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jueves, 25 de mayo de 2017

Tetraktys o número cuaternario


Siguiendo con los pitagóricos, traemos hoy a este sitio una sencilla nota sobre algunos principios numerológicos que esta escuela defendía como base de su doctrina y que podían ser ejemplificados y utilizables en términos musicales.
El número es el principio que explica todo. El número uno es el símbolo de la igualdad, de lo que, como dice Porfirio, “se mantiene en una identidad inmutable”. El dos, por el contrario, es la alteridad, el cambio, lo “biforme”. El tres, en fin, es aquel número que representa lo que tiene principio, medio y fin. Si añadimos el cuatro se comprueba que, todos ellos sumados, dan el diez, que es el número perfecto entre los pitagóricos, un “receptáculo” donde, siguiendo con Porfirio, se halla “toda diferencia numérica, toda clase de razonamiento y toda proporción”. Y como todo lo creado se rige numéricamente, este receptáculo perfecto que es la década se convierte en el símbolo por excelencia del orden universal.
Esa década la expresaban los pitagóricos mediante el llamado número cuaternario o tetraktys, es decir, con una figura que tenía cuatro hileras, de uno, dos, tres y cuatro puntos cada una, formando un triángulo. Si establecemos las proporciones que hay entre todas ellas encontramos las siguientes, que implican otros tantos intervalos cuando las aplicamos a la división en un monocordio:
2:1, proporción dupla, diapason (octava),
3:2, proporción superparticular sesquiáltera, diapente (quinta),
4:3, proporción superparticular sesquitercia, diatésaron (cuarta).
De este modo obtenemos los tres intervalos fundamentales de la teoría pitagórica, cuyo valor se extenderá a buena parte de la Edad Media.
Pero hay más posibilidades:
3:1, proporción tripla, diapason con diapente (octava con quinta),
4:1, proporción cuádrupla, disdiapason (doble octava),
4:2, dupla, luego es otra octava.
Parece que estos tres intervalos compuestos no añaden nada especial a los anteriores. Hay otra octava, una doble octava y una octava con quinta. Los pitagóricos admitieron que añadir una octava a una quinta no desvirtúa el valor de la quinta, por el sentido de gran fusión que se da entre dos sonidos a la octava. Mas el sistema queda cojo, porque la octava con cuarta no puede deducirse en la tetraktys, ya que su proporción es 8:3. Además, ésta es una proporción superpartiente, mientras que todas las anteriores eran múltiples o superparticulares. El oído nos dice (y les decía a los antiguos griegos, como se ve en la Armónica de Ptolomeo) que si  la cuarta es consonante, lo seguirá siendo si se le añade una octava, igual que ocurre y admitían para la quinta. Pero la razón les advertía de que la proporción 8:3 de la octava con cuarta no se hallaba contenida en la tetraktys. Por eso su papel oscila entre unas fuentes y otras.
No puedo concluir sin destacar que todo este juego numérico tiene siempre valores que van más allá de la aritmética, o sea, que posee significados trascendentes, cosmogónicos y místicos.
Por todo ello, la tetraktys adquirió un sentido sagrado, a modo de amuleto pitagórico. Refiere Porfirio que, de hecho, la utilizaban siempre en sus juramentos, a la vez que invocaban a Pitágoras “como a un dios”. De este modo:

“no, por el que a nuestro linaje otorgó el número cuaternario,
porque éste posee como fundamento la fuente de la perenne naturaleza”.

Referencia
Porfirio: Vida de Pitágoras. Argonáuticas órficas. Himnos órficos. Introducción, traducción y notas de Manuel Periago Lorente. Madrid, Gredos, 1987.

