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miércoles, 1 de diciembre de 2021

Orígenes de los signos musicales (1): Las claves





Todo el mundo conoce la expresión “clave de sol” y también son muchas las personas que tienen una idea más o menos exacta de la forma actual de dicho signo musical. Por su parte, los estudiantes de música aprenden el significado de esta y otras claves, que utilizan para el solfeo o la práctica instrumental. Sin embargo, la enseñanza de tales rudimentos no suele interesarse por las raíces de los signos que los conforman. Para paliar estas carencias y familiarizar también al profano con las etapas de formación de este tipo de componentes notacionales, iniciamos hoy una breve serie de entradas sobre estas cuestiones, sin perjuicio de que tales entradas alternen con otras de diferente temática.

Recordemos antes que la Grecia clásica conoció la notación musical, pero al ser esta de tipo alfabético, no era necesario un signo que facilitase la clave para su lectura, pues la correspondiente letra y su posición (bien para la música vocal, bien para la instrumental) bastaban para definir la nota que había que realizar 

A su vez, durante los siglos IV al VIII, la liturgia cristiana se fue construyendo y extendiendo, pero lo hizo a través de la transmisión oral. A partir del siglo IX, el orbe cristiano exige un mayor número de cantores, entre otras razones por la creciente hegemonía de las directrices romanas frente a las llamadas “liturgias nacionales”, como la galicana. Además, surgieron prácticas que rompían la deseada homogeneidad del repertorio, pues la tradición oral, aunque admirable en muchos sentidos, abre la puerta a diferencias sobre el modelo cada vez más acentuadas. Para recordar mejor las melodías del canto llano, surgen los neumas adiastemáticos de los siglos X y XI. Estos no indican las alturas de las notas, pero sí el número de estas, así como la dirección y ciertos matices expresivos y rítmicos,  siempre con valor mnemotécnico. Entre los siglos. IX al XI,  se desarrollan diversos sistemas alfabéticos, no sin algunos puntos en común  con los griegos, aunque orientados estrictamente al canto llano.


Secuencia a dos voces Rex coeli Domine.


Dentro de las escrituras musicales alfabéticas, nos interesa mencionar el caso de la notación dasiana, activa desde el siglo IX –en especial para la enseñanza musical– y aplicada en ejemplos monódicos y polifónicos. Como se ha dicho, las notaciones alfabéticas no precisan clave, pero hay ejemplos de esta antigua escritura que vienen a ser como un precedente remoto de dicho signo. En el organum a dos voces Rex coeli Domine, tenemos el dibujo de una columna, a la izquierda, en cuyo fuste están inscritas una sucesión ascendente de notas dasianas que son el do, re, mi, fa, sol, la. El texto se escribe haciéndolo coincidir en cada caso con el nivel de altura de las notas de la columna, de forma que para cantarlo hay que remitirse a la pilastra que posee la clave de una correcta lectura. Como es un ejemplo a dos voces, el texto dibuja dos caminos que nacen juntos al principio y que luego se van separando para después volver a unirse, lo que constituye una tipología del organum primitivo. Esta especie de piedra miliar, con las notas dasianas sobre ella, marca el punto del que parten los senderos que se bifurcan (me vino Borges a la cabeza) y no ha de perderse de vista, pues es la clave que en cada momento va guiando a los intérpretes. De hecho, es algo más: una clave para cada una de las líneas imaginarias en la que se va ubicando el texto. 

La ruta que condujp a nuestra escritura de pautas, líneas, espacios y claves cursó por otra vía. O, mejor dicho, por dos. Pues, en efecto, ya desde el siglo X empezó a desarrollarse una notación en Aquitania que habría de ser determinante por varias razones. Su gran aportación se cifra en que esta escritura es capaz de expresar la altura de las notas con total exactitud, sin ser alfabética. Entre línea y línea del texto, se deja una en blanco, marcada en el pergamino con un punzón (a punta seca) que puede colorearse, como se ve en la ilustración. 

 

Fragmentos de notación aquitana con regla coloreada

 

Lo que se hace es situar los diversos neumas a distancias idénticas por encima o por debajo de la línea de referencia o regla. A esta se le asigna una altura y, a partir de esta clave, las notas colocadas en las líneas imaginarias de la parte superior son gradualmente más agudas, mientras que las ubicadas de igual modo por debajo son progresivamente más graves. Por tanto, la línea a punta seca o coloreada actúa como una clave en sentido estricto, solo que todavía no necesita un signo específico. ¿Por qué? Pues porque la altura a la que se refiere esa línea se determina de acuerdo con un criterio modal. Básicamente, en los modos auténticos la regla expresa la tercera por debajo de la dominante. En los plagales, la regla es la tónica, menos en el IV modo, que en lugar de Mi es Fa. Hay casos especiales que no explico ahora porque, para ir al grano, he de mencionar un hecho paralelo que habrá de resultar decisivo y es que, en la primera mitad del siglo XI, Guido de Arezzo describe una notación alfabética donde tenemos la sucesión diatónica ascendente que sigue, desde nuestro Sol grave: Γ (gamma), B, C, D, E, F, G, a, b, c, d, e, f, g, aa, bb, cc, dd, ee. La b y la bb pueden ser de esta manera o bien de forma cuadrada, lo que quiere decir que, en el primer caso, el Si es bemol; y en el segundo, natural. O sea, b mollis frente a b quadratum.

Veamos la confluencia de los elementos comentados hasta ahora. Tras el extraordinario hallazgo de la notación aquitana o de puntos superpuestos, no era difícil imaginar que se empezasen a marcar otras líneas orientativas además de la situada en el medio del espacio sin texto. En el siglo XII, después de los hallazgos de Guido también en este aspecto de los orígenes del tetragrama, ya circularon con cierta normalidad pautas con cuatro o cinco líneas para colocar los neumas, con la particularidad de que estos también pueden acomodarse en los espacios que hay entre ellas. Al comienzo de la pauta se escribía una letra guidoniana, sobre todo la g, la c y la f (sol, do, fa) que, a su vez, son los comienzos de los tres hexacordos con los que se organizó el solfeo durante siglos. Las claves habían sido creadas. 

 

Claves de Fa y de Do en un manuscrito medieval de canto llano

 

Paralelamente, también se encuentran manuscritos aquitanos con una letra al principio (a veces es la b, Sí bemol) para recordar cuál es la nota de su única línea y esto se ve incluso en los siglos XIII y XIV en España, donde la notación aquitana gozó de mucho uso tras haberse introducido con el rito unificado carolino-romano en sustitución de la liturgia hispánica, a fines del siglo XI. 

 

Organum
 
Lux descendit. Escuela de Saint Martial de Limoges.

 Resulta digno de mención el caso de ciertas polifonías de Saint Marrtial de Limoges, (ss. XII-XIII) donde el principio aquitano de distribución proporcionada de las alturas funciona en las dos voces, pero aparecen varias letras guidonianas al comienzo (según se ve en el ejemplo) con sentido pleno de claves, aunque sea sobre líneas no escritas. Pero, como se ha dicho, por entonces ya circulaban las pautas de varias líneas y espacios, con una clave inicial. Y no solo para el canto llano, sino también para la polifonía, como ocurre en el el Calixtinus (fines del XII). 

