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jueves, 23 de febrero de 2017

Mari Luz González Peña: la archivera adamantina

Mari Luz González Peña (Avilés, Asturias) es una de esas personas sin las que muchas cosas de la musicología hispánica de los últimos lustros no hubiesen podido alcanzar su meta con la misma plenitud. Como se sabe, Mari Luz es la directora del Centro de Documentación, Archivo y Patrimonio (CEDOA) de la Sociedad General de Autores y Editores. Estamos hablando de una investigadora y documentalista tan conocida y valorada en la profesión como discreta y efectiva en su diario quehacer. Hoy la traigo a estas líneas para celebrar los muchos años de amistad que nos unen y agradecer su inagotable generosidad. Como es habitual en este sitio, no incurriré en la fría enumeración de sus méritos —que son muchos— sino que los entremezclaré con la evocación y los recuerdos, que también son muchos.
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Conocí a Mari Luz a principios de los ochenta del pasado siglo, cuando ella cursaba la licenciatura en Historia del Arte en la Universidad de Oviedo, donde ya se había titulado en Magisterio. Yo estaba haciendo la tesis y ayudaba al profesor Emilio Casares en la Extensión Universitaria. Precisamente Mari Luz y sus compañeras Pilar Fernández y Pilar García Cueto (flamante catedrática de Historia del Arte) formaban parte de ese equipo altruista que gestionaba el Festival de Música de la Universidad con pocos medios y espíritu voluntarioso bajo la dirección entusiasta de Casares.
Luego, con la tranquilidad derivada de tratarse de una tercera titulación, cursó los estudios de Musicología y seguimos en contacto. Aquellos años del festival fueron muy gratos. Todos ganamos en experiencia y en conocimiento del mundo de la música y el espectáculo con esas prácticas colaborativas. Lo cual podía incluir, como escribió la propia Mari Luz, “desde descargar sillas de un camión a repartir los abonos por las distintas facultades”.
También hubo tiempo para la amistad y la fiesta. Por ejemplo, en esas sonadas espichas (celebraciones con sidra y diversas viandas) que solíamos realizar alumnos y profesores a fin de curso o después de algún examen. Festejos que podían culminar en alguna discoteca (esto le encantaba a Mari Luz, notable bailarina de ritmos latinos) o, como en cierta ocasión, danzando alrededor del fuego próximos al cementerio y “más cerca de un funeral irlandés que de un aquelarre (…), con la feliz inconsciencia de la juventud y el descaro de quienes se sienten felices”, como escribió con bella prosa su amiga Pilar Gª Cuetos en la curiosa publicación que se cita abajo.