jueves, 18 de mayo de 2017

Musicoterapia pitagórica

El libro Vida pitagórica, de Jámblico, es sin duda una de las más deliciosas fuentes sobre Pitágoras y su doctrina. Es cierto que Jámblico vivió a caballo de los siglos III y IV de nuestra era, por tanto cerca de 900 años después de Pitágoras (siglos VI-V a. C), lo cual determina que se crucen en su texto muchas ideas de autores posteriores al filósofo de Samos. Pero también es verdad que la tradición pitagórica pervivía en diversos lugares del imperio romano aún en tiempo de Jámblico, el cual se sirvió además de textos antiguos hoy perdidos.
El autor de Vida pitagórica alude en varios apartados de su libro a la música y no se olvida de narrar la célebre historia de los martillos y los yunques que lleva a Pitágoras a descubrir los intervalos básicos de la teoría musical clásica. Hoy, sin embargo, nos recrearemos con el valor curativo que Pitágoras otorgaba a la música.
Por un lado, se le atribuyen las inevitables leyendas sobre lo que algunos tratadistas acabarían llamando los “prodigios” de la música. Uno de ellos ocurrió como sigue. Parece ser que cierto joven cortejaba a su novia a la puerta de su rival y con una extraña mezcla de furia y ardor, causada por una melodía frigia de un aulós que estaba sonando, se dispuso a pegar fuego a la casa. Pitágoras se encontraba allí y le reprochó su conducta, a lo que el joven, muy enfadado, respondió con insultos. Pasó entonces Pitágoras al ataque y le indicó al músico que abandonase la melodía frigia y que tocase en ritmo espondaico. Santo remedio. El joven se calmó y se fue para su casa tan tranquilo.
Además de prodigios de este tipo, Pitágoras practicó con sus discípulos (según Jámblico) un sistema de “arreglos, combinaciones y terapias musicales”. En líneas generales prestaban atención de continuo a la música como base de su concepción educativa. Pitágoras hacía que un intérprete de lira se sentase en el medio de los asistentes y así cantaban juntos ciertos peanes.
Ahora bien, había prácticas aún más específicamente terapéuticas. Por ejemplo, Pitágoras proponía unas determinadas músicas al atardecer, antes de acostarse, a fin de liberar a sus discípulos “de las turbaciones y resonancias diurnas”. Con este método, los iniciados en su sabiduría podían disfrutar de “sueños sosegados, agradables y además proféticos”. Lo mejor de todo es que para no tener una mala mañana tras el sueño, también les recetaba unas particulares músicas que les desperezasen y les despejasen convenientemente.
Sus recursos eran muy sencillos: bastaba con la voz, todo lo más acompañada por la lira. No gustaba de la flauta, instrumento que califica de “excitante”, tal vez porque se está refiriendo realmente al aulós, poderosamente chillón, cuyo imaginario dionisíaco es el polo opuesto de la apolínea lira. Obviamente, los arreglos y terapias musicales de Pitágoras también se aplicaban, según la tradición, para la curación de diversas dolencias. Al decir de Jámblico eran algo parecido a los ensalmos, como cantos mágicos con valor de exorcismo.
Pitágoras no necesitaba nada de esta industria musicoterapéutica tan elaborada, por la sencilla razón de que era un ser con cualidades parcialmente divinas y muy sabio. A él no hacia falta que nadie le cantase una nana para dormir porque tenía acceso a la música de las esferas, que “produce una música más plena e intensa que la terrenal por el movimiento y revolución sumamente melodioso y sumamente bello y variopinto, producto de desiguales y muy diferentes sonidos, velocidades, volúmenes e intervalos”.
Claro, así cualquiera no duerme bien y se despierta mejor.

Referencias
Ilustración: Fragmento de La Escuela de Atenas, de Rafael, con Pitágoras escribiendo ante un tablero que sostiene un discípulo en el que hay un diagrama y debajo una tetraktys.

Las citas proceden de Jámblico: Vida pitagórica. Traducción, introducción y notas de Enrique A. Ramos Jurado. Madrid, Ed. Etnos, 1991.