Un detalle final sobre las modernas grafías de las claves: la clave de sol procede de la g; la de do, de la c; y la de fa, de la f. En la música antigua encontramos la clave de do en las cinco líneas del pentagrama; la de fa, de la segunda a la quinta, aunque las más usadas son fa en tercera y fa en cuarta; y la de sol, en primera y segunda línea. 



Clave de fa en 4ª (Uppsala). Clave de do en 1ª (Códice de Segovia)  de sol (Sebaldus Hayden, s. XVI)


Un vistazo a las fuentes (del siglo XII al XVIII) permitiría encontrarn transformaciones en la morfología de cada clave que dependen de los copistas, las imprentas y los tiempos. Los tres ejemplos anteriores muestran algunas de las formas más usuales para las claves de la polifonía renacentista y sirven como cierre de estas líneas. El recuerdo de las letras de las que proceden empieza a difuminarse, pero aún es visible. Así ,se llega a las modernas grafías donde, como se ve en la ilustración de portada (Cuarteto op 67, de Brahms),, es improbable que los poco avisados encuentren dicha relación y origen. 




 

lunes, 1 de noviembre de 2021

Plañideras: más allá de las lágrimas mercenarias


Noviembre es un mes propicio para hablar de los difuntos. Parece como si todos nos acordásemos de nuestros muertos un poco más que el resto del año. La muerte, en cambio, no tiene meses preferidos y extiende su funesto designio por todo el calendario. Ya se han comentado en este blog algunas prácticas sonoras singulares relacionadas con las ceremonias mortuorias, como es el caso del gorigori. Pues bien, otra praxis notable por muchos conceptos fue, hasta no hace demasiado tiempo, la de las plañideras. El tema está bastante estudiado, de modo que estas líneas se limitarán a presentar unas breves reflexiones al hilo de la imagen que se desprende de un par de textos que, en esta ocasión, tienen en común su procedencia latinoamericana.

Las plañideras eran mujeres que colaboraban en las honras fúnebres. Lloraban y ensalzaban al fallecido (en el velorio, en el cortejo y a las puertas del templo) a cambio de una determinada retribución. El coro era mayor o menor en función del presupuesto dispuesto por la familia. Como es sabido, las plañideras existieron desde la Antigüedad y aún eran corrientes en nuestro entorno hasta bien entrado el siglo XX. Sus prácticas fueron prohibidas en diversas ocasiones, tanto por las autoridades civiles como por las eclesiásticas, pero estaban tan arraigadas que subsistieron pese a dichas disposiciones. 

En el jugoso libro Tradiciones peruanas, de Ricardo Palma, podemos hacernos una idea bastante cabal de la imagen histórica que fueron dejando estas mujeres. “La llorona de Viernes Santo” (pues en Perú se las llamaba lloronas, o doloridas, explica este autor) es una de las tradiciones recogidas en la citada publicación. El título alude a una célebre plañidera, imprescindible en los decesos de la gente principal en tiempos de la colonia. Palma pinta a estas mujeres con las tintas más negras: viejas, feas, arrugadas, “más pilongas que piojo de pobre” y “con pespuntes de bruja y rufiana". Si la familia del finado pagaba algo más de la tarifa ordinaria –anota el escritor–, las doloridas sabían corresponder y añadían a los llantos “patatuses, convulsiones epilépticas y repelones”. 

Ricardo Palma parece reconocer la profesionalidad de estas mujeres cuando señala: “Dígase lo que se quiera en contra de ellas; pero lo que yo sostengo es que ganaban la plata en conciencia”. Acto seguido subraya que sus lágrimas –de las que dice que parecen tener un almacén– se producían con la ayuda de cebolla pasada por los ojos. Ahora bien, la ironía que destila la afirmación del escritor peruano en cuanto a que se ganaban la plata en conciencia puede tomarse hoy día en su sentido literal. De hecho, estas mujeres cobraban por representar un papel y lo hacían tan bien que algunas de ellas (solían ser las líderes de los grupos de plañideras) llegaron a ser admiradas y sus llantos y acciones eran comentados, lo mismo que se comentaba la buena voz de un capón de iglesia que se permitiese ornamentar un cántico sacro con giros que venían de la escena lírica. Y de la misma manera que los cantores castrados produjeron una literatura satírica centrada en su masculinidad mermada, así las plañideras fueron blanco de todo tipo de invectivas a causa de su supuesta impostura.

El ornato de las honras fúnebres, desde Trento hasta el Vaticano II, valoraba la dilatada duración de los actos, el amplio número de celebrantes, lo nutrido de los cortejos –enriquecidos con pobres, valga la paradoja, que acudían a cambio de una limosna de la familia–, la cantidad de las misas y responsorios encargados como sufragio por su alma, las músicas de réquiem a toda capilla y cualquier cosa que engrandeciese la despedida y la imagen del finado. Todo funcionaba como una gran representación, más allá de los sentimientos del círculo de los seres queridos; y en esta escena, las plañideras cumplían perfectamente con su función de altavoces que reflejaban no tanto la real condición humana del difunto como su estatus social, los deseos de la familia y un retrato moralmente edulcorado de su personalidad. Eran memoria,y resiliencia.

El hecho de que llorasen penas ajenas y cobrasen por ello contribuyó a construir una imagen negativa. Este enfoque podría no ser el correcto. ¿O acaso le está permitido a una sociedad hipócrita, que patrocinaba estos dispendios, criticar las presuntas lágrimas de cocodrilo de las plañideras? Estas no tenían que sentir la muerte de la persona a la que lloraban , cantaban y alababan, del mismo modo que los fabricantes de ataúdes o los vendedores de coronas de flores no tienen que quedar consternados por el hecho de que se vendan sus productos. El desempeño profesional de las plañideras no precisa estar acorde con sus íntimos sentimientos, sino con el oficio requerido en su cometido. ¿Se pide a los cantores y ministriles de una capilla de música que sientan la muerte del fallecido en cuyo funeral están trabajando? El problema son las lágrimas, claro, pero desaparece si, como han visto diversos autores, se las analiza como piezas de una dramática representación. De modo que estas mujeres tampoco han de ser juzgadas por sus lágrimas de encargo. Pueden parecer insinceras, pero ni siquiera esto se les puede echar en cara, pues su autenticidad radicaba en la perfecta interpretación de un papel cuyo guion era de público conocimiento en las sociedades tradicionales. 

