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martes, 14 de noviembre de 2017

Los filtros infalibles de Gaetano Donizetti

Se representa estos días en el Teatro Campoamor de Oviedo la ópera L´elisir d´amore, de Donizetti. Eso me trae buenos recuerdos. Uno de ellos se remonta a 1996, a la 49 edición de la temporada de ópera. La organización me había pedido que escribiese una breve presentación de una de las óperas de ese año, a modo de pórtico para la edición del correspondiente libreto. Por las razones que sea, había sido de los primeros en ser requerido para este menester y, por tanto, tenía cierto margen para elegir. Como en la organización sabían que uno era amigo de novedades, les causó bastante sorpresa que me inclinase por L´elisir d´amore, todo un clásico en la tradición ovetense. La verdad es que no había demasiado donde escoger, aunque sopesé optar por el Don Giovanni. Pero el elixir donizettiano me tenía abducido. Así surgió un texto que, pese a su absoluta sencillez y modestia, me dio algunas satisfacciones en aquel momento. Así que, al toparme con el libreto de aquella función        mientras buscaba otra cosa en mi biblioteca, pensé que no estaría mal traerlo a este blog. Sobre todo, porque, releyendo los párrafos finales, sigo pensando que por ese lado ha de ir el enfoque más integral, ajeno a la frivolidad con que a veces se presenta esta ópera cuando no se ve más allá del ingenuo recurso que ya aparece hasta en el propio título. Aquí van, pues, dichas líneas sin cambiar ni una coma.
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Nada hacía suponer el camino de gloria que la escena lírica depararía a L'elísír d'amore, de Gaetano Donizetti (1797-1848). L'elisir surge como un trabajo de urgencia, para paliar el incumplimiento de otro compositor. Donizetti lo solventa en menos de un mes. Escribe una nueva ópera, aunque le habían ofrecido, dadas las circunstancias, que revisitase alguna creación anterior. El estreno tuvo lugar en el teatro de la Canobbiana, que era un teatro de primavera, activo durante el cierre de la Scala. Fue un 12 de mayo de 1832. Clara Sabina Heinefetter, Henri Bernard Dabadie, Gianbattista Genero y Gluseppe Frezzolini constituyeron el discreto elenco del estreno. Donizetti tenía 34 años y ya había compuesto cerca de cuarenta óperas, pero sus triunfos no corrían paralelos a su fecundidad. En esta ocasión, sin embargo, la crítica fue buena desde el primer momento. Demasiado buena, reconocía el siempre modesto Donizetti. El compositor, agradecido, acabaría dedicando la ópera "al bel sesso di Milano".
El libreto se debe a Felice Romani, que adapta en poquísimo tiempo una comedia de Eugéne Scribe titulada Le Philtre. La irrealidad del mecanismo amoroso, el viejo preparado mágico de las leyendas medievales, no impide que el libreto consiga alcanzar grandes cotas en sus méritos estrictamente dramáticos: agilidad de la acción (situada en la campiña vasca, a fines del XVIII), comicidad humanizada, amor verdadero, servido todo ello musicalmente con el lirismo un punto melancólico que caracterizó al ilustre compositor italiano.
Los personajes se nos presentan definidos con trazo firme desde los primeros momentos. Adina es la joven, letrada y caprichosa granjera, por quien competirán los dos pretendientes. "Ella lee, estudia, aprende... -se admira el cándido Nemorino- mientras yo no paro de suspirar". El sargento Belcore, por ni contrario, lleva sus preocupaciones amorosas con decisión militar. "No hay bella que se resista a la vista de un casco", asegura.
Un poco después aparece el doctor Dulcamara, médico ambulante, charlatán y tramposo, capaz de vender a Nemorino una botella de Burdeos haciéndole creer que se trata del infalible filtro que habrá de solucionar sus males de amor. Es el heredero del bufo napolitano, presentado con un incontenible caudal de gracia, naturalidad y sentido dramático. El coro, en fin, subraya y comenta la acción con rango de personaje y con una sabiduría musical que muestra al Donizetti cursado en la escritura tradicional, curtido en la música religiosa y en las texturas límpidas y rotundas de la tradición centroeuropea, que le había transmitido su admirado maestro Simone Payr.
La obra es un melodrama cómico, pero la comicidad ha dejado a un lado el histrionismo de algunas décadas atrás. Los géneros ya no están tan claramente diferenciados y la escena se inunda con una dignidad y con un sentido de la pasión amorosa que van mucho más allá de la disculpa fantasiosa que conduce la trama argumental.
Por eso, su definición como ópera semiseria es perfectamente defendible. En el segundo acto, los enredos no se multiplican, sino que se dosifican. Resulta muy bien el episodio de Nemorino enrolándose en el destacamento de su rival, a fin de obtener dinero para adquirir más elixir, aunque no menos logrado que el de la herencia, que torna a Nemorino -aún desconocedor del asunto- más atractivo para las interesadas aldeanas. Los momentos concertantes son una pura delicia. Pero cuando Adina conoce la verdad, la amable galantería y el jovial enredo de la trama dejan sitio a una nueva actitud. Se ha operado el milagro del amor. Adina no necesita la pócima que el embaucador Dulcamara también trata de venderle. Será entonces cuando la lágrima furtiva aparezca en su mejilla y cuando Nemorino entone la afamada romanza y preludié el inmediato y feliz desenlace.
En un curioso artículo de hace ya algunos años, Patrlck J. Smlth ha estudiado esta romanza describiendo la manera en que en ella se traslucen a un tiempo la alegría y tristeza de Nemorino, el mundo de luz y de sombra que acaba conquistando el corazón de Adina. Esa ambivalencia, por lo demás, aparece en otros lugares de la ópera en términos estrictamente musicales, principalmente mediante la elaboración afectiva del marco tonal.

Cualquier aproximación (interpretativa, escenográfica...) a esta ópera tiene que tener en cuenta esta dualidad, que es manifiestamente paralela a la dicotomía entre lo jocoso y lo serio. Barbián y Zanolini, en su magnífica obra Gaetano Donizetti, vita e opere di un musicista romántico, ya habían apuntado en esta dirección. Pero además habían demostrado cómo antes de que Adina reconociese su amor por Nemorino, antes de la famosa lágrima que rubrica el fin del lado frívolo de su personalidad, ya había habido alguien que se había volcado en apoyo del ingenuo protagonista. Ese protector oculto no fue sino el propio compositor, tiñendo de piedad los momentos en que Nemorino ha de ser blanco de la burla general, acortando la burla, mitigando su dolor, elevándolo con las alas de su infalible lirismo a las provincias de lo más sublimemente humano. Haciendo, en fin, que la melancolía derivada de la aceptación del hado -rasgo muy romántico- conviva con la propia fe en la pasión amorosa que constituye el más efectivo elixir del melodrama.