zeus, el resplandeciente y Hera, dadora de vida, así como Aidoneo y Nestis, que con sus lágrimas hace fluir el agua de las fuentes de la tierra”.
Incluso bajo nombres míticos reconocemos la tierra (Hera), el agua (Nestis), el aire (Aidoneo) y el fuego (Zeus).
Dice el filósofo que nada nace y nada muere, que no hay sino cambio y mezcla constantes. Y de esa mezcla y de sus distintas proporciones sale toda la realidad. En continuo movimiento circular se produce una especie de lucha entre las cuatro raíces que tiene momentos de tensión y momentos de concordia:
tan pronto se unen, en amor, formando un orden bien ensamblado, como se separan de nuevo el uno del otro por el odio de la discordia hasta que, amalgamados, se unen otra vez en el Todo-Uno”.
Amor y odio, equilibrio y movimiento, he ahí los extremos de esta continua revolución circular.
El poder clasificatorio de los cuatro elementos resultó tan poderoso que acabó recorriendo los siglos. Desde el siglo V a. J. C., época de Empédocles, hasta el siglo XVII su operatividad en muy diversos frentes (medicina, música…) es sorprendente y se considera absolutamente científica. Y sigue actuando incluso hasta el día de hoy a ciertos niveles (artísticos, ecológicos, etc.).
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Las aplicaciones o simples usos musicales de la teoría de los cuatro elementos resultan ciertamente de lo más variopinto. Un punto clave es la estratificación de los mismos en un orden vertical. En el Timeo de Platón esto ya está perfectamente formulado. Cada elemento mantiene relaciones proporcionales con el siguiente y así se ordena y se da forma al universo.
Existe un aspecto estructural de la música que tiene que ver con la verticalidad, es decir, con un eje de ascenso y de descenso. Ese camino puede organizarse mediante algún tipo de  escalas por las que subir y bajar.
En la teoría griega las sucesiones de notas más determinantes no son las simples especies de octavas, sino los sistemas (mayor, menor, inmutable) basados en diversas agrupaciones de tetracordios. Por esa razón, Arístides Quintiliano no duda en asociar los cinco tetracordios de la teoría con los cinco elementos, o sea, con los cuatro ya citados y el añadido del éter. De esta manera, en género diatónico, del grave al agudo, utilizando el nombre de nuestras notas y prescindiendo de la terminología griega (proslambanómenos, hypaton…), el paralelismo quedaría así:
—Nota añadida: La
—Tetracordio primero: Si, Do, Re, Mi (Tierra)
—Tetracordio medio, conjunto con el anterior: Mi, Fa, Sol, La (Agua).
—Tetracordio conjuntivo, último del sistema perfecto menor: La, Sib., Do, Re (Aire).
—Tetracordio disyuntivo, penúltimo del sistema perfecto mayor: Si, Do, Re, Mi (Fuego).
—Tetracordio hiperbólico, último del sistema perfecto mayor: Mi, Fa, Sol, La (Éter).
La suma de ambos sistemas perfectos (mayor y menor) constituye el sistema perfecto inmutable. Podría criticarse que la relación entre el tetracordio conjuntivo y el disyuntivo no es de clara sucesión, como en los otros casos, sino de una cierta contigüidad, pero no hay que olvidarse de que Quintiliano tiene que cuadrar los cinco tetracordios con otras clasificaciones, por ejemplo con los cinco sentidos, lo que obliga a ciertas licencias.
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Más de mil años después de Arístides Quintiliano esa idea de estratificación y eje ascensional sigue presente en las Instituciones armónicas del gran Zarlino (s. XVI), donde asocia a los cuatro elementos con las cuatro voces de la polifonía de la época, es decir: Tierra/bajo, Agua/tenor, Aire/alto y Fuego/soprano. Escribe Zarlino:
. "Los músicos suelen poner, las más de las veces, cuatro partes en sus cantinelas, en cuyas cuatro partes dicen que está contenida toda la perfección de la armonía. ¿Y por qué, siendo principales, las llaman, no obstante, Elementales, a la manera de los cuatro elementos? Pues porque así como todo cuerpo mixto se compone de éstos, lo mismo ocurre en toda perfecta cantilena”.
Zarlino repara en que las voces del canto no son compartimentos estancos, sino que la zona grave de una es como la aguda de la anterior. Además, a medida que se asciende todo se hace más liviano y aéreo, pero siempre con zonas de contacto entre voces sucesivas:
“así el Bajo ocupa el lugar más grave del canto. Procediendo hacia arriba, hacia el agudo, se acomodará otra parte, que llamamos Tenor y que asimilamos al Agua, y así como sucede inmediatamente a la Tierra en el orden de los elementos y está fundida con ésta, así el Tenor sigue al Bajo en el orden de estas dichas partes sin nada intermedio, sin que sus cuerdas graves difieran en nada de las agudas del Bajo”.
Basten, pues por hoy, estas dos muestras del poder evocador y organizativo de los cuatro elementos en relación con la música. 

