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jueves, 29 de junio de 2017

Otros gregorianos: el caso del Císter (y 4)


Ciertamente, entre numerosos gregorianistas, la práctica cisterciense del canto no goza de muy buena fama, y se han vertido opiniones muy severas. Así, Germán Prado, refiere que San Bernardo "trunca las melodías", con el pretexto de cantar con el salterio decacordo, aunque acto seguido aún le toca peor consideración a los dominicos, pues siguen "parecido criterio, entrando a saco en los neumas cuando parecían largos, sin percatarse de lo que acerca de esos deliciosos yúbilos había escrito San Agustín explicando su sentido".
Sin embargo, este tipo de críticas responden a la tradicional, interesada y errónea división de la historia del gregoriano, en tres períodos: creación y difusión, decadencia, y restauración solesmense en el siglo XIX. En el caso que estudiamos, sin embargo, en modo alguno puede hablarse de decadencia, sino de un tratamiento pragmático de la música litúrgica, de un elemento más dentro del plan centralizado de la orden.
No cabe duda de que si las melodías cistercienses hubiesen sustituido universalmente a la tradición secular del canto llano, la pérdida hubiese sido objetivamente muy relevante. Sin embargo, dado que el canto llano tradicional se ha conservado y se sigue investigando cada vez con mayor conocimiento de causa y mayores aciertos en el campo semiológico, no parece procedente lamentarse, como ya hemos dicho que resulta frecuente entre los gregorianistas, sino tratar de comprender la funcionalidad de esta organizada reforma musical. Desde esta posición, hay que reconocer que la adecuación de los medios establecidos a los fines propuestos -respecto al canto sacro- no pudo haber sido más afortunada. Hay incluso parcelas de la música litúrgica que deben mucho a los cistercienses, como pudiera ser el caso de la himnodia, al haber ido a copiar los himnos en tiempos de Esteban Harding al el lugar donde más prestigio tenía este género, el Milán heredero de San Ambrosio.

Otros detalles significativos y algunos paralelismos y disimilitudes con las artes plásticas.
Los cantos, en fin, han de reunir una serie de características, tanto en su tesitura, como en la sucesión interválica o en su movimiento melódico, para poder vincularse con exactitud y sin lugar a dudas a un solo modo. En caso de que alguna de estas cualidades esté ausente, es preciso realizar una corrección, que en ocasiones revestirá el aspecto de una verdadera amputación quirúrgica.
No es de extrañar que el perfil óptimo de las melodías cistercienses haya de reunir una serie de características, aún más exactamente formuladas que las deseadas para capiteles y otros elementos arquitectónicos. Así, las Regulae, muy en especial, distinguen las tres condiciones que han de caracterizar a una melodía adecuada para los fines sagrados. No pretendemos detenernos en todas ellas, pero además de citar la progressio y la dispