Los literatos de los siglos áureos solían hacer gala de notables conocimientos musicales en sus obras. Se ve muy bien en Cervantes, Quevedo o, aún mejor, en Lope de Vega. Pero no faltan autores menos conocidos por el gran público que participan de esa misma característica, como, por ejemplo, Juan Fernández de Heredia o Salvador Jacinto Polo de Medina (Murcia, 1603 / Alcantarilla –Murcia–, 1676).
En las Academias del Jardín, de Polo de Medina, encontramos un conjunto misceláneo de textos en prosa y verso que vienen a ser como el registro de las reuniones intelectuales y amistosas de un grupo de caballeros y literatos (algunos identificables) en la villa y jardines de Espinardo, sitos a “media legua de nuestra muy Noble y Leal ciudad de Murcia, por la parte de septentrión”, como el propio autor especifica. Los participantes en las academias gozaban de la hospitalidad del anfitrión, que les ofrecía galas, viandas, libaciones y músicas variadas para que estuviesen satisfechos en todos los sentidos. Ellos mismos, acompañados por varios instrumentos, interpretaban algunas de las poesías surgidas en aquel contexto.
En un momento dado de la Academia Primera, se alude a los temas sobre los que reciben encargos los poetas. Algunos resultan bastante peregrinos, como solicitarles que escriban versos acerca de una dama que escupía a su pretendiente desde el balcón de su casa, manera harto explícita de mostrar su desdén. Después de incluir la poesía correspondiente, interviene don Pedro, y dice que no ha de extrañar ese encargo y que a él le han solicitado versos sobre el catarro de una dama. Tercia entonces don Luis, apuntando que “para el invierno, es lindo asunto”. Don Antonio añade que “mejor es venderse un músico para disculpa de su mala voz”.
Es entonces cuando Jacinto (que sería el propio Polo de Medina) toma la palabra y vincula ambos temas, el del catarro y el de la mala voz. Señala que conoce a un músico al que llama “Kirieleisón con catarro” y “jilguero con tos”. Merece la pena reproducir unas líneas donde se advierte el tono cáustico de su prosa, el ingenio y los característicos recursos de la literatura barroca española. Dice de este cantor que:
“anda por ahí infamando los catarros, dándoles culpa de lo que él canta mal y siendo los pasos que él da con su garganta postas para la otra vida para quien llega a oírlos, y gargarismos de hiel y vinagre”.
Ya lanzado a la invectiva, lo compara con las plañideras, si existiesen en ese momento, pues sugiere que se trata de una práctica de tiempos pasados. Esto no parece del todo exacto, pues sabemos de su pervivencia en España, pese a las prohibiciones de la Iglesia, hasta fechas no demasiado lejanas. Sea como fuere, si este cantor hiciese de plañidera, cantaría “en viudo con tonos de a porta inferí”, cita latina que alude al comienzo de una antífona del oficio de difuntos (“De la puerta del infierno libra, Señor, mi alma”). Y, naturalmente, ha de proseguir la andanada a lo grande. Por esta razón, certifica que dicho cantor “es Orfeo o Vozfeo del infierno, capón de la capilla de la legua de los infiernos”. Obviamente, al decir que era capón (real o metafórico da lo mismo) ya está situando al interfecto como blanco de todos los dardos, como chivo expiatorio cuyos atributos son casi siempre de burla y de desprecio en la sociedad de su tiempo, con un punto de envidia (estaban bien pagados en las capillas musicales) y aun de admiración, cuando su arte brillaba por encima del mero cumplimiento del oficio.
El tema no queda cerrado con lo ya dicho. Silvio señala que ahora entiende aquella sentencia que reza: “lo mataré con una voz”, a lo que Jacinto replica que, en efecto, este mal cantor ha matado más con su voz que un “médico novicio y un garrotillo profeso”. Nótese el contrastante estatus eclesiástico que asigna el autor al médico (novicio, sin experiencia y, por tanto, peligroso para sus pacientes) frente al garrotillo, o difteria que produce graves problemas respiratorios (profeso, o sea, de pleno derecho), igualmente eficaz en su efecto mortífero, que sería el de asfixiar al afectado por ese mal. Polo de Medina trae aquí a colación a otro de los colectivos profesionales, el de los médicos, que también era objeto constante de las chanzas de los escritores de los siglos modernos.
Por si no bastase con todo lo anterior, Jacinto sigue diciendo que aquel cantor tenía flemas como si padeciese fiebres tercianas, que deshonraba los versos de los poetas con su música, “clamoreándoles las coplas con más toseduras que amante que hace señas y más gargajeadas que estudiante nuevo en universidad”. Las señas de los amantes, a modo de carraspeos, y la costumbre de escupir en las rencillas de estudiantes, acaso como novatadas (y no solo en este ambiente) dan una interesante pincelada de época a la diatriba de este alter ego del autor en la citada academia.
La vis satírica con ingredientes musicales es una constante en la obra de Polo de Medina. Dedicaré otra entrada al asunto. Pero como cierre de estas líneas recojo una imagen chistosa que se encuentra dentro de su paródica versión del mito de Pan y Siringa. Cuando presenta a la ninfa, que canta acompañada por un arroyo, del que dice que hace las veces de guitarra, se le ocurre una metáfora menos aguda que hilarante: la de convertir los dulces movimientos de la voz de la ninfa (ya que son “dulces pasos”) en uvas pasas:
“No había más que pedir
Como oír lo que cantaba
Con tan dulces pasos, que
No eran pasos, sino pasas”.
La crítica literaria suele mostrarse bastante severa con este tipo de gracias fáciles, que no dejan de ser una más de las variadas caras de la rica personalidad literaria de Jacinto Polo de Medina.
Referencia
Salvador Jacinto Polo de Medina: Obras completas. Murcia, Tip. Sucesores de Nogués, 1948. Biblioteca de Autores Murcianos, 1. (Disponible en la Biblioteca Virtual Cervantes).
Imagen: etiqueta de pastillas Klam contra la tos. Original de la colección del autor. El Laboratorio Klam fue fundado en Reus en 1920.