jueves, 11 de mayo de 2017

La Marcha Real: gloria a Dios, honra del rey y perdición del lobo

El actual himno nacional español fue en origen una marcha granadera que, al ir adquiriendo presencia y solemnidad, ganó en valor simbólico. Lógicamente, su función de marcha de honor para los reyes fue determinante en este sentido. De ahí procede el nombre habitual de esta música en buena parte de los siglos XIX y XX: Marcha real.
Sin embargo, no ha de olvidarse su utilización, regulada en diversas disposiciones a lo largo de su historia, como medio “para rendir honores al Santísimo Sacramento”, además de a las Reales Personas, según escribiera Bonafós en 1897. Es decir, para honrar a Dios sacramentado en las procesiones del Corpus y en el momento de la Elevación de las misas solemnes. Al fin y al cabo, Dios es el Rey de reyes.
En el libro que se cita al final se apunta: “Lo bueno de la Marcha real era que funcionaba como un indicador perfectamente claro. Sus sones, en plazas y calles, auguraban días distintos, momentos de solemnidad o de fiesta. Una comitiva regia, como es lógico, concita la interpretación de la citada marcha. Menciona Galdós el “estruendo solemne de la marcha real y todo lo demás que realza estas procesiones”, refiriéndose a los cortejos reales (Los apostólicos). Y aún nos interesa más la siguiente cita, alusiva a festejos populares: “Cuando pasaron junto al Casino, la banda del pueblo (compuesta de seis instrumentos de cobre soplados por otros tantos humanos fuelles) se entusiasmó, digámoslo así, y suspendiendo bruscamente el airecillo de Barba Azul que ejecutaba, dio principio al degüello de la marcha real, cuyas notas salieron, chorreando sangre, para ir a rasguñar las orejas de los fieles” (Gloria).
Emilia Pardo Bazán en Los pazos de Ulloa describe una misa solemne donde la gaita de fuelle es la protagonista de la Marcha real: “El gaitero, prodigando todos sus recursos artísticos, acompañaba con el punteiro desmangado de la gaita y haciendo oficios de clarinete. Cuando tenía que sonar entera la orquesta, mangaba otra vez el punteiro en el fol; así podía acompañar la Elevación de la hostia con una solemne marcha real, y el postcomunio con una muiñeira de las más recientes y brincadoras, que, ya terminada la misa, repetía en el vestíbulo”.
Esta práctica está viva en diversos lugares. En Asturias, por ejemplo, en la singular misa popular en latín denominada Misa de gaita, reconocida como Bien de Interés Cultural en 2014. Dicho sea de paso, lo verdaderamente interesante de esta misa no radica en que se toque dicha pieza, sino en la hibridación del antiguo canto llano y del canto llano medido a compás (mixto) con los giros y características de la ciertas modalidades de la canción tradicional asturiana.
Por otra parte, desde hace unos lustros la interpretación del himno regional -la célebre canción Asturias,patria querida- está ocupando en muchos templos y procesiones el lugar de la Marcha real. Es un hecho que ocurre porque se considera que la Marcha real actúa como himno nacional (que lo es), susceptible por tanto de ser sustituido por otro himno igualmente oficial, acorde con la estructura descentralizada del estado y muy querido por la gente. Se olvida que no es cuestión de himnos oficiales que identifican territorios, sino de que la Marcha real tiene entre sus funciones la de honrar a Dios mismo, Rey supremo por antonomasia, lo que no ocurre con el himno regional. Eso al margen de la carga adquirida por la Marcha real durante el franquismo, que lo tipificó como himno nacional y le dio un uso muy poco integrador, algo de lo que todavía quedan resquemores.
***
Para concluir, una curiosidad. Carlos Ciaño recoge en Costumbres y tradiciones asturianas (1925) una historia que le sucedió a Chunga, un gaitero popular de fines del XIX, del que dice que tocaba una “marcha real temblorosa y desequilibrada, exclusiva para las misas solemnes de ‘tres en ringle’ y las procesiones de corpus”. O sea, para las misas con tres oficiantes, misas solemnes, propias de las fiestas patronales, y para las citadas procesiones.
En cierta ocasión, regresaba de noche a casa después de tocar en una aldea. Le salió un lobo en el camino, que le seguía tenazmente a prudencial distancia. Sacó su navaja mientras que con la otra mano obtenía algunos sonidos en la gaita, muy discordantes pero que no se bastaban para ahuyentar al lobo. Y esto ya indica la pertinacia del cánido, porque el poderío de una gaita de fuelle en la noche silenciosa, emitiendo extraños sonidos agudos, es para meter miedo a las mismísimas ánimas del purgatorio. El lobo no cejaba y seguía tras los pasos de Chunga. El cual cambió de estrategia y pasó al ataque. Guardó la navaja, se aferró a la gaita y soplando y empleando ambas manos interpretó la Marcha real de un modo seguramente nada tembloroso, como le achacaba Ciaño quizá entre patriótico y desesperado, sin que el lobo cambiase de actitud. ¿Estaba fascinado creyendo hallarse ante un nuevo Orfeo? ¿Trataba de saber cómo era posible que aquel hombre emitiese tanto sonido con aquel modesto ingenio de tubos y fuelle? El resultado fue que aquella Marcha real tocada in extremis por Chunga alertó a unas gentes de una casería cercana. Se acercaron y acabaron con el lobo de muy mala manera.
La curiosidad puede matar, hermano lobo. Tanto como la indecisión.