Veamos ahora algunos detalles interpretativos. En la Égloga trágica del ecuatoriano Gonzalo Zaldunbide (publicada a principios del siglo XX) encontramos un apunte sobre la performatividad de las prácticas de las plañideras. En un velorio narrado en esta ficción, la más anciana de las dolientes –que actuaba como directora del grupo– canta una melodía sencilla y repetitiva, a la que se sumaba el coro, que repetía “la última palabra, sobre la misma modulación lastimera, haciendo un poco más ronca la quejumbre de los finales”. Tras una pieza de arpa, tomada como un entreacto muy relajado, y después de comer algo y echar un trago (como era normal en los velatorios, que se extendían durante toda la noche), la dolorida principal se arrancó con una especie de letanía “toda en lengua de inga”. El escritor da a entender que iba entrando gradualmente en trance, a la vez que el coro se sumaba a este entusiasmo. La solista llegaba a poner “notas de delirio en el monótono retornelo” (…), hasta que extenuada pidió de beber”.

Lo que cuenta Zaldumbide es, en puridad, un proceso catártico. La plañidera podría no conocer al difunto, pero una vez ha entrado en acción se ve arrastrada por la propia música, cuyos giros simples enlazarían con ancestrales sonoridades de ensalmos y encantamientos, más aún si cabe por el uso de la lengua nativa. Queda poseída por el propio sonar que ella produce, entra en trance y acaba agotada porque ha sido arte y parte de un ritual en el que la vida y la muerte están presentes y una es paso para la otra. Las plañideras, entonces, son las que añaden tensión dramática al estupor que siempre causa la Parca. Lo hacen con cantos que acaban siendo fuertemente identitarios (como los “alabaos” colombianos, las “incelenças”/excelencias brasileñas, etc.), pero también con lamentos y gestos, pudiendo ocurrir que en el paroxismo de la interpretación se arañen, sangren y se arranquen el cabello. 

Además, con sus gritos, cánticos, alabanzas o incluso reproches retóricos al finado por haber dejado a su familia sumida en el dolor, se convierten, siguiendo la terminología de R. Murray Schafer, en las “señales sonoras” más destacadas   sobre la tónica del “entorno sónico limitado” que es el paisaje sonoro de un velorio o de un cortejo fúnebre.

Las plañideras, en suma, van más allá de las lágrimas no sentidas porque, en puridad, no hablan de un muerto en concreto, sino de la Muerte misma. Son mujeres que supieron aproximarse al lado oscuro y desconocido de la existencia; mujeres que mantenían la antigua comunión con la naturaleza de la que hablaba Meri Franco-Lao en su Música bruja, un lazo ya perdido en las sociedades modernas; mas también eran mujeres que poseían un oficio remunerado cuando esto no era lo más corriente. Es decir, mujeres que supieron ganarse la vida y el respeto, aún en medio de no pocas diatribas e interdicciones, actuando con un papel estelar precisamente en el momento más trascendental en la vida del ser humano: la muerte ineluctable.

 

Ilustración

David Medina©: Plañideras. Dibujo realizado expresamente para esta entrada.

 

 

viernes, 1 de octubre de 2021

Adiós a las aulas





Este blog se ha ido construyendo al hilo de la experiencia, como escribí cuando lo puse en marcha hace ahora seis años. No creo que desentone recoger en una entrada un hecho muy significativo en mi vida profesional. Me refiero a la jubilación, iniciada el 1 de septiembre pasado, tras casi cuarenta años de profesor universitario, 

Son varios los factores que me animan a redactar unas líneas a este respecto. En principio, no hay nada de sorprendente en que alguien se retire y menos aún en mi caso. Pero se dan algunas circunstancias que me complace recordar en estos momentos de adiós a las aulas. Y uso esta expresión porque el adiós no se lo digo a todas las actividades que marcaron mi vida, sino solo a algunas. En concreto, me despido de mi trabajo en la Universidad de Oviedo, pero no de la Musicología. Vayamos, pues, con tres breves pinceladas, apenas unos botones de muestra, directa o indirectamente relacionadas con el ámbito docente.

 

1.    La especialidad de Musicología

He entregado una parte muy importante de mi vida a la Universidad, pero puedo decir que he recibido mucho más a cambio. Salgo agradecido y en paz. Y echando la vista atrás, encuentro no pocas satisfacciones. Así, me produce una especial sensación de orgullo el haber sido uno de los profesores que pusieron en marcha la Especialidad de Musicología en el curso 1985-1986. Junto con José Antonio Gómez (hoy día decano de la Facultad de Filosofía y Letras) y bajo el impulso y dirección de nuestro común maestro, Emilio Casares, se pusieron en marcha unos estudios que eran pioneros no solo en nuestra universidad, sino a nivel estatal. El paso a Licenciatura de segundo ciclo fue un notable avance y la estabilización definitiva llegaría con la conversión en Grado. El profesor Casares se había trasladado a la Complutense y hube de asumir bastantes responsabilidades en el mantenimiento de nuestros estudios, siempre en permanente riesgo por razones que ahora no vienen al caso. Mi labor como vicedecano, siendo decano Adolfo R. Asensio, se centró precisamente en los planes de estudios. Con el tiempo, se superaron todos los impedimentos que había. Los más veteranos recordamos una entrevista con el ministro socialista Rubalcaba, de la que salimos un tanto desolados, pero con una esperanza de solución que finalmente se cumplió.

 

2. A gusto en el aula

Quien esto escribe se encuentra en el aula como en su hábitat natural, así que no tiene mérito que la comunicación con el alumnado haya sido sistemáticamente fluida y cordial. Hay datos objetivos que así lo acreditan. De los centenares de alumnos y alumnas que han pasado por mis clases, algunos pueden ser considerados como discípulos. Esto se produce por diversas razones (por simple afinidad, becas, dirección de Trabajos Fin de Grado o Fin de Máster, etc.) pero sobre todo se da este salto cualitativo cuando el graduado se plantea realizar con uno un proyecto de investigación o la tesis doctoral. Creo que esta última es la actividad más difícil en la vida de un profesor que se tome en serio este alto nivel de estudios, investigación y titulación. La realidad más dura de tal dedicación es que, en ocasiones, las tesis se abandonan a medio camino por las causas más variadas, después de haber realizado muchos esfuerzos tanto por parte del director como del doctorando. El lado gratificante estriba en que he podido dirigir un buen puñado de tesis doctorales, no pocas de las cuales se han publicado y han obtenido premios diversos, como el Extraordinario de Doctorado y algún otro. Pasan de la docena los discípulos que, tras la obtención del doctorado, han seguido la carrera académica y son hoy destacados musicólogos en diversas universidades españolas y en alguna extranjera. Lo más positivo es que, desde diferentes campos, han sabido superar a su director. Y conste que intento ponérselo difícil; pero se trata de personas que han podido completar su formación en otros países, especializarse, abrir caminos en la musicología, crear grupos de investigación y publicar trabajos de mucho valor. Es un mérito exclusivamente suyo y es casi como una ley de vida (pues lo raro sería que no sucediese de este modo), pero complace recordar que los primeros pasos en la investigación los dieron bajo la tutela de quien suscribe. Además, en ciertos casos seguimos teniendo contacto como amigos y colegas, intercambiamos informaciones y nos hacemos consultas recíprocamente. 

