Después de haber subido a este blog un buen número de entradas bastante académicas y aun tirando a sesudas, me permito un pequeño recreo autobiográfico. De todos modos, las siguientes líneas también contienen algo del aroma de una época y seguro que hay detalles que algunos lectores recordarán por haberlos vivido, o conocerán por haberlos escuchado a sus padres o abuelos.
La Gesta y los himnos
Esta historia se
desarrolla en la escuela pública ‘Gesta de Oviedo’, a principios de la década
de los 60 del pasado siglo. Era por entonces un centro un tanto privilegiado
porque estaba vinculado a la llamada Escuela Normal (o sea, Magisterio) como
lugar de prácticas para los futuros maestros.
Era algo así como un
centro piloto, de manera que, pese a tratarse de una escuela pública, tenía más
medios que ninguna otra de la ciudad. No sé cómo son las cosas ahora, pero hubo
períodos en los que la gente acomodada hacía gestiones para que sus hijos
fuesen a La Gesta aunque no les correspondiese ir por el lugar de residencia y
pese a que podían costearles un colegio de pago, como era habitual en su clase
social. La escuela tenía dos zonas perfectamente separadas, una para niños y
otra para niñas.
En aquella época (y
durante muchos años) La Gesta estaba dirigida por el señor Fidalgo. Estábamos ya
en el segundo franquismo, pero los hábitos heredados de etapas mucho más
activas en cuanto a la ideologización de la sociedad seguían surtiendo efecto.
Para entrar a clase
formábamos unas filas en el patio, por cursos, y nos cubríamos, o sea, extendíamos el brazo
hasta el hombro del que estuviese delante. Una vez convenientemente espaciados,
escuchábamos el Himno Nacional, con la letra que (lo supe mucho después) le había puesto
José María Pemán en tiempos de Primo de Rivera y que ha sido suprimida en la
actual etapa constitucional.
También escuchábamos
el himno de los tradicionalistas, pero no el de la Falange (que sí cantaban en
La Gesta/niñas, según supe posteriormente), lo que sin duda indicaba las
preferencias de nuestro director dentro de las familias políticas del régimen.
No recuerdo bien si
había que cantarlos. Creo que sí, pero yo no lo hacía, desde luego, por lo que
diré más abajo. Pero supongo que, en general, mis compañeros los cantaban, sumándose
a los potentes altavoces del patio de la escuela. En cualquier caso aún sabría
cantar ambos himnos sin que faltase una coma ni una nota. Si aquello de “alzad
los brazos, hijos del pueblo español”, que predicaba el himno nacional, me
sonaba muy extraño, lo de luchar “por Dios, por la Patria y el Rey”, que
aconsejaba el Oriamendi, aún me resultaba más incomprensible, principalmente porque no
había rey por quien luchar, al menos mandando en plaza.
El canto fingido
No me gustaba cantar
himnos. Me parecía una cosa del todo excesiva y en nada acorde con mi
carácter. Pero tampoco me sentía cómodo cantando las canciones escolares.
Desarrollé entonces una técnica de play-back, por llamarlo de algún modo, consistente
en hacer como que cantaba, pero, de hecho, no emitía ni un sonido. Eso sí,
movía los labios al ritmo de los textos que, como se dijo, aún recuerdo
perfectamente.
La impostura fue
descubierta por mi maestro de la clase de Unitaria. Nunca supe que significaba
semejante concepto, pero lo cierto es que yo fui a Unitaria el primer año (muy
a principios de los 60) y luego pasé a segundo curso saltándome el primero.
Después me pasaron a cuarto y finalmente me instalé varios años en sexto (que
era el último curso), cual Señor de los Números Pares.
Caí con todo el
equipo durante las celebraciones del mes de las flores. Era mayo. Toda la
escuela dedicaba un tiempo de la jornada escolar a formar en una gran sala
multiusos que tenía una imagen de la Virgen, completamente rodeada de flores,
en uno de sus frentes.
Se cantaba, entre
otras piezas piadosas, aquella que dice: “Venid y vamos todos / con flores a
María, / con flores a porfía, / que Madre nuestra es”. Dos cosas he de decir
sobre este cántico mariano. La primera es que como nunca nos explicaron el
texto, yo estaba convencido de que cantábamos a dos personas distintas: una,
María (que allí estaba, en efecto), y otra, llamada Porfía, a la que jamás pude
encontrar en dicha sala y por la que, menos mal, nunca me atreví a preguntar.
Seguro que a muchos les pasó lo mismo.
