Volvemos tras el descanso veraniego y damos las gracias más sinceras a nuestros lectores y lectoras por su atención.
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La última entrada tuvo como protagonista a Falla. Pensando en la Guerra Civil, que tanto le marcó, nos vienen a la cabeza aquellos versos de Ángel González sobre la condición de la historia. en la estrofa final del poema titulado “Glosas a Heráclito”:
Nada es lo mismo, nada
permanece.
permanece.
Menos
la Historia y la morcilla de mi tierra:
se hacen las dos con sangre, se repiten.
la Historia y la morcilla de mi tierra:
se hacen las dos con sangre, se repiten.
Y si la morcilla repite, la historia se repite. La propia España es, en efecto, el cuerpo y la sangre de las más sentidas preocupaciones estéticas de la pasada centuria. Lo es reiteradamente. Repite y se repite. Recorre nuestra música con desigual énfasis según zonas y épocas, pero con una incidencia que es llamativa, persistente y que hemos de valorar como una de las grandes recurrencias estéticas del período.
La propia historia de Españase convierte en tema, se desliza en libretos y pentagramas a lo largo de todo el pasado siglo. Vuelven las Cantigas, por ejemplo, a las manos de Eduardo Martínez Torner o a las de Julio Gómez. Reaparece Juan de la Encina. Renace la guitarra de Gaspar Sanz -esplendor de los Austrias, crepuscular siglo XVII- en la guitarra de Joaquín Rodrigo. También se lanzaron guiños a la música de la época de los borbones del XVIII. Recreaciones de las músicas de Antonio Soler, Boccherini, fandangos y otras danzas de entonces se entretejen en las elaboradas creaciones de Cristóbal Halffter, en las finas orquestaciones de Miguel Ángel Coria o en las biensonantes páginas de Francisco Cano, entre otros.
Hay autores en quienes esta preocupación se convierte en un auténtico estilema. No se puede entender la música de Tomás Marco, por ejemplo, si no advertimos la reflexión sobre los mecanismos de la memoriay sobre los escoriales de la historia, -por emplear sus propios títulos- que alimenta su producción, asumiendo, como en un ensayo, la cita y la parodia, el guiño cómplice y el homenaje de la meditación sobre el ayer.
Los matices de esta reconsideración del pasado no caben aquí, pero resultan de lo más variado. Así, Josep Soler -eslabón en una cadena que tiene antes de sí los nombres de Felipe Pedrell y de Cristófor Taltabull, y después los de Albert Sardá o Miquel Roger, por citar sólo la décima parte de los nombres posibles- indaga en la liturgia hispánica con su Melodía para el entierro de párvulosy en su único collageescuchamos a Tomás Luis de Victoria junto a su propia música en suma de mística trascendencia. Alfredo Aracil traza su gramática de sugestivo metalenguaje con la ayuda de las folías de España. Lo mismo que José Luis Turina, rizando el rizo, en obras como Fantasía sobre una Fantasía de Alonso de Mudarra. Ramón Barce encontró una nueva posibilidad de frescura para sus últimas obras en la rítmica árabe que también forma parte de nuestro pasado, no lo olvidemos, en tanto que Llorenç Barber recupera espacios urbanos convocando plurifocalmente al júbilo o a la meditación mediante las centenarias campanas eclesiásticas. Los ejemplos podrían multiplicarse y casi siempre en la música de todo el siglo XX la historia se nos vuelve a la boca con unsabor agridulce.
Nota:el texto procede, con algunas modificaciones, de la segunda parte de un artículo titulado “Cuatro miradas sobre la música española del siglo XX”, publicado en el número 0 de la revista Enclaves(2001), que no tuvo continuidad ni apenas difusión, de ahí que lo reaprovechemos en este blog. Foto A. Medina: Un vestigio de la Historia en Mérida.
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