 

3. Conferencia de despedida


 

Como tengo historia y anecdotario para muchas páginas, corto por lo sano y cierro hoy con un último apunte sobre el acto de despedida que tuvo lugar el pasado 13 de septiembre. Había manifestado mi intención de salir de la universidad sin ningún tipo de ceremonia. Incluso bromeaba con los colegas más cercanos diciéndoles que si el curso 2020-2021 había empezado siendo presencial y después había concluido bajo formato virtual, procedía trasladarse a un estado aún más etéreo, a modo de desaparición. Tal vez me había sentado mal alguna lectura de Enrique Vila Matas. Mis compañeros y compañeras, pese a lo dicho, pensaron que una clase de despedida podría ser más procedente. Esta idea, que tuvo el apoyo unánime del área, me hizo cambiar de opinión y ahora me siento muy agradecido a todos y todas mis colegas por haberme brindado esa oportunidad. Desde el decanato, con especial mención para el ya citado decano de nuestra Facultad, se acogió la propuesta muy favorablemente y se asumió la perfecta organización y publicidad de esta especie de ultima lectio, que tuvo lugar en el Salón de Actos de la Biblioteca de nuestro Campus de Humanidades. Presidió el señor rector, Ignacio Villaverde, en un tono muy cordial y distendido. El decano, José Antonio Gómez, realizó una cálida semblanza de mi trayectoria investigadora y docente. La conferencia se titulaba Virtus musicae: sobre el sonar y sanar de los cuerpos y las almas. Se deriva de un estudio que se publicará, ya con todo el aparato crítico propio de un texto académico, en 2022. Lo que la hizo inolvidable, más allá de la solemnidad aportada por las autoridades citadas, fue la asistencia de un público que llenó el amplio Salón de Actos, respetando las normas que impone la pandemia, y que estaba formado por numerosos y atentísimos estudiantes, toda el área de Música (¡gracias, compañeros y compañeras!), destacados profesores de otras áreas, universitarios de la administración y servicios, amigos y mi esposa, María Jesús, sin la que no hubiera sido posible lo mejor de mi vida, Al concluir, hubo unos aplausos tan intensos y prolongados que me sentí querido a la par que abrumado. Estos sentimientos se repitieron al descubrir –en el momento de los saludos y felicitaciones tras acabar el acto– que algunos de los asistentes estaban visiblemente emocionados. Lo dicho, no escatimé esfuerzos ni dedicación a la musicología universitaria, pero recibí un tesoro a cambio. 

Nota bene: en puridad, tendría que haber citado por su nombre a decenas de personas y no solo a las autoridades que participaron en el acto, pero esto me hubiera llevado con total certeza a incurrir en omisiones no deseadas. Todos y todas estaréis siempre en mi memoria.

 

Fotografías cortesía del fotógrafo Alberto Morante

Foto 1: Panorámica del Salón de Actos. En la mesa, Ángel Medina, rector de la Universidad de Oviedo y decano de la Facultad de Filosofía y Letras.

Foto 1: Un momento de la conferencia de despedida de Ángel Medina.

miércoles, 1 de septiembre de 2021

El Miserere del Santo Sudario (y 2)


En la anterior entrada sobre el Miserere que se canta con motivo de la exposición del Santo Sudario de la Catedral de Oviedo ya hemos destacado la importancia de esta singular reliquia. En suma, las fechas clave en que se expone a la devoción popular son: Viernes Santo, Exaltación de la Santa Cruz (14 de septiembre) y su octava (21 de septiembre) más, en su caso, los festivos del tiempo de Jubileo. A ello habría que sumar ciertas ocaciones especiales que hubo a lo largo de la historia y una tendencia más reciente a ampliar el número de exposiciones. Por tanto, septiembre es una época óptima para vivir los ritos que se celebran en torno a la reliquia.

Hemos de insistir en que, para muchos de los asistentes a estos cultos, el momento de la bendición, mientras el oficiante sostiene y alza sobre sus brazos el sagrado lienzo, es una experiencia muy intensa, especialmente si los acompaña la fe, pero resulta trascendente incluso desde posturas más neutras. No es raro ver cómo las lágrimas caen silenciosamente por las mejillas de quienes, arrodillados, dudan entre bajar la cabeza (por respeto) o levantarla para contemplar aquella tela que, según la tradición, fue uno de los paños que cubrieron el cuerpo muerto del Nazareno. 

En un trabajo publicado sobre el célebre Sudarium Domini de la Catedral de Oviedo, Marc Guscin señala: “La veneración al Sudario ha sido continua; baste recordar cómo ha llegado hasta nuestros días el insólito privilegio de dar la Bendición con el Santo Sudario a los fieles que llenan la Catedral en días señalados” (Véase bibliografía abajo). Al final de su texto, vuelve a aludir al privilegio de la bendición con el Santo Sudario y asegura que la veneración que se otorga al Lienzo “es algo excepcional comparada con la de cualquier otra reliquia”, para concluir que, por todo ello, desde el punto de vista de la tradición catedralicia, “nunca se ha tenido la menor duda acerca de su autenticidad, hasta el punto de haber tenido misa propia hasta el siglo XVII, en que fue suprimida por la congregación de Ritos, desatendiendo la súplica elevada por el Obispo de Oviedo en 1640”.

***

Los actos del 21 de septiembre: una concentración única de tradiciones piadosas

 

Dentro de las fechas citadas que se han consolidado para los solemnes actos de exposición del Santo Sudario la del día 21 de septiembre adquiere una relevancia especial que no le viene por razones litúrgicas (el Viernes Santo es mucho más importante en este sentido) sino por concurrir en esa jornada varias apreciadas tradiciones de la Catedral de Oviedo. Hemos de decir que los actos del 21 ya se habrían realizado, casi de la misma manera, el día 14, aunque el 21 hay algunas novedades. 

Desde la Catedral se anunciaba el magno acontecimiento hasta donde el aire lo quisiera llevar, pues lo proclamaban las campanas. En efecto, el paisaje sonoro de esos momentos se personalizaba con un particular toque de campanas. José Cuesta alude a un “complicado reglamento (...) que estuvo en vigor hasta hace muy pocos años”. Existían, según este autor, los toques ordinarios y los extraordinarios, como el de la bendición del Santo Sudario.

