Se representa estos días
en el Teatro Campoamor de Oviedo la ópera L´elisir d´amore, de
Donizetti. Eso me trae buenos recuerdos. Uno de ellos se remonta a 1996, a la
49 edición de la temporada de ópera. La organización me había pedido que
escribiese una breve presentación de una de las óperas de ese año, a modo de pórtico
para la edición del correspondiente libreto. Por las razones que sea, había
sido de los primeros en ser requerido para este menester y, por tanto, tenía cierto
margen para elegir. Como en la organización sabían que uno era amigo de
novedades, les causó bastante sorpresa que me inclinase por L´elisir d´amore,
todo un clásico en la tradición ovetense. La verdad es que no había demasiado
donde escoger, aunque sopesé optar por el Don Giovanni. Pero el elixir
donizettiano me tenía abducido. Así surgió un texto que, pese a su absoluta
sencillez y modestia, me dio algunas satisfacciones en aquel momento. Así que,
al toparme con el libreto de aquella función mientras
buscaba otra cosa en mi biblioteca, pensé que no estaría mal traerlo a este
blog. Sobre todo, porque, releyendo los párrafos finales, sigo pensando que por
ese lado ha de ir el enfoque más integral, ajeno a la frivolidad con que a
veces se presenta esta ópera cuando no se ve más allá del ingenuo recurso que
ya aparece hasta en el propio título. Aquí van, pues, dichas líneas sin cambiar
ni una coma.
***
Nada
hacía suponer el camino de gloria que la escena lírica depararía a L'elísír d'amore, de Gaetano Donizetti
(1797-1848). L'elisir surge como un
trabajo de urgencia, para paliar el incumplimiento de otro compositor.
Donizetti lo solventa en menos de un mes. Escribe una nueva ópera, aunque le
habían ofrecido, dadas las circunstancias, que revisitase alguna creación
anterior. El estreno tuvo lugar en el teatro de la Canobbiana, que era un
teatro de primavera, activo durante el cierre de la Scala. Fue un 12 de mayo de
1832. Clara Sabina Heinefetter, Henri Bernard Dabadie, Gianbattista Genero y
Gluseppe Frezzolini constituyeron el discreto elenco del estreno. Donizetti
tenía 34 años y ya había compuesto cerca de cuarenta óperas, pero sus triunfos
no corrían paralelos a su fecundidad. En esta ocasión, sin embargo, la crítica
fue buena desde el primer momento. Demasiado buena, reconocía el siempre
modesto Donizetti. El compositor, agradecido, acabaría dedicando la ópera
"al bel sesso di Milano".
El
libreto se debe a Felice Romani, que adapta en poquísimo tiempo una comedia de
Eugéne Scribe titulada Le Philtre. La
irrealidad del mecanismo amoroso, el viejo preparado mágico de las leyendas
medievales, no impide que el libreto consiga alcanzar grandes cotas en sus
méritos estrictamente dramáticos: agilidad de la acción (situada en la campiña
vasca, a fines del XVIII), comicidad humanizada, amor verdadero, servido todo
ello musicalmente con el lirismo un punto melancólico que caracterizó al
ilustre compositor italiano.
Los
personajes se nos presentan definidos con trazo firme desde los primeros
momentos. Adina es la joven, letrada y caprichosa granjera, por quien competirán
los dos pretendientes. "Ella lee, estudia, aprende... -se admira el
cándido Nemorino- mientras yo no paro de suspirar". El sargento Belcore,
por ni contrario, lleva sus preocupaciones amorosas con decisión militar.
"No hay bella que se resista a la vista de un casco", asegura.
Un
poco después aparece el doctor Dulcamara, médico ambulante, charlatán y
tramposo, capaz de vender a Nemorino una botella de Burdeos haciéndole creer
que se trata del infalible filtro que habrá de solucionar sus males de amor. Es
el heredero del bufo napolitano, presentado con un incontenible caudal de
gracia, naturalidad y sentido dramático. El coro, en fin, subraya y comenta la
acción con rango de personaje y con una sabiduría musical que muestra al
Donizetti cursado en la escritura tradicional, curtido en la música religiosa y
en las texturas límpidas y rotundas de la tradición centroeuropea, que le había
transmitido su admirado maestro Simone Payr.
La
obra es un melodrama cómico, pero la comicidad ha dejado a un lado el histrionismo
de algunas décadas atrás. Los géneros ya no están tan claramente diferenciados
y la escena se inunda con una dignidad y con un sentido de la pasión amorosa
que van mucho más allá de la disculpa fantasiosa que conduce la trama
argumental.
Por
eso, su definición como ópera semiseria es perfectamente defendible. En el
segundo acto, los enredos no se multiplican, sino que se dosifican. Resulta muy
bien el episodio de Nemorino enrolándose en el destacamento de su rival, a fin
de obtener dinero para adquirir más elixir, aunque no menos logrado que el de
la herencia, que torna a Nemorino -aún desconocedor del asunto- más atractivo
para las interesadas aldeanas. Los momentos concertantes son una pura delicia.
Pero cuando Adina conoce la verdad, la amable galantería y el jovial enredo de
la trama dejan sitio a una nueva actitud. Se ha operado el milagro del amor.
Adina no necesita la pócima que el embaucador Dulcamara también trata de
venderle. Será entonces cuando la lágrima furtiva aparezca en su mejilla y
cuando Nemorino entone la afamada romanza y preludié el inmediato y feliz
desenlace.
En
un curioso artículo de hace ya algunos años, Patrlck J. Smlth ha estudiado esta
romanza describiendo la manera en que en ella se traslucen a un tiempo la
alegría y tristeza de Nemorino, el mundo de luz y de sombra que acaba
conquistando el corazón de Adina. Esa ambivalencia, por lo demás, aparece en
otros lugares de la ópera en términos estrictamente musicales, principalmente
mediante la elaboración afectiva del marco tonal.
Cualquier
aproximación (interpretativa, escenográfica...) a esta ópera tiene que tener en
cuenta esta dualidad, que es manifiestamente paralela a la dicotomía entre lo
jocoso y lo serio. Barbián y Zanolini, en su magnífica obra Gaetano Donizetti, vita e opere di un
musicista romántico, ya habían apuntado en esta dirección. Pero además
habían demostrado cómo antes de que Adina reconociese su amor por Nemorino,
antes de la famosa lágrima que rubrica el fin del lado frívolo de su
personalidad, ya había habido alguien que se había volcado en apoyo del ingenuo
protagonista. Ese protector oculto no fue sino el propio compositor, tiñendo de
piedad los momentos en que Nemorino ha de ser blanco de la burla general,
acortando la burla, mitigando su dolor, elevándolo con las alas de su infalible
lirismo a las provincias de lo más sublimemente humano. Haciendo, en fin, que
la melancolía derivada de la aceptación del hado -rasgo muy romántico- conviva
con la propia fe en la pasión amorosa que constituye el más efectivo elixir del
melodrama.