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Sin duda un factor decisivo en cuanto al camino que iba a tomar su vida ha de buscarse en el Máster en Biblioteconomía, Archivística y Documentación que cursó en nuestra misma Universidad de Oviedo. Pero, en realidad, Mari Luz ya estaba metida por entonces en una serie de proyectos y colaboraciones de mucha envergadura en esta línea.
Lo del Festival de Música de la Universidad fue algo así como la prehistoria de una historia de trabajo incansable al lado del profesor Casares, que comienza con la colaboración en la transcripción del Legado Barbieri. De ahí sale la publicación Francisco Asenjo Barbieri. Biografías y documentos (1988). Desde entonces formó con el citado Emilio Casares un tándem de una eficiencia inigualable, de una lealtad mutua absoluta y sin fisuras, como proclamada para siempre en algún templo juradero de la vieja Castilla.
Todavía en Oviedo, en 1986, colaboró en la organización de la exposición Lorca y la Generación del 27, que circuló por diversas partes de España y del extranjero y de la que quedó un catálogo muy interesante. Recuerdo que por esas fechas podía uno entrar en el despacho donde se guardaban los vinilos y encontrarse con un maniquí vestido con un auténtico traje de La Argentinita, pues lógicamente también llegó a Oviedo la citada muestra.
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Pero, sin ningún género de dudas, cuando la fortaleza del citado tándem Emilio Casares/Mari Luz G. Peña se puso a prueba fue en relación con el colosal proyecto del Diccionario de la Música Española e Hispanoamericana. Lo recuerdo bien. Eran muchos los que no creían en el proyecto, pero Mari Luz ni se planteó que el Diccionario no pudiese salir adelante. Por entonces, como ella misma ha comentado, ya era una de las personas que mejor conocía y sabía calibrar las capacidades del musicólogo. El cual suele decir que Mari Luz tenía el Diccionario en su cabeza, enterito, con sus miles de voces y cientos de colaboradores. No es de extrañar que su nombre salga en la portada como “secretaria técnica”, justamente destacado, al lado del propio director y de los dos codirectores.
También recordamos algunos aquellos primeros listados de voces que se imprimían dejando una impresora de chorro de tinta conectada durante la noche y alimentada con un gran rollo de papel continuo. “Nunca sabíamos lo que íbamos a encontrar a la mañana siguiente”, escribe Mari Luz. Fue su gran trabajo desde 1989 hasta la publicación de la obra más de diez años después. Me imagino que cuando en el 2000 estuvo también metida en la realización del Diccionario de la Zarzuela. España e Hispanoamérica, la experiencia acumulada habrá facilitado mucho las cosas, aún siendo un proyecto con otro tipo de dificultades que no vienen ahora al caso.
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A todo esto, Mari Luz había encontrado su acomodo laboral en el seno de la SGAE (editora del Diccionario, no lo olvidemos) y había empezado a ejercer como investigadora y documentalista en los proyectos citados. Hay un sinfín de voces en el Diccionario referidas a autores de los que lo poco que se ha conseguido saber se debe a Mari Luz.
Pero esta vena investigadora no acaba con esto. Sería prolijo detallar sus aportaciones en este terreno. En 1999, coincidiendo con el centenario de la SGAE, se ocupó de la edición de Mi Teatro: Cómo nació la Sociedad de Autores, de Sinesio Delgado, edición que incluye el correspondiente estudio biográfico del autor.
Sin embargo, merece la pena destacar su libro Música y músicos en la vida de María Lejárraga (Instituto de Estudios Riojanos, 2010). Había empezado a estudiarla con una ponencia de 2005 y, a medida que avanzaba en sus pesquisas, llegaba a la conclusión de que era necesaria una monografía sobre esta autora. Así vio la luz un estudio, claro y ameno, en el que se documentan muchos aspectos de la interesantísima vida de esta autora, empresaria y luchadora, que no sólo “ayudaba” a su marido (el dramaturgo Gregorio Martínez Sierra), sino que, en realidad, era la autora de buena parte de sus obras y libretos. La perspectiva feminista resulta especialmente obligada en casos como éste. 
Por otro lado, Mari Luz es una auténtica especialista en la documentación gráfica. En 1996, la SGAE publicó el libro Mujeres de la escena (1900-1940), cuya edición corrió a cargo de Javier Suárez-Pajares, Julio Arce Bueno y la propia Mari Luz. No hay exposición o investigación que requiera un apoyo sustantivo de imágenes de determinadas tipologías que no recurra al conocimiento de Mari Luz en este terreno. En 1912, coincidiendo con el centenario del comediógrafo lenense, Vital Aza, primer Presidente de la Sociedad de Autores Españoles, organizó una exposición sobre su vida y obra, que se pudo ver en las sedes madrileña y ovetense de la SGAE, a la que han seguido otras varias sobre Miguel Ramos Carrión y Manuel Nieto, Enrique Granados y José Echegaray, Miguel de Cervantes, Jacinto Benavente y Benito Pérez Galdós. En la actualidad prepara una sobre Ramón de Campoamor, en el bicentenario de su nacimiento, que se podrá ver en el Teatro Campoamor de Oviedo en el mes de septiembre.
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Nuestra invitada de hoy —que ahora me viene a la cabeza provista de una descomunal jarra de café muy poco cargado— ejerce con vocación su trabajo cotidiano, que es todo menos rutinario. En un centro como la SGAE y con un puesto tan importante como el que Mari Luz ostenta, son muchas las obligaciones sociales que es preciso atender. De nuevo su saber estar resulta fundamental. Mari Luz conoce a mucha gente del mundo del arte, el espectáculo y la política y a muchos nos consta el afecto con que la siguen tratando, al cabo de los años, algunas de esas personalidades.
Mari Luz trabaja en los bajos del palacio de Longoria, sede de la SGAE. Un reino subterráneo, podría decirse. Un día tuvo la humorada de reconocer en una entrevista que le hizo Patricia Gosálvez en El País (4/1/2011) que los archiveros “vivimos en las mazmorras”, eso sí, “rodeados de joyas”, que su amor a la sabiduría y a la historia sabe ponderar y cuidar como se merecen.
Vale, de acuerdo: en el archivo de la SGAE hay muchas joyas de papel. Pero hay una de carne y hueso, la mejor de todas, que se llama Mari Luz González Peña, la archivera adamantina que ilumina aquel sótano y nuestras mentes con su nombre y con su obra.