Ilustración: Canón enigmático de los cuatro elementos. Cerone: El melopeo y maestro.

viernes, 12 de febrero de 2016

Manolo Quirós: semblanza pequeña de un artista grande


A Manuel Rodríguez Osorio pocos nombres artísticos le podrían haber venido tan bien como el de Manolo Quirós. Con él homenajeaba a su concejo de origen (había nacido en Ricabo el 1 de marzo de 1949) y al tiempo rememoraba su infancia quirosana, cuando bebía en las fuentes más cristalinas de la música de Asturias. Ello se produjo en su propia casa, pues tanto su padre  (Emilio) como su tío (Jesús) eran excelentes cantantes. Nos han referido en su entorno familiar más cercano que a Manolo le gustaba evocar las largas caminatas que hacía con su padre cuando éste iba a cantar la Misa de gaita por los pueblos del concejo. De todo iba tomando nota el futuro artista: de melodías y rituales, de ornamentos e inflexiones inconfundibles de la voz, del particular modo de acompañamiento heterofónico de la gaita y del poderío y la sutileza de la música asturiana en sus manifestaciones más genuinas.
Sus primeros pasos en la música muestran una vocación y una inquietud manifiestas. Cómo no recordar aquella armónica de feria que tuvo antes de los diez años, el acordeón con el que se fotografiaría muy ufano en Trobaniello ya siendo un mozo, el descubrimiento del piano en la Universidad Laboral de Gijón, el oficio de tuno en este centro y en Alcalá de Henares y, por fin, el definitivo descubrimiento de la gaita en el Centro Asturiano de Madrid. Nada como la distancia para que el sonido de la gaita se cargue de emoción.
Vuelta a Asturias a mediados de los setenta y nuevos avances en su carrera. Lo vemos como gaitero acompañante y como solista, fusionando luego su gaita con músicas populares urbanas o sinfónicas –fue un pionero, no lo olvidemos–, incluso como cantante en el hermoso trabajo titulado Vaqueiros, de todo lo cual dejó abundante discografía. Su nombre aparece en numerosos proyectos, al lado de artistas como Mari Luz Cristóbal, Pixán, Kraus, Nuberu, el Che de Cabaños, Víctor Manuel, Lauret, Montserrat Caballé y tantos otros.
Se lanza a la enseñanza y su ímpetu en este campo dejó huella en muy diversos lugares del Principado, empezando por su concejo natal, que ha sabido honrar debidamente su memoria. Un espíritu inquieto como el de Manolo Quirós no tardó en darse cuenta de que la mejora de la gaita (en el plano técnico e incluso en el sociológico) requería estudio e investigación. En consecuencia, se dedicó él mismo –al principio desde un mínimo trastero de su casa– a la construcción de gaitas.
Lo recordamos hablando de maderas, afinaciones, añadido de ronquillo, entre otros aspectos. De paso, desmontaba el hermetismo de que hacían gala otros constructores. Al final de su vida la construcción de instrumentos había ocupado un lugar privilegiado en sus actividades, como pueden atestiguar las gentes de Felpeyu, entre otros músicos asturianos, y el aumento de los encargos que le llegaban de las procedencias más dispares.
Al mismo tiempo recopilaba noticias, informaciones y raros documentos sobre la historia de la gaita. Por eso, su Libro de la gaita es un trabajo modélico, no sólo para nuestra región sino también para todas las del Arco Atlántico donde este instrumento tiene raíces. Se agotó en seguida y ya tenía casi a punto una segunda edición sustancialmente ampliada cuando el destino insondable marcó otro derrotero a su vida. En dicho libro hay mucha sabiduría depositada, sensatos consejos, planos de gaitas y el tesoro de la edición de ese centenar de piezas, muchas de las cuales constituyen el repertorio de cabecera de cualquier gaitero. Casi no se puede comprender cómo pudo haber creado tanto en tan poco tiempo y menos aún imaginar lo que hubiese hecho de haber vivido más.
Manolo Quirós falleció en Oviedo el 3 de marzo de 2001, con 52 años recién cumplidos. Hace 11 años. De modo que este homenaje* no coincide con una efeméride de números redondos. Tal vez este hecho sea la constatación de que para recordar a Manolo Quirós no importan las fechas ni si los aniversarios acaban en cero o en cinco, pues nunca ha dejado –ni dejará– de estar en la memoria y en el corazón de todos los que aman esta tierra asturiana y la bendición de su música tradicional.

