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sábado, 15 de diciembre de 2018

Elena Martín y la memoria de Ramón Barce


El 14 de diciembre de 2008 fallecía Ramón Barce. Ya escribimos por entonces que, sin la presencia inspiradora y amorosa de Elena Martín, Ramón “no hubiera sido el mismo, ni igual de feliz y, sin duda, nos hubiera dejado mucho antes”. Y tampoco hubiera sido igual la posteridad del compositor si su viuda no se hubiese dedicado a cuidar de su memoria a lo largo de todos estos años. 
Este 2018 se cumplen el décimo aniversario de la muerte y el noventa del nacimiento de Ramón Barce, así que Elena ha venido promoviendo una serie de conciertos, homenajes y otras actividades, recogido todo ello en la web del compositor ,http://ramonbarce.es/. Pero acaso la iniciativa más singular haya sido la edición de la correspondencia amorosa entre ambos. El volumen, a cargo de Elena Martín, se titula Llego sábado 23, con un subtítulo o aclaración que reza así: “Correspondencia entre Ramón Barce y Elena Martín de 1970 a 1977 y algunos recuerdos posteriores” (Madrid, Ed. Alpuerto, 2018). Incluye  un atinado prólogo de José Luis Téllez y un brillante texto de contracubierta a cargo de Juan Antonio Valor.
El libro presenta las cartas y postales de Ramón Barce en facsímil, lo que no comporta ningún problema cuando la caligrafía es clara, como aquí es el caso. Las cartas de Elena están editadas. Paralelamente, el libro contiene un inmenso aparato gráfico donde aparecen fotos de la época, postales, imágenes de objetos que formaron parte de sus vidas, billetes de tren, entradas de museos, programas de conciertos y mil cosas más que permiten captar ciertos matices de la personalidad de los protagonistas, así como el aroma de una época que empieza a quedarnos lejana. 
Un elemento muy valioso lo encontramos en las páginas de color sepia que jalonan el libro y que son las reflexiones actuales de la editora y coprotagonista de esta correspondencia. Aquí descubrimos lo que ya se apuntaba en sus cartas a Ramón, a saber, que estamos ante alguien que escribe estupendamente, con inesperados quiebros del tono, sutileza en las imágenes y claridad expositiva al servicio de una sinceridad absoluta. Esto último, dicho sea de paso, también llamó en su día la atención del compositor y constituye un rasgo distintivo de esta obra. Tanto, que puede incluso llegar a sorprender. 
Los estudiosos podrán encontrar algunos detalles de interés sobre la obra de Ramón Barce, pero no nos hagamos ilusiones: son pocos y principalmente referidos a ciertos aspectos de la ideación o motivación de la obra, lo que solemos entender por el concepto de poiesis
La correspondencia está centrada monográficamente en su relación amorosa, cuyo sesgo dramático se explica por las propias circunstancias de dicha relación. Ésta se inicia cuando Ramón llega como catedrático de Literatura al instituto donde Elena cursaba el Preuniversitario. Ella rondaba los veinte años y el ya había cumplido cuarenta. La primera postal es una felicitación para el año 1970. La diferencia de edad es notable, pero de ese hecho tan sólo cabe detectar un cierto tono paternal que se encuentra en muchos momentos de la correspondencia. Ramón la anima en sus estudios de Medicina, le aconseja que se alimente bien para que se mantenga sana, etc.; y ella se siente agradecida y protegida.
 Por otra parte, Ramón estaba casado con la profesora y escritora Elena Andrés. Pero la relación con Elena Martín fue creciendo, imparable. La sociedad del momento no podía soportar un adulterio de estas características, así que todo ocurría en la clandestinidad, con el consuelo de las numerosas cartas y de las continuas llamadas telefónicas en los poco cómplices teléfonos fijos de la época. Por momentos, se palpa una desesperación infinita, que sólo un amor construido para aguantar cualquier prueba podía superar.
Las tensiones de una relación tan compleja se manifestaron en diversos frentes. Uno de ellos se abre cuando a Ramón, eventualmente, le sale una actitud celosa y posesiva. Por ejemplo, cuando él está fuera de Madrid. Esto era muy frecuente por su actividad artística y por las largas vacaciones con su esposa, que considera un “paréntesis”, un “hastío horrible”, un vacío tenso en el que cuenta los días que le separan del reencuentro. Escribe a Elena y le confiesa que la echa de menos a todas horas. Pero, habiéndole dicho Elena que había ido al cine con un amigo, le hace ver que no le gusta nada que salga con otros. Elena reacciona casi con furia y lo pone de vuelta y media. Ramón se arrepiente, le reconoce lo mal que se siente y admite ser un poco “celtibérico”. No es el único detalle en esta línea recogido en sus cartas. En cierta ocasión, Elena le da las gracias por un ramo de flores que cree que le ha enviado Ramón; pero en realidad no ha sido él, así que el compositor parodia a Ortega y le dice que “Elena es Elena y sus amigos”, que son como las circunstancias inseparables de su ser. Pero estos deslices van seguidos de un arrepentimiento absoluto, propio del que se siente profundamente avergonzado de una de sus acciones y siempre con el atenuante de la intensidad de su amor.
Un segundo punto de interés tiene que ver con los planes de la pareja de enamorados. Entonces no existía el divorcio. La esposa de Barce (a juzgar por lo que se dice en ciertas cartas) hacía insoportable la convivencia y amenazaba a su marido con consecuencias muy graves si se iba. Por su parte, Elena estaba cansada de ser “la otra”. Pasaba el tiempo, pensaba incluso en que le gustaría tener hijos, pero todo continuaba en un equilibrio tenso e inestable. Ramón le llega a proponer a Elena dos opciones: que se casase con alguno de sus admiradores, que crease una familia, que tuviese hijos y que, si lo deseaba, siguieran viéndose. Y si ella no lo deseaba, no se verían, aunque se siguiesen amando hasta la muerte.
El gran tema de esta correspondencia es la ausencia. Más allá de las palabras dulces que son propias de cualquier enamorado, más allá de las tensiones derivadas de los humanos celos (que “aun del aire matan”, como escribió Calderón) y de la habida entre las pretensiones de Elena y la realidad familiar de Ramón, más allá de estos asuntos, digo, está la añoranza del ser amado, el dolor que causa la distancia, la ilusión por un próximo encuentro y, en suma, todas las emociones que suscita el sentimiento de la ausencia. 
En un momento dado, los acontecimientos se precipitan y Ramón abandona la casa familiar. Se acaban las cartas y empieza una vida en común, un tanto itinerante por diversos puntos de Madrid (Churruca, Salud, Valdevarnés, Puerta de Hierro, Mayor) y marcada por su hospitalidad a la hora de recibir a los más variados amigos, que ahora ya lo son de ambos. 
Reparo en la cantidad de años que hace que conozco a Elena y Ramón (40, en breve) y pienso en los matices que me dio a conocer este libro sobre dos personas tan queridas. Diría que, si bien Ramón nos ofrece momentos deliciosos y, en ocasiones, detalles de gran hondura,  se mueve con frecuencia en un tono un punto contenido, con la perfección literaria que le conocemos. Por el contrario, el ímpetu y sinceridad que destilan las de Elena nos han llegado al alma. Fue (y es) una mujer valiente, con pulso de escritora, inteligente e inquieta, y sus cartas y sus comentarios posteriores constituyen todo un descubrimiento

sábado, 1 de diciembre de 2018

Debussy y el wagnerismo (y 2)


