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viernes, 23 de octubre de 2015

Paul Badura-Skoda: más que un gran pianista


Guardo un recuerdo extremadamente grato de Paul Badura-Skoda. El célebre pianista era habitual en los conciertos de la Sociedad Filarmónica de Oviedo, pero mi trato personal con él se sitúa en mayo de 1984, en el marco del Festival de Música de Asturias. Había quedado encargado de atenderle (Emilio Casares, director del Festival, tuvo que salir de viaje) y fui su cicerone durante los días de sus actuaciones en Gijón y Oviedo, jornadas de mucha lluvia e inolvidables conversaciones.
Andaba metido por entonces en la conclusión de mi tesis sobre música española de vanguardia, así que escuché con suma atención las reflexiones de Badura-Skoda sobre la composición, disciplina en la que él mismo había hecho algunas incursiones. La II Escuela de Viena seguía siendo de referencia a la hora de hablar de modelos compositivos para el siglo XX y lo cierto es que el ilustre pianista se inclinaba manifiestamente por Berg, situaba a Schoenberg en un punto un poco más ambiguo y no comulgaba con el puntillismo weberniano.
Para Badura-Skoda hay que partir de unos límites, de unos principios rigurosos, pero es preciso dotar a la obra de un cierto valor ético y hasta de una pincelada de romanticismo que la humanice. Quizá por ello se muestra más cercano a los modos de otros compositores, en especial a Franck Martin, a quien le unieron lazos de amistad y autor que le dedicó incluso alguna de sus obras.
Paul Badura-Skoda es un conversador único, capaz de hablar de muchos temas con sosiego y originalidad. Recuerdo cómo relacionó la sinfonía “Romántica” de Bruckner, que se interpretaba esos días en el Festival, con la sonata de Schubert que había incluido en su programa. O sus reflexiones sobre Jung, Rousseau (muy críticas en este caso), el cristianismo, el maniqueismo, así como acerca de la aguda pero diletante lectura que Thomas Mann había hecho de Wagner.
Cosa curiosa, a este maestro del piano no le importaba que hubiese aplausos entre las diversas partes de una obra. De hecho, eso ocurrió en Gijón. Semejante “herejía” se suele ver como una muestra de ignorancia, pero la verdad es que esos usos se daban en el siglo XIX por puro entusiasmo, cuando el ritual de los conciertos estaba menos sacralizado. Por cierto, no faltan ensayistas que reivindican esta práctica en los últimos años. Tuve la oportunidad de escribir entonces algo de estas experiencias en La Hoja del Lunes (Oviedo, 21/05/1984) y en ese artículo, que ahora refresca mi memoria, recogí así aquella circunstancia: “Paul Badura-Skoda ladeó la cabeza mientras sonreía abiertamente mirando hacía el público, como si se hubiese abierto un pasillo con el pasado y algo del espíritu jovial y desinhibido de las shubertiadas vienesas se hubiese colado de rondón entre las paredes del Jovellanos”.
Paul me regaló un precioso vinilo con música de Haydn interpretada en un pianoforte de hacia 1790, perteneciente a su afamada colección de estos instrumentos. Conservo, además, otros muchos recuerdos, como el de una partida de ajedrez con la que entretuvimos la espera en el aeropuerto de Asturias, o el de la fabada que degustamos en Casa Conrado, en cuyo libro de honor fue invitado a firmar. Dicha firma se produjo porque el catedrático y académico de la lengua, Emilio Alarcos, que era un notable melómano y estaba con unos amigos en una mesa cercana, se lo sugirió a la siempre atenta dirección del restaurante.
Al final, Paul reparó en un cartel que estaba colocado en la pared más cercana a su silla, sacó una libretita y anotó algo misteriosamente: era el nombre de Oviedo, que figuraba escrito en asturiano en dicho cartel y le había llamado la atención. O sea, que como al clásico, nada de lo humano le resultaba ajeno.

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