Referencia:
Las citas proceden de la recopilación y edición privada y limitada de las felicitaciones dedicadas a Emilio Casares con motivo de su 60 aniversario, un un libro “a escondidas”, como escribe en el prólogo M.ª Luz González Peña, que fue la artífice de esta sorpresa de cumpleaños: Libro intitulado Diván de la Amistad en el que se asientan recuerdos memorables, dedicatorias de provechosa lección, fotos, dibujos y composiciones que el consorcio de los amigos de Emilio Casares le dedican con motivo de su sesenta aniversario. Oviedo, Diseño gráfico Elías, 2003,

jueves, 16 de febrero de 2017

Segunda integral de la música matérica de Carlos Galán

Como un regalo de Reyes (un poco fuera de fecha, pero no por ello menos grato) recibí semanas atrás la Segunda integral de la Música Matérica de Carlos Galán (Several Records, 2016). Se trata de un álbum con tres cedés que recogen las músicas matéricas del compositor numeradas de la XXII a la L, así en números romanos. Supone, por tanto, la continuación de su triple cedé del 2000 titulado Integral de la Música Matérica I-XXI. Incluye un folleto de unas 100 páginas (no están numeradas) con una impresionante cantidad de información muy valiosa sobre la estética y la ética que subyacen en la concepción creadora del Carlos Galán, así como sobre las obras y su propio concepto de “música matérica” con el que viene trabajando sistemáticamente desde los años 90. La primera obra de esta orientación data de 1994, pero los procesos mentales, las observaciones y ciertos detalles de la propia práctica compositiva ya apuntaban hacia lo matérico desde tiempos anteriores. El maestro Carlos Galán también tiene producción extra-matérica y, usando su propia expresión, composiciones “en el dintel de lo matérico”.
Son numerosos los estímulos que nos ofrecen las obras de esta segunda integral. Tantos que sólo aludiré aquí a unos pocos detalles, en la idea de que habrá que volver sobre el tema más adelante.
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Carlos Galán —pianista, director, fundador del grupo Cosmos 21 y muchas cosas más—  es también, y quizá por encima de todo, un creador fecundo y sumamente singular en el contexto de la música española de las últimas décadas. Ha sabido reflexionar sobre su propio quehacer, de modo que nos proporciona bastantes pistas en cuanto a la poiesis y otros aspectos de sus obras.
Me llamó la atención, por ejemplo, un asunto aparentemente trivial. Me refiero a los títulos de sus obras. Demuestra con datos que son mayoritariamente neutros, pero la cosa tiene sus matices porque, al mismo tiempo, se vale del recurso de subtítulos muy expresivos en muchas de sus creaciones. A los amantes de los fenómenos de transtextualidad no se les escapará que, siguiendo la célebre clasificación de Genette en Palimpsestos, la cuestión del título no es baladí y forma parte del paratexto. O sea, que Galán oscila entre una tendencia a la denominación no referencial de sus composiciones y otra tendencia, muy fuerte, a dar pistas acerca de sus fuentes y detonantes creativos. Éstos pueden venir de la propia experiencia, de la naturaleza o de los artificios del ingenio humano.
Carlos Galán es un observador muy atento, que ha practicado la “limpieza de oídos” como aconsejaba Murray Schafer y, en general, el aguzamiento de todos los sentidos para nutrir con tan cuidadas percepciones la argamasa de con que están hechas sus obras.
