El tiempo inexorable nos está arrebatando a un buen número de compositores de la llamada –no con demasiado consenso– Generación del 51; es decir, la de los nacidos entre 1924 y 1938, siendo 1931 el punto central de esos quince años y la fecha que convendría usar en una aplicación ortodoxa de la teoría de las generaciones, como la propuesta por Enrique Franco para la música española del siglo XX. Sea como fuere, lo cierto es que se nos están yendo los más notables exponentes de dicha generación. Estoy pensando en Carmelo Bernaola, Cristóbal Halffter, Luis de Pablo, Joan Guinjoan, Josep María Mestres-Quadreny, Juan Hidalgo –por citar a creadores con los que tuve cierto trato–, en el reciente fallecimiento de Jordi Cervelló, a quien no conocí, y en Ramón Barce, Miguel Ángel Coria y Josep Soler, con los que disfruté de una larga y enriquecedora amistad y sobre los que escribí sendos libros, el dedicado al último con Daniel Moro, como se comenta en la entrada anterior de este blog.
Desde que conocí a Josep Soler, en 1980, su personalidad no ha dejado de fascinarme. Lo interesante es que pude adentrarme en su música y escribir sobre ella en numerosos medios, labor que alcanzó su hito más significativo con la amplia monografía titulada Josep Soler, música de la pasión (ICCMU, 1998 y 2000; Fundación Autor, 2011). Incluso en este blog hay una entrada sobre el maestro catalán con motivo de su 81 aniversario. En otras palabras: lo que pienso sobre Josep Soler tras su muerte ya lo manifesté reiteradas veces y él pudo conocerlo en vida. Sí me permito subrayar que su fallecimiento –ocurrido el domingo 9 de octubre de 2022, a los 87 años– no ha tenido el eco, al menos hasta el momento de escribir estas líneas, que merecería una figura de su talla.
Soler siempre se sintió como un modesto eslabón de una cadena, como alguien que recoge un testigo para continuar el camino. Tuvo como principal maestro a Cristòfor Taltabull, al que él mismo consideraba como verdaderamente “providencial” para la música catalana y con el que se formaron compositores de estéticas muy distintas o incluso contrapuestas, lo que habla muy a favor de la neutralidad con que Taltabull ejercía su magisterio. Del mismo modo, también Soler tuvo a lo largo de su vida un nutrido número de discípulos, no pocos de los cuales cuentan con una trayectoria compositiva ampliamente reconocida.
Sentirse como un eslabón de una cadena significa creer en el valor de la Historia. En efecto, Soler era un gran conocedor de la historia de la música. De hecho, publicó textos muy significativos a este respecto. Siempre me llamó la atención una obra titulada La Música (Ed. Montesinos, 1982 y 1988) que, en dos pequeños volúmenes y en no muchas páginas, presenta con tono divulgativo una admirable síntesis de sus grandes períodos y autores, con una visión muy personal y crítica. Estando en su casa en cierta ocasión, Soler me enseñó una carta de Luis de Pablo en la que este no se mostraba nada de acuerdo con las fechas de cierre que Soler planteaba en su texto, pues dejaba fuera a muchos compositores del momento. El pesimismo soleriano había determinado ese enfoque, donde el creador apenas es poco más que alguien que busca entre ruinas –imagen muy del gusto de Soler– un resto de la sacralidad que el arte había poseído en tiempos más áureos.
Nuestro compositor se enfrentaba al acto creador con una disposición que tiene una honda raigambre en la tradición artística y que se relaciona con un determinado significado del concepto de genio. Cuando iba a Barcelona para trabajar en mi libro, pasaba por su casa –siempre hospitalaria– todos los días de mis cortas estancias. En cierta oportunidad, vi los primeros compases de un cuarteto que acababa de empezar aquella misma tarde. A la mañana siguiente, cuando volví a su casa, el cuarteto estaba concluido. Ciertamente, a Soler le gustaban las horas nocturnas para su trabajo creativo, pero esto no lo explica todo. Lo que pretendo destacar es que el compositor escribía música de manera distinta a como redactaba sus abundantes textos literarios o ensayísticos. Estos últimos le llevaban más tiempo, necesitaban más correcciones y hasta le obligaban a tomar alguna que otra aspirina para aliviar el dolor de cabeza que le suscitaban. Por el contrario, las composiciones musicales le fluían como un torrente inagotable. Su catálogo es realmente abrumador. Lo normal es que duplique o triplique el de sus colegas generacionales y aún más en algunos casos. Y siempre con una altísima calidad, admirable oficio, dominio absoluto de la instrumentación y hondura comunicativa. Esto solo se explica porque su trabajo creativo le llevaba a un estado de tensión espiritual como el que Platón expuso en el Ion. El artista se convierte en alguien que está endiosado (en el sentido de poseído por los dioses) y su labor no es sino la de trasladar ese mensaje de lo numinoso como un intermediario fiel que ha de hacer ese trabajo con inusitado dolor. El gran filósofo de la música Peter Kivy estudió muy a fondo la tipología de este modelo de genio platónico en el que el artista parece que ni siquiera crea, sino que transmite al dictado su encuentro con los arquetipos o tipos eternosque ha encontrado. Esto puede parecer muy especulativo e idealista, pero acerca de ese estado de gracia en el que se produce el acto creador hay abundantes testimonios sobre los que no es posible extenderse en esta entrada.
Con más de medio millar de composiciones, resulta difícil elegir el sonido de alguna de ellas para que prolongue mis palabras en señal de duelo y despedida. Me viene a la cabeza la ópera Jesús de Nazaret, que fue realizando a lo largo de toda su vida y que daba por terminada en nuestras últimas conversaciones. Claro que para esto habría que estrenarla y representarla en tres o cuatro días, pues sus dimensiones son colosales, si bien contamos con grabaciones de diversas partes. Pero también valdría alguno de sus maravillosos nocturnos para piano o cualquiera de sus páginas para órgano, acaso el instrumento que más amaba y que tocaba con soltura. Finalmente, opto por el Cuarteto nº 5 (1995), con subtítulo (Canzona di ringraziamento in modo lidico), espíritu de agradecimiento e intertextualidad beethovenianos –procedentes del tercer tiempo del Cuarteto nº 15 en La menor, op. 132–, que ha sido magníficamente grabado por el Kreutzer Quartet. Resulta tan denso e intimista, tan impregnado de una intensa calma, construido con su sistema basado en el acorde de Tristán y trazado con un juego repetitivo tan envolvente que me parece estar ante la quintaesencia de la creación soleriana y de su propia persona. Recuerdo una audición que hice de un pasaje de este cuarteto al final de una clase. Se creó un clima especial y varios estudiantes, visiblemente emocionados algunos de ellos, se acercaron para pedirme que les dejase el CD a fin de escucharlo entero. Pocas veces en mi vida pude comprobar tan empíricamente como en esta ocasión el poder que desde antiguo se atribuye a la música.
Vayan mis condolencias para todos aquellos que sienten la muerte del maestro catalán, en particular y en nombre de todos ellos para Joan Pere Gil.
¡Que descanses en paz, amigo Josep!
No hay comentarios:
Publicar un comentario