Leo a Luis Landero desde los tiempos ya lejanos en que vio la luz su primera novela, Juegos de la edad tardía (1989). Ya entonces reparé en la sutileza con que el narrador expresaba los paisajes sonoros –en el sentido de Murray Schafer– de cualquier entorno. Con los años, fui descubriendo asimismo la extraordinaria importancia que tuvo y tiene la música en la vida del escritor; no en vano fue guitarrista flamenco, experiencia glosada en El guitarrista y en otros textos autobiográficos. Pero insisto en que la atención a lo sonoro va más allá de lo musical y atiende a lo meramente acústico en no pocas ocasiones.
El caso es que Landero acaba de publicar La última función (Tusquets Editores). Creo sinceramente que es una obra maestra, dotada de un perfume como de cuento antiguo y escrita con el mejor castellano que quepa imaginar. La he escuchado en audiolibro –no por capricho, sino por necesidad– y esto ha sido un factor decisivo para su disfrute. ¿Por qué? Pues porque Tito Gil, uno de los dos protagonistas, es un personaje dotado desde niño de una voz única, prodigiosa, capaz de adquirir tintes épicos, gozosos o de cualquier otra índole. Una voz que es “el verbo hecho música”, como se subraya en el texto. Paralelamente la voz del narrador del audiolibro (Jordi Brau) nos acerca a esa otra, casi sobrehumana, de la ficción. Uno siente que el lector desgrana las palabras de la novela con tal delectación que resulta un festín para los oyentes, un puro y voluptuoso disfrute. Naturalmente, el riquísimo y limpio castellano de Landero resulta primordial para el placer de la audición.
Tito Gil se siente predestinado para el arte de una manera que no admite fisuras. Trabaja como gestor, pero consigue desdoblarse en el Tito Gil artista. Y digo ‘artista’ por el carácter integral de su vocación. La voz portentosa le conduce a la rapsodia, pero de ahí salta a la escena teatral, a la escenografía y a la creación literaria. Optimista absoluto, no le afectan los reveses de la fortuna. No se rinde ante el fracaso ni se malea con el éxito. Ello es así precisamente merced a su “noble e incorruptible alma de artista”, como anota Landero. Para Tito Gil, en suma, el arte es ante todo la vía de la verdadera redención.
También redime el amor. Y son para nota los pasajes donde se da cuenta del primer amor de la protagonista femenina, Paula, una mujer a quien la propia existencia le va apagando sus sueños de felicidad y aun de arte. Hasta que, de forma un tanto rocambolesca, acaba protagonizando la mejor experiencia de su vida de la mano de Tito Gil. Este había vuelto a su pueblo, San Albín (o Montealbín), otrora esplendoroso y ahora convertido en un ejemplo palmario de la España rural y sin futuro, vaciada. Los que siguen en el pueblo lo acogen muy bien, pues ellos mismos habían magnificado su fama artística. Surge entonces la gran idea: recuperar el antiguo auto que se representaba tradicionalmente en San Albín, titulado Milagro y apoteosis de la Santa Niña Rosalba. Con ímpetu incansable, Tito Gil no solo recluta a los actores populares necesarios, sino que acaba incluyendo a la totalidad del vecindario en un magno espectáculo que quiere ser como el pistoletazo de salida para una nueva etapa en la vida de la localidad. El carisma de Tito explica la aceptación de tal espejismo.
No faltan detalles dramáticos muy logrados en la descripción del Milagro tal como se interpretaba en los buenos tiempos del pueblo. Por ejemplo, el modo en que se va haciendo el silencio –“hasta que calla también el último y más atolondrado de los músicos, que es el del tambor”– con la entrada en la narración de un caballero que, en realidad, es el demonio. Acto seguido, desde el lugar por donde se imaginaban todos que entraba el jinete y “desde lo más hondo del silencio”, surgía “una música muy suave”. Y esta era de dulzaina, de guitarra o de lo que fuese propio del músico encargado de tal labor. Las doncellas quedan “hechizadas” por esa música que toca “el gentil y misterioso caballero”. El cual tiene un pacto con el conde de la comarca, siempre maléfico en su castillo. Las muchachas andan como locas y, cuando se va el peligroso visitante, permanecen “ausentes” esperando su vuelta. Por cierto, los hombres ni siquiera pueden percibir esa música diabólica.
La música del demonio actúa como un filtro mágico que anula las voluntades de las jóvenes. Pero hay dos excepciones, además de la no menos mágica sordera selectiva en la que se mueven los hombres. Empieza el juego simbólico, pues no es que los varones estén aquejados de anhedonia musical colectiva, sino que hacen oídos sordos a los valores del Bien y del Mal que están en liza y viven en la estulticia como candidatos idóneos, a mi juicio, para subir a “la nave de los necios”, por recurrir al moralista y sabio Sebastian Brant.
En cuanto a las otras dos excepciones, tenemos por un lado a un campesino que sí oye, por la gracia de Dios, esa música que solo pueden captar las mujeres. Descubre el juego del Maligno, ante el que caerá derrotado, adquiriendo en la leyenda el aura de los mártires. Por otro, está la hermosa Rosalba, intensamente deseada por el conde y acosada por el demonio. Naturalmente, oye la música, pero es la única a la que no le hacen efecto las seductoras artes del caballero y esta es su grandeza. Al severo asceta san Juan Clímaco le hubiera gustado esta actitud, pues en su Escala espiritual sostenía que el pecado no estaba en la música, sino en quien la escucha de manera inadecuada. De modo que Rosalba no se inmuta con los sones diabólicos del caballero, a quien expulsa cuando la va a rondar. Posteriormente, la valiente joven lo desenmascara y muestra su cuerpo de macho cabrío. La música del diablo se torna entonces “disonante y horrible”. Lo que hace Rosalba es descubrir a un embaucador que, como otros de su especie, se sirve de la música para sus fines. Es un tópico de la antigua literatura cristiana. Ya san Clemente de Alejandría había dejado claro que Orfeo o Anfión eran demonios engañadores que arrastraban a la gente a la perdición. Frente a estos sones satánicos únicamente cabe oponer el cántico nuevo de la redención.
No solo Tito y Laura (que será la Rosalba de la representación) persiguen sus sueños en esta novela. También lo hacen algunos personajes secundarios. Galindo, por ejemplo, es el músico que lleva muchos años acompañando a Tito. Su misión consistía en ilustrar sonoramente los montajes poéticos y teatrales de aquel. No podía faltar en el proyecto del Milagro. Era un hombre taciturno, que solo cambiaba de cara cuando la música pasaba del tono menor al mayor, según retrata Landero con eficaz pincelada. En San Albín podrá cumplir su sueño de dirigir una nutrida agrupación vocal e instrumental que interpreta incluso sus propias composiciones. Esta especie de ópera sacra se extiende por todos los rincones de la localidad, en un espectáculo desarrollado con esplendor y expreso gusto por la fusión de las artes.
La orquesta y coro de Galindo actúa como una banda sonora de los acontecimientos que se iban desarrollando en el Milagro. Aquella agrupación era capaz de producir las más variadas sonoridades “y había música alegre o triste, o de suspense”. Uno diría que la música actúa en la representación con el espíritu barroco de la retórica musical. No solo con la intención de reflejar los afectos o pasiones del alma presentados en escena, sino también con la idea de inducirlos en los espectadores de aquel magno montaje dramático-musical.
También se recurre a la tecnología para los constantes efectos especiales (de armas, galopes y otras muchas sonoridades), cometido que corre a cargo del electricista Rufete, otro amigo y veterano colaborador de Tito. Se reconoce en la novela que aquella vasta obra se desarrollaba en demasiado espacio y, por tanto, era difícil verla entera. Se había convertido en una creación desmedida y plurifocal. En otro orden de cosas, el autor se muestra como un gran conocedor de la vida en los pequeños núcleos de población de ámbito rural, revelando los modos en que pervivían las tradiciones de cantos, danzas, indumentarias, etc. Es decir, mediante la tradición oral. El análisis de este entorno sónico desde la perspectiva del paisaje sonoro(Soundscape) permitiría establecer el plano del sonido clave o tónico (Keynote sound), que es el mar de fondo de la fiesta, y cómo se destacan sobre este las señales sonoras (Signal sound) de la música o de los efectos especiales.
Particular mención merece uno de los viejos del bar que, dicho sea de paso, son el narrador colectivo de la novela. Me refiero a don Andrés Cruz, concejal de cultura y persona pesimista donde las haya. Sostiene que entre la estaca del hombre primitivo y la batuta del director de orquesta no hay cambios esenciales en la identidad del género humano. Y lo que es peor: la audición de música le recuerda a este personaje los tiempos de la guerra. De hecho, asegura que cada bomba tiene su sonido y que, en su conjunto interpretan un concierto. ¿Acaso era don Andrés un furibundo seguidor de Marinetti, que levitaba con los cañones que “destripan el silencio con un acorde TAM-TUMB”? En absoluto. Sugiere, muy en su línea melancólica, que habría que poner la sinfonía bélica al lado de Bach o Beethoven. La comparación diría mucho –y no precisamente bueno– sobre nuestra especie.
En La última función no hay nada de aquella amarga hondura que encontramos en otras de sus obras, como ocurre en Lluvia fina, pongamos por caso. La atmósfera que se crea nos transporta a un espacio legendario donde el magnetismo de la voz literaria de Luis Landero se erige en protagonista decisivo del relato. Lo reconozco: estas líneas no evocan ni siquiera la milésima parte de las bellezas que atesora La última función. Estoy convencido de que quienes se animen a descubrirlas no se verán defraudados.
No sobra añadir que el personaje de Tito Gil está directamente inspirado en Ernesto Gil, actor y recitador al que Landero acompañó con la guitarra en repetidas ocasiones. Ronda los 90 años y se muestra agradecido con la creación de su amigo Landero, pero declara no haber leído el libro a causa de sus limitaciones visuales. Igual ha llegado el momento de que Ernesto(Tito Gil) disfrute de la voz de otro para seguir siendo un maestro, un artista y un lector. Que para algo existen los audiolibros.
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