Debussy no era un antiwagneriano (en el sentido como lo podría ser Fétis) sino un artista que deseó cumplir en vida lo que dejó inscrito sobre su tumba: Claude Debussy, músico francés, un artista que luchó ardientemente por la aparición de una música francesa que, tanto en lo instrumental como en la escena, acabase con el colonialismo a que estaba sometida.
Desde luego que algunos de sus escritos son verdaderas diatribas antiwagnerianas. Esto es público. Debussy repudió en múltiples ocasiones la grandilocuencia desorbitada de muchas escenas wagnerianas, el abuso del leit-motiv, un recurso -recriminaba- para uso de quienes no saben encontrar su camino en una partitura, fórmula tan tediosa y mecánicamente empleada en tantas ocasiones que desemboca en el absurdo; algo así, ironizaba, como si un invitado llegase a nuestra casa declamando líricamente su tarjeta de visita.
Tuvo también algunos logros en el difícil arte de la infamia. Por ejemplo, al definir como un “flirt acuático” el episodio de Albérich con las Hijas del Rhin. O calificar a la Tetralogía como “Bottin musical” -pero repare el lector en que Bottin no es sino el nombre de un grueso anuario del comercio parisino, cuya consulta debía de ser tan apasionante como en la actualidad una lectura exhaustiva del listín telefónico.
Pese a todo, Wagner fue para Debussy la representación del genio, un genio que puede equivocarse y con el que cabe no estar plenamente de acuerdo, por lo menos no estar de acuerdo gratuitamente. Pero un genio incuestionable. Y esto es evidente en los escritos de Debussy, lo que sin duda constituye el argumento más fuerte contra Wagner. Porque si elevamos a Wagner al reino de la genialidad, al lado de Beethoven, por ejemplo, estamos reconociendo su valor fuera de toda duda, pero estamos certificando su defunción en un aspecto, en el de artista capaz de suministrar ideas y planteamientos musicales adecuados para los nuevos tiempos (él, el artista del porvenir). Wagner deviene clásico, paradigma en el sentido de artista inmenso, pero nunca modelo a imitar. El arte wagneriano, “bello y singular, impuro y seductor”, como escribía Debussy, es entonces el canto de cisne de una civilización. Wagner sería (y recordamos una de las opiniones más malinterpretadas de Debussy) una hermosa puesta de sol que se tomó erróneamente por una aurora.
Se plantean inmediatamente dos preguntas. La primera podría formularse así: ¿Logró Debussy con su única ópera -Pélleas et Mélisande- distanciar definitivamente a la música francesa del drama wagneriano? De otra manera ¿es el Pélleas una alternativa francesa para la escena lírica? La respuesta ha de ser negativa por varias razones. De un lado, parece como si Debussy, después de haberse esforzado para desarticular la mayoría de las premisas artísticas de Wagner, cayese en la cuenta de que ni siquiera Wagner había seguido con fidelidad sus propias concepciones. O sea, que lo que Wagner componía no estaba de acuerdo con lo que Wagner teorizaba. La orquesta, dice, ha de completar la unidad de la expresión: el músico es el ejecutor de la intencionalidad del poeta, en perfecto acuerdo con dicha intención y al margen de toda arbitrariedad. Pero -genial contradicción- ocurre que en muchas ocasiones la orquesta habla al público con mayor elocuencia que los propios cantantes, abrumados por ella y condenados a una situación ciertamente embarazosa. Debussy, por el contrario, halló en el drama de Maeterlinck la posibilidad de dar a lo teatral un papel prioritario, mientras su música quintaesenciada subraya delicadamente lo que sucede. Hay incluso aspectos más explícitamente wagnerianos, tales como la relación argumental con el Tristán o los ecos del Parsifal en los interludios. (No olvidemos que el Parsifal supone para Debussy la creación wagneriana donde se respira más libremente). Utiliza incluso la melodía continua y el leit-motiv, pero no derrochándolo a manos llenas sino como una llamada a la memoria, llamada desvaída como corresponde a un drama de sombras, casi al margen del tiempo y de la realidad. No es de extrañar que Deems Taylor, en un artículo titulado “El wagneriano perfecto”, parodia por cierto del famoso escrito de Bernard Shaw, reconociese que “en cierto modo fue Wagner quien escribió Pélleas”.
Si en lo argumental y en parte de los procedimientos formales el Pélleas no supone una verdadera ruptura con Wagner -pese al fervor de los debussystas- la la siguiente pregunta viene por si sola: ¿Dónde radica la diferencia, por qué no podemos sustraernos a la consideración de la música de ambos como fenómenos esencialmente antitéticos?
En los escritos de Debussy, como ya hemos señalado, está presente la idea de que Wagner -ocaso genial- cierra brillantemente un ciclo de la música. No es otro el planteamiento orteguiano, con la particularidad de que el filósofo ve precisamente en Debussy al fundador de un nuevo ciclo musical. Así las cosas, parece que hay que poner en juego los conceptos de modernidadasimilación tal como los emplea Ramón Barce en el prólogo a su traducción de la biografía de Debussy escrita por H. Strobel. De forma que, v. g., Mahler pasa por un proceso de asimilación más la subsiguiente pérdida de modernidad, a cerrar el ciclo que parecía definitivamente concluso con Wagner. Y lo mismo, feliz hallazgo el de una historia que se revisa a sí misma, le ocurre después a Schoenberg.
Ahora bien, la trivialización de los dramas wagnerianos, debida a la enorme carga ideológica de sus textos (pero también de su música) suele ser proclive a poner de relieve el lado turbio de los mismos (caso Hitler, con Los maestros cantores), desembocando y sacando a la luz esa vidriosa mezcla, tan alemana, entre lo sublime y lo bárbaro de la que habló Thomas Mann en tantas ocasiones.
Tampoco la música de Debussy ha mantenido la “irremediable virginidad” ante las masas deseada por Orega. Ha sido asimilada, pero no del todo, y por eso le quedan destellos de modernidad que simbolizan el lado vigente de su obra y no, como quería Ortega, la parte eternamente impopular reservada para una élite de iniciados. Debussy respondió ante el wagnerismo en Francia con una altura moral y musical muy por encima de la mayoría de sus colegas, cumplió las consignas de claridad y orden que habían dado gloria a la escuela francesa, dejó abiertas inmensas posibilidades para la creación musical en el terreno de la articulación y la armonía y, a mil leguas ideológicas de Wagner, mantuvo a su música neutral, realizando premonitoriamente el sueño -sueño de Luciano Berio y sueño imposible- de presentarla ante el mundo desarmada.

