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jueves, 31 de octubre de 2019

Solfeo hexacordal: un ejemplo

Es sabido que Guido de Arezzo (activo en la primera mitad del siglo XI) estableció los nombres de las notas a partir de un himno a San Juan Bautista titulado “Ut queant laxis”. En su célebre “Carta al hermano Miguel”, sienta las bases para poder cantar un canto  “conocido” o “desconocido”. Lo de cantar un canto conocido sorprenderá a más de uno, pero no hay que olvidarse de la práctica memorística en la tradición del canto llano ni de que ciertas notaciones tenían sobre todo función mnemotécnica, pues podían indicar el número de notas, si estas suben o bajan e incluso ciertos aspectos rítmicos (como es el caso de la notación sangalense), pero no eran diastemáticas, es decir, no señalaban los intervalos. Y, por tanto, había que saberse la melodía antes de servirse de esas notaciones.Pero lo de cantar un canto desconocido era mucho más novedoso e implicaba poseer un código general para escribir la música y para saber descifrar una cantilena así escrita sin haberla escuchado nunca. Por supuesto, había precedentes en la búsqueda de sistemas de solfeo para enseñar a cantar, pero las ideas de Guido tuvieron fortuna por encima de todas las demás. 
Guido cuenta con dos modos de denominar a los sonidos. Por un lado, mediante letras (Gamma, A, B. C, D, E, F, G, a, b, c, …). Aquí, cada nota de la octava tiene su letra, pues de la letra griega gamma hasta la G mayúscula están nuestras notas Sol, La, Si, Do, Re, Mi, Fa, Sol. Y luego se repite con las minúsculas, e incluso hay varias más agudas que se escriben con letras dobles, con el matiz de que la “b” puede ser blanda, redonda (mollis) o cuadrada, lo que daría nuestros Si bemol y Si natural respectivamente. Por otra parte, el himno a San Juan que le sirve para crear las sílabas del solfeo tiene la particularidad de abrir cada uno de sus seis primeros hemistiquios con sonidos diátónicos correlativos, equivalentes a Do, Re, Mi, Fa, Sol y La en nuestra notación o a C, D, E, F, G, a, en la notación alfabética guidoniana.
Estos sonidos pasarán a ser sílabas para solfear al separar dichas sílabas de las palabras a que pertenecen, reteniendo el hecho de que suben en la sucesión indicada. Subrayamos las primeras sílaba de cada uno de los seis hemistiquios de esta primera estrofa del himno:

Ut queant laxis resonare fibris
Mira gestorum famuli tuorum,
Solve polluti labii reatum,
 Sancte Joannes.

De ahí, Ut, Re, Mi, Fa, Sol, La. El Do (en lugar del Ut) es una mejora fonética del sistema no extendida universalmente y ya muy posterior.
El problema es que tenemos seis sílabas para denominar a un conjunto de siete notas distintas. Y aquí viene el lío, que no fue tanto cosa de Guido como de sus seguidores. De hecho, las grandes teorizaciones del solfeo hexacordal se desarrollaron en el el siglo XIII y se extienden hasta el siglo XVIII, sobre todo en el ámbito eclesiástico. Estas explicaciones presentan un sistema para moverse a través de los hexacordos de manera que se pudieran solfear todas las notas de una melodía medianamente rica, es decir, que contuviese las siete notas distintas de una octava.
Como decimos, el sistema duró siglos. En España, Gil de Zamora lo explica en el siglo XIII, pero lo encontramos también adecuadamente sintetizado en Juan Bermudo (s. XVI) o en numerosos tratados de canto llano del siglo XVIII y aon de principios del XIX. Ramos de Pareja (s. XV) lo crítica severamente y propone una alternativa con las ocho sílabas de una frase (Psallitur per voces istas) que irían de Do al Do de la octava superior. Pese a su buen criterio, no tuvo éxito.
La ilustración que encabeza esta entrada procede de Bermudo (Declaración de instrumentos musicales) y nos parece muy clara. Vemos a la parte izquierda la sucesión de todas las notas del sistema con la notación alfabética: de abajo hacia arriba, gamma, A, b cuadrada, C, etc. Pero para solfear, recurrimos a la sucesión de seis notas que los cantores han anclado en su memoria a partir del himno citado. De este modo, podemos nombrar las primeras notas del sistema (gamma, A, B, etc.) llamándolas Ut, Re, Mi, Fa, Sol, La, pues se trata de un transporte correcto. Este sería el hexacordo del becuadro, por tener el Si natural (o sea, la b cuadrada). El siguiente hexacordo sólo lo podemos colocar (en el sistema básico) a partir de la C, y nos sale Ut, Re, Mi, etc., equivalente a C, D, B, etc. Obviamente es el hexacordo natural. Y finalmente, puede situarser otro hexacordo a partir de Fa, siempre y cuando que contemos con que la “b” es mollis, o sea, con nuestro Si bemol, para que salga la transposición exacta. Esto se repite con nuevas “deducciones” en el ámbito agudo, como se ve en la ilustración. 
Ocurre entonces que los “signos” resultantes son la suma de una letra más una o varias sílabas. Basta leer de izquierda a derecha: gammaut, Are, Bmi, Cfaut, Dsolre, etc. Con semejantes palabras no se puede solfear, naturalmente. Hay que elegir una sílaba tan solo de las que componen el signo.
Para no extenderme más, pondré un ejemplo. Se trata del comienzo de un aleluya gregoriano. Procede del Graduale Triplex, de modo que puede verse la copia de los neumas adiastemáticos antes mencionados. Actualmente, lo solfearíamos pronunciando sus notas: 


Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, La, Sol, Sol, Si, Do, La, Si, La, Sol, Sol.

Pues bien, un cantor de los siglos finales de la Edad Media y de buena parte de la Edad Moderna (incluso de toda según géneros y países), lo leería acogiéndose primeramente al hexacordo natural o de natura, lo que le valdría para las dos primeras sílabas (Al-le), pero al llegar a “lu” surge el problema. El Sol es aparentemente la última sílaba que podría pronunciar, pues luego se encuentra con un sonido que no tiene sílaba para solfear en este sistema. Recordemos: sólo seis sílabas para siete notas. Entonces, en el signo donde está la sílaba Sol, que es Gsolreut, ha de hacer una mutanza, o sea, ha de tomar otra sílaba, dentro del mismo signo, que nos permita continuar con el ascenso. Puede elegir el Re o el Ut. Pero si opta por el Re, no sale una buena transposición, porque de Re a Fa hay una tercera menor. Así que tomaría el Ut y entonces salen bien las cuentas, porque hay una tercera mayor y luego un semitono, como entre G, b cuadrada y c. Eso nos lleva a solfear así: 
Ut, Re Mi, Fa, Sol, La, La, Sol, Ut, Mi, Fa. Re. Mi. Re. Ut. Ut. 
Las notas subrayadas se pronunciarían como se indica, pero sonarían una quinta arriba pues estamos en un hexacordo que ha escalado altura sobre el de origen, dando la sensación de un alocado solfeo en donde sube el sonido mientras suenan sílabas que tendrían que sonar en el grave. Todo porque, en esencia, sólo tenemos las sílabas Mi-Fa, para indicar los tres intervalos de semitono del sistema básico del canto llano: b cuadrada-c, e-f y a-b redonda, o dicho en el solfeo ordinario, Mi-Fa propiamente dicho, Si-Do, y La Si bemol.
El sistema puede complicarse mucho cuando aparecen otros accidentes o cuando se alude a más notas en el grave o en el agudo, pero eso es otro cantar.








