El concierto de los Rolling Stone en La Habana (2016), por ejemplo, fue histórico por los cientos de miles de asistentes y también porque legitimaba de una vez por todas el valor cultural de unas músicas que habían llegado a estar prohibidas o desautorizadas por el poder. Por cierto, es este un debate que también se dio en otros países hispanoamericanos, aunque ninguno con un aparato de control tan férreo como el derivado de la revolución cubana. La lucha de la izquierda latinoamericana contra el imperialismo cultural estadounidense exigía mirar con lupa los movimientos de las músicas pop y rock anglosajonas de los años 60 y posteriores. De ciertos análisis oficiales se desprendía que los valores de tales músicas eran esencialmente capitalistas y decadentes.
Volviendo a Padura, lo cierto es que, en las conversaciones de Conde y sus amigos, aquel se muestra un tanto reticente ante el concierto de los Rolling. Y no porque no le gustase el grupo británico, sino porque llegaba demasiado tarde. Claro que el ingenio cubano posibilitó que, incluso en los tiempos de la exclusión del rock, circulasen copias realizadas por un curioso sistema que el novelista describe al hilo de estas consideraciones. En todo caso, el personaje de Mario Conde –que tiene mucho de Padura, como este ha reconocido– manifiesta frecuentemente su gusto por grupos como los Beatles, Credence Clearwater Revival (con especial elogio para “Proud Mary”) y Blood, Sweat & Tears, entre otros. Nombres que no extrañan a nadie y menos a quien, como el autor de estas líneas, tiene la misma edad que el narrador cubano. También es cierto que en aquella isla todo resultaba más difícil.
El espejismo andino
En los años 70 del pasado siglo se produjo otro fenómeno musical sobre el que Padura realiza una interesante lectura. Me refiero a la música andina, tomada como seña de identidad y como savia nueva para la música popular de los países marcados por la cordillera de los Andes. La música andina y sus recreaciones tuvieron amplio eco internacional. En Francia, por ejemplo, ya había echado raíces desde bastante antes de la década citada. También resultó muy significativa en España, sin ir más lejos. Recuerda uno perfectamente esa fiebre de quenas, sicús y charangos y las muchas veces que escuchaba las casetes del quenista Facio Santillán para aprender aquellas hermosas melodías –“El cóndor pasa”, “Vasija de barro, con sicú, o, entre las más difíciles, “El pájaro campana”–, que luego tocábamos como podíamos en el grupo de amigos unidos por esta pasión. Por entonces –años 70– el sueño de algunos de estos jóvenes era visitar el Machu Pichu y ver pasar al cóndor.
Con no menor ímpetu penetró la música andina en Cuba. Pero, sobre todo, se dio preferencia a los géneros donde, al margen de fundamentos o reminiscencias más o menos étnicas, había un contenido explícito de tipo revolucionario o, como mínimo, de marcado compromiso social, según apunta Padura. Desde Chile, por poner un caso, llegaban los temas de Quilapayún, Inti.Illlimani, Víctor Jara, entre otros; y también acudían a Cuba los propios músicos del continente. Esto ocurría tanto antes de 1973, por el apoyo del gobierno de la Unidad Popular presidido por Salvador Allende, como –con más motivo– tras el golpe de Pinochet, que llevó a la muerte o al exilio a cantantes, grupos y a tantos otros chilenos. En un país como Cuba, sujeto a la disciplina del socialismo real, el golpe de Pinochet fue particularmente doloroso. Lo cierto es que los claros mensajes de izquierda de grupos y cantautores de diversos países hispanoamericanos eran bien recibidos por el aparato gubernativo cubano. Padura comenta que este tipo de músicas caló en la sociedad cubana y pronto empezaron a formarse grupos en la isla que mimetizaban el repertorio andino. En este punto, se levantan las observaciones críticas del de Mantilla. Podemos leerlas en un capítulo de Agua por todas partes (2019), un libro de carácter ensayístico sobre, como reza el subtítulo, “Vivir y escribir en Cuba”.
Lo primero que pone de relieve el novelista es que los países andinos del continente poco o nada tienen que ver con la idiosincrasia de una isla tropical como es Cuba. Que a Padura no le gustaba esta oleada sonora, llena de “quenas y tamboritos” –escribe–, es notorio en el léxico y en el tono afilado de sus objeciones. Baste decir que se mofa de los grupos de aficionados cubanos a este repertorio, que llegaban al extremo de procurarse ponchos de lana con los que se asaban en la caliente isla caribeña. Esto sí que era una interpretación históricamente informada.
La plaga del reguetón y la alternativa de la salsa
Pero si hay una música que a Padura no le gusta en absoluto y que le molesta profundamente, es el reguetón. Se había extendido por la isla y, sobre todo, por La Habana, de tal manera que era difícil no escucharlo al alto la lleva en la casa del vecino, en los coches, en los cafés y en todas partes. Como ya en la entrada anterior había salido este tema por otros motivos, me limito a reiterar el veredicto de Padura sobre este “taladro” sonoro al que considera una música “plástica, machacona, agresiva y soez” , además de “invasiva y omnipersistente”, una música que “atraviesa impúdicamente tus paredes”.
La alternativa, pues no va a ser todo criticar, la encuentra Padura en la salsa. De hecho, tiene un libro –Los rostros de la salsa– donde pasa revista al género y donde muestra su amplio conocimiento de artistas como Rubén Blades, Willie Colón, Johnny Ventura, Cachao López o Juan Luis Guerra, entre otros. Se desvela entonces toda la carga de esa efervescencia latina que se vivió desde los primeros años 70 en centros de la importancia de Nueva York, en el Caribe y en buena parte del mundo. Por cierto, con la diáspora de los 90, los músicos cubanos se ganaron la vida en países de todo el mundo a ritmo de salsa. Y, particularmente, devolvieron la visita a las naciones andinas cuya música había desembarcado en Cuba varios lustros atrás.
Observador incansable de la realidad habanera, Padura reparó en las transformaciones de la juventud en los primeros años de este siglo. Por entonces empezaron a congregarse en la Avenida de Los Presidentes de La Habana grupos de roqueros, con sus guitarras y sus botellas, que fueron los primeros entre las tribus urbanas de todo tipo que se asentaron en dicha avenida. Padura prestó especial atención a los emos en Herejes, quizá (sospecho) por ser la manifestación más extrema, pesimista y desconsolada de un desencanto sin fondo. El poder, la insularidad y el “agua por todas partes” ya no son fronteras del todo infranqueables para la libertad. Y Leonardo Padura, el narrador que necesita sentirse cubano y vivir en Cuba para escribir, nos lo ha ido contando en su valiosa y extensa obra.
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