Texto procedente, sin modificaciones significativas, del Libro programa del centenario de Wagner (1983) en el Festival de Música de Asturias de la Universidad de Oviedo.   n8jun                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                  iedo.



viernes, 16 de noviembre de 2018

Debussy y el wagnerismo (1)


Tal vez haya sido Francia el país europeo donde el fenómeno wagneriano se manifestó de forma más radical. Ya no sólo se trata de que la música de Wagner haya irrumpido con mayor o menor fuerza en el país vecino, ni del grado de influencia entre los músicos franceses, sino del aspecto polémico, del enorme conjunto de manifestaciones contrapuestas que suscitó en Francia la música del compositor alemán.
Wagner acabó conquistando Francia y ni los críticos más duros pudieron resistírsele: así Saint-Saëns, en cuya obra son detectables ocasionalmente ciertos ribetes wgnerianos; o el caso de Claude Debussy (no sólo en sus primeras obras, donde la influencia de Wagner es evidente), cuando podría pasar por ser la respuesta realmente francesa a la dominación wagneriana y, para los más lúcidos, a la demanda estética del momento.
Antes de hablar de lo que supone Debussy en este sentido y de sus opiniones sobre Wagner, se hace necesario rememorar el ascenso del wagnerismo en Francia. Ascenso e intensa vivencia que, sin embargo, apenas se podían prever a la luz de la primera estancia de Wagner en París, durante el período de 1839 a 1842. Wagner acaba Rienzi, es cierto, conoce a Heine, Berlioz y Listz, pero por el momento es considerado en Francia como un modesto arreglista de números de ópera, discreto compositor de lieder en la onda del arte saloniery oscuro cronista de ciertas publicaciones alemanas.
Sólo años después, con los famosos conciertos de 1860 y la representación del Tannhäuseren París, la cuestión wagneriana adquiriría tintes de auténtica batalla de “doctrinas”, empleando la expresión deBaudelaire, quien por cierto fue uno de los que mejor supo valorar por entonces el arte wagneriano.
La suerte está echada. Se multiplican las audiciones de las obras de Wagner, se traducen sus textos y los defensores del artista alemán empiezan a publicar sus proclamas. Teófilo Gautier, Gerard de Nerval,, J. Péladan, Villier de L´Isle-Adam y el propio Baudelaire, por sólo citar a algunos de los más significativos,.
Paralelamente no pocos compositores franceses comienzan a adoptar las fórmulas wagnerianas, en ocasiones de forma acrítica, con el consiguiente perjuicio para la escena francesa, incapaz de sacar partido a sus propias tradiciones y débil para resistirse al influjo de Wagner, soberano despótico en el drama lírico.
Sobre el wagnerismo en Francia se han vertido opiniones lo bastante simples como para limitar peligrosamente con el error. Se han calificado de absolutamentewagnerianas obras como Fervaalde Vincent d´Indy, Psiché, de C. Franck y otras de Bruneau, Reyer o Chausson. Lo que no pasa de ser una opinión desmedida.. Pero también se han exagerado algunos aspectos del fenómeno contrario, a saber, la pretendida wagnerofobia de Claude Debussy.(Continúa).

Imagen: Libro programa del centenario de Wagner (1983) en el Festival de Música de Asturias de la Universidad de Oviedo, de donde procede esta nota.

jueves, 1 de noviembre de 2018

“Sobre la tumba de Janko susurraban los abetos”

La costumbre de publicar entradas en torno al 1 y el 15 de cada mes nos lleva, en el comienzo de noviembre y casi de forma inevitable, a pensar en un contenido relacionado con los difuntos. Ya nos referimos en este blog a algunas prácticas derivadas de los cantos fúnebres, como ese espanto llamado gorigori. Hoy, sin embargo, recordaremos al conjunto de los muertos a través de uno imaginario. Al fin y al cabo, no sólo hemos de pensar en nuestros familiares fallecidos o en los muertos bien registrados de los cementerios, sino también en los que yacen anónimos y olvidados en cualquier rincón del planeta o en las fosas comunes de las guerras y las masacres. E incluso no sobra acordarse de personajes imaginarios que nos enseñan las verdades de la muerte como si fuesen de carne y hueso.
El elegido en esta ocasión tiene estrechas relaciones con la música, además de un destino trágico. Me refiero a Janko, el niño protagonista de un cuento del escritor polaco Henryk Sienkiewicz (1846-1916). El relato titulado Janko, el músico, vio la luz en 1879 y narra una historia de fuerte sesgo melodramático. 
Janko es un niño enfermizo, desnutrido, hijo de una jornalera que vive en la miseria en un mundo rural que parece seguir anclado en tiempos feudales. De él nos dice el autor: “Siempre fue un niño delgado, bronceado por el sol, con la tripa hinchada, y las mejillas hundidas; su pelo de color del cáñamo, casi blanco, le tapaba unos ojos claros y desencajados que contemplaban el mundo como si fuera una lejanía inconmensurable”.
Janko es un alma cándida que se chupa el dedo y que cuando va al bosque a por bayas, pues su madre ya no tiene nada que echar en la pota, vuelve sin nada porque se pasó el tiempo escuchando los sonidos de la naturaleza: 
“¡Cómo cantaba el bosque!”, le dice a su madre.
Escuchaba el rumor de los árboles, los trinos de los pájaros, el eco. Todo. Pronto empezó a trabajar con los pastores y los jornaleros. Observó que el viento cantaba también en la horquilla con la que esparcía el estiércol, lo que le valió unos cuantos cinturonazos del capataz, poco dado al estudio del paisaje sonoro.
Su perdición vendría con la audición de la música propiamente dicha. Su madre concluyó que no podía llevarlo a la iglesia porque, en cuanto empezaba a sonar el órgano, “los ojos del chiquillo se cubrían de niebla y parecía que mirase desde el otro mundo”. Lo peor vino con el descubrimiento de que en la posada del pueblo se cantaba y bailaba por la noche. Janko se escapaba de su casa y se apostaba pegado a la posada, sin entrar, oyendo aquellas músicas entre las que le sorprende el sonido del violín. Quedó tan prendado de este instrumento que empezó a soñar con tener uno a su disposición. Como escapaba a sus nulas posibilidades económicas, lo construyó él mismo con una caja. Era tan rústico que apenas pasaba de emitir una especie de zumbido impresentable. Como consuelo, se dedicaba a mirar oculto entre los matorrales el violín de un criado que colgaba en la despensa de la casa señorial de aquellas tierras. 
Una noche de luna el rectángulo de la ventana se proyectaba como un lienzo blanco sobre la pared del fondo, donde estaban colgados el violín y su arco. Janko se acerca y lo descubren. Omitimos las peripecias que se siguen de este hecho para dejar abierta la posibilidad de que los lectores se animen a leer la historia en su fuente.
El cuento tiene varios elementos de interés. Por ejemplo, los señores de la casa regresan de Italia muy contentos, considerándola (y lo expresan en francés, dicho sea de paso) como una nación de artistas y sintiéndose muy felices de descubrir allí el talento y de protegerlo, dando a entender que esas capacidades no germinaban en Polonia. Así que estamos ante una situación de centros hegemónicos frente a periferias y de provinciana reverencia al canon internacional por parte de la alta sociedad en tanto que el pueblo polaco poseía un tesoro musical del que los creadores sacarían cada vez más partido. Sin embargo, quizá ese otro aspecto de minuciosa atención al entorno sonoro, esa vocación de escuchador de todo lo que suena que tiene Janko, esa “limpieza de oídos” como la preconizada por Murray Schafer, creador de la teoría del “paisaje sonoro”, es otro de los ingredientes de los que se puede sacar enseñanza en este relato. 
Las palabras finales remachan esta idea:
“Sobre la tumba de Janko susurraban los abetos”


