No son escasas las obras literarias que abordan el tema musical como elemento determinante (o colateral, pero significativo) de su trama. Algunas de ellas –debidas a Luis Landero, Ian McEvan, Carson McCullers, Rameau, Proust, Cervantes, Clarín, Polo de Medina, Pessoa, Rabelais, Francisco de Isla…– ya han sido comentadas en este blog. Hoy traemos a El otro a ratos unas líneas sobre el relato titulado El músico ciego, del escritor ruso –de Ucrania, por más señas– Vladimir Korolenko (1853-1921). Este autor está considerado como un sólido exponente de la literatura rusa, aunque no sea tan conocido como Tolstoi, Chejov o Gorki, entre otros.
La acción de El músico ciego se sitúa en la “Pequeña Rusia”, lo que más o menos viene a ser la región (y actualmente nación) de Ucrania. La familia en cuyo seno se desarrolla la historia goza de buena posición en su entorno campesino. En su casa viven el matrimonio Popelski, su hijo Pedro y el hermano de la mujer, el tío Max. Este es un personaje central, lisiado por sus graves heridas de guerra. Había luchado contra Austria por la independencia de Italia. Era asimismo un hombre culto que actuará como preceptor, mentor y guía del niño. El caso es que la madre descubre algunos comportamientos del bebé que la llevan a sospechar que está ciego, intuición que confirmará el médico. El tío Max le dice a su hermana que, si protege demasiado al niño, acabará siendo un ser desafortunado e inútil.
El infante, por su parte, comienza a desarrollar grandes capacidades táctiles y auditivas que le permiten moverse con soltura por la casa, reconocer a los familiares y distinguir a los extraños. A los dos años muestra signos de fuerte excitación a causa de los sonidos de la primavera. Los rumorosos torrentes del deshielo o las ramas de las hayas meciéndose con la brisa van conformando su fonoteca interior. Recibía sorprendentes estímulos a modo de “notas nuevas y desconocidas”, como escribe Korolenko. En efecto, demuestra una especial atención a los fenómenos acústicos, después de haber ejercitado el tacto desde la más tierna infancia. Esto último lo expresa magistralmente el narrador cuando afirma: “parecía que mirase con la punta de sus deditos.”
A los cinco años se maneja con soltura por la casa y los terrenos cercanos. Al quedarse dormido se funden en su mente los sonidos del entorno, que le proporcionaban sueños felices y armoniosos. Pero un día se añade a ese paisaje sonoro el tañido de una flauta que tocaba el mozo Jochem desde el establo. Y lo hacía con tal sentimiento –como reflejo de un desengaño amoroso– que el niño empezó a acudir al establo todas las noches, admirado por esos tristes sones. Paralelamente, la señora Popelski olvida su mala experiencia con una antigua profesora alemana de música y le pide a su marido que le compre un piano.
La instalación del instrumento ofrece una escena estéticamente interesante. La madre del ciego toca unas difíciles piezas alemanas. El tío Max se va, bastante molesto, con su antigermanismo a flor de piel. El niño palidece, impactado por ese nuevo caudal de música que acaba de descubrir. En el ambiente sobrevuela una cierta tensión, derivada de los dos mundos sonoros que compiten en la granja. Surge la idea de que la caña que Jochem (presente en la sala) convirtiera en flauta había nacido y crecido en las mismas tierras donde ellos habían venido al mundo y adquirido una identidad. Es más, también la propia música que interpretaba el mozo estaba enraizada en el mismo territorio. Poseía aquella una autenticidad de la que carecía la ejecutada diestramente por la señora. Esa lucha entre lo propio y las influencias externas es el motivo recurrente de la música rusa del XIX. El ‘espíritu del pueblo’, teorizado por filósofos como Herder, nutría el pensamiento del romanticismo y especialmente del nacionalismo musical. Pero la lucha de las naciones periféricas de Europa por hacerse con una voz propia en el ámbito musical no se lograría sin fuertes dosis de diálogo entre los modelos centroeuropeos (e italianos) con las propias raíces nacionales. Los mundos del mozo Jochem y de la madre del ciego se diluyen y se armonizan en la síntesis que llega a alcanzar el sensible invidente.
El niño se inclina al principio por la rústica flauta de Jochem. Al mismo tiempo, la señora de la casa empieza a insuflar mayor sentimiento a sus interpretaciones y a introducir piezas que llegan más directamente al corazón. De este modo, la larvada rivalidad entre las dos fuentes musicales de aquella hacienda sufre una transformación. El mozo flautista y el niño ciego escuchan ahora con interés a la pianista.