La segunda misa de la mañana contaba con celebrantes de fuste y con sermón de amplio aliento a cargo de miembros destacados del cabildo. Su horario se fue retrasando con el tiempo hasta establecerse e las doce. El Sudario también se muestra por la tarde. La exposición y bendición se hacían tradicionalmente desde el balcón de la Cámara Santa que da al crucero, mientras sonaba el Miserere. Pero, como señala Enrique López Fernández, esta “práctica multisecular” cambió décadas atrás en beneficio del altar mayor, citandn y resumiendo este autor acuerdos capitulares del 20 de mayo de 1982 y del 3 de marzo de 1984

Los asistentes, siempre muy numerosos al decir de las crónicas, y en no escasa proporción procedentes de otros puntos de Asturias o de las provincias limítrofes, mostraban en ese momento unos particulares panecillos. Una información publicada en el periódico El Carbayón (20-IX-1906) narra así este momento: “Muchas personas del pueblo presentan ante el Sudario, adornados con vistosas cintas, bollitos de pan, principalmente de los que tanto agradan a los niños y gente de aldea, pintados de amarillo y figurando muchos de ellos, pájaros, cestos, diademas y adornos semejantes”. Dice el anónimo redactor de dichas líneas que los niños comen dichos bollitos al salir del templo, en tanto que muchos adultos los guardan hasta que los renuevan al año siguiente. Se trata de las “paxarines”, “páxares pintaes” de azafrán o “páxares azafranaes”, como escriben los cronistas periodísticos de los últimos dos siglos. Las cintas, de seda, eran conocidas como “medides” y las había de todos los colores y tamaños. Al igual que los panes ordinarios, las “paxarines”, los escapularios y otros objetos propios de la devoción popular, también las cintas de seda se llevaban a bendecir. La tradición es sólida y su fortaleza está bien documentada hasta el primer tercio del siglo XX. En los años difíciles de la postguerra desaparecieron algunas de estas costumbres y otras se quedaron en su mínima expresión. En 1945, por ejemplo, sólo había un puesto de “paxarines” en el atrio de la catedral, lo que lleva a un anónimo cronista de La Nueva España a recordar lo que ocurría tiempo atrás: “venta de ‘paxarines’ había hace años en la plaza de la Catedral, calles de la Platería, Rúa y hasta Cimadevilla se extendían los puestos para la venta de esos recuerdos del día de San Mateo, de escapularios, rosarios y otros objetos religiosos, y de los bollos que se llevaban a la bendición del Santo Sudario”. En 1959 no hubo ningún puesto de “paxarines”. Parecía que de estas tradiciones sólo iba a quedar el recuerdo. Mas no fue así, pues “les paxarines”, con su valor de amuleto y recuerdo, siguen siendo tradicionales hasta la fecha. Sin embargo, la venta de panes propiamente dicho –que eran de escanda y podían tener forma de cruz– para llevar a la familia o para comer en el Campo de San Francisco tras haber sido presentados al acto de la bendición con el Santo Sudario y salpicados con el agua de la hidria de Caná, ha desaparecido. En cambio, a mediados del siglo XIX, estaba muy asentado dicho uso. Según una noticia del 14 de septiembre de 1865, recogida por Protasio González Solis“contadas serán las casas donde no se coma hoy pan bendito”.

Luego viene la apertura de la hidria a la que acabamos de referirnos; es decir, del ánfora de piedra que, según la tradición, fue una de las que había en las bodas de Caná, donde Jesús obró su primer milagro. Esto ya sólo ocurre el día de San Mateo actualmente, aunque Octavio Bellmunt y Fermín Canella recogen en su Asturias que también “se muestra al público al domingo siguiente de la octava de Reyes”. Provistos antiguamente de jarros y botellas, o bien actualmente mediante vasos de plástico que se obtienen por un pequeño importe, a modo de limosna, los fieles reciben el agua del ánfora, que, como nos cuentan las crónicas periodísticas, había de ser varias veces rellenada por los acólitos a causa de la multitud de fieles que no querían perderse ese privilegio. La hidria está guardada en una especie de hornacina en la zona del crucero, a la parte del evangelio, que sólo se abre en esta ocasión, mostrando además una imagen de San Mateo, cuya festividad patronal se celebra en Oviedo precisamente el 21 de septiembre. 

A lo largo de todo el día, la catedral no dejaba de estar muy concurrida. De modo que, entre los beneficios del Jubileo de la Santa Cruz, la bendición con el Santo Sudario, las “paxarines”, el pan bendito y el agua de la hidria de Canaam, bien podemos decir que el 21 de septiembre reúne un cúmulo de actos litúrgicos, costumbres piadosas y de devoción popular verdaderamente único. Y, en medio de todo ello, el canto del Miserere, un canto alternante entre unos versículos en slmodia cantollanista y otros en fabordón, en el que quedan capas que proceden de la práctica del contrapunto repentizado sobre la melodía del canto llano, giros que se deben a una tradición parcialmente oral y, en fin, una armonía plenamente tonal, evolucionada sobre la modal que pudo tener en sus orígenes. Lo cierto es que el Miserere actúa como icono sonoro de la más preciada de las reliquias de la Catedral: el Santo Sudario.

 

Referencias:

Octavio Bellmunt / Fermín Canella, Asturias. Gijón, 1895. Imprenta de O. Bellmunt. Ed. facsímil de Silverio Cañada, Gijón, 1980, T. I, p. 107.

 

José Cuesta Fernández, Guía de la Catedral de Oviedo, Asociación de Amigos de la Catedral de Oviedo, Oviedo, 1995, p. 43.

 

Protasio González Solis y Cabal, Memorias Asturianas. Madrid, Tip. de Diego Pacheco, 1890, p. 485.

 

Mark Guscin, La Historia del Sudario de Oviedo, Oviedo, 2006, Ed. Ayuntamiento de Oviedo, pp. 28 y 185. 

 

Enrique López Fernández, El Santo Sudario de Oviedo. Ed. Madú, Granda, 2004, p. 129.


Ilustración: detalle del estudio del fabordón en Andrés Lorente, El porqué de la música, s. XVII.


 

 

martes, 1 de junio de 2021

Querencias chilenas (2/2)



Llegamos, pues, a la Pontificia Universidad Católica de Chile, mi principal destino en este país de cara al intercambio académico comentado en la entrada anterior. En aquellas fechas era conocida (entre otras cosas) por haber formado a dirigentes chilenos de alto nivel, especialmente a algunos abanderados del ultraliberalismo económico. A uno de esos líderes lo asesinaron precisamente en su campus. 

Juanita Corbella, Carmen Peña y, muy en particular, Juan Pablo González fueron mis anfitriones en la Pontificia. Este ultimo había estado antes en la publica y ese cambio la costó alguna que otra tensión. No hay que olvidar que fue el principal artífice de un “magister” que seguía funcionando en Universidad de Chile y del que estaban saliendo nuevos y prometedores investigadores.

Juan Pablo se había doctorado en la UCLA (Universidad de California Los Ángeles), con el eminente hispanista Robert L. Stevenson. No pretendemos glosar aquí sus méritos, pero es de sobra sabido que se trata de una autoridad reconocida internacionalmente en el terreno de las músicas populares. Es un organizador nato, de modo que me hizo trabajar de lo lindo. Además de los dos seminarios, preparó una reunión con profesores de guitarra, para comentar mis aportaciones en este terreno; es decir, el tratado de Juan Antonio de Vargas y Guzmán, que fue el primero para la guitarra de seis órdenes y del que se conservan dos copias incompletas en México y Washington, fechadas en Veracruz en 1776, además de la primera y completa de Cádiz, de 1773. El maestro Ohlsen, uno de los grandes de la guitarra, se mostró muy interesado. Charlamos mucho, tuvimos una cierta relación epistolar y me facilitó algunas ediciones y grabaciones suyas de enorme interés.

