I.
La vigésimo segunda edición
del Diccionario de la
Real Academia responde escuetamente al ser interrogada sobre la voz
“nostalgia”. Por un lado, la define como “Pena de verse ausente de la patria o
de los deudos o amigos”. Por otro, como “Tristeza melancólica originada por el
recuerdo de una dicha perdida”. Ambas acepciones sirven sobradamente como punto
de partida; y desde Ulises para acá podrían ser suscritas por muchos.
La nostalgia está asociada a
sentimientos de pena y de tristeza, incluso de dolor por una ausencia que
resulta aparentemente irremediable, si bien en algunas ocasiones queda abierta
una fisura para la esperanza, para la devolución de ese bien, para el
reencuentro con patria, deudos, amigos y dichas perdidas, por usar los mismos
términos del Diccionario.
Los sentimientos de ausencia
forman parte de las propias experiencias vitales. Es muy habitual, por ejemplo,
sentir nostalgia de la juventud. Y nada más lógico que esa nostalgia cristalice
con la audición o el recuerdo de las músicas que nos acompañaron en esos años.
Aquellas músicas fueron realmente nuestras amigas, nuestra familia y pueden ser
ahora nuestra añorada Ítaca. No extraña que, lejanas en el tiempo y en algunos
casos imposibles de recuperar, duela su recuerdo y su pérdida.
II
La nostalgia de otros tiempos y de otras músicas suele ir asociada
a la crítica de la realidad del momento. Pocos autores lo han expresado como el
tratadista Jacobo de Lieja, que vivió a caballo de los siglos XIII y XIV. Sus
vivencias de juventud nos lo sitúan en París, en plena eclosión del Ars
Antiqua, pero cuando escribe el monumental Speculum Musicae ya han sobrevenido los nuevos modos del
Ars Nova. No le gustan a Jacobo de Lieja esos cantos del primer cuarto del siglo
XIV, llenos de sutilezas rítmicas y fragmentaciones, que considera lascivos, ni
esos cantores “que aúllan y ladran como perros”.
Mas Jacobo de Lieja, nostálgico de los motetes franconianos,
capaces con pocas voces y pocas figuras de trasmitir incomparable hondura, sabe
que la batalla está perdida: “Yo pertenezco al número de los antiguos que
algunos de aquellos llaman burdos; yo soy viejo, ellos son agudos y jóvenes;
aquellos que yo defiendo están muertos, viven aquellos contra los cuales yo
disputo”.
El tratadista se sabe habitante del pasado, obligado a luchar
contra una realidad emergente con el único recurso de sus fantasmas, de sus
amigos muertos, de unos argumentos que ya nadie quiere ponderar. Ha perdido la
batalla, pero en el fondo de su alma —cabría conjeturar—le queda la certeza de
haber vivido unos tiempos sin parangón, como un privilegio que les está vedado
a los alocados partidarios de la modernidad.
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