Una sentencia latina nos advierte de que las palabras vuelan en tanto que los escritos permanecen. Los audiolibros subvierten esta idea en la medida en que las palabras que llegan a nuestros oídos son susceptibles de repetición, archivo y, en suma, de ser manejadas con la misma sensación de perdurabilidad que habita en los escritos de donde proceden. Las informaciones más esquemáticas sobre los audiolibros no dejan de señalar los diversos precedentes y ancestros de este tipo de recursos. No es raro que se llegue a los siglos de los antiguos rapsodas, cuando la oralidad era connatural al modo de vida de aquellas sociedades. También en los tiempos actuales se mantienen estas prácticas con más presencia de lo que cabría imaginar. En líneas generales, el audiolibro es un medio de uso individual, en tanto que las actuaciones de los bardos, juglares y demás narradores orales se plasman de ordinario ante un público, bien sea este el selecto de una corte, bien el abigarrado de una plaza cualquiera o incluso el laborioso de ciertas fábricas, como las del tabaco en Cuba, donde el personal atendía a las noticias y pasajes literarios que les recitaba un lector de tabaquería mientras se confeccionaban los cigarros.
Los audiolibros resultan potencialmente útiles para todo género de personas, pero para quienes padecen algún tipo de limitación visual pueden llegar a ser una tabla de salvación. Afortunadamente, muchos textos académicos sobre Musicología están disponibles digitalmente y el asistente de voz del ordenador los lee a la velocidad que nos convenga. Mas estas voces electrónicas se estrellan ante un párrafo de buena literatura. Lo cierto es que actualmente me resulta demasiado gravosa la lectura de textos literarios de amplio aliento. El regalo providencial de una suscripción a una plataforma de audiolibros vino en mi ayuda. Me dispuse a navegar en la web, no sin cierta desconfianza. Me imaginaba que el placer de la lectura sobre papel habría de ser superior al de la audición del mismo texto leído por otro. Evidentemente, se trataba de una opinión prejuiciosa. Era algo parecido a las críticas que los lectores tradicionales hacíamos de la lectura en une-book cuando estos dispositivos empezaron a circular. Que si los libros de verdad huelen, que si cada uno tiene su tacto, que si… ¡paparruchas!
Me estrené en el nuevo medio con una novela de ambiente rockero que fue elegida casi al azar y a modo de prueba. El narrador era Pau Ferrer, que firma una lectura extraordinariamente expresiva. Es admirable lo bien que le salen algunas exclamaciones. Cuando suelta un “¡joder!” —tomando la primera sílaba enfáticamente en el agudo para reposar luego en el grave en la segunda— suena auténticamente coloquial y el resultado es para nota.
Hay narradores que dan más de los que se les podría pedir. Iván Cánovas, en una novela de Martínez de Pisón titulada Fin de temporada, no solo lee con gran claridad y buena dicción, sino que incluso canturrea los pasajes de las no pocas canciones que salen a relucir en el texto, como aquella tan popular de Carlos Mejía Godoy y los de Palacagüina, titulada “Son tus perjúmenes, mujer”, que fue número uno en España (en 1977) y en buena parte de Iberoamérica. En algunas otras –como en “Here comes the sun”, de George Harrison— la melodía se le va un tanto de las manos, pero no por ello pierde su poder evocador.
La mayoría de las voces de estas ediciones en audiolibros dramatizan muy vívidamente los avatares de la ficción. Ponen voces aniñadas o de viejos achacosos, voces autoritarias, implorantes, melosas y de cualquier otra especie de pasión que aflore en lo leído. En fin, que son una parte decisiva del éxito del producto. Por ello, los nombres de estos narradores y narradoras aparecen siempre en las fichas del catálogo, así como al comienzo y al final de cada audiolibro. También suele existir una pestaña específica reservada para informar sobre quiénes ponen voz (y alma) a los audiolibros.
Algunas obras están leídas por varios narradores, con resultados desiguales. Así, la conmovedora novela Los ingratos, de Pedro Simón, cuenta con las voces de Alberto Mieza, Rosa Guillén y Núria Samsó, que bordan su papel. En otros casos es difícil que superan la lectura de un solo narrador de primera fila. Por otra parte, una cosa es que haya distintas voces en una obra de teatro —en la veterana tradición del teatro radiofónico— y otra dramatizar un relato largo. Casi siempre, a nuestro juicio, una buena narración individual excita la imaginación del oyente con tanta fuerza como la que por definición se desata en la mente del lector convencional cuando se ha metido de lleno en la historia.
El audiolibro no está todavía plenamente desarrollado en España, pero hay indicios alentadores. Así. encontramos obras que aparecen al mismo tiempo (o casi) en papel, en versión digital para lector de libros electrónicos y en audiolibro. Es el caso de la magistral Una historia ridícula, de Luis Landero, donde Jordi Brau une su dominio como lector a las cualidades de una voz rica en texturas, pliegues y aun asperezas que la hacen inconfundible y muy sugerente al oído. Sepa el lector que Jordi Brau ha doblado a numerosos y célebres actores, como Tom Hanks o Nicolas Cage.
Es posible modificar la velocidad de reproducción del audio. No hay joven que no lo haga cuando pasa un podcast o un mensaje de WhatsApp. Se trata de consumir más en menos tiempo. Esta práctica tiene sus peligros en el caso de la audiolectura, pues estos cambios transforman el timbre y la altura de la voz, salvo que se empleen determinados procedimientos tecnológicos. La ficción (que es el único género al que nos referimos aquí) se lee para disfrutar de cada frase, de cada palabra. En esto no valen las prisas, como tampoco valdrían para escuchar la Quinta de Beethoven en la mitad del tiempo consignado en la caja del CD. Hay que permanecer atento y sumamente concentrado en la audición.
Por otra parte, ¿cabe realizar algunas otras cosas al mismo tiempo? Contando con los dispositivos portátiles, se puede pasear sin perder el hilo del relato, conducir, practicar ejercicios físicos, entre otras posibilidades. De ningún modo vemos aconsejable escuchar música a la vez que se está inmerso en una audiolectura. Por esta misma razón, las narraciones que tienen una música de fondo me dan pánico. Hay algunas obras, más bien cortas, que no quedan mal con música y efectos especiales pensados ad hoc. Pero lo que se hace otras veces no es de recibo. Consiste en insertar pedazos de composiciones clásicas que reaparecen no mucho tiempo después. Y como una novela media puede durar diez o doce horas, lo que ocurre es que escuchamos periódicamente unas musiquillas de fondo que suenan a música ratonera, aunque sean de un maestro consagrado, músicas que no ilustran nada ni nada tienen que ver con lo que allí se narra. ¿Qué pinta una parte de la “Sinfonía del Nuevo Mundo”, de Dvorak, como fondo de un luminoso ensayo de Srefan Zweig sobre el Goethe de la Elegía de Marienbad? Nada en absoluto, así que sería mejor dejar que solo la voz del narrador nos lleve por los caminos emocionales de esta pequeña joya literaria o de cualquier otra.
Concluyo por hoy con una alusión a los abundantes nombres de actores y actrices (incluyendo a los de doblaje) que pueblan el universo de las voces de audiolibro, labor que comparten con una presencia menor como narradores de los propios autores y de algún que otro cantante. Entre los nombres que se destacan en la web de la que soy usuario figuran: Eduardo Noriega (El retrato de Dorian Grey, de O. Wilde), Irene Escolar (Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, la inolvidable historia que protagonizó Gregory Peck en la pantalla grande), Elena Furiase, Lolita Flores (en la imprescindible compilación de Laura Freixas Madres e hijas, AA.VV), Rosa López (perfecta en su chispeante lectura de Farándula, de Marta Sanz), Quim Gutiérrez (Frankenstein, Mary Shelley), entre otros nombres igualmente bien conocidos, como los de José Coronado, Alaska, Maribel Verdú, Alba Flores, Imanol Arias o Aitana Sánchez Gijón. Sirvan, pues, estas contadas menciones —a modo de pars pro toto— como homenaje y agradecimiento a quienes, con sus voces altamente capacitadas, nos regalan a través del oído —en una especie de bálsamo sonoro— lo que ya se resiste a entrar por la vista.
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