Todavía en la edad infantil aparece la niña Evelina en la vida de Pedro. Este lleva una existencia tranquila, demasiado protegido y aislado del mundo. Pasan los años. El tío Max sigue atendiendo al joven en su formación. Le abre la mente a conocimientos de muy diverso tipo. Pedro usa indistintamente la flauta rústica y el piano, como cifra de lo que debe a sus dos maestros, su propia madre y el mozo de cuadra. El tío Max organiza una velada en la casa para que el ciego trate con otras personas, entre ellas algunos jóvenes. Evelina capta la incomodidad que siente Pedro y lo va a buscar al molino donde sabía que se habría refugiado tras abandonar repentinamente la fiesta. Allí surge el amor. Y cuando vuelven a casa, el ciego se sienta en el piano y empieza a tocar una música que daba cuenta de todo el remolino de emociones que acababa de vivir. Todo está descrito con apasionamiento, aunque no sin sutileza a la hora de analizar los sentimientos que buscan fluir entre las notas. Korolenko subraya que un sustrato decisivo de esa interpretación “era la música popular que siempre resonaba en su espíritu que oía la voz de la tierra”.
La música académica también había calado hondo. Un entendido que allí estaba le pregunta por lo que acababa de tocar, que resultó ser algo italiano. Pero es sobre todo el modo de interpretar lo que confiere valor a su arte, precisamente por estar cargado de autenticidad y sentimiento, por ser trascendente más allá de la propia técnica musical. Era una página italiana, sí, pero Pedro la ha adoptado y ha hecho que tuviese “la voz de la tierra”; la ha hecho suya en un interesante proceso de recepción. El ciego triunfa con su improvisado recital, pero no queda satisfecho. El escritor aclara: “En las últimas notas expresaba una pregunta silenciosa, una duda, una queja”.
El relato aborda a continuación una etapa de crisis. Pedro se lamenta de su destino. Cree que más le hubiese valido ser un ciego pedigüeño o un músico callejero. El tío Max le lleva ante un grupo de mendigos invidentes y sumidos en la indigencia. Pedro queda horrorizado con lo que oye. Quiere marchar, no saber nada de esa dura realidad. El tío Max le reprocha su egoísmo, que también le había causado tensiones con Evelina, y le dice que por lo menos les dé una limosna. Es cierto que su vida puede resultar difícil, pero es un lujo comparada a la de aquellos ciegos desfavorecidos por la fortuna que acababan de visitar.
Pedro se casa con Evelina y tienen un hijo. El ciego vive un momento de éxtasis que le lleva a asegurar que ha recobrado la vista con toda nitidez por unos segundos. Hay escepticismo y dudas, claro, pero aquella fugaz iluminación es en realidad una redención que neutraliza esa parte suya egoísta y atormentada.
La escena final se desarrolla en una sala de Kiev donde debuta como pianista, guiado al escenario por su esposa y con el tío Max encargado de recoger el dinero para una causa benéfica, pues el amor al prójimo ya forma parte del bagaje del ciego. Una improvisación sobre temas populares –y no es casual esta insistencia en el “Volksgeist” o “espíritu del pueblo” que tantos estudiosos quisieron encontrar en las canciones tradicionales– se gana de inmediato al público. Una nueva vida está a punto de empezar.
El tío Max, al que podemos ver como un Pigmalión generoso, tiene razones para estar satisfecho. Pues, en efecto, sus atenciones y su paciencia, además de su sabiduría, lo han convertido en un eficaz maestro, como aquel artista legendario que había sido capaz de dar vida a su escultura. Max había dado vida autónoma a un ser desvalido y protegido en exceso. Por eso, comprendemos su meditación final: “Había terminado su obra; no había vivido en vano; se lo decían los poderosos sonidos que resonaban en la sala y que se apoderaban de los corazones de los oyentes”.
Ilustración
Cubierta con un retrato del escritor. Vladimir Korolenko: El músico ciego. Madrid, Ed. Dédalo, 1942. [En línea]. [Consulta: 21 de mayo de 2024]. Imagen procedente de los fondos de la Biblioteca Nacional de España (Biblioteca Digital Hispánica). Disponible en Web:
http://bdh-rd.bne.es/low.raw?id=0000261516&name=00000001.jpg
Referencia
Vladimir Korolenko: El músico ciego. Barcelona, L. González y Cª, eds. Pontificios, 1902. Google Books. Disponible en Web: http://bdh-rd.bne.es/low.raw?id=0000261516&name=00000001.jpg
Nota
Este breve relato fue ampliado por el propio autor, por lo que se aconsejan, para más información, las ediciones de Alianza de 2011 y 2018, en traducción de Ricardo San Vicente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario