Llegamos, pues, a la Pontificia Universidad Católica de Chile, mi principal destino en este país de cara al intercambio académico comentado en la entrada anterior. En aquellas fechas era conocida (entre otras cosas) por haber formado a dirigentes chilenos de alto nivel, especialmente a algunos abanderados del ultraliberalismo económico. A uno de esos líderes lo asesinaron precisamente en su campus.
Juanita Corbella, Carmen Peña y, muy en particular, Juan Pablo González fueron mis anfitriones en la Pontificia. Este ultimo había estado antes en la publica y ese cambio la costó alguna que otra tensión. No hay que olvidar que fue el principal artífice de un “magister” que seguía funcionando en Universidad de Chile y del que estaban saliendo nuevos y prometedores investigadores.
Juan Pablo se había doctorado en la UCLA (Universidad de California Los Ángeles), con el eminente hispanista Robert L. Stevenson. No pretendemos glosar aquí sus méritos, pero es de sobra sabido que se trata de una autoridad reconocida internacionalmente en el terreno de las músicas populares. Es un organizador nato, de modo que me hizo trabajar de lo lindo. Además de los dos seminarios, preparó una reunión con profesores de guitarra, para comentar mis aportaciones en este terreno; es decir, el tratado de Juan Antonio de Vargas y Guzmán, que fue el primero para la guitarra de seis órdenes y del que se conservan dos copias incompletas en México y Washington, fechadas en Veracruz en 1776, además de la primera y completa de Cádiz, de 1773. El maestro Ohlsen, uno de los grandes de la guitarra, se mostró muy interesado. Charlamos mucho, tuvimos una cierta relación epistolar y me facilitó algunas ediciones y grabaciones suyas de enorme interés.
En otra ocasión trabajé con los jóvenes dedicados a la música antigua y asistí a un ensayo del grupo de la universidad. Les interesó mucho mi faceta de profesor de Paleografía musical, hasta el punto de que empezaron a hacer gestiones para que pudiese volver a Santiago, pero exclusivamente a fin de realizar un seminario teórico-práctico sobre esta materia.
Por su parte, el grupo Calenda Maia me llevó a cenar a un entrañable restaurante. Su líder, encantador y apasionado, intentó venir a Oviedo, para asistir a los cursos de canto gregoriano que organizábamos en el Monasterio de San Pelayo. No pudo ser, pero habiéndose enterado de que la directora musical de dicho monasterio de clausura, Sor Ángeles Álvarez Prendes, iba a pasar una temporada en Chile, para formar musicalmente a las monjas de una nueva comunidad de la que San Pelayo era su casa madre, no dudó en acercarse al citado monasterio para entrevistarse con Sor Ángeles durante todo el tiempo, y más, del que la monja disponía.
Los cursos que impartí resultaron bien. Juan Pablo me comentaba que lo normal es que el número de alumnos decrezca a medida que pasan los días y que era notable que en este caso ocurriese justamente lo contrario. Pocas veces hablé ante personas tan interesadas. Recuerdo las clases sobre la música derivada del motu proprio de Pío X (1903) o el animado coloquio tras mi disertación sobre los cantores castrados, que tampoco faltaron en América. En el segundo de los seminarios, dedicado a música española contemporánea, había varios compositores de renombre y también asistió el presidente de la Academia de Artes de Chile, un compositor que había estudiado con Copland y Messiaen y que era un extraordinario conversador. En ese contexto, tuve la oportunidad de conocer el trabajo de otro profesor de la Pontificia, el compositor Alejandro Guarello, que tenía originales sistemas pedagógicos, creaciones de muchó interés y que atesoraba algunas divertidas anécdotas, vividas en Italia, sobre Juan Hidalgo, paradigma de la vanguardia española desde los años finales de la década de los 50 y creador del grupo Zaj.
También fui invitado, al hilo del segundo de mis seminarios, a asistir a una reunión de la Asociación de Compositores. Era una tertulia informal, en casa de uno de ellos, pero me permitió pulsar sus preocupaciones que, por otra parte, no eran muy diversas a las de los compositores españoles. Esto lo digo no solo en el plano corporativo propio de una asociación, sino en el plano estético, pues las miradas al pasado y a ciertos etnicismos habían cobrado nueva fuerza desde los años ochenta. No quiero olvidarme del compositor Santiago Vera Rivera, que disfrutó de una larga estancia en Oviedo en la que tuvimos mucho trato.
Dado que los seminarios eran por la tarde, tuve tiempo a recorrer museos, el barrio inglés, la Bolsa e iglesias y monasterios por todo Santiago. Como la capital chilena tiene una estructura marcadamente longitudinal, el metro consistía en prácticamente una línea, moderna y efectiva. A los autobuses urbanos sólo me subí en una ocasión, más que nada como un reto personal. Digo esto porque tal decisión sólo parece razonable en un suicida. Circulan a una velocidad que mete miedo, cambian el itinerario sin mayor problema, tienes que hilar fino para subir o bajar. Me dijeron que en puntos determinados de su recorrido hay unos inspectores que cronometran la cadencia de paso de las distintas unidades y penalizan a los que se duermen en los laureles, de ahí los adelantamientos de unos autobuses a otros, a una velocidad vertiginosa, como si fuesen por su tamaño y color, elefantes amarillos completamente desbocados.
Un fin de semana me fui a Valparaíso. Juan Pablo había avisado a su amigo Agustín Ruiz, para que me enseñase la hermosa ciudad. No sólo lo hizo a las mil maravillas, combinando los trayectos en su coche (que había sido de Violeta Parra) con remontadas en los famosos ascensores decimonónicos, sino que por la tarde me llevó a un pueblecito situado a unos treinta kilómetros de Valparaíso donde mi colega y guía participaba en un baile de “chinos” (servidores). Se trata de una procesión que recorre la playa del pueblo, en la que desfilan diversos grupos, con vistosos uniformes, soplando una especie de grandes y primitivas flautas que dan un sonido ancestral (de hecho, son instrumentos de origen precolombino) y que obligan a los intérpretes, que van saltando y soplando a la vez, a un esfuerzo que puede conducir al desvanecimiento. Al final, se llega a la iglesia y en ese marco se abre el turno de los improvisadores de décimas sobre temas religioso, o sea, a lo divino. Hay rivalidad y retos entre los distintos cantores o gallos. Se proponen temas bíblicos para improvisar y es increíble lo bien que lo hacen. El ganador, un “gallo” imbatible en estas lides, nos invitó a mi colega y a mi a cenar en su casa para festejar el triunfo. Y aunque éramos más de los previstos en la mesa, no faltó excelente comida casera para nadie. Nunca pude devolver a aquel patriarca cantor esa misma hospitalidad, pero nunca la olvidé. Como tampoco olvido otras muchas circunstancias, académicas y amistosas, que siguen teniendo a Chile como punto de referencia y a Juan Pablo González como protagonista y modelo de musicólogo. Pero, por hoy, ya es suficiente.
Agradecimiento: foto del profesor Juan Pablo González tomada por Camila González en 2010.