 
* El homenaje se celebró el 24 de mayo de 2012 en el Teatro Filarmónica de Oviedo, con presencia de numerosos músicos asturianos. Este estupendo y emotivo concierto estuvo impulsado y presentado por Carlos Abeledo, gran amigo del músico y presidente de la Asociación Alfredo Kraus. En el programa de mano se incluían las líneas anteriores, apenas con un par de insignificantes diferencias respecto a esta entrada, que se justifican por el medio de difusión empleado en cada caso.

Foto: Eduardo, Manolo Quirós, Pepe y Lolo en San Marcelo (Salas), en una Misa de gaita

miércoles, 3 de febrero de 2016

El castrapuercas según don Quijote

Estamos ya en la primera etapa del año cervantino. Se conmemora el 400 aniversario de la muerte del autor del Quijote. Hay más de un centenar de actividades previstas de amplio vuelo, no pocas aún en un estado un tanto difuso, como subraya un reciente editorial del diario El País. Y suenan muchas de las músicas que han tenido alguna inspiración en la literatura de Cervantes. Así, el aclamado Retablo de Maese Pedro, de Falla, que se presenta en el Teatro Real con marionetas gigantes de Enrique Lanz, nieto del creador de los muñecos del estreno de la obra.
A modo de guiño cervantino, que seguramente no será el último de este año en el blog, subimos hoy unas líneas sobre dos particulares instrumentos que aparecen al comienzo del Quijote (Cap. II): el cuerno de un porquero y el silbato de cañas de un castrador de puercos, aunque sólo nos extenderemos sobre este último.

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La escena
Nos hallamos en la jornada de la primera salida del hidalgo, ayuna de aventuras pero pródiga en malentendidos. Don Quijote, tras la fatiga del día, piensa que la venta que divisa a lo lejos es un castillo. Acto seguido toma por damas a las “dos mujeres mozas, destas que llaman del partido” (rameras) que allí estaban a sus puertas. El cuerno de un porquero, a cuya señal se recogían los cerdos, le suena a don Quijote como trompeta palaciega que saluda su llegada.
Tras una serie pasmosa de situaciones hilarantes, don Quijote se dispone a cenar. Las mozas le ayudan a quitarse parte de la armadura, pero no pueden desembarazarle de la gola y la celada; y como a don Quijote le faltan manos para comer, levantarse la visera y demás, habrán de ayudar al caballero en cada bocado. El hidalgo, siempre tan galante con aquellas —para él— principales señoras, remeda el Romance de Lanzarote:

Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido…

Para beber, el ventero le aplica una caña en la boca y le suministra el vino por el otro extremo. La verdad es que esta escena podría pasar hoy por un acabado happening.
 A todo esto irrumpe en la acción un castrador de cerdos que ha de ser reinterpretado en consonancia con lo que el manchego imaginaba. Y que podría tener trabajo, pues recordemos que Cervantes ya había situado en el lugar al porquero guardando su piara a toque de cuerno. Nos dice Cervantes de este nuevo personaje que "así como llegó, sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar don Quijote que estaba en un famoso castillo y que le servían con música".
Ese "silbato de cañas" es el castrapuercas (término que Cervantes no usa), castrapuercos, pito o silbato de capador o capador a secas, aún hoy día en uso en ciertas zonas de América y de España. Como dice Covarrubias: "castrapuercas, el instrumento a modo de flautilla que toca el que tiene el oficio de castrar".
Se trata de un instrumento ínfimo, un aerófono de unos pocos tubos verticales de distinta longitud, sin lengüeta, apenas capaz de dar unas escasas notas. Pero precisamente por la rusticidad de esta limitada flauta de Pan, la percepción del hidalgo ha de apuntar al lado opuesto y ser hiperbólica, asociando su modesto silbo a los sones de una supuesta música cortesana que le ofrecen en aquel castillo para amenizar su cena.
Cervantes procede, como es sabido, a una sistemática traslación del mundo real a la esfera de lo percibido por el caballero manchego: el pan negro se vuelve candeal, las rameras se trocan en damas, el ventero deviene señor del castillo y los dos instrumentos que ambientan sonoramente la escena (el cuerno del porquero y el silbato del capador) se elevan a trompeta palaciega y a música cortesana respectivamente.

El lado oscuro
Hay algo que no suele tenerse en cuenta cuando se alude al segundo de los instrumentos mencionados, ahora ya al margen de su cita en el capítulo II de la novela de Cervantes. Pues cuando en un remoto valle —y en aquellos siglos no tan lejanos— sonaba el castrapuercas, más de un campesino sabía que, tras aquella visita, su cerdo y su hijo, éste acaso por quebrado (herniado) o por su voz prometedora, acabarían en el mismo estado.
Se habla mucho de los castrati (capones, en el uso habitual de nuestra lengua), pero muy poco de los castradores, que no siempre reunían la cualificación adecuada para dicha operación.
Pascual Iborra, estudioso del Protomedicato, ha descrito los diversos perfiles y categorías del ejercicio de la medicina en humanos y animales. Vemos que, dejando a un lado a los oculistas, el resto de los profesionales relacionados (médico, cirujano, hernista, herrador y albéitar, y castrador de la cuatropea) puede tener responsabilidades de hecho en la castración de un hombre, aunque no todos la posean de derecho.
Así, el albéitar (que vendría a ser un veterinario, pues su misión era curar a los animales en general) y el simple castrador de animales incurrirían en intrusismo y delito si ejecutaban la operación de castrar en seres humanos. Pero lo cierto es que tal cosa ocurría, de modo que esta situación marcaría el grado más bajo y lamentable de dicha práctica. Y ocurría, ciertamente, pues no faltaban castradores sin escrúpulos, dispuestos a prácticar la operación en humanos.
Tenemos casos de este tipo de intrusos perseguidos por la justicia tras haber castrado a “racionales”, como se denunciaba en los edictos de búsqueda y captura. También conocemos las penas, no demasiado graves, que esta intrusión acarreaba. Y cabe deducir que muchos niños no fueron castrados por necesidad médica (ciertos tipos de hernia) sino por preservarles su buena voz de antes de la muda, con la que podrían ganarse la vida como cantores en las capillas de música de los centros eclesiásticos. Algo que la deontología médica no admitiría, pero sí el atrevimiento de estos capadores que, por lo demás, contaban con la complicidad de los padres.
¿Y cómo se anunciaban y hacían notar su presencia allí por donde pasaban? Pues ya lo saben: al son del castrapuercas, ese modestísimo instrumento que al hidalgo de La Mancha le sonaba a música de corte y a más de uno le recordaría el fatídico corte y el día aciago en que perdió la capacidad de procrear, acaso por mantener una voz aniñada que ni mucho menos en todos los casos acababa siendo lo suficientemente "de provecho, según se decía entonces,  como para ganarse la vida de cantor.

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Esperemos que el (en ocasiones) funesto castrapuercas no anuncie capadura, quebranto, ni merma alguna en las celebraciones dedicadas al Príncipe de los Ingenios y que en su lugar suene poderosa la trompeta de la Fama y las mil músicas que en en estos últimos cuatro siglos han bebido en fuentes cervantinas.


Ilustración de Gustavo Doré de la primera salida de D. Quijote.