La segunda es que con
motivo de formar parte del tribunal que juzgó la tesis doctoral de una
investigadora llamada Carmen Prieto, tesis que versaba sobre la tradición oral
en el concejo asturiano de Lena (y que luego merecería el Premio Marqués de
Lozoya), me encontré con la transcripción de dicha pieza según la cantaban las
viejas del lugar. Y aquel glissando descendente y espantoso que se hacía
sobre determinadas sílabas de la canción (Maríííía, porfíííía...), como en un
extraño balido, estaba allí perfectamente reflejado y parecía ser cosa
universalmente extendida.
Pues bien, en esta
industria mariana andaba embebida toda la escuela, mientras yo perfeccionaba mi
técnica de impostura vocal, cuando mi maestro sobrevino silenciosamente por la
espalda, acercó la oreja a mi cara y me sorprendió en pleno cántico silencioso.
Descubro, mucho después de haber escrito lo que antecede (la base de estas
notas data de en torno al año 2000), una historia semejante en un duro cuento
de Roberto Méndez y seguro que hay otras muchas casi idénticas que no conozco o
que nunca fueron escritas.
La bronca, al volver
a clase, fue de las gordas. Se apellidaba Quintana, pero todos le decíamos don
Quintana. Debía de ser algo músico pues nos enseñó un buen ramillete de canciones
que tampoco he olvidado. En ese final de curso don Quintana me obligó a cantar
dichas canciones bien alto e incluso en solitario ante el resto de la clase.
Pero una vez superada la timidez (porque a la fuerza ahorcan) cantaba lo que me
echasen con una extraña mezcla de resignación y entusiasmo.
Cuando como
investigador me acerqué a los repertorios del franquismo, editados en
cancioneros de la Falange, del Frente de Juventudes o del SEU, me encontré con
algunas de las piezas que nos enseñaba don Quintana, o sea, un abanico de
canciones regionales, festivas o patrióticas.
Me daba mucha pena
aquella que decía: “Ya se murió el burro / que acarreaba la vinagre / ya lo
llevó Dios / de esta vida miserable”, estrofa a la que seguía un estribillo
jocoso, en nada conforme a la gravedad de lo enunciado anteriormente y que
también cito de memoria: “Que tururururú, que tururururú, que tururururú, que
la culpa la tienes tú”.
Había
canciones asturianas —como “Fui al Cristu y enamoreme”— que luego seguí
cantando en los años de juventud (pues era normal hacerlo en determinados bares
y sidrerías) y que convivían con repertorios más reivindicativos y muy propios
de los años de la Transición. Sin embargo, lo curioso es que aquel maestro nos
enseñaba muchas canciones de otras regiones, como una en gallego que hablaba de
coger unas flores de pensamiento, otra catalana y varias más de diversas partes
de España. Y, claro, no puede dejar de venirme a la cabeza un texto de Pilar
Primo de Rivera, que preludia el
Cancionero del SEU (edición
de 1964), que se comenta a sí mismo y dice mucho de los afanes ideológicos de
una época:
"...cuando
los catalanes sepan cantar las canciones de Castilla; cuando en Castilla se
conozca también la sardana y se toque el txistu; cuando del cante andaluz se
entienda toda la profundidad y toda la filosofía que tiene, en vez de conocerlo
a través de los tabladillos zarzueleros; cuando las canciones de Galicia se
canten en Levante; cuando se unan cincuenta o sesenta mil voces para cantar una
misma canción, entonces sí que habremos conseguido la unidad entre los hombres
y entre las tierras de España".
Una última palabra
por mi parte: sobreviví.
Ilustración: el autor en una foto escolar de La Gesta de principios de los 60.
Yo también creí durante mucho tiempo que Porfía era otra persona…
ResponderEliminar¡Un texto genial!
Me alegro mucho. Sí, seguro que era una creencia extendida, favorecida por la propia redacción del texto de la canción. Pero todos intuíamos que preguntar por ello podía tener su riesgo. ¡Gracias, Ariodante!
Eliminar¡Cuántos recuerdos me trae esta entrada! Además de ser un reflejo de una época que algunos tenemos muy viva en la memoria, sirve de testimonio a los más jóvenes de lo que ha cambiado nuestro país.
ResponderEliminarSobre el significado de las palabras, me permito una pequeña reflexión que hace unos meses me suscitó un artículo publicado en LNE, en el que se realizaba una pequeña encuesta a ovetenses de la zona sobre un cambio de nombre a la plaza de La Gesta; curiosamente la mayoría no sabían lo que significaba dicha palabra ni por supuesto lo que la misma connotaba.Enhorabuena por su entrada. Me ha encantado.
Muchas gracias. Muy curioso lo que dice acerca del nombre de la plaza y de la propia escuela. Me quedo sobre todo con el recuerdo de los buenos maestros que allí había.
Eliminar