He aquí un episodio
apropiado para comprobar la fuerza espiritual del "más medieval de los
santos medievales", como denominó W. Braunfels al abad de Clairvaux. Pues,
siendo consciente este equipo de reformadores de las numerosas diferencias
existentes entre los libros de canto de cada lugar, de los errores y
corrupciones que se habían ido deslizando en dichos libros, tanto en el texto
como en la música, decidieron espigar de cada uno de los supervisados, lo que
más les pudiese interesar, creando así un nuevo paradigma, que no opta por una
determinada tradición, sino que se diferencia de todas por su elaboración
colacionada. Es algo parecido a un producto de tipo musicológico, si se nos
permite la licencia de la expresión aplicada a una actividad del siglo XII,
algo parecido a cuando muchos siglos después los monjes de Solesmes proponen
sus ediciones que resultan igualmente del estudio de diversas fuentes. En el
prólogo que San Bernardo escribe para este nuevo antifonario se asegura, no sin
cierto orgullo, que puede considerarse intachable, tanto desde el punto de
vista del canto como en lo que concierne al texto.
Pero esta realización que
acabamos de comentar, ejemplo admirable de cómo una voluntad espiritual
absolutamente clarividente puede dejar su impronta en cuestiones tan
aparentemente puntuales e inocentes como la interpretación del canto sagrado,
no hubiese prosperado según los deseos del de Claraval si no hubiese ido acompañada
de otras circunstancias igualmente significativas. Una de ellas fue la
existencia de una teorización musical específicamente creada en esta dirección
reformista; otra, muy en la línea del centralismo característico de la orden
cisterciense, se refiere a la prohibición de modificaciones respecto al
paradigma, lo que aunque no haya sido efectivo al ciento por cien, sí ha
coadyuvado a la homogeneidad del canto llano en la tradición cisterciense..
Este último detalle podemos
comprenderlo muy bien si sabemos que, ya a fines del siglo XII, la abadía de
Citeaux (Císter, de Cistercium en latín) custodiaba un juego completo de libros
litúrgicos (hoy en Dijon, aunque con la pérdida de los más significativos a
nivel musical) que era el modelo sobre el que literalmente se tenían que copiar
los libros de las nuevas fundaciones. Y, como ha señalado admirativamente el
insigne medievalista Michel Huglo, el cuidado en la copia era tan notorio,
especialmente en la transcripción de los elementos musicales, que se pueden
cotejar antifonarios y graduales de muy distinto origen geográfico sin que se
pierda la homogeneidad entre ellos. El modelo de orden centralizada,
ciertamente, se plasma aquí de una manera ejemplar. Una teorización específica
acabaría por redondear la exacta estrategia cisterciense en el terreno de la
música litúrgica.
al abad de Clairvaux. Pues,
siendo consciente este equipo de reformadores de las numerosas diferencias
existentes entre los libros de canto de cada lugar, de los errores y
corrupciones que se habían ido deslizando en dichos libros, tanto en el texto
como en la música, decidieron espigar de cada uno de los supervisados, lo que
más les pudiese interesar, creando así un nuevo paradigma, que no opta por una
determinada tradición, sino que se diferencia de todas por su elaboración
colacionada. Es algo parecido a un producto de tipo musicológico, si se nos
permite la licencia de la expresión aplicada a una actividad del siglo XII,
algo parecido a cuando muchos siglos después los monjes de Solesmes proponen
sus ediciones que resultan igualmente del estudio de diversas fuentes. En el
prólogo que San Bernardo escribe para este nuevo antifonario se asegura, no sin
cierto orgullo, que puede considerarse intachable, tanto desde el punto de
vista del canto como en lo que concierne al texto.
Pero esta realización que
acabamos de comentar, ejemplo admirable de cómo una voluntad espiritual
absolutamente clarividente puede dejar su impronta en cuestiones tan
aparentemente puntuales e inocentes como la interpretación del canto sagrado,
no hubiese prosperado según los deseos del de Claraval si no hubiese ido
acompañada de otras circunstancias igualmente significativas. Una de ellas fue
la existencia de una teorización musical específicamente creada en esta dirección
reformista; otra, muy en la línea del centralismo característico de la orden
cisterciense, se refiere a la prohibición de modificaciones respecto al
paradigma, lo que aunque no haya sido efectivo al ciento por cien, sí ha
coadyuvado a la homogeneidad del canto llano en la tradición cisterciense..
Este último detalle podemos
comprenderlo muy bien si sabemos que, ya a fines del siglo XII, la abadía de
Citeaux (Císter, de Cistercium en latín) custodiaba un juego completo de libros
litúrgicos (hoy en Dijon, aunque con la pérdida de los más significativos a
nivel musical) que era el modelo sobre el que literalmente se tenían que copiar
los libros de las nuevas fundaciones. Y, como ha señalado admirativamente el
insigne medievalista Michel Huglo, el cuidado en la copia era tan notorio,
especialmente en la transcripción de los elementos musicales, que se pueden
cotejar antifonarios y graduales de muy distinto origen geográfico sin que se
pierda la homogeneidad entre ellos. El modelo de orden centralizada, ciertamente,
se plasma aquí de una manera ejemplar. Una teorización específica acabaría por
redondear la exacta estrategia cisterciense en el terreno de la música
litúrgica.
El apriorismo teórico
cisterciense
La teorización sobre el
canto llano en la práctica cisterciense no se deriva, como en la inmensa
mayoría de los casos, de la propia práctica, sino que la precede, tal como ha sido puesto
de relieve por los no muy abundantes especialistas que se han interesado en
este singular episodio de la teoría musical.
