Todo el mundo sabe que Vitruvio es el autor del célebre tratado Los diez libros de arquitectura, escrito unos pocos años antes de Cristo, cuyos resúmenes circularon hasta el Renacimiento como texto imprescindible para la construcción de todo tipo de obras. Un hombre culto de la época de Julio César no podía dejar de asumir que el buen arquitecto ha de estar instruido en distintas disciplinas; entre ellas, la música. Partía de que algunas de las leyes musicales son determinantes en cierto tipo de espacios o ingenios. De hecho, además del ámbito de los teatros, explica la importancia de la música en la construcción de los órganos hidráulicos y en ciertas máquinas de guerra (ballestas, catapultas y escorpiones), provistas de unos orificios que tenían que dar el unísono cuando la tensión era la adecuada y así calcular la correcta aproximación al blanco.
Por esta razón, Vitruvio habla de la música en varios epígrafes de su tratado, no sin precisar que la armonía es una “ciencia música difícil y oscura”, en parte porque para esta disciplina es preciso dominar el vocabulario griego. Ciertamente, los romanos no modificaron la terminología musical griega y así lo vemos en este autor, que alude al diapason, diapente, diatésaron, etc., que son nuestra octava, quinta y cuarta; es decir, los intervalos básicos de la teoría griega. Cita a Aristógenes de Tarento y nos propone una síntesis teórica donde no falta el estudio de la voz continua o discreta, los nombres de las notas (proslambanómenos, hypate, lichanos, etc., asociados a sus tetracordos) y donde distingue las notas invariables de las variables, lo que da lugar a los tres géneros: diatónico, cromático y enarmónico, términos cuyo significado es, en los dos últimos casos, distinto al actual.
Lo que hoy queremos comentar es el tema de los llamados vasos del teatro, pues Vitruvio señala explícitamente que están hechos matemáticamente sobre tales leyes musicales. Estos vasos eran de bronce (aunque en teatros modestos los hacían de cerámica) y se situaban en unas celdillas abovedadas debajo de las gradas. Era importante que no tocasen ninguna pared, para lo cual se disponían sobre unos pies que lo evitaban en lo posible en cuanto a la parte de reposo. Se colocaban invertidos. . En el paramento de las gradas se practicaban unas fisuras, cuyos tamaños detalla el tratadista.
En los teatros medianos se introducía, a media altura, un solo orden de celdillas con vasos en género enarmónico. En los grandes teatros, se distribuían en el graderío tres órdenes de celdillas con sus vasos, con la particularidad de que cada hilera estaba afinada en un género distinto (enarmónico, cromático, y diatónico, de abajo a arriba). Vitruvio indica las notas que han de ir en cada celdilla con toda precisión y cita con respeto a Aristógenes. Como establece que haya trece celdillas, la del medio actúa como un eje axial, pues la 1 y la 3 son la misma nota, la 2 y la 12, la 3 y la 11, etc. No suenan todas las notas en los bronces sino las fijas, pero teniendo en cuenta que se integran las del sistema perfecto mayor y las del sistema perfecto menor, con repeticiones simétricas. Es decir, son pocas notas en conjunto, pero tienen un carácter fuertemente estructural.
El funcionamiento era sencillo. Partimos de que el teatro clásico era cantado. La voz de los actores, del coro o el sonido de los instrumentos sale de la escena y ya la propia estructura de los teatros ayuda a su buena percepción por parte del público. Además, las máscaras de los actores tenían en la zona de la boca uns cierta forma de bocina para esos mismos fines. Pero en teatros preparados con los vasos bajo las gradas, todo se multiplicaba. Como dice Vitruvio, la voz que “se difunde por todas partes, al herir lo cóncavo de cada vaso, tomará incremento de claridad, ayudada de aquel vaso que en tono concordare con ella”.
Nótese que no es cuestión de volumen, sino de claridad. En otro lugar alude a la “suavidad” y al “deleite”, de modo que detectamos una cierta función retórica en esta tecnología sonora. Pero más allá de este fenómeno de simpatía acústica, hemos de imaginar la sensación que podría producir en los asistentes el canto de un pasaje de Esquilo o de Eurípides, por ejemplo, donde no solo se percibe un punto de origen de la voz en el centro de la escena, sino una especie de animación sonora de las propias gradas en función de la resonancia que las notas concordes del actor y del vaso. Todo esto llegaba a los oídos del público desde puntos que recorren todo el perímetro de las gradas, como en una especie de mágica estereofonía.
Hay muchas discusiones sobre la forma y demás circunstancias de los vasos de bronce, tomados incluso como botín en los períodos bélicos, y sobre el conocimiento real que tenía Vitruvio de ellos. Pues el ilustre tratadista reconoce que en Roma no los había (aunque sí en otros muchos lugares), en parte porque se erigían muchos teatros de madera de vida más efímera y en estos los actores-cantantes no necesitaban vasos porque ya sabían potenciar su voz dirigiéndola hacia determinadas zonas de la construcción.
No deja de sorprenderno, dicho sea como reflexión final, la sensibilidad auditiva de este tratadista y aqrquitecto de hace más de dos mil años, al menos en comparación con los diseñadores de ciertos auditorios de las últimas décadas que presentan unas acústicas extraordinariamente incómodas para los músicos y no siempre razonables para los oyentes.
Ilustración: Lámina del tomo tercero de la Storia della Musica del P. Martini, Bolonia, Imap- Lelio della Volpe,1781. Véase el detalle del vaso bajo la grada.
Referencia: M. Vitruvio Polión: Los diez libros de arquitectura. Madrid, Imprenta Real, 1787.