En otra ocasión trabajé con los jóvenes dedicados a la música antigua y asistí a un ensayo del grupo de la universidad. Les interesó mucho mi faceta de profesor de Paleografía musical, hasta el punto de que empezaron a hacer gestiones para que pudiese volver a Santiago, pero exclusivamente a fin de realizar un seminario teórico-práctico sobre esta materia. 

Por su parte, el grupo Calenda Maia me llevó a cenar a un entrañable restaurante. Su líder, encantador y apasionado, intentó venir a Oviedo, para asistir a los cursos de canto gregoriano que organizábamos en el Monasterio de San Pelayo. No pudo ser, pero habiéndose enterado de que la directora musical de dicho monasterio de clausura, Sor Ángeles Álvarez Prendes, iba a pasar una temporada en Chile, para formar musicalmente a las monjas de una nueva comunidad de la que San Pelayo era su casa madre, no dudó en acercarse al citado monasterio para entrevistarse con Sor Ángeles durante todo el tiempo, y más, del que la monja disponía. 

Los cursos que impartí resultaron bien. Juan Pablo me comentaba que lo normal es que el número de alumnos decrezca a medida que pasan los días y que era notable que en este caso ocurriese justamente lo contrario. Pocas veces hablé ante personas tan interesadas. Recuerdo las clases sobre la música derivada del motu proprio de Pío X (1903) o el animado coloquio tras mi disertación sobre los cantores castrados, que tampoco faltaron en América. En el segundo de los seminarios, dedicado a música española contemporánea, había varios compositores de renombre y también asistió el presidente de la Academia de Artes de Chile, un compositor que había estudiado con Copland y Messiaen y que era un extraordinario conversador. En ese contexto, tuve la oportunidad de conocer el trabajo de otro profesor de la Pontificia, el compositor Alejandro Guarello, que tenía originales sistemas pedagógicos, creaciones de muchó interés y que atesoraba algunas divertidas anécdotas, vividas en Italia, sobre Juan Hidalgo, paradigma de la vanguardia española desde los años finales de la década de los 50 y creador del grupo Zaj.

También fui invitado, al hilo del segundo de mis seminarios, a asistir a una reunión de la Asociación de Compositores. Era una tertulia informal, en casa de uno de ellos, pero me permitió pulsar sus preocupaciones que, por otra parte, no eran muy diversas a las de los compositores españoles. Esto lo digo no solo en el plano corporativo propio de una asociación, sino en el plano estético, pues las miradas al pasado y a ciertos etnicismos habían cobrado nueva fuerza desde los años ochenta. No quiero olvidarme del compositor Santiago Vera Rivera, que disfrutó de una larga estancia en Oviedo en la que tuvimos mucho trato.

Dado que los seminarios eran por la tarde, tuve tiempo a recorrer museos, el barrio inglés, la Bolsa e iglesias y monasterios por todo Santiago. Como la capital chilena tiene una estructura marcadamente longitudinal, el metro consistía en prácticamente una línea, moderna y efectiva. A los autobuses urbanos sólo me subí en una ocasión, más que nada como un reto personal. Digo esto porque tal decisión sólo parece razonable en un suicida. Circulan a una velocidad que mete miedo, cambian el itinerario sin mayor problema, tienes que hilar fino para subir o bajar. Me dijeron que en puntos determinados de su recorrido hay unos inspectores que cronometran la cadencia de paso de las distintas unidades y penalizan a los que se duermen en los laureles, de ahí los adelantamientos de unos autobuses a otros, a una velocidad vertiginosa, como si fuesen por su tamaño y color, elefantes amarillos completamente desbocados.

Un fin de semana me fui a Valparaíso. Juan Pablo había avisado a su amigo Agustín Ruiz, para que me enseñase la hermosa ciudad. No sólo lo hizo a las mil maravillas, combinando los trayectos en su coche (que había sido de Violeta Parra) con remontadas en los famosos ascensores decimonónicos, sino que por la tarde me llevó a un pueblecito situado a unos treinta kilómetros de Valparaíso donde mi colega y guía participaba en un baile de “chinos” (servidores). Se trata de una procesión que recorre la playa del pueblo, en la que desfilan diversos grupos, con vistosos uniformes, soplando una especie de grandes y primitivas flautas que dan un sonido ancestral (de hecho, son instrumentos de origen precolombino) y que obligan a los intérpretes, que van saltando y soplando a la vez, a un esfuerzo que puede conducir al desvanecimiento. Al final, se llega a la iglesia y en ese marco se abre el turno de los improvisadores de décimas sobre temas religioso, o sea, a lo divino. Hay rivalidad y retos entre los distintos cantores o gallos. Se proponen temas bíblicos para improvisar y es increíble lo bien que lo hacen. El ganador, un “gallo” imbatible en estas lides, nos invitó a mi colega y a mi a cenar en su casa para festejar el triunfo. Y aunque éramos más de los previstos en la mesa, no faltó excelente comida casera para nadie. Nunca pude devolver a aquel patriarca cantor esa misma hospitalidad, pero nunca la olvidé. Como tampoco olvido otras muchas circunstancias, académicas y amistosas, que siguen teniendo a Chile como punto de referencia y a Juan Pablo González como protagonista y modelo de musicólogo. Pero, por hoy, ya es suficiente.


Agradecimiento: foto del profesor Juan Pablo González tomada por Camila González en 2010.

 

sábado, 1 de mayo de 2021

Querencias chilenas (1/2)


Ningún otro país –fuera del propio y con permiso de Francia– tiene tanta presencia en mi corazón como Chile. Desde los años 90 del pasado siglo hasta el día de hoy he venido participando en provechosas relaciones profesionales y he disfrutado de valiosas vivencias musicales y musicológicas con mis colegas y amigos de Chile. Pero la cosa viene de mucho antes; en concreto de los tiempos de la Unidad Popular, la presidencia de Salvador Allende y la música de la Nueva Canción Chilena, muy en particular a través de la obra de Víctor Jara y Quilapayún

. Hoy –aún no controlada la trágica pandemia de coronavirus que arrancó en 2020– comentaré algunas de dichas experiencias a través de los recuerdos de un viaje, pues no viene mal rememorar desplazamientos en tiempos de movilidad restringida.

El 3 de julio de 1998 partí para Chile. Fue una estancia de algo más de dos semanas que se enmarcaba en una red docente que varias universidades españolas habíamos montado con universidades americanas. Tenía que impartir dos seminarios, uno por semana, en la Pontificia Universidad Católica de Santiago de Chile. La compañía LAN Chile tuvo múltiples atenciones con los pasajeros, entre otras la de una inolvidable aproximación al Aconcagua.

Me vino a buscar al aeropuerto de Santiago mi colega (y hoy querido amigo), el prestigioso musicólogo Juan Pablo González, con su mujer Yolanda y sus pequeños hijos Nicolás y Camila. Este primer paseo en coche me permitió conocer La Alameda, arteria principal del Santiago histórico. Pasamos por delante del Palacio de la Moneda, donde me asaltó el recuerdo de Allende y lo mucho que sufrimos algunos en la época aciaga del golpe de estado que llevó a Allende a la muerte y a Chile a una sanguinaria dictadura.