Referencia:
Medina Álvarez, Ángel: La misa de gaita: hibridaciones sacroasturianas. pp. Museo del Pueblo
de Asturias / Fundación Valdés Salas, Gijón, 2012, 247 p.


jueves, 4 de mayo de 2017

"Cante la Castro, callen los castrados"


 En el libro sobre los cantores castrados en España, citado abajo, hay un capítulo titulado “El capón y la dama”. Obviamente, una temática como la enunciada es fuente de no poca literatura, especialmente de género satírico. Extraigo del mismo un ejemplo que refleja un estado de cosas en cuanto a los usos del teatro lírico en la España del primer tercio del siglo XVIII.
“El capón no sólo puede salir malparado cuando se enfrenta a una dama en lances amorosos. La lucha puede darse en términos profesionales. Es el tema de la cantante y el capón, que ilustramos con la figura de Francisca de Castro, célebre cantante del siglo XVIII y personalidad distinguida de una familia que contó con algunas otras mujeres destacadas en estos menesteres teatrales.
La defensa de los cantantes nacionales y el rechazo de la invasión artística de Italia (que se operaba en intérpretes y repertorio) generó diversos conflictos en esa centuria. Con motivo de la defensa de esta admirada cantante española se publica el folleto en el que aparece el siguiente soneto, recogido por Cotarelo y Mori en el texto citado al final de estas líneas:

“¡Oh, vos, que apostatáis de los barbones,
vos, maridos de anillo, hombres sisados;
llaves sin guarda, machos degradados,
que no sois más que dueñas con calzones!

Suspended, renegados de varones,
vuestros tonos blandujos, machucados:
cante la Castro, callen los castrados,
vayan a la cazuela los capones.

Canta, Francisca mía, pues tú puedes,
tú, con tu voz canora y lisonjera,
de Chipre en el jardín pasar por ave.

Y aun Júpiter, en vez de Ganimedes,
llevarte al cielo para sí pudiera
por beber en tus labios néctar suave”[1].

Jugando con el apellido de la cantante, los dos cuartetos de la composición embisten contra los castrados, en tanto que los tercetos ensalzan las altas cualidades vocales de la Castro. No lo hacen, de todos modos, sin cierta ironía, pues imaginan al mismo padre de los dioses optando por la rotundidad vocal y de género de la Castro antes que por la ambigua y adolescente belleza del efebo Ganímedes.
El contenido es claro para el lector actual. Imágenes como las de la llave sin guardas, del verso tercero, o los tonos machucados, del quinto, aluden obviamente a la característica deficiencia testicular de los capones. En la referencia a la cazuela del verso octavo podríamos estar ante un caso de doble intencionalidad, pues a la más evidente y gastronómica (capón a la cazuela) cabe añadirle el sentido de este mismo término significando una determinada zona del teatro. De manera que el soneto vendría a decir que los cantantes castrados han de retirarse y dejar libre el escenario para que brille en todo su esplendor el arte de la Castro. Nótese, por último, que, a juzgar por las fechas aproximadas de publicación, Farinelli no había llegado a la corte de Madrid, de manera que el ataque a los castrados tiene un carácter genérico y presumiblemente anti-italiano, al estar fuertemente asociado a esta nacionalidad el oficio de cantante castrado de ópera”.
Encontramos repetidas veces a Francisca de Castro en el primer tercio del siglo XVIII dentro del reparto de diversas obras líricas, sin que falten los papeles heroicos que exigían entonces voces agudas aunque se tratase del mismísimo Júpiter. Así ocurre en la zarzuela Por conseguir la deidad entregarse al precipicio, con libreto de D. Joseph de Bustamante y música de D. Diego Lana, estrenada en el corral de La Cruz en 1733 por la compañía de Juana de Orozco (véase abajo Cotarelo y Mori). Un papel de estas características sería muy apropiado para los castrati, pero hay que recordar que en España no había la presión que existía en los estados Pontificios (que eran un buen trozo de Italia) en cuanto a la presencia femenina en los escenarios.
Nota bene: se apunta líneas atrás, siguiendo lo escrito en Los atributos del capón, que el contenido es claro para el lector actual, pero la experiencia me ha enseñado que no se comprenden bien hoy día expresiones como “maridos de anillo”, “hombres sisados” o la alusión a los “barbones”. Pues bien, los maridos de anillo son los que ostentan esa condición a título formal, sin ejercer como tales. Los hombres sisados son los que tienen menos de lo que se supone que les corresponde, como una mercancía mal pesada, pero también alude a la sisa, que es un corte en la confección de los trajes, en paralelo con los cortes necesarios para la castración. Los barbones son monjes legos y también barbudos, que se oponen a los lampiños capones.

Referencias:

Ángel Medina: Los atributos del capón. Imagen histórica de los cantores castrados en España. Madrid, ICCMU, 2001, 2003 y 2011.

Gerigonza de Carnestolendas...ca. 1731-32. Recogido por Emilio Cotarelo y Mori, Orígenes y establecimiento de la ópera en España hasta 1850. Tipografía de la Revista de Arqueología, Bibliotecas y Museos, 1917, Madrid, p. 67.