Este compositor parte, por tanto, de la propia fisicidad del sonido, al que somete a una serie de análisis y transformaciones. Los místicos orientales dirían que escucha o imagina un sonido despojándose del ego, olvidando que es el murmullo del agua o un pizzicato de violín, por ejemplo, y viéndose y viéndolos como formando parte de una especie de unidad de todas las cosas.
Pero acto seguido (y no es la única pareja de opuestos que opera en su arte), aflora la vena condenadamente occidental y empieza el zoom a funcionar y a cambiar el papel y el significado de los elementos aprehendidos. La artificialidad toma el relevo a la naturalidad, por decirlo con otra oposición que figura en su Manifiesto matérico.
Digamos, pues, que saca a un primer plano aspectos que estaban velados y, al mismo tiempo, suaviza sus manifestaciones más características en una poderosa acción transformadora que denomina acusmasis. Para tal propósito se arma con una serie de conceptos muy claros sobre las cualidades del sonido. Éstas ya no son sólo las convencionales (altura, duración…) sino un total de 13, entre las que tienen cabida algunas tan determinantes como la densidad, la reiteración, el ataque o incluso su uso histórico.
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En esta segunda integral hay tantas obras de interés que es difícil elegir. pero si tuviese que inclinarme por una, lo haría por Las cuatro sonoridades inefables, cuatro piezas de 2005/2006 que el propio autor reconoce como un claro ejemplo de sus postulados estéticos. La inspiración le viene de un texto de K. K. Lhiau: Notas desde la veranda sobre el lago. Son cuatro piezas relacionadas entre sí para violín, violín y electroacústica, guitarra y electroacústica y guitarra a solo, respectivamente.
En estas obras observamos el valor del instante, desnaturalizado respecto a sus orígenes en los correspondientes instrumentos. No abundan las notas “bien temperadas”, claro. Unas veces son valores largos que, a lo mejor, pueden ser analizados en sus duraciones mediante planteamiento de proporciones fractales. Otras veces son repeticiones enfebrecidas, percutivas, motrices, que nos traen a la memoria a alguno de los maestros clásicos de la música concreta. Tan pronto el sonido vuela en el cristalino territorio de los armónicos como se arrastra, telúrico y expresionista, en inquietantes sonoridades, llenas de irregularidades que activan el factor “relieve” en el menú de las 13 características del sonido establecidas.
No hay sentido discursivo propiamente dicho sino más bien una sucesión de instantes que son como universos de plenitud, auténticos objetos sonoros. Lo cual tiene consecuencias para el oyente. Galán propone con su música un antídoto contra este mundo de lo fugaz, contra ese “pensamiento líquido” del que nos habló Bauman. Nos invita a regalarnos tiempo, espacio, meditación y, partiendo de la matericidad del sonido, a descubrir unas provincias sónicas que sólo cabe asociar, piensa uno, con un estado especial de la consciencia.
Rodeados de materialismo, precisamente la música matérica abre una ventana a lo trascendente y a lo mágico desde la propia física del sonido. La escucha de las obras de Galán nos pone ante cuestiones que están en todos nosotros y que a veces tenemos sepultadas por los ajetreos de la vida actual. He ahí su gran apuesta: una música singular y exploradora que —como se señala al comienzo del Manifiesto matérico— es la cifra de una “aproximación sensible y reivindicativa de la materia”.
Todo un programa cuyo mejor manifiesto es la propia música del compositor, transmutada en oro para el oyente por las artes de este inimitable alquimista de la materia sonora.


Fotografía de Elena Martín, cortesía de Carlos Galán.

jueves, 9 de febrero de 2017

Violines en las favelas

El pasado verano se presentó en España la película El profesor de violín, obra del realizador brasileño Sergio Machado. La cinta había sido estrenada en Brasil el año anterior. El filme, como han destacado los medios de comunicación, está basado en hechos reales.
Hay muchas películas sobre profesores de música. En general, la historia de un discípulo/a con su maestro/a permite saltar del plano musical al plano psicológico y alimentar así el interés dramático del argumento, incluyendo con frecuencia las correspondientes historias de amor.
También hay peliculas que abordan la enseñanza musical de un determinado colectivo, como pueda ser una clase de una escuela (¿quién no se acuerda de Jack Black haciendo de roquero histriónico y medio chiflado en Escuela de rock?), un coro escolar o cosas semejantes. Existen varios modelos a este respecto.
Imposible no traer aquí a colación a Terence Fletcher, profesor de percusión en Whiplash, película de 2014 que tiene detalles autobiográficos del guionista y director Damien Chazelle. Fletcher me recordó al sargento mayor Hartman, instructor de reclutas en La chaqueta metálica (Kubrick, 1987), que, como se sabe, es la quintaesencia de todos los sargentos instructores psicópatas (pero eficaces) que suelen comparecer en las películas bélicas.
El tal Fletcher considera que la perfección interpretativa ha de ser un camino de dura superación personal. Todo es tensión, competencia brutal y siempre con el triunfo como objetivo a costa de lo que sea, igual que ocurre en la cara más cruda del capitalismo. La big-band del profesor Fletcher es magnífica, desde luego, pero está nutrida de chicos y chicas que aceptan la humillación hasta extremos que llegan a la tragedia. Todo lo cual, dicho sea de paso, viene servido con un gran trabajo actoral, un montaje asombroso y con un dominio del relato cinematográfico incuestionable.
Hay otros modelos (con otros mensajes) y uno de ellos lo encontramos en El profesor de violín. Ciertamente, el distinguido conservatorio donde enseña Fletcher, sito en la costa Este norteamericana, nada tiene que ver con la enseñanza musical que, en el caso real narrado en la película de Machado, cuajó en una favela brasileña.
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Antes de proseguir, un recuerdo. Conocí hace muchos años a alguien que después de licenciarse con muy buenas notas y de haber incluso empezado a pensar en la tesis doctoral, lo dejó todo y tomó el camino de la vida religiosa. Estuvo unos cuantos años en Brasil, en contacto con los más desfavorecidos. Periódicamente volvía a España y me contaba, entre otras cosas, cómo se vivía la música entre aquellos jóvenes que nada poseían.
Allí, los cánticos de la misa poco se parecen a esas quejumbrosas cantilenas que se oyen en la mayoría de nuestras parroquias. En aquel entorno se escuchan músicas llenas de convencimiento, de entrega y emoción, donde los fieles forman realmente parte de lo que se está celebrando y donde parece que el buen Dios está de cumpleaños.
Con instrumentos a los que les pueden faltar algunas piezas, con arcos casi sin cerdas, con viejos violines que van reparando como pueden, brota una música sin parangón, lo mismo en el templo que en otros ámbitos de aquellos poblados llenos de miseria y violencia. Creo que fue Claudio Abbado quien habló de ese potencial, pues los chicos y chicas de las favelas pueden aprender la técnica como cualquiera, pero poseen un don a la hora de interpretar, acaso porque la música sea una de las posibles tablas de salvación en el proceloso mar de los suburbios brasileños.