No he dicho todavía que mi hermana Esperanza llevaba a la sazón unos quince años en Chile y eso era otro aliciente, pues no la había visto en todo ese tiempo. Juan Pablo me llevó a cenar a un bar que había frecuentado Pablo Neruda, sito en una zona muy festiva, llena de “salsotecas” (el gusto por la música cubana estaba sumamente extendido), librerías, galerías de arte, etc. Comí caldillo de congrio, que es una cazuela con congrio, patatas y abundante caldo, todo muy rico. Creo que Pablo Neruda describe este plato en alguna de sus obras. Había un gran ambiente, semejante al de la España de fines de los setenta (en plena Transición democrática) con cierto toque progresista que, de todos modos, quedaba moderado por la cercanía de la dictadura y por el poder real que aún seguían teniendo los militares.

Conocí tres universidades. La Metropolitana tiene que ver con el ámbito de la Pedagogía. Allí trabaja German Cristhian Uribe Valladares, que hacía conmigo la tesis doctoral. Con Cristhian me ocurrió una cosa muy graciosa. Una tarde estaba yo en el patio de la Pontificia, un rato antes de empezar el segundo de mis seminarios, cuando aparece Cristhian y se dirige a un teléfono público. Justo al ponerse a marcar, me vio aproximarme y me dijo, asombrado por la situación, que precisamente se disponía a llamarme a Oviedo por asuntos relacionados con la tesis. No sabía que yo ya estaba por allí, pero luego asistió al seminario y me invitó a conocer la Metropolitana. Las autoridades de la universidad me ofrecieron una comida y se portaron muy bien conmigo. Cristhian, guitarrista, profesor e investigador, leyó la tesis en Oviedo y publicó trabajos fundamentales sobre la guitarra en Chile.

La Universidad de Chile es la más antigua. Fue creada a principios del siglo XIX y tiene prestigio internacional. Santiago fue llamada por entonces la Atenas de América y su universidad fue cantera de presidentes de Chile y de otros países latinoamericanos. La Facultad de Artes de esta universidad es muy influyente. Su decano, el musicólogo Dr. Luis Merino, tenía la presencia pública que en España sería propia de un rector. La visita fue interesantísima, pues estuve en las zonas donde habían trabajado los pioneros de la música electroacústica de Chile, como Asuar o Amenábar, entre otros También visité las dependencias desde donde se dirige la Revista Musical Chilena, fundada por el exiliado español Vicente Salas Viu y considerada como una de las más relevantes y antiguas de toda América. Resultó particularmente emotivo para mí conocer al compositor de la célebre Cantata de Santa María de Iquique, Luis Advis; y aunque bien sé que tiene muchas obras de interés, en España solo la cantata había tenido una presencia significativa. Incluso he de reconocer que su nombre estaba bastante eclipsado en España por el de los intérpretes principales de la obra; es decir, por Quilapayún, que fueron todo un fenómeno desde los célebres recitales de Barcelona de 1974.

En la comida participaron diversas autoridades del centro y profesores de música, como Fernando García, compositor, persona llena de simpatía y gran luchador por las libertades en el Chile de los tiempos difíciles. Frente a la propuesta de comer en un restaurante de la zona cercana al mercado, donde se degustan unos mariscos muy notables, el Dr. Merino dispuso que se almorzase en la propia universidad, en concreto en el pequeño comedor anejo a su despacho. Me sorprendió esa posibilidad, inexistente o rara en España. Para beber había Coca-Cola y agua. Es increíble el gusto que tienen en Chile por dicho refresco. Fue una velada muy enriquecedora, donde intercambiamos informaciones sobre nuestros respectivos planes de estudios y proyectos. El día anterior había quedado con el profesor que había hecho las gestiones para mi visita a dicha Facultad y me dijo que me llevaría en su moto. De modo que mi sorpresa fue mayúscula cuando, mientras lo esperaba a la puerta del hotel, un señor me preguntó si era español y, al decir que sí, me abre la puerta de atrás de un automóvil y me dice que puedo subir. Ya estaba sentado cuando empecé a reparar en que aquello no era la moto de mi colega y que en realidad me estaba metiendo en el coche de un desconocido. La idea de aventura se me apareció acto seguido en mi mente. Pero el conductor, ya con el coche en marcha, me devolvió a la realidad cuando explicó: “me envía el doctor Merino”.

En la Universidad de Santiago asistí a varios conciertos. Uno de ellos estaba dedicado a la canción de autor, con participación de algunos miembros de la familia Parra (a los que tuve el gusto de saludar y felicitar tras habérmelos presentado Juan Pablo), junto con grupos muy diversos. También estaba Quilapayún. Disfruté en otra ocasión de un espléndido concierto de percusión con obras de Cage y otros autores del siglo XX, que resultó muy impactante. 

Llegamos a la tercera universidad visitada, que era propiamente el destino de mi estancia –la Pontificia Universidad Católica de Santiago de Chile–, pero su detalle lo dejamos para una próxima entrada a fin de no fatigar al lector.

 

Ilustración: Pontificia Universidad Católica de Santiago de Chile

 

 

jueves, 1 de abril de 2021

Marisa Manchado, mujer compositora


Estos días he escuchado un antiguo programa de Radio Nacional que la emisora estatal repuso el 8 de marzo en el marco del Día Internacional de la Mujer. Se trataba de dar “un
 repaso por algunas voces que han visibilizado a las mujeres en la radio pública”, como reza en la página web cuyo enlace figura al final de esta entrada. Entre dichas voces, las de personalidades como María Jesús Chao, Luz Montero, Ángela Núñez y la compositora madrileña Marisa Manchado, en quien se centran estas líneas.

El programa seleccionado fue uno de los emitidos en la célebre serie Mujeres en la música que RNE produjo en 1983 y que estaba dirigido, guionizado y presentado por Amelia Die Goyanes, Pao Tanarro Escribano y la propia Marisa Manchado. Mujeres en la música era un espacio radiofónico sumamente variado, que incluía ejemplos de todo el mundo, sin rechazar ninguna tipología musical. Poseía un tono crítico y a veces desenfadado, pero siempre denotaba un esfuerzo por lograr un rigor acorde con el prestigio de Radio 2, hoy día Radio Clásica. La emisión elegida para la reciente reposición que comentamos pone el foco en la música tradicional. La verdad es que siguen resultando muy oportunos los comentarios con los que se presentan las audiciones. Por ejemplo, se alude al papel exclusivo de las mujeres en géneros como las nanas, lo que ya muestra un claro juego de roles; pero también en los cantos de las plañideras, pues las sociedades patriarcales toleran el llanto femenino y no admiten en general este tipo de efusiones en el caso de los hombres. Del mismo modo, recogían en sus comentarios las dificultades de los musicólogos para recopilar cantos tradicionales de boca de las mujeres, en parte porque ellas mismas (en determinadas culturas) se sentían incómodas y aun avergonzadas con esa posibilidad; y, en parte, porque sus maridos u otros varones se lo impedían tajantemente.

