Guardo un
recuerdo extremadamente grato de Paul Badura-Skoda. El célebre pianista era
habitual en los conciertos de la Sociedad Filarmónica de Oviedo, pero mi trato
personal con él se sitúa en mayo de 1984, en el marco del Festival de Música de
Asturias. Había quedado encargado de atenderle (Emilio Casares, director del
Festival, tuvo que salir de viaje) y fui su cicerone durante los días de sus
actuaciones en Gijón y Oviedo, jornadas de mucha lluvia e inolvidables
conversaciones.
Andaba
metido por entonces en la conclusión de mi tesis sobre música española de
vanguardia, así que escuché con suma atención las reflexiones de Badura-Skoda
sobre la composición, disciplina en la que él mismo había hecho algunas
incursiones. La II Escuela de Viena seguía siendo de referencia a la hora de
hablar de modelos compositivos para el siglo XX y lo cierto es que el ilustre
pianista se inclinaba manifiestamente por Berg, situaba a Schoenberg en un
punto un poco más ambiguo y no comulgaba con el puntillismo
weberniano.
Para
Badura-Skoda hay que partir de unos límites, de unos principios rigurosos, pero
es preciso dotar a la obra de un cierto valor ético y hasta de una pincelada de
romanticismo que la humanice. Quizá por ello se muestra más cercano a los modos
de otros compositores, en especial a Franck Martin, a quien le unieron lazos de
amistad y autor que le dedicó incluso alguna de sus obras.
Paul
Badura-Skoda es un conversador único, capaz de hablar de muchos temas con
sosiego y originalidad. Recuerdo cómo relacionó la sinfonía “Romántica” de
Bruckner, que se interpretaba esos días en el Festival, con la sonata de
Schubert que había incluido en su programa. O sus reflexiones sobre Jung,
Rousseau (muy críticas en este caso), el cristianismo, el maniqueismo, así como
acerca de la aguda pero diletante lectura que Thomas Mann había hecho de
Wagner.
Cosa
curiosa, a este maestro del piano no le importaba que hubiese aplausos entre
las diversas partes de una obra. De hecho, eso ocurrió en Gijón. Semejante
“herejía” se suele ver como una muestra de ignorancia, pero la verdad es que
esos usos se daban en el siglo XIX por puro entusiasmo, cuando el ritual de los
conciertos estaba menos sacralizado. Por cierto, no faltan ensayistas que
reivindican esta práctica en los últimos años. Tuve la oportunidad de escribir
entonces algo de estas experiencias en La Hoja del Lunes (Oviedo, 21/05/1984) y en ese artículo, que
ahora refresca mi memoria, recogí así aquella circunstancia: “Paul Badura-Skoda
ladeó la cabeza mientras sonreía abiertamente mirando hacía el público, como si
se hubiese abierto un pasillo con el pasado y algo del espíritu jovial y
desinhibido de las shubertiadas vienesas se hubiese colado de rondón entre las
paredes del Jovellanos”.
Paul me
regaló un precioso vinilo con música de Haydn interpretada en un pianoforte de
hacia 1790, perteneciente a su afamada colección de estos instrumentos.
Conservo, además, otros muchos recuerdos, como el de una partida de ajedrez con
la que entretuvimos la espera en el aeropuerto de Asturias, o el de la fabada
que degustamos en Casa Conrado, en cuyo libro de honor fue invitado a firmar.
Dicha firma se produjo porque el catedrático y académico de la lengua, Emilio
Alarcos, que era un notable melómano y estaba con unos amigos en una mesa
cercana, se lo sugirió a la siempre atenta dirección del restaurante.
Al final,
Paul reparó en un cartel que estaba colocado en la pared más cercana a su
silla, sacó una libretita y anotó algo misteriosamente: era el nombre de Oviedo,
que figuraba escrito en asturiano en dicho cartel y le había llamado la
atención. O sea, que como al clásico, nada de lo humano le resultaba ajeno.
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