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El caso es que Laerte dos Santos, violinista destacado y antiguo niño prodigio, se halla en un momento de fuerte inestabilidad psicológica. Queda bloqueado en la prueba para ingresar en una orquesta, deshace con su estrés el cuarteto del que forma parte y tiene engañada a su familia, lejana y humilde, con su supuesta agenda de trabajo. Pero realmente está en la ruina, con deudas y viéndolo todo muy negro. Es entonces cuando le avisan de que hay una plaza de profesor en una escuela pública de una favela, donde existe un grupo instrumental auspiciado por una ONG.
Cuando llega al lugar de ensayo, una especie de patio entre rejas que lo separan del exterior, se encuentra con unos cuantos jóvenes indisciplinados, lenguaraces, que se distraen con el móvil, que andan a la gresca entre sí y que, para colmo de males, tocan espantosamente mal.
Es difícil de creer que el arreglo de la obra de Mozart que sirve de iniciación a sus enseñanzas pueda sonar así ni aun en medio de la peor de las pesadillas. Me refiero al tema con variaciones Ah vous dirai-je, maman, que tiene un papel significativo en varios momentos y versiones.
Paralelamente a las desesperantes sesiones de la pequeña orquesta de la favela, se muestra la aún más dura realidad de aquel poblado, cplagado de drogas, robos, ajustes de cuentas, persecuciones policiales y demás desgracias cotidianas en este tipo de comunidades. La orquesta y el entorno no son realidades disociadas, sino que hay una ósmosis entre ambas, sin que tampoco falte la tragedia. Todo sucede en ambientes muy cerrados casi siempre, oscuros y desesperanzados.
Hay momentos muy bonitos sobre el valor de la música, incluso con el expreso mensaje de Orfeo como fondo (escena en la que el profesor calma, tocando su violín, a unos pandilleros que le acosan) o con mensajes más ambiguos, como cuando el traficante principal de la favela le pide al profesor que lleve a su orquesta para el cumpleaños de su hija —la cual tiene ilusión en cumplir 15 años bailando El Danubio azul—, lo que alarma a la dirección del centro y pone de relieve que la música “no es inocente” como diría Jacques Attali. Es lo que tiene la belleza: también puede gustar a los bandidos.
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Las cosas tardan en encauzarse. A los seis meses aquello sigue siendo un horror. Al año, el canon de Pachelbel empieza a ser reconocible. Se intensifican los ensayos. El profesor parece estar más implicado, pero gana una plaza de primer violín en la orquesta de Sao Paulo. Todo parece irse a pique. Y, bueno, quien quiera saber más que vea la película.
Un detalle final: la cinta no se titula como propone el título español (El profesor de violín) sino Tudo que aprendemos juntos, lo que no requiere traducción. Y tal es, por otra parte, la lección de esta escuela de la calle, donde hay que aprender a tocar superando no sólo los problemas de la técnica sino las difíciles condiciones del entorno.
En un momento de desánimo, una chica les dice a sus compañeros que todos tenemos problemas, en la casa, con la familia, en la vida, pero que justo en los ensayos eso parece no contar gracias a la música. Semejante comunión con la práctica musical no se logra con el exacerbado individualismo y afán de triunfo de los alumnos de Fletcher en su conservatorio de la costa Este norteamericana, sino con el compañerismo y la solidaridad que, pese a todo, habitan en las favelas brasileñas. O sea, con todo lo que aprendemos juntos.

