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lunes, 29 de abril de 2024

Clive Linley, el imaginario compositor de ‘Ámsterdam'



Ian McEvan ganó el premio Booker en 1998 con una novela titulada Ámsterdam, publicada ese mismo año. El escritor británico propone una trama de asuntos existenciales que se despliegan sobre el telón de fondo de la política del Reino Unido en las postrimerías del siglo XX. Uno de los protagonistas del relato es Vernon Halliday, director de un periódico que ha de coquetear con el amarillismo para ganar lectores. El otro es Clive Linley, reconocido compositor al que se le ha encargado una sinfonía para celebrar la llegada del nuevo milenio. Pese a la vieja amistad que los une, no faltan tensiones entre ellos que conducen a un final sorprendente y dramático en los días del estreno de la sinfonía en Ámsterdam. 

El retrato de Clive Linley presenta detalles que descubren los procesos de poiesis o ideación de la obra encargada, junto con penetrantes indagaciones estéticas acerca de lo que se desea entregar al público. El músico es una persona un tanto particular. En el curso de sus largos paseos por el Distrito de Los Lagos se topa en dos ocasiones con sendas escenas de agresión a mujeres. Había un violador que operaba en aquella zona. Pero el compositor no interviene y ni siquiera avisa a la policía. Está en vena creativa y esos asuntos le distraerían de su arte, que es lo único importante para él. En fin, que moralmente es un miserable. 

El encargo ya está muy avanzado, pero se le resiste el final. El narrador refiere una jornada de trabajo del compositor. Está escribiendo la sección que ha de conducir a la conclusión. Es un pasaje que el músico imagina “como una larga y vieja escalinata que fuera perdiéndose de vista hacia lo alto”. De modo que Clive Linley se acoge, como tantos otros antes, al magnetismo y poderío simbólico de la metáfora escalar. Su impulso artístico coloca al músico en el eje de la verticalidad, donde da primacía a la dirección ascendente. Es la imagen preferida de los místicos (Jan van Ruusbroeck, san Juan de la Cruz…) y ya está formulada en la bíblica escala de Jacob, paradigma de todas las escaleras que comunican la tierra con el cielo, lo material con lo inmaterial, lo corruptible y lo eterno, lo humano y lo divino. 

La ascensión escalar de la sinfonía conduce a un clímax y a una disolución final en un paraíso de anegamiento y reposo. Para tal desenlace le falta concebir una melodía que pudiese quedar –más allá del estreno de la obra– como símbolo de una época, un tema cual el de la “Oda a la alegría”, de la Novena de Beethoven, a modo de himno del género humano. Una melodía para la que Linley –siempre con la autoestima muy alta– soñaba con un éxito semejante al de “Nessun dorma” (Puccini: Turandot) en la versión de Pavarotti del Mundial de fútbol de Italia de 1990. Convivirían allí el pésame por el convulso siglo que se iba y la alegría por sus logros, relata McEvan. En todo caso, el narrador omnisciente insiste en que Clive desea “plasmar tal tránsito ascendente en una suerte de metáfora de peldaños antiguos y labrados en piedra”.

Se aceptaba en el mundillo musical que, junto con Paul McCartney y Franz Schubert, Linley era un compositor con dotes para la creación de melodías capaces de calar en la memoria sonora de la gente. El músico se considera heredero de Vaughan Williams, lo que ya dice bastante sobre su estética, que cualquiera podría considerar conservadora. De hecho, se le atribuye un texto a modo de poética musical. Se titula Recordar la belleza y se fecha en 1975. En él arremete contra el modernismo de las vanguardias, ya institucionalizadas por entonces, con sus músicas atonal, aleatoria, electrónica y serial, esta última mal traducido como “secuencia tonal”. Se plantea qué música hay que ofrecer al público y propugna una vuelta a la belleza y a la comunicación. En otras palabras, certifica el descrédito de los movimientos de avanzada y no queda del todo claro si reivindica un modo de hacer puramente convencional o si acaso su visión incluye un cierto guiño posmoderno. 

