Tal vez resulte
perfectamente conocida la teorización que el Císter desarrolló respecto a las
artes plásticas, en el marco de un misticismo sobrio, más propenso a lo
sencillo -y hasta a lo humilde- que al ornato visionario que se había adueñado
de capiteles y arquivoltas en la eclosión del románico y, más en concreto, de
las realizaciones benedictinas, orden en la que los cistercienses tienen su
origen y cuyo primigenio ascetismo tratan de recuperar
Al lector interesado en sus
planteamientos como tal orden monástica, le serán familiares las fuentes que
los especialistas citan a este propósito, como las Consuetudines, la Carta caritatis, los Instituta o los dos Exordium, entre otros textos. La
vuelta a la sencillez, la homologación de criterios para todas las fundaciones,
la revaluación del trabajo manual y un cierto pragmatismo, todo ello servido
por una admirable racionalidad en la concepción espacial de sus construcciones,
son detalles bastante conocidos como para insistir en ellos de nuevo.
La música, como no podía
ser menos, también entra dentro del afán regulador de la orden, por la
importancia de la misma como vehículo tradicional de la actividad litúrgica.
Efectivamente, ya Tatarkiewicz reconoce que el Císter se preocupa especialmente
por la música y por la arquitectura. Por si quedase dudas sobre la valoración
de ambas artes, este autor afirma explícitamente que fue la música "el
arte que más cultivaron y que tomaron como modelo para los restantes". Más
cuando Tatarkiewicz argumenta la mencionada aseveración, no resulta demasiado
convincente, pues se limita a recordar el sentido místico-numérico, de raíz
pitagórica, platónica y agustiniana, que rige la jerarquización interválica
habitual en ese momento, y que se traduce en un concepto de "armonía"
de cuño puramente metafísico, que pretendidamente podría servir como modelo
para las propias construcciones cistercienses.
***
En verdad, el tratamiento
de la música litúrgica forma parte del mismo plan espiritual de la orden, y aun
diríamos que constituye una vertiente cuya especificidad permite ejemplificar
con extrema nitidez buena parte de sus conocidas propuestas reglamentadoras
respecto a la vida material y espiritual de sus miembros. Por ello, la
reflexión ha de partir de documentos y teorizaciones menos genéricas, pues,
aunque poco citadas, resultan absolutamente reveladoras por situarse
precisamente en el terreno de la dicotomía medieval de lo sencillo versus lo fastuoso, y de lo
necesario y útil, frente a lo meramente atractivo y superficial.
***
La Orden Cisterciense tiene
su origen en la decisión de un monje llamado Roberto de instalarse, junto con
un grupo de ermitaños, en el lugar de Molesmes (Francia), a fin de seguir una
vida ascética que la observancia benedictina/cluniaciense propia de la época no
parecía favorecer. Ello ocurría en 1075. La empresa se ve coronada por el éxito
en cuanto al aumento de monjes y de rentas, pero no parece que el ansiado
ascetismo consiga implantarse plenamente. Por ello, después de diversas
tensiones, Roberto vuelve a partir con otro grupo de monjes hacia un nuevo
lugar, aún más apartado: Císter (Citeaux). Con él van Alberico y Esteban
Harding, que acabarían siendo abades del Císter. Estos tres hombres, sobre todo
el tercero, son los que, en definitiva, sientan las bases de la Orden del
Císter. Una bula papal de 1100 y otra de 1119 establecen la autonomía de los
reformadores. Es esos primeros años del siglo XII cuando aparece la figura de
Bernardo de Claraval, quien, sin figurar entre los fundadores como a veces se
piensa equivocadamente, dio una proyección admirable a la orden a lo largo de
su vida.
Tradición gregoriana y
pureza musical
En estricto paralelismo con
la búsqueda de la primitiva pureza benedictina -referente que nunca conviene
perder de vista- la primera generación cisterciense se preocupó por incorporar
a sus prácticas litúrgicas el canto más apropiado, aquel del que pudiera
asegurarse un mayor respeto a la tradición gregoriana.