Nota: El cuento está recogido en Relatos de música y músicos.Barcelona, Alba Editorial, 2018. Traducción: Katarzyna Olszewska Sonnenberg

martes, 16 de octubre de 2018

Sobre pioneros de la tecnología musical

 

Hay toda una historia referida a la incidencia de la radio en la creación y difusión musicales, al cine sonoro, a los aparatos de reproducción del sonido enlatado, del gramófono a los actuales sistemas. Adolfo Salazar asistía en 1933 al Congreso de Florencia, dedicado a la música mecánica, la música radiogénica y la sonorización de películas. En sus crónicas para Ritmoreflexiona sobre la "pervivencia del artista" y la "sustitución del profesional por la máquina". Se trataba de viejas preocupaciones, ya conocidas en el Manchester preindustrial del siglo XVII, en los telares, en los transportes y en cualquier actividad susceptible de recibir la colaboración de la máquina. Lo singular en nuestro campo es que la asociación máquina-música acabará por crear un género específico que sigue desarrollándose y que cuenta en nuestro país con numerosos cultivadores. 
Como en el resto del mundo desarrollado, también en España la segunda mitad de la pasada centuria está marcada por la presencia cada vez más intensa de todo linaje de máquinas al servicio de la creación musical. La evolución, de todos modos, tiene variantes sustanciales respecto a lo sucedido en otros países de nuestro entorno. Mas también aquí se dio la figura del adelantado en este tipo de cuestiones. Uno de ellos es un caso singularísimo. Nos referimos a Juan García Castillejo, inventor activo antes y después de la Guerra Civil. Sus patentes tienen que ver con la telegrafía rápida y fue desde este conocimiento tecnológico desde donde inició sus propuestas en torno a la música eléctrica. García Castillejo era un perfecto conocedor de los instrumentos eléctricos que habían circulado por Europa en las décadas inmediatamente anteriores, como el teremín, las ondas martenot o el trautonium. Sabemos que en 1933 su principal invento, llamado "electrocompositor musical" estaba disponible. El Director de Radio Unión Valencia, Enrique Valor, escucha el aparato ese año, según refiere el propio constructor en La telegrafía rápida. La música eléctrica.
 García Castillejo se cuida de distinguir su invento de los instrumentos eléctricos, como el violín de Makhonine. La clave es que un altavoz sea excitado por impulsos cuya procedencia es estrictamente eléctrica al tiempo que aleatoria e incluso abierta hacia la microinterválica. Frente a esta realidad casi visionaria de los años treinta, la fundación del primer laboratorio de música electroacústica -el Laboratorio Alea, creado en Madrid en 1965 y dotado con medios muy limitados- resulta sintomática del retraso tecnológico de España. Por no hablar de Francia, Italia o Alemania podemos recordar que en Chile, México o Argentina ya se trabajaba desde años atrás en esta línea. La aparición del Laboratorio Phonos -Barcelona, 1973- da un giro a la música electroacústica. El carácter profesionalizado y la concepción empresarial del laboratorio, junto con una creciente dedicación docente, permiten que la música electroacústica alce el vuelo por fin en nuestro país. También es Phonos el marco en el que situar a las dos grandes y veteranos maestros de la electroacústica en España: Andrés Lewin-Richter y el chileno/español Gabriel Brncic, a los que podemos añadir el nombre de Lluis Callejo, creador de las máquinas llamadas Stokos-en determinados aspectos no tan lejanas conceptualmente del "electrocompositor musical"- con las que trabajaron autores diversos, muy significativamente Josep María Mestres Quadreny. 
Otro pionero, ahora en el campo de la aplicación musical de la informática, fue el matemático Florentino Briones. Su aportación principal en el campo de la teoría del arte y de la música en particular viene dada por la fundación del Seminario de Análisis y Generación Automática de Formas Musicales, en febrero de 1970, conocido como SAGAF-M. y en el que parte de los músicos provenía del extinto Laboratorio Alea. A partir de 1974 se puede establecer una nueva etapa. La llegada por entonces de otros compositores, como Rafael Seniosiaín, J. Maderuelo, J. Iges, Julián Hernández y Antonio Agúndez va a modificar las indagaciones estéticas del Seminario, entrando en su fase de máxima trascendencia. El cambio más relevante se da en la propia concepción de los medios informáticos, que ya no van a ser utilizados como generadores de sonidos, sino como eficaz ayuda en la composición. La reflexión teórica de F. Briones consistió en acotar los elementos de trabajo con anterioridad (escalas, frecuencias, timbres, etc.) y luego el ordenador procesaba la información con rapidez, o proporcionaba tablas de números aleatorios, mediante los comandos adecuados, según fuese preciso en cada proyecto de creación musical. Operaciones que hoy realizamos en décimas de segundo en nuestro ordenador personal requerían entonces grandes esfuerzos y conocimientos. Así es el sino de los pioneros y por eso los hemos recordado hoy.

Nota:el texto procede, con algunas modificaciones, de la cuarta y ultima parte de un artículo titulado “Cuatro miradas sobre la música española del siglo XX”, publicado en el número 0 de la revista Enclaves (2001), que no tuvo continuidad ni apenas difusión, de ahí que lo reaprovechemos en este blog.