Ya hemos señalado líneas
atrás que no faltan observaciones críticas significativas a este respecto, es
decir, en relación con las orientaciones que había ido tomando la praxis
interpretativa de la monodia litúrgica. Desde los tiempos del renacimiento carolingio
a la época que nos ocupa, en el siglo XII, detectamos un goteo de quejas,
críticas y propuestas reformistas, que no pueden separarse de lo que acabaría
siendo la propia reforma cisterciense.
Es absolutamente necesario
destacar aquí dos referencias de capital importancia, por su dedicación
especial al universo cisterciense. Primeramente, un tratado titulado Regulae
de arte musica, ya publicado por Coussemaker en el siglo XIX, y sobre cuya autoría -un
cierto Guido- se ha generado todo un cúmulo de malentendidos. Este Guido
Augensis, o Gui d´Eu, según nos refiramos a él en modo latino o en francés,
habría escrito sus Regulae, según los análisis de Claire Maitre, no antes de
1132, pero en fechas cercanas, pues va dirigido al abad de Rievaulx, que
comienza su mandato en esa fecha, o sea, en los momentos previos a la segunda
reforma.
Un segundo texto teórico
-emparentado con el anterior- es el conocido por su incipit "Cantum quem
Cisterciensis..." Se pensó que también este texto de carácter técnico se
debía a la mano de San Bernardo; por otra parte, en función de las similitudes
-en algunos casos literales- con las Regulae, también fue tomando forma
la opinión de que ambos textos teóricos procedían del mismo autor, el
mencionado Guido Augensis. Los análisis de C. Maitre han demostrado -incluso
con razones de tipo estilístico- que se trata de autores distintos, si bien la
deuda del Cantum quem, que también es anterior a 1150, con las Regulae es innegable. Este, por lo
demás, atiende aspectos que exceden los propios intereses cistercienses,
mientras que aquel está concebido específicamente para uso de la orden. En
síntesis, la lectura de la epístola antes citada de San Bernardo, que es
prólogo del antifonario cisterciense, a veces también precedido del tratado Cantum
quem...,
más el complemento fundamental de las Regulae, de un cierto Guido, todo
ello elaborado entre 1132 y 1147, constituyen las fuentes imprescindibles para
la cabal comprensión de la teorización cisterciense en el terreno de la música
litúrgica. Un tratado de J. Wylde, ya tardío, puede añadirse a la lista, más
que nada por sus alusiones a la polifonía, poco cara al Císter y limitada a
formas elementales del organum pese a haberse escrito en una época en la que la
gran polifonía del XIII y del XIV ocupaba a otros tratadistas. Se verá que,
bajo el lógico velo del tecnicismo musical, se descubre en todos estos tratados
un afán regulador con objetivos extremadamente claros y totalmente
paradigmáticos de los aspectos más sentidos de la estética cisterciense.
Efectivamente, el tratado Cantum
quem,
escrito por un desconocido monje cisterciense, reviste un enorme interés para
el especialista en teoría de la música. Editado por Jean Mabillon en 1667,
conoció posteriores ediciones, inadecuadas musicológicamente hasta la aparición
de la edición crítica de F.J. Guentner, en 1974.
Las líneas de introducción
tienen un carácter estético-doctrinal, al aludir a los numerosos vicios,
licencias y falsedades que corrompen la recta interpretación de las plegarias.
Y como un lejano eco de San Agustín, recomienda que se haga la ciencia del
canto con música recta, excluyendo todos aquellos cantos que sean cantados de
forma regular y desordenada.
Tras explicar las
falsedades, interpolaciones corrupciones y apócrifos, de tipo textual, que
motivan la aversión y el tedio en los novicios, el tratadista entra en una
serie de consideraciones de tipo técnico, explicando los ocho modos
gregorianos, a base de la división de las cuatro maneriae, o diversidades de la
distribución interválica, según la distinta posición de los tonos y semitonos,
por encima y por debajo de las notas finales.
Pero acto seguido se
introduce una reflexión sobre el uso del bemol de notable interés. Esta
alteración se usaba con normalidad en la nota Si, pero ello no podía justificar
cierto tipo de transposiciones, que alteran el orden modal. De forma que una
pieza con final en Sol, mediante el Si bemol se asemeja a la estructura de un
protus (modos I y II); pero este hecho, se nos dice en el tratado, en modo alguno
puede admitirse, pues el Si bemol no es una más en la sucesión de las notas,
sino un caso especial, que se presenta a veces en el agudo -pero que no sería
repetible en el ámbito grave- y, en consecuencia, empleado así sólo daría lugar
a una mixtificación totalmente censurable. En otras palabras, los modos I y II
pueden acabar en Re o en La; los modos III y IV, en Mi o en Si natural; los
modos V y VI, en Fa o Do; y, en fin, los modos VII y VIII, terminarán en Sol
únicamente, con lo que las letras D, E, F, G, A, B, C, notas Re, Mi, Fa, Sol,
La, Si, Do, pueden ser finales modales
No nos resulta difícil
detectar aquí el ideal severo pero funcional que tantos elogios mereció en las
realizaciones arquitectónicas de los monjes blancos. Este aspecto
pseudo-modulante del citado uso del bemol -con un cierto sentido de color- ha
de ser proscrito, para retornar a la diafanidad de los modos en su formulación
más perfilada, lo que no excluye el uso del Si bemol en algunos casos,
especialmente cuando sobreviene un tritono - verdadero diabolus in musica como se suele definir en
estos momentos- que es lícito evitar con este recurso. En tanto que alteración, los cistercienses podían
incluso rechazar el signo, prefiriendo cierto tipo de transportes a tener que
usar esa particular grafía. Ello puede dar lugar a algunas incoherencias.(Continuará).
Foto: Monasterio cisterciense de Santa María la Real de Obona, (Tineo, Asturias). Foto de A. Medina (2016).Monumento nacional en estado de abandono.
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