Ilustración: fotograma de la película.

jueves, 2 de febrero de 2017

Ricardo Aleixo, premiado por sus investigaciones sobre la guitarra del XVIII

Dedicamos hoy unas líneas al musicólogo y concertista de guitarra Ricardo Aleixo, Premio de Musicología 2015 de la Sociedad Española de Musicología por sus investigaciones sobre la guitarra española del siglo XVIII.
Aleixo realizó su tesis doctoral en la Universidad Complutense de Madrid bajo la dirección de Javier Suárez-Pajares, profesor que posee una conocida  trayectoria en cuanto a los estudios sobre la guitarra.
El libro en que se ha convertido dicha tesis y cuya publicación es una consecuencia del propio galardón se titula La guitarra en Madrid (1750-1808) y ha sido editado por la SEdeM a finales de 2016. Justo en estas fechas comienza a circular.
En el prólogo de Luis Briso de Montiano (a quien Ricardo Aleixo reconoce un papel decisivo en todo este proyecto) se plantea una cosa bastante curiosa en un texto académico. Me refiero a que se habla de la posibilidad de leer el libro no sólo de manera lineal sino también siguiendo otros posibles itinerarios, como si se tratase de Rayuela o ficción semejante, pero incluso con más de las dos opciones propuestas por Cortázar en su célebre novela.
Una sugerencia así se justifica y es posible por los muy diversos enfoques con que se aborda la situación de la guitarra en el Madrid de la segunda mitad del siglo XVIII. Esta reducción geográfica a la Villa y Corte no es estricta en absoluto, sobre todo en los capítulos dedicados a la música.
Comienza la monografía explicando la llamativa presencia de la guitarra en la cultura popular, en el teatro breve y en la vida cotidiana de la España del momento. Esto se opera, además, en el seno de las capas populares y también en los estamentos superiores, incluso en la familia real. Y si ya desde tiempos anteriores la guitarra era reconocida internacionalmente como instrumento nacional español, su presencia en el XVIII la afianza definitivamente en esta consideración.
Nada mejor que la mirada del Otro para que se ponga el foco sobre lo que, siendo en España cotidiano y ordinario, es visto desde la perspectiva de los extranjeros como singular. Precisamente los testimonios de viajeros por España en esta época se analizan en el segundo capítulo, que es una delicia. Es un tema en el que Ricardo Aleixo ya había publicado algunas cosas, a modo de adelanto.
Sorprende el retrato que los viajeros pintan de una España donde tocar la guitarra es casi la condición por antonomasia del ser español. Resulta maravilloso leer esos testimonios, espigados por el investigador de numerosos relatos de viajes, en los que vemos a los madrileños reunirse a la vera del río en la hora del crepúsculo para descansar de la larga jornada de trabajo, sin que falte nunca el sonido de alguna guitarra. Instrumento, por cierto, que como señala Aleixo, no sólo colgaba de las paredes de las barberías sino también de los muros de panaderías, cantinas u otros locales comerciales o de artesanos.
La amplia difusión de la guitarra por España es un hecho claro, pero no con la misma intensidad en todos los sitios. Por ejemplo en Galicia, sostiene este autor, la gaita limita notablemente la presencia de la guitarra en las manifestaciones festivas.