lunes, 1 de octubre de 2018

In nomine Dei

La historia particular de la música religiosa española tiene mucho pasado, mas anda escasa de presente y de futuro. Su incidencia en nuestro imaginario colectivo es notoria. Existió un "gregoriano popular" que durante décadas penetró en la memoria de nuestros mayores con tanta fuerza como ciertos números de zarzuela o las célebres melodías -solera (y empacho) de España- del maestro Quiroga. 
 Lo que había comenzado como una sincera búsqueda de la regeneración artística de la música de los templos, ya en pleno siglo XIX, con memorias tan dolidas como la que Rafael Herrando remitió a la reina y publicó en 1864, pasando por las inquietudes desde dentro de figuras tan célebres como el padre Eustoquio de Uriarte, preludiando el Motu Proprio papal de 1903, hasta el específico desarrollo de este decreto en los congresos de Valladolid, Sevilla, Barcelona y en el muy señalado de Vitoria (1928), parece querer concluir como el rosario de la aurora. 
Hace décadas la hipercrítica teóloga Utta Ranke-Heinemann conjeturaba, medio en broma medio en serio, que la Iglesia acabaría recuperando en el fin del segundo milenio la figura de los cantores castrados. El tiempo, por fortuna, no le dio la razón. Si su punzante hipótesis se hubiese cumplido, las cosas aún serían peor, pues no sólo hubiesen retornado los capones, que así llamaban las actas catedralicias a los eunucos cantores, sino que hubiese aparecido la nueva especie de los capones en paro y la de los capones enmudecidos, silentes y asombrados ante el mal gusto musical reinante en la generalidad de las iglesias de España.  
No olvidamos, claro está, que el reformismo derivado del Motu Proprio tuvo su lado policial e inquisidor y que muchos archivos eclesiásticos "perdieron" parte de sus fondos en aquellos afanes de pureza, del mismo modo que algunas trastiendas capitulares aún nos reservan sorpresas de interés; pero no es menos cierto que todo un tejido de buen hacer musical se fue extendiendo por los centros religiosos de cierto relieve y que se desarrollaron múltiples magisterios por toda España que acabaron beneficiando a la creación musical más allá de los muros eclesiásticos hasta hoy mismo
Situémonos por ejemplo en la Universidad Pontificia de Comillas a comienzos del siglo XX. En ese momento el magisterio del P. Otaño (como después el del P. Prieto) está en la base del posterior esplendor musical de centros religiosos de toda España. Un ejemplo: la labor de Valentín Ruiz Aznar en Granada no se explica sin su formación en Comillas del mismo modo que el trabajo en esa misma ciudad de Juan Alfonso García no puede obviar la deuda con su maestro Ruiz Aznar. Otaño, Ruiz y García: tres creadores unidos por un hilo de continuidad con el telón de fondo de toda una centuria. Vicente Goicoechea, Donostia, Torres, Almandoz, Massana, Thomas (el gran amigo de Falla)… son otras tantas trayectorias que se entretejen ceñidamente en la vida musical del siglo XX (aunque a veces la musicología los sitúe en un compartimento estanco) merced a su objetiva proyección extrarreligiosa. 
El Vaticano II, en los años 60, trajo muchos cambios, no siempre tan perniciosos para la música como es tópico afirmar. Pero eso es historia para otra ocasión. 



Nota:el texto procede, con algunas modificaciones, de la tercera parte de un artículo titulado “Cuatro miradas sobre la música española del siglo XX”, publicado en el número 0 de la revista Enclaves (2001), que no tuvo continuidad ni apenas difusión, de ahí que lo reaprovechemos en este blog.

sábado, 15 de septiembre de 2018

España (se) repite

Volvemos tras el descanso veraniego y damos las gracias más sinceras a nuestros lectores y lectoras por su atención.

 ***

La última entrada tuvo como protagonista a Falla. Pensando en la Guerra Civil, que tanto le marcó, nos vienen a la cabeza aquellos versos de Ángel González sobre la condición de la historia. en la estrofa final del poema titulado “Glosas a Heráclito”:

Nada es lo mismo, nada
permanece. 
Menos
la Historia y la morcilla de mi tierra:
se hacen las dos con sangre, se r
epiten.

Y si la morcilla repite, la historia se repite. La propia España es, en efecto, el cuerpo y la sangre de las más sentidas preocupaciones estéticas de la pasada centuria. Lo es reiteradamente. Repite y se repite. Recorre nuestra música con desigual énfasis según zonas y épocas, pero con una incidencia que es llamativa, persistente y que hemos de valorar como una de las grandes recurrencias estéticas del período. 
La propia historia de Españase convierte en tema, se desliza en libretos y pentagramas a lo largo de todo el pasado siglo. Vuelven las Cantigas, por ejemplo, a las manos de Eduardo Martínez Torner o a las de Julio Gómez. Reaparece Juan de la Encina. Renace la guitarra de Gaspar Sanz -esplendor de los Austrias, crepuscular siglo XVII- en la guitarra de Joaquín Rodrigo. También se lanzaron guiños a la música de la época de los borbones del XVIII. Recreaciones de las músicas de Antonio Soler, Boccherini, fandangos y otras danzas de entonces se entretejen en las elaboradas creaciones de Cristóbal Halffter, en las finas orquestaciones de Miguel Ángel Coria o en las biensonantes páginas de Francisco Cano, entre otros. 
 Hay autores en quienes esta preocupación se convierte en un auténtico estilema. No se puede entender la música de Tomás Marco, por ejemplo, si no advertimos la reflexión sobre los mecanismos de la memoriay sobre los escoriales de la historia, -por emplear sus propios títulos- que alimenta su producción, asumiendo, como en un ensayo, la cita y la parodia, el guiño cómplice y el homenaje de la meditación sobre el ayer. 
Los matices de esta reconsideración del pasado no caben aquí, pero resultan de lo más variado. Así, Josep Soler -eslabón en una cadena que tiene antes de sí los nombres de Felipe Pedrell y de Cristófor Taltabull, y después los de Albert Sardá o Miquel Roger, por citar sólo la décima parte de los nombres posibles- indaga en la liturgia hispánica con su Melodía para el entierro de párvulosy en su único collageescuchamos a Tomás Luis de Victoria junto a su propia música en suma de mística trascendencia. Alfredo Aracil traza su gramática de sugestivo metalenguaje con la ayuda de las folías de España. Lo mismo que José Luis Turina, rizando el rizo, en obras como Fantasía sobre una Fantasía de Alonso de Mudarra. Ramón Barce encontró una nueva posibilidad de frescura para sus últimas obras en la rítmica árabe que también forma parte de nuestro pasado, no lo olvidemos, en tanto que Llorenç Barber recupera espacios urbanos convocando plurifocalmente al júbilo o a la meditación mediante las centenarias campanas eclesiásticas. Los ejemplos podrían multiplicarse y casi siempre en la música de todo el siglo XX la historia se nos vuelve a la boca con unsabor agridulce.

Nota:el texto procede, con algunas modificaciones, de la segunda parte de un artículo titulado “Cuatro miradas sobre la música española del siglo XX”, publicado en el número 0 de la revista Enclaves(2001), que no tuvo continuidad ni apenas difusión, de ahí que lo reaprovechemos en este blog. Foto A. Medina: Un vestigio de la Historia en Mérida.

viernes, 15 de junio de 2018

Falla como cifra del siglo XX

Manuel de Falla obtiene el Premio de Piano del Conservatorio de Madrid en 1899. Muere en 1946, pero su estela y su sombra se prolongan hasta el día de hoy. Falla es la cifra musical del siglo pasado, hasta el punto de que no hay tendencia musical en buena parte del siglo XX español que no pueda analizarse en relación con el maestro gaditano, sucesivamente en clave de presencia, de magisterio, de ausencia, de lastre, de negación y de reconocimiento definitivo como un clásico. La vida breve, Noches en los jardines de España, El sombrero de tres picos, El amor brujo, El retablo de maese Pedro, el Concierto para clave y cinco instrumentosfueron compuestas a lo largo de las primeras décadas del siglo y ponen sobre la mesa las inquietudes de toda una época: el peso del casticismo, la mirada a Francia, la esencialización de lo hispánico, por sólo citar las más candentes. 