Visto con la perspectiva que dan los cerca de cuarenta años que han pasado desde entonces, uno no deja de admirarse del carácter precursor que tuvieron tanto dicho programa como las mujeres que lo sustentaron.

Pero la cosa no acabó aquí para Marisa Manchado, pues no pueden olvidarse sus ulteriores aportaciones y estudios académicos desde la perspectiva feminista, un ámbito en el que también fue pionera en España. Ni mucho menos su labor militante en favor de la presencia, visibilización e igualdad de las mujeres en el panorama compositivo español. Y como un simple botón de muestra de su activismo, destacamos el hecho de haber sido fundadora y primera presidenta de la Asociación Madrileña de Compositores y Compositoras (AMCC) de 1998 a 2000, entre otras muchas iniciativas que arrancan ya en los años 70. En estos mismos frentes pueden citarse, respectivamente, el célebre libro colectivo compilado por nuestra compositora y titulado Música y Mujeres, Género y Poder, un clásico de este tipo de estudios. Se publicó en 1998, pero tuvo una segunda edición en 2019, que consideramos muy necesaria no solo porque está agotada la primera sino porque, pese a lo mucho avanzado, hay que seguir insistiendo en la lucha por la igualdad (de derechos, de salarios por el mismo trabajo, de visibilidad real…) entre hombres y mujeres y sin olvidarse de las demás identidades de género. 

En la segunda edición del libro que acabo de citar tuve el privilegio de escribir un amplio prólogo donde, entre otros aspectos, indago en algunas claves de la personalidad arrolladora y entusiasta de la compositora madrileña. Así, su formación en el Colegio Estilo, dirigido por Josefina Aldecoa, fue un factor decisivo, pues aquel centro era una isla de libertad educativa, un lugar igualitario y laico que constituía toda una excepción en pleno franquismo. Luego vino su toma de conciencia y su contacto con los movimientos feministas de la Transición. Esta no puede explicarse del modo esquemático que se suele hacer. No bastan la habilidad de un rey, el esfuerzo de Suárez, la prudencia del Partido Comunista y la sensatez del pueblo español para explicarla. La Transición se hizo entre todos y entre todas. Son muchos los colectivos que hay que ir sumando a esa serie de factores tradicionalmente citados. Y muchas las personas que con su trabajo y buen criterio hicieron posible el cambio. Marisa Manchado es una de esas individualidades y supo aportar su grano de arena en aquel interesante y complejo proceso histórico.

Paralelamente, está la sobresaliente calidad de su formación musical. Manchado posee diversos títulos superiores de Música, así como otros de posgrado y una licenciatura en Psicología. Amplió sus conocimientos mediante estancias internacionales continuadas, que completaron la formación recibida en España de maestros como Carmelo A. Bernaola, a quien cita con particular reconocimiento.

Su catálogo abarca prácticamente todos los géneros musicales, desde la ópera hasta la música incidental, pasando por el concierto, la electroacústica, las agrupaciones de cámara, la voz, etc. Cuenta con tres óperas, dos de ellas estrenadas: El Cristal de Agua Fría, ópera en un acto, encargo del Ministerio de Cultura, para la Temporada de Ópera del Teatro de la Zarzuela, 1993-94, con libreto de Rosa Montero; la ópera de cámara Escenas de la vida cotidiana, con libreto de Gregorio Esteban y Elena Montaña, que se estrenó en 1997; y La Regenta, ópera en tres actos, con libreto de Amelia Valcárcel sobre la obra homónima de Leopoldo Alas “Clarín”, concluida en 2015 y aún no estrenada. 

Otra faceta de su poliédrica actividad musical se orienta hacia la pedagogía musical. En este terreno, aparte de obras diversas para la enseñanza musical, cabe mencionar El río de la vida, proyecto pedagógico para orquesta y coro, escolanía y orquesta infantil de instrumental Orff. Fue un encargo del CNDM y de la OCNE, estrenado en el Auditorio Nacional en 2013.

Ha tenido la oportunidad de estrenar muchas de sus obras. Solo en 2019, por poner un año que tenemos bien documentado, dio a conocer creaciones como Dunas, para piano; La condición del mundopara piano, cinta electrónica y baile flamenco; Tríptico: las edades, para voz y piano; Extreme tuba, para tuba; Agnus, Nieves y Antífonas para Juana, obras vocales para Semana Santa; Ummal-Fath, para violín y arpa; Los mares del sur, para viola y guitarra; Otras Rosas, para piano.

Pero si hay una obra especialmente destacable estrenada en 2019, esa es sin duda el Cuarteto número 5: en tiempos turbulentos, que consta de las siguientes partes: I. VitalII. DelicadoIII. BartókianaIV. Mixturas –In Silence. Fue un encargo del CNDM, estrenado el 16 de diciembre de 2019 en el Auditorio 400 por el prestigioso Cuarteto Quiroga

Se trata de una obra de plena madurez, escrita en el difícil género del cuarteto de cuerda, en el que la autora ya tenía una sólida experiencia. El concierto incluía cuartetos de Berg, Webern y Ernesto Halffter, además del estreno absoluto del cuarteto de Manchado. Es decir, que se confrontaban geografías, estéticas, generaciones y, en suma, se daba cuenta del alto nivel al que ha llegado el género cuartetístico en los siglos XX y XXI. Probablemente la alusión a Bartók en el tercer tiempo no olvida el universo modélico de sus seis cuartetos. Este estreno tuvo una excelente recepción por la crítica más avisada. Así ocurrió en el caso de El País (17/12/2019); claro que esto no extraña cuando comprobamos que la firma alguien con plena autoridad en la materia, como es Jorge Fernández Guerra. Entre otras cosas, se dice: “Obra ambiciosa y muy bien planteada, la pieza de Manchado tiene un punto de excelencia que nos hace lamentar que una figura como la suya aún no alcance el reconocimiento que merece”. El crítico acierta en todo, incluido lo referente a la lamentable falta de un merecido reconocimiento. Por su estructura alternante en movimientos de agitación y reposo, el crítico imagina un trasfondo vital, un lenguaje del cuerpo y unas resonancias telúricas que, añadimos, son signo distintivo de su condición de compositora, en el sentido más feminista del términoPor ello, no duda en calificar la interpretación del Cuarteto Quiroga como un “documento sonoro formidable”. También es reseñable la crítica de David Santana en la revista Codalario.

Como musicólogo, echo en falta –además de un mayor reconocimiento de la compositora–, la existencia de una buena monografía sobre su obra creativa y militante. Los gestores musicales descubrirían un tesoro y programarían su música con asiduidad. Espero ver, el estreno (en Oviedo, ya puestos a pedir) de La Regenta. Sería una buena manera de agradecer a una creadora como Marisa Manchado su extraordinaria aportación a la cultura y a la nueva música española.

 

Enlace a Pioneras en RNE

https://www.rtve.es/rtve/20210308/pioneras-radio/2080719.shtml

 

Fotografía de David Marco, con autorizavión.