Tras un capítulo sobre los personajes populares asociados a la guitarra (barberos, ciegos, etc.) nos regala Ricardo Aleixo otro —de lectura perfectamente autónoma— en el que analiza finamente la iconografía de la guitarra española en la época acotada. Siguiendo planteamientos de Cristina Bordas, diferencia tres niveles de representación, que van desde la mera sugerencia de la música hasta la plasmación realista de instrumentos o incluso de partituras, pasando por las escenas en las que la música está “sonando”, por decirlo de alguna manera, de manera explícita.
El capítulo 5 se refiere a los guitarreros y a las guitarras del momento, lo que supone un nuevo cambio en el enfoque del tema. Aleixo se refiere a las guitarras de bajo coste (con maderas baratas, pocos adornos, etc.) como otro de los argumentos de su amplia difusión. Y luego está todo el tema de la guitarra de seis órdenes que es la novedad de estas décadas.
El capítulo 6, mucho más amplio que los demás, es realmente el núcleo de la investigación. Mas no tendría el mismo valor sin todas esas miradas que el investigador ha ido lanzando previamente hacia el objeto de estudio.
Estamos ante la propia música. Por esta razón, aquí se analizan los tratados de la época, incluso del siglo anterior cuando es preciso. Básicamente el autor divide su estudio entre la música para la guitarra de punteado y la guitarra de rasgueado. El estilo mixto ya ha pasado a ser anecdótico.
Dedica mucha atención a los aspectos notacionales. Si para la guitarra de puntueado el autor se centra en los fondos madrileños de las cinco bibliotecas analizadas (Nacional, Real, Conservatorio, Histórica Municipal y del Senado), con toda la cuestión del avance de la notación mensural sobre la de cifra, en cuanto a la guitarra de rasgueado no se cumple la limitación geográfica señalada en el título /Madrid); ni se puede cumplir si se quiere decir algo de interés sobre el rasgueado de la segunda mitad del XVIII.
En esta vertiente, las fuentes que proporcionan buenos ejemplos son principalmente Minguet e Yrol y Vargas y Guzmán, pues las aportaciones de Andrés de Sotos y Manuel Valero constituyen meras repeticiones de Amat y Sanz, respectivamente, como no deja de recordar Aleixo. Aún Minguet e Yrol podría justificarse por su circulación impresa, lo que no ocurre con Vargas y Guzmán, que analiza con particular finura pero que, obviamente, no tiene nada que ver con Madrid. Lo que quiere decir que la obra nos da mucho más de lo que se anuncia en el título, como por lo demás es lógico —insisto— si queremos analizar las importantes transformaciones de la guitarra en las décadas postreras del siglo XVIII con todos los datos.
No faltan consideraciones estilísticas del repertorio, que se mueve entre las pervivencias del Barroco y la asunción de la estética preclasicista.
Por otra parte, la obra se complementa con una serie de bibliografías, índices y apéndices que ratifican el rigor académico con que fue realizada esta investigación.
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Las líneas anteriores, que no pretenden de ninguna manera ser una recensión del libro sino tan sólo una simple reseña de parte de su contenido, tienen también para mí una significación personal. Hace unos años recibí el primero de los numerosos correos que luego mantuve, hasta hoy, con Ricardo Aleixo. Me preguntaba por un detalle sumamente puntual de una pieza de rasgueado del tratado de Vargas y Guzmán de 1773, cuyo manuscrito yo había descubierto y editado.
Desde ese mismo momento supe que estaba ante un investigador serio, riguroso, de trato exquisitamente académico, que escribía un castellano perfecto pese a no ser su lengua materna. Naturalmente, atendí sus consultas y le facilité encantado todo lo que estaba en mi mano.
La “recompensa” que recibo radica —como para cualquier lector— en lo enriquecedor del conjunto de su obra. Pero es muy comprensible que disfrute particularmente con los nuevos matices y conclusiones que ha sabido sacar de la fuente que uno mismo había estudiado en 1994, la Explicación de la guitarra de Vargas y Guzmán (Cádiz, 1773). Por ejemplo, su reflexión sobre las encordaduras de alambre atado como punto de transición entre las de tripa y las de piezas metálicas hendidas en el diapasón de la guitarra. O bien su valoración del rasgueado de las seguidillas o del fandango, singulares en ambos casos. O, en fin, el análisis iconográfico y musicológico del dibujo de una guitarra de seis órdenes que contiene el citado manuscrito.
Ahora compruebo, con gran satisfacción, que no me equivocaba en mis apreciaciones. Lo que no quiere decir que no haya aspectos discutibles en algunos detalles de un trabajo tan amplio y planteado desde tan variadas perspectivas. Pero eso no es el objetivo de estos párrafos. Sí lo es proclamar que un libro como el que acaba de publicar Ricardo Aleixo es de obligada consulta para quien quiera adentrarse en alguno de los aspectos, autores o fuentes de todo este período dieciochesco en el que la guitarra había conquistado a la sociedad española y se había erigido en símbolo de España a los ojos de las naciones vecinas.