La Guerra Civil (1936-39) había trazado -también en la música- una frontera de sangre. Sangre de la muerte infamante, sangre imprevista del frente de batalla, sangre simbólica de la depuración profesional, del exilio interior y del exilio a secas, que es todo un abanico de grados, intensidades y duraciones. El de Falla fue voluntario y no supuso el olvido, como ocurrió con otros compositores, sino una interesada inflación de la nostalgia. Federico Sopeña, desde las páginas de la revista falangista Vértice, en octubre de 1941, llegaba a asegurar que Falla había concluido Atlántida, concebida como un canto a la "hispanidad". La realidad, como se sabe, era muy distinta al deseo. También escribía Sopeña: "nos duele su ausencia porque tenemos certeza de su dolor". La ausencia del maestro, es cierto, era sentida como una durísima orfandad. Y finalizaba de un modo que es una lección condensada de la retórica patriótica propia del momento: "¡Falla sin tierra de España!".  
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Falla fue en esencia un espíritu del 98. Por eso no creemos en el famoso silenciode su última etapa. Nos parece un silencio demediado. Nada que ver con los silencios de Samuel Beckett, de Ezra Pound o incluso -más próximo- con el de un Pérez de Ayala, por ejemplo. Le faltaba escepticismo o el convencimiento del nihilista para el abandono. Una angustia unamuniana y un sufrimiento muy noventayochista impiden la renuncia al acto creativo tanto como la conclusión de Atlántida. Silencio a medias, Atlántidaa medias y angustia al completo. España lejana y por siempre anclada en su corazón como problema irresoluble.
De forma que la música de Falla ilumina las primeras décadas del siglo no menos que su manipulada ausencia y su estela de artista irrepetible nutren los decenios centrales y postreros de la centuria. No le faltó el respeto de sus contemporáneos, pero con muchos matices. Julio Gómez no fue precisamente un devoto incondicional de la música de Falla. El Concertoera un escollo para los autores de su tiempo. Conrado del Campo celebró alguna vez en público su ascético discurrir, mas en privado, como refirió Antonio Iglesias, su juicio era distinto. No hablemos del caso Turina, tan injustamente tratado por la pluma afilada de Salazar.
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De la llamada Generación de los Maestros a la Generación de la República hay un amplio trecho en el plano cualitativo. "Falla no tiene descendencia.  -escribe Chapa Brunet en el número de diciembre de 1976 de la revista Ritmo- Ni en el plano físico ni en el espiritual." Y añade: "Parece como si el destino le hubiese reservado el dudoso honor de la soledad permanente (…) Falla nunca creó escuela". Pero los testimonios de los músicos un poco más jóvenes, junto con el mejor conocimiento que tenemos ahora de la Generación musical de 1927, permiten discutir esta tesis, muy extendida en las valoraciones habidas en 1976, con motivo del centenario Falla.
Hubo magisterio, aunque no tanto como influencia, que fue enorme y muy frecuentemente epigonal. También hubo casos problemáticos, como el de Remacha. O el de Gerhard, cuya visita a Falla resultó "decepcionante" al decir de su biógrafo Joaquim Horns y tal vez, pensamos nosotros, sintomática de los problemas estéticos y de recepción en que se debatía la música española del momento, con los grandes polos de Francia y Centroeuropa como puntos de referencia.
Hubo momentos de un cierto enfriamiento en el culto a Falla. La Generación del 51 vendría a poner un poco de orden en el caso Falla. Autores encajables en esta generación y algunos de más edad crean en 1947 el Círculo Manuel de Falla. Sólo coincidiendo con el vigésimo aniversario de la fundación la crítica (Montsalvatge, por ejemplo) aceptó lo poco que estos autores -A. Blancafort, J. Casanovas, J . Cercós, A. Cerdà, J. E. Cirlot, J. Comellas, J. Giró, J. M. Mestres Quadreny, J. Roca, A. Ruiz Pipó, y M. Valls- tenían que ver con el maestro, aunque no empleasen su nombre en vano. 
Antes, con motivo del estreno de Atlántida, Ramón Barce respondía así a una encuesta del número extraordinario de diciembre de 1961 de la revista Ritmo"Ningún aspecto específico de la obra de Falla posee valor de enseñanza para un músico de 1961". En efecto, lo que se cocía en la meca de Darmstadt o los problemas de la música abierta les parecía a algunos jóvenes compositores de entonces materia de más interés para su dedicación que el burocratizado estreno, decreto en el BOE incluido, de la reflotada Atlántida. Las aguas no tardaron en volver a su curso y desde los años setenta Falla fue revisitado(por aprovechamos de un título de Miguel Angel Coria) en numerosas ocasiones. También fue paulatinamente despojado de su función de encarnación casi mística de las esencias patrias para sedimentar una incuestionable imagen de artista y de maestro, cifra y quintaesencia de lo mejor del siglo.

Nota:el texto procede de la primera parte de un artículo titulado “Cuatro miradas sobre la música española del siglo XX”, publicado en el número 0 de la revista Enclaves(2001), que no tuvo continuidad ni apenas difusión, de ahí que lo reaprovechemos en este blog. La ilustración es la cubierta de una edición de Chester.

viernes, 1 de junio de 2018

Futurismo: ruidoso, moderno y veloz

El Futurismo, fundado por el italiano Filippo Tommaso Marinetti en 1909, pretendió revolucionar el arte y la vida de su tiempo en todos los aspectos. Movimiento controvertido, incorrecto políticamente, contradictorio y seductor, ha sido sin duda uno de los grandes motores de las artes del siglo XX. 
Ese interés transversal por todas las artes es uno de sus puntos fuertes y no ha de olvidarse si se pretende tener una visión cabal del movimiento. Baste decir que, con el paso del tiempo, hubo propuestas futuristas no sólo para las disciplinas artísticas ordinarias (teatro, pintura, arquitectura, música, etc.) sino para asuntos tan particulares como la gastronomía o el arte sacro.
Siendo Marinetti el creador y principal impulsor del Futurismo, había que empezar con la Literatura. Por ejemplo, con observaciones de este jaez: “Puesto que la literatura ha glorificado hasta hoy la inmovilidad pensativa, el éxtasis y el sueño, nosotros pretendemos exaltar, el insomnio febril, el paso gimnástico, el salto peligroso, el puñetazo y la bofetada”. Y conste que lo de las bofetadas no era en plan metafórico, como sabemos por muchos testimonios sobre las broncas y tensiones que generaban algunos de sus eventos.
Este mundo febril y fabril, la plenitud dinámica que llegaba con el nuevo siglo XX, no podía dejar de interesar a los futuristas, que ven en la velocidad el epítome de lo Nuevo: “No tenemos inconveniente en declarar que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una nueva belleza: la belleza de la velocidad: un automóvil de carrera (...) es más hermoso que la Victoria de Samotracia”.
El futurismo surge en la industriosa Milán, ciudad con una imponente historia, pero que no gozaba del mismo culto que Venecia, Florencia o Roma por parte del turismo de la época. En el Primer Manifiesto Futurista(1909) se arremete contra el peso del arqueologismo imperante: “Lanzamos en Italia este Manifiesto, de violencia arrebatadora e incendiaria, basado en el cual fundamos hoy el Futurismo, porque queremos librar a nuestro país de su gangrena de profesores, de arqueólogos, de cicerones y de anticuarios”.
Insistiendo en lo antes dicho sobre la amplitud de intereses artísticos de los futuristas, recordamos, como simple muestra, dos detalles más. Por un lado, la arquitectura, con Sant´Elia a la cabeza (La arquitectura futurista, 1914), en choque frontal contra el eclecticismo historicista que cualquiera puede ver en los edificios de esa época que se conservan en la mayoría de las ciudades: “...la arquitectura futurista es la arquitectura del cálculo, de la audacia temeraria y de la sencillez, la arquitectura del cemento armado, del hierro, del cristal...”.
Y, por otro lado, la danza, bajo premisas dictadas por el propio Marinetti (Manifiesto de la danza futurista, 1917): “El ruido es el lenguaje de la nueva vida humano-mecánica. Por consiguiente, la danza futurista se verá acompañada de ruidos organizadosy por la orquesta de los entona-ruidos inventada por Luigi Russolo. La danza futurista será:  desarmónica, desgarbada, antigraciosa, asimétrica, sintética, dinámica, de palabras en libertad”.
En realidad, no sólo se trataba de atender a la estética de diferentes ramas del arte, sino también de establecer sinestesias, lazos íntimos entre todas ellas. Quizá fue el artista plástico y escenógrafo Enrico Prampolini (Un'arte nuova? Costruzione assoluta di moito-rumore, 1914) quien lo planteó con mayor claridad: “…valorar en una única síntesis estas sensaciones plásticas, cromáticas, arquitectónicas, de movimiento, ruido, olor, etc., ha encontrado una base de desarrollo, una expresión material con la creación de los complejos plásticos o construcciones absolutas de movimiento-ruido”.