martes, 1 de octubre de 2019

La música humana según Fludd


La teoría musical se manifiesta con mucha frecuencia a través de gráficos, diagramas e ilustraciones de todo tipo. Hoy traemos al blog una imagen llena de contenidos teóricos. Se refiere al concepto de “música humana” que, junto con la “mundana” (de los mundos o esferas celestes) y la instrumental (la que realmente suena), forma parte de la célebre división boeciana de la música. Naturalmente, la triple división de Boecio tuvo un inmenso eco hasta más de mil años después, pero la idea ya existía en el mundo clásico. Al igual que hay una música del macrocosmos, que rige el universo, también existe una música del microcosmos, que es la que habita en el ser humano. Que no se oigan, no es un problema para la teoría especulativa de la música y ya los pitagóricos dieron algunas explicaciones al respecto.
En médico y alquimista inglés Robert Fludd (siglos XVI-XVII) nos propone una imagen de la “música humana” donde vemos los siguientes elementos:
El arco externo (a la izquierda) que abarca toda la figura lleva una anotación indicando que es una proporción cuádupla, al tiempo que su simétrico por el lado derecho alude al disdiapason. En efecto, 4:1 es la proporción que regula la doble octava.
Ese gran arco se divide en dos más pequeños. A la izquierda, la proporción doble material (abajo) y la doble formal (arriba) que dan dos octavas: la material, abajo y la espiritual en la parte superior. Cada una de esas octavas se divide en las proporciones sesquiáltera y sesquitercia, que determinan los intervalos de diapente y diatésaron (de quinta y de cuarta), a su vez pertenecientes al nivel superior o al inferior. En suma, tenemos las proporciones pitagóricas en sentido estricto como capaces de producir unas armonías que equilibran el microcosmos de la persona. Con todo, no se trata tan sólo de una aplicación mecánica de la tetraktis pitagórica o número cuaternario, sino de un juego con los tres primeros números entendidos como mónada/Creador, dualidad de materia y espíritu y trinidad como “forma o luz” de las cosas. Todo se genera de manera ternaria, pero ya hemos visto el papel del número cuaternario como doble octava, que puede asociarse al tetragrammaton, las cuatro letras o nombre cuaternario de Dios, como subraya Luis Robledo, editor de una selección de textos de Fludd titulada Escritos sobre música (Madrid, Editora Nacional, 1979).
Por otra parte, la proporción 2:1 (octava) contiene la quinta y la cuarta y entre ambos intervalos hay siete intervalos (cinco de tono y dos semitonos), lo que permite jugar con el simbolismo septenario. Pero si unimos los semitonos, apunta Fludd, salen seis tonos, lo que da la héxada o numero senario que también tenía su prestigio como primer número perfecto que sale de la suma de sus partes: 1, 2 y 3.
Además, hay dos triángulos (también denominados pirámides) recorriendo la figura. Uno tiene el vértice en la cabeza y la base a la altura de los testículos. El otro es justo al revés. Se oponen el instinto y la razón. La capacidad instintiva de la generación, que compartimos con los animales, determina que la base de una pirámide esté a la altura de los testículos, pero el elemento instintivo mengua hasta llegar a su mínima expresión en el vértice, situado en la cabeza. Y al revés, la racionalidad disminuye a medida que descendemos en el triángulo invertido. Este esquema de triángulos (o pirámides) enlaza con conocimientos propios de la tradición hermética. Fludd explica con su doble triángulo las relaciones del hombre interno (alma) con el externo (cuerpo). Es la lucha entre el barro de que el hombre está hecho y el aliento vital que le ha insuflado Dios: lo más vil y lo más sublime en este diálogo que se desarrolla en el ser humano. Esa idea de purificación a medida que nos elevamos (y de materialidad tosca a medida que descendemos) se enmarca en el pensamiento neoplatónico. Y todo ello (pitagorismo, hermetismo, neoplatonismo) queda cristianizado con la representación estrellada de Dios en la parte superior, que está por encima de la mente, la razón y la inteligencia.
El propio Fludd señala que el punto vital del corazón, marcado en el grabado, es como el Sol en la sucesión de los cuerpos celestes. En este caso, estamos en el cruce de la pirámide material con la espiritual y, por tanto, la voluntad se debate y puede caer en las tentaciones de los placeres y la carne si tiende hacia abajo, o bien, si mira hacia arriba, tener el privilegio de contemplar las realidades supercelestes. Todo lo cual se desarrolla como un elemento más de una obra teórica de amplio vuelo que, aunque escrita a principios del XVII, parece resistirse a los cambios de paradigma que empezaban a germinar en esa centuria.

El propio Fludd señala que el punto vital del corazón, marcado en el grabado, es como el Sol en la sucesión de los cuerpos celestes. En este caso, estamos en el cruce de la pirámide material con la espiritual y, por tanto, la voluntad se debate y puede caer en las tentaciones de los placeres y la carne si tiende hacia abajo, o bien, si mira hacia arriba, tener el privilegio de contemplar las realidades supercelestes. Todo lo cual se desarrolla como un elemento más de una obra teórica de amplio vuelo que, aunque escrita a principios del XVII, parece resistirse a los cambios de paradigma que empezaban a germinar en esa centuria.