No era la primera vez que
se sentía esta inquietud entre los teóricos de la música, que desde antiguo
ofrecen testimonio de las irregularidades en la interpretación del canto
sagrado. Por otra parte, la variedad del santoral y el peso de los usos
locales, había derivado hacia una autonomía muy notable en la práctica de la
música litúrgica, con variaciones de diversos nivel entre cada zona y aun entre
cada iglesia o monasterio. Como lo explica el autor de un importante tratado de
la época conocido como Regulae: “entre todas las iglesias, no sólo metropolitanas
sino provinciales, no encuentras dos, si no me equivoco, que se ajusten a un
mismo uso del canto".
Además, muchas piezas eran
mixtas en el plano modal y eso ya había causado algunas quejas mucho tiempo
atrás. En el siglo IX, Regino de Prüm había advertido en su Epistola de
armonica institutione de que existían “algunas antífonas, a las que llamamos bastardas, o
sea, degeneradas e ilegítimas, que comienzan por un tono, tienen otro en el
medio, y acaban en un tercero, cuya disonancia y ambigüedad revelamos ".
En el siglo XI, en tiempos más cercanos al Císter, Johannes Affligensis .
llamado Juan Cotton, escribía: "Si alguna vez se produce una aberración en
el canto (...) decimos que procede corregirla de la incapacidad de los cantores
mediante la pericia de los músicos”. Y, en fin, como guardián del octoekos, el
influyente Guido de Arezzo, igualmente en el siglo XI, no duda en comparar en
su Micrologus los modos-modelo con las Bienaventuranzas y con la gramática, base de
las artes liberales: "Así pues, los modos son ocho, como ocho son las
partes de la oración y ocho las formas de la bienaventuranza, por los que,
discurriendo toda cantilena, varía en ocho disímiles voces y cualidades".
***
Muy conscientes de esta
peligrosa variedad, los primeros padres cistercienses acudirán a Metz, localidad
de gran prestigio en la recepción del canto romano, de cuyo ámbito se conservan
códices fundamentales, ya desde los anotados adiastemáticamente, en el siglo X,
tan importantes como sus contemporáneos sangalenses en cuanto a la sutileza de
la expresión rítmica.
Tiempo después, el propio
San Bernardo -en su epístola sobre la revisión del canto cisterciense- alude a
este hecho, dejándonos un hermoso testimonio de la historia musical de la
orden, cuando nos relata cómo se comisiona a unos monjes para que copien el
repertorio litúrgico, según se practicaba en Metz. Esta localidad había sido
fundamental en el tránsito del canto romano hacia las tierras del imperio
carolingio, ganadas con Carlomagno para la causa de la unificación litúrgica.
Sin embargo, aquella copia -que no se conserva- no podía satisfacer las
necesidades de la nueva orden, de forma que, a pesar de ser usada en los
primeros tiempos, hasta la época de San Bernardo, pronto va a ser retirada.
Ciertamente, la tradición
metense, interesantísima por tantos motivos, difícilmente podía adaptarse al
nuevo gusto ascético, pues su garantía de tradición no se contradice con la
presencia de procedimientos ornamentales de muy diverso tipo que necesariamente
acabarían siendo cuestionados dentro de la estrategia cisterciense.
En otros términos, la
mirada hacia los orígenes, hacia los momentos de máxima pureza espiritual
derivados de la práctica sensata de la regla de San Benito, es aleccionadora
para el Císter en varios planos -pobreza, trabajo, sobriedad- pero la mirada
hacia la música no podía dar los mismos resultados, por la riqueza explícita de
la tradición conservada, como hoy podemos comprobar con toda facilidad. En esto
hay que reconocer que el idealismo cisterciense pecó de una cierta ingenuidad. (Continuará).
Ilustración:
Ruinas del monasterio cisterciense de Moreruela (Zamora). Foto de Ángel Medina (2016)..
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