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La música fue una de las artes que, tras la pintura, más tempranamente se sumó a la iniciativa, mediante manifiestos, conciertos y propuestas que cuestionaban radicalmente la tradición. Su culto al ruido y a la velocidad, así como su antiacademicismo, abren caminos de los que muchas músicas posteriores acabarían sirviéndose. Diríamos que hay dos enfoques básicos. Por un lado, la asunción de las ideas de velocidad, ruido, etc., propias del Futurismo en general; por otro, algunos planteamientos más concretos y técnicos. Como ejemplo del primer enfoque, es decir, del tono radical del conjunto del movimiento, suele citarse este texto de Balilla Pratella (Manifiesto de los músicos futuristas, 1910): “¡Jóvenes compositores de Italia, desertad de los conservatorios y las academias, para no estudiar ni componer sino en la más absoluta de las libertades!”. En este mismo manifiesto se encuentra este ilustrativo párrafo, que resume la traslación del ideal futurista al arte musical: ““Transportar a la música todas las nuevas metamorfosis de la Naturaleza, incesante y muy diversamente dominada por el hombre y por sus múltiples descubrimientos científicos. Expresar el alma musical de las multitudes, de los grandes centros industriales, de los trenes, de los trasatlánticos, de los acorazados, de los automóviles y de los aeroplanos. Unir, en fin, a los grandes motivos dominantes del poema musical la glorificación de la Máquina y el reinado victorioso de la Electricidad.”.
Para el segundo enfoque, sobre la vertiente más precisa de cómo componer en clave futurista, tenemos (entre otros textos) el célebre Arte de los ruidos, de Luigi Russolo. Y, por supuesto, la poca música conservada, la concepción de los entona-ruidos o el eco en compositores posteriores, a veces muy llamativo, como en la suite delBallet Mécanique de Georges Antheuil, en la versión musicológicamente informada que recupera materiales originales y resulta aún más poderosa que la versión que circulaba tradicionalmente. Pero de estos asuntos hablaremos en otra ocasión.
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No puedo concluir sin mencionar un recuerdo personal, pues ya sabe el lector que este blog suele escribirse al hilo de la experiencia. En marzo de 2003 participé en un seminario organizado en el Museo Thyssen de Madrid en torno a una exposición y otras actividades sobre vanguardias y sinestesias en las primeras décadas del siglo XX. Estaba encargado del futurismo, con una conferencia titulada “Pintar el ruido, musicar la ciudad y otras sinestesias futuristas”. Fue muy impactante poder hablar de determinados cuadros que, al salir del salón de actos, podíamos admirar en la exposición o entre los fondos del propio museo. Además, el quipo de sonido de la sala era muy bueno, de forma que los puntuales ejemplos musicales que propuse (entre ellos el citado de Antheuil) se escucharon estupendamente. Sin embargo, como muchos recordarán, durante esas semanas de febrero y marzo de 2013 estaban teniendo lugar las masivas protestas por la invasión de Irak, de la que arrancan tantos males actuales. El caso es que las calles estaban llenas de manifestantes y policías, las sirenas ululaban sin parar y era muy difícil abrirse camino en medio de una ciudad que parecía estar en pie de guerra. Como ya había anochecido, el foco inferior de los helicópteros que volaban a escasa altura era como un ojo vigilante y atroz, que me causó gran sensación porque estas cosas no se ven en provincias, por decirlo un poco en broma. 
Al acabar la conferencia, pensé si no habría incurrido en una cierta redundancia, pues parte de lo que yo contaba bajo el acogedor techo del Thyssen, sucedía en la calle, desbordada de acción y de emociones. 

martes, 15 de mayo de 2018

Carmen Julia Gutiérrez, musicóloga medievalista

Carmen Julia Gutérrez (Avilés, 1964) aún no había acabado el bachillerato cuando se digió a la Facultad de Filosofía y Letras de Oviedo, a instancias de una profesora suya de Música, para hablar con alguien del Departamento de Musicología. Aquella profesora le había dicho que preguntase por las antiguas escrituras musicales, pues, al parecer, se había interesado por ellas mientras estudiaba en la Escuela de Música de Avilés. La atendió el profesor Emilio Casares, el cual le indicó que hablase con quien esto escribe. No recuerdo la fecha, pero seguramente tuvo lugar hacia 1982, pues nuestra invitada de hoy formó parte de la primera promoción de la Especialidad de Musicología en la Universidad de Oviedo, que abrió sus puertas en el curso 1985-86, con carácter realmente pionero en España. 
Admitida, pues, la precocidad de Carmen Julia Gutiérrez en cuanto a su vocación por asuntos medievales, conviene añadir otra circunstancia decisiva y confluyente en esta misma línea. Me refiero a los cursos de Canto Gregoriano que empezaron a celebrarse por esos mismos años en el Monasterio benedictino de San Pelayo de Oviedo. Los impartía Francisco Javier Lara, todavía por entonces vinculado a la Abadía de Silos, y Sor Ángeles Álvarez Prendes, directora del Coro de Monjas de San Pelayo y excelente música y persona. Aprendíamos, ensayábamos y cantábamos la misa del domingo, con la guinda, en ocasiones, de un pequeño recital después de la misma, todo ello en canto gregoriano. Para algunos (entre ellos Carmen Julia, no me cabe duda) resultó una experiencia única, humana, espiritual, musical e irrepetible.
A mediados de diciembre de 1985, con apenas un trimestre de la nueva Especialidad en nuestra experiencia, el profesor Emilio Casares propuso preparar algunas piezas relacionadas con la Navidad. Además de villancicos y obras muy populares de la tradición inglesa, se puso sobre la mesa el introito “Puer natus est nobis”. El profesor Casares estaba habituado a cantar y acompañar gregoriano por su ya relatada formación con los PP. Paúles, pero la partitura que dispusimos para la ocasión no procedía del venerable Liber usualis sino del más reciente Graduale Triplex. Y aquí surgió una mini-querella de los antiguos y los modernos, pues mientras que unos seguían el estilo solesmense, otros, encabezados por Carmen Julia, tratábamos de sacar el partido que ofrecen las ediciones “triplex”, con sus antiguas notaciones no interválicas, pero ciertamente llenas de sugerencias en cuanto a la articulación rítmica. Emilio Casares no se arredró ante las protestas del sector crítico, quejoso de que se obviasen episemas, letras significativas, cortes neumáticos y demás sutilezas de la interpretación semiológica siguiendo los preceptos de Cardine. Carmen Julia echaba chispas, pero la potente voz del maestro Casares marcaba el perfil de aquella, por otra parte, modesta interpretación.
Prosiguió perfectamente sus estudios y cuando tuvo la oportunidad de realizar una estancia en el extranjero (durante los cursos de doctorado), lo hizo –y a nadie le extrañará – con un perfil de Paleografía Musical en la Scuola di Filologia e Paleografia Musicale de la Universidad de Pavia, con una beca ministerial de un año para estudios superiores.
Por todo lo antes señalado, Carmen Julia sabía perfectamente a qué quería dedicarse al concluir la carrera, o sea, a meterse entre viejos pergaminos y arrojar luz sobre determinados aspectos del canto litúrgico. Su tesis sobre la himnodia en España mereció el "cumple laude" y los máximos elogios del tribunal, y se tradujo en publicaciones que revelaron un gran número de fuentes desconocidas, nuevos himnos y piezas que procedían de la liturgia hispánica. Los trabajos sobre los himnos habían ocupado a un selecto grupo de musicólogos desde varias décadas atrás y Carmen Julia supo unir su nombre al de estos eminentes autores. Defendió la citada tesis en la Universidad de Oviedo, en 1995, pero ese mismo año se licenció en Filología Románica en la Universidad de Granada, donde había obtenido una beca predoctoral. Recuerdo bien que realizábamos sesiones de trabajo sobre la tesis en diversos lugares de España, sobre todo en Granada y Córdoba, ciudades en las que tuvo diversos puestos de trabajo y a las que uno acudía con frecuencia por compromisos académicos, sobre todo a Granada. 
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Un momento particularmente significativo tuvo lugar con motivo de su estancia en Erlangen (Alemania), donde entre 1997 y 2002 fue investigadora postdoctoral, becada por la Fundación Alexander von Humboldt, con dos proyectos consecutivos. Fue importante, decimos, no sólo por el trabajo allí realizado, el aprendizaje de una lengua valiosa para la Musicología o por la propia experiencia adquirida, sino también porque abrió toda una serie de estancias y visitas internacionales que es muy llamativa. De hecho, a Carmen Julia Gutiérrez no tienen que convencerla los vicerrectores de Internacionalización de que hay que moverse académicamente más allá de nuestras fronteras, pues lo lleva haciendo desde hace muchos años. De hecho, lo hizo en Basel (Suiza) en 1991, 1998 y 2001; Trondheim (Noruega) en 2000; Würzburg (Alemania) becada por la Fundación Caja Madrid en 2012 y Columbia (USA) 2014. Sumando los meses pasados en el exterior, salen más de tres años, dato poco frecuente en nuestro gremio.
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Carmen Julia Gutiérrez es también una buena gestora. Imposible resumir sus actividades en este terreno, pues son muchas en campos como la evaluación de becas y proyectos, la redacción y seguimiento de planes de estudios, los comités de expertos europeos (Horizonte 2020) y, por supuesto, la dirección del Departamento de Musicología de la Complutense entre 2006 y 2012. No la animaban demasiado a que se presentase a este cargo, por no decir que la desanimaban directamente, pero nuestra colega es mujer correosa y no es persona que se arredre ante la dificultad, así que obtuvo ese puesto y las crónicas sostienen que lo hizo bien y que sabe entender los entresijos del BOE con la misma facilidad con que se mueve entre neumas, siendo lo primero cosa aún más admirable y prodigiosa que lo segundo en nuestra modesta opinión. Ese rigor le ha servido, dicho sea de paso, en asuntos propiamente musicológicos, por ejemplo, como cuidadosa editora de la revista Roseta o, formando parte de un equipo, del libro homenaje al profesor Iberni.
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Pero no nos engañemos. La avilesina es ante todo una minuciosa investigadora, habilitada como catedrática desde hace años y a la espera de la correspondiente dotación en su universidad. Sus proyectos sobre el canto llano en tiempos de la polifonía han dado notables resultados. En contacto con la Universidad de Oxford, algunos miembros de su equipo (David Cataluña muy particularmente) han implementado novedosas técnicas de análisis digital para la detección y lectura de manuscritos con la tinta casi perdida o incluso para sacar a la luz palimpsestos, es decir, escrituras que habían sido borradas en el pergamino para copiar nuevos contenidos. 
Lleva años abordando diversas posibilidades de estudio de la liturgia hispánica. El curso pasado impartió una conferencia en la Universidad de Oviedo relacionada con sus últimos proyectos e investigaciones. Se tituló “El canto hispánico: la música callada”. Causó una honda impresión en los jóvenes que la escucharon. La importancia de este enorme repertorio choca con la dura realidad de que estas fuentes permanecen esencialmente mudas ante nosotros Las preguntas que la Dra. Carmen Julia Gutiérrez lanzó a los asistentes fueron éstas: ¿Se pueden obtener datos concluyentes del estudio de un repertorio tan parcial? o ¿qué interés y qué resultados puede ofrecer el estudio de una música que no suena? El análisis de dos folios del Antifonario de León, estudiando fórmulas y recurrencias de la notación, demostró que es posible responder afirmativamente a las preguntas.
De vez en cuando se permite alguna incursión en temáticas muy posteriores a su querida Edad Media, asuntos por ejemplo del siglo XIX que le gusta tocar porque encuentra como una especie de confort, de espacio amable, en las fuentes utilizadas, o sea, la comodidad de la letra impresa, de la hemeroteca, aunque elaborar un buen discurso musicológico sea tan difícil para un medievalista como para un contemporaneísta. Pero los viejos prosarios, himnarios y antifonarios, los universos paralelos de los neumas, siempre la están esperando.
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No puedo concluir sin mencionar que entre los rasgos que distinguen la personalidad de Carmen Julia destaca su fino sentido del humor; también, el de ser una persona sociable, con un don especial como anfitriona, despistada como la mujer sabia que es, luchadora y obstinada cuando es necesario, y benéfica con sus discípulos a los que apoya sin fisuras en sus tesis y becas. 
Uno se siente orgulloso de haber guiado sus primeros pasos y de que ahora sea ella quien guíe los nuestros cuando nos acercamos puntualmente a temas medievales. Y, sobre todo, de que desde 1985 nunca hemos perdido la amistad ni dejado de estar en contacto.