Una de las sensaciones más melancólicas que puede uno vivir –en relación con la música– se produce al contemplar un instrumento del que sabemos que lleva bastante tiempo sin ser utilizado. A este respecto, traemos hoy tres casos bien diferenciados: la célebre arpa de Bécquer, el piano de Fernando Aramburu y las cítaras bíblicas que cuelgan de los árboles junto a los ríos de Babilonia.
Sin duda, la “Rima VII” –«Del salón en el ángulo oscuro…»– de Gustavo Adolfo Bécquer es el paradigma de los instrumentos relegados al olvido. Hay una isotopía del abandono: el arpa está sola, a oscuras, silenciosa, polvorienta y olvidada. Con todo, queda aún la esperanza de que una «mano de nieve» vuelva a hacerla sonar. Pero Bécquer quiere ir más allá y en los versos finales nos descubre la verdadera intencionalidad del poema. Esta consiste en poner de relieve cómo el genio permanece con frecuencia velado y necesita que le llegue el estímulo externo y acaso divino que lo haga manifestarse, al igual que la salvadora «mano de nieve» sería capaz de rescatar al arpa de su mutismo. Se produce entonces un milagro que da vida, literalmente una resurrección, decretada sobre un modelo conocido y categórico:
«y una voz, como Lázaro, espera
que le diga: ¡Levántate y anda!».
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Hoy día, el piano es el instrumento que más sufre el arrumbamiento y la desidia tras algún tiempo de uso. La presencia del piano no es rara en muchos hogares. Hay miles de estudiantes de piano en cualquier país de Occidente, a quienes sus padres les compran el costoso instrumento con toda la ilusión del mundo. Pero, con el tiempo, pasa como en la historia sufí de La asamblea de los pájaros, de Farid ud din Attar: muchas son las aves convocadas para peregrinar ante el Simurg, su rey/dios; pero el camino es duro y pronto algunos se disculpan, dan la vuelta, sufren hambre y sed, enferman, son comidos por las fieras, perecen en el intento o enloquecen. De los miles de peregrinos alados, solo un número irrisorio de ellos ve al Simurg; y al hacerlo los pájaros son también el Simurg.Traducido: es muy difícil llegar a ser Arthur Rubinstein, Sviatoslav Richter, Alfred Brendel, Maurizio Pollini, Martha Argerich o Lang Lang, entre otros; pues es sabido que la poderosa hermandad de los pianistas practica el politeísmo y siempre honra a unos cuantos simurg en cada momento y a muchísimos más si consideramos la cuestión en términos diacrónicos. También es cierto que se puede estudiar piano con otras metas, pero eso no viene a cuento ahora.
El problema del piano es que, aunque no se toque, suele seguir estando a la vista de todos los moradores de una casa y de sus invitados. Un oboe o una viola pueden guardarse en un armario. Un piano, no. Además, normalmente no queda mal en un salón en virtud de sus (en algunos casos) materiales nobles y pulcros acabados. Pero su presencia denuncia la soledad en que se halla y la indiferencia a la que ha sido condenado, a veces por lo antes apuntado y en ocasiones por razones más graves y luctuosas.
Mucho menos conocido, pero de no menor talla literaria que la «Rima VII» de Bécquer, resulta un texto de Fernando Aramburu, incluido en su libro Autorretrato sin mí (Ed. Tusquets, 2018) . Se títula «El piano de Cecilia». Sospecho que muchos podrán identificarse con esta historia. En ella se habla de «nostalgia», de «silencio flotante», de «silencio silencioso». Se dice que el piano «suena sin sonar». Quien lo tocaba en otros tiempos era su hija. Sus sones llegaban alegres hasta la calle cuando él se acercaba a su casa tras el trabajo. Muy lograda la evocación de la niña, con su melena y su correcta posición en el banco, absorbiendo por los ojos las notas de la partitura, que inician un recorrido por su cuerpo –y se nos vienen a la cabeza los espíritus vitales de Mersenne– hasta acabar en las yemas de los dedos que se posan sobre las teclas del piano.
La niña se hizo mujer, transitó por su destino y nadie volvió a tocar el piano. «Sobre la repisa superior se murió, como un abuelo viejo, el metrónomo» –apunta Aramburu. A diferencia del arpa de Bécquer, este piano no está cubierto de polvo. El escritor nos confía que, cuando él es el encargado de la limpieza, «aprovechando que nadie me ve, hago gestos de aprobación, aplaudo un poco». Lo que no deja de ser un detalle de humor; o acaso de amor y quién sabe si no lo es también de dolor.
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Para finalizar, cambiamos radicalmente de escenario p. El primer versículo del salmo 137 (136) dice así: «Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos, y llorábamos acordándonos de Sión». La historia queda perfectamente situada en el tiempo del cautiverio de los judíos en Babilonia. Un destierro, según la Biblia, derivado de los pecados de Israel. Aquella ciudad, como explica muy bien san Agustín, representa en su mismo nombre la confusión y lo terrenal, frente a Jerusalén, que simboliza lo permanente y celeste. Los ríos de Babilonia son las debilidades humanas de sus habitantes. Los judíos cautivos se sientan y lloran junto a las aguas. Añorando a Sión. Humillados.
El segundo versículo proporciona una imagen con elementos musicales que resulta un tanto onírica: «En los sauces, en medio de ella, colgábamos nuestras arpas». Los judíos lloraban en su cautiverio, mas quienes los habían reducido a ese estado les solicitaban cánticos e himnos alegres. Sin embargo, las arpas –o cítaras, según traducciones– estaban colgadas de los sauces en medio de Babilonia. De nuevo san Agustín –en sus Comentarios a los salmos– interpreta con sutileza, pues destaca que los sauces son árboles estériles, que viven de los ríos babilónicos, cuyo negativo significado ya hemos subrayado. Los instrumentos están mudos, como los antes comentados, pero no olvidados. Simplemente, Jerusalén no puede sonar en Babilonia porque son ciudades esencialmente antitéticas. Los cantos de Israel volverán a sonar con la liberación y el retorno. Entonces, los levitas los tocarán para gloria de Jehová. Mientras tanto, no se verán profanados ante oyentes que nada entienden de la ley de Dios. Penderán, pues, las arpas de las ramas de los sauces estériles en testimonio de resistencia. Y de futura redención. El salmo muestra la intensidad del recuerdo de Sión en ese silencio. Si los desterrados se olvidasen de Jerusalén, mejor sería que la diestra les quedase inutilizada y la lengua pegada al paladar, advierte el salmo más adelante. Por eso no pueden tocar las arpas ni cantar sus himnos junto a los ríos de Babilonia.
Ilustración: [Retrato de mujer con arpa]. Sandalio de Sancha (fl. 1835-1868); dibujo: acuarelas y tinta negra a plumilla. Material procedente de los fondos de la Biblioteca Nacional de España. Biblioteca Digital Hispánica. Web: http://bdh-rd.bne.es/low.raw?id=0000212627&name=00000001.jpg