Lo que me llama la atención es el hecho de que todas estas disyuntivas no son enredos de la ficción, sino realidades que se discutían en el ámbito de la música académica de las décadas postreras del siglo XX. Cuando uno se mete en la estética de este compositor ilusorio no le vienen a la cabeza los nombres de Pierre Boulez, Luigi Nono , Xenakis, Luis de Pablo o tantos otros de línea experimental o innovadora. Diego Fischerman encuentra “un equivalente al Clive Linley de la novela” en “el inglés Nicholas Maw” (1935-2009). Este compositor y profesor gozó de un sólido prestigio y firmó obras que siguen en el repertorio, particularmente en el ámbito anglosajón. Así que la comparación no es ociosa, aunque habría que limitarla al tinte neo-romántico de parte de su producción. Espigando en su estética imaginada encontramos muchos puntos en común con ciertas líneas del pensamiento crítico de los años 70 sobre la obsolescencia de las vanguardias y la necesidad de revisitar a los maestros manteniendo una posmoderna distancia. Los escritos de Miguel Ángel Coria podrían ser un buen ejemplo de este proceso en España.

En el ensayo sobre su poética, Linley se burla de un concierto subvencionado, una especie de happening desarrollado ante escasos espectadores. Más allá de la descripción burlona de la acción, me interesa destacar el pensamiento crítico que se desprende de sus opiniones sobre ciertas nuevas músicas subvencionadas. Tal posición concordaría –a mi juicio– con las apreciaciones Menger, que llega a definir a los compositores contemporáneos, según refiere Antoine Hennion, como un "conjunto creciente de creadores administrativamente autorizado a escribir por encargo". Linley reivindica la vuelta a la eufonía, el valor permanente de la melodía, la armonía y el ritmo y cree que hay que librarse de esos “comisarios” que la deshumanizan con sus métodos antinaturales. 

Considera el compositor que las historias de la música ofrecen unos contenidos muy sesgados y que, si se hiciesen correctamente, situarían a las músicas populares urbanas como las grandes aportaciones de la segunda mitad del siglo XX. Puede que exagere, pero la Musicología internacional más consciente evitaba ya entonces (y aún evita más ahora) la vieja distinción entre músicas académicas y populares e incluye a estas últimas en sus planes de estudio, proyectos editoriales y entre los objetivos de las más cualificadas investigaciones.

El compositor estaba preocupado por su posteridad, por su prestigio y por la permanencia de su obra. Porque, a fin de cuentas, Clive Linley no reprimía la noción de que él era un genio. No lo verbalizaba, claro, pero a veces se dejaba llevar por esa quimera, aunque el propio relato se encarga de subrayar que en el Reino Unido hubo grandes compositores, como Purcell o Britten, pero no un Beethoven.

Por fin, llegan los días de los ensayos para el estreno en Ámsterdam, en la célebre Concertgebouw, El compositor tiene una cierta desazón porque sabe que hay algo de fallido en el cierre de la obra. El novelista sigue dando detalles muy precisos, tanto del desarrollo del ensayo como de los ideales que mueven al compositor. El sueño de expresar lo inefable se explicita con brillantez literaria. Se habla de. “crear ese placer a un tiempo sensual y abstracto”, de evocar lo que está “más allá de nuestro alcance”, entre otras alusiones a una concepción casi sacralizada y profundamente mística de la creación musical. 

En cuanto a la obra, se da cuenta de que le quedó más grandilocuente que profunda: “malograda”. No pudo hacer unos últimos arreglos en ese tema para el que tantas expectativas veía en el horizonte. Es como si la justicia poética hubiese estigmatizado un pasaje nacido precisamente en sus paseos por el Distrito de Los Lagos, mientras se desentendía olímpicamente de cuanto sucedía ante sus ojos, incluyendo las agresiones a mujeres antes citadas. El fracaso, sin embargo. no fue lo peor que le ocurrió a Clive Linley, el artista que se olvidó de que la estética no suele prosperar sin la ética. 

 

Referencias

 

 Diego Fischerman: “Las esculturas sonoras”. Página 12. Web: 

https://www.google.es/url?sa=t&source=web&rct=j&opi=89978449&url=https://www.pagina12.com.ar/2000/suple/radar/00-04/00-04-09/pagina3.htm&ved=2ahUKEwju5-WF6b6FAxU6fKQEHcfeCq8QFnoECA4QAQ&usg=AOvVaw1zDqpXUSe83Hibsa_TtPUG

 

Antoine Hennion: La pasión musical. Barcelona, Paidós Ibérica Ediciones, 2002, p. 133.

 

Ian McEvan: Amsterdam. Trad.: Jesús Zulaica Goicoechea. Barcelona, Ed. Anagrama, 1999. Audiolibro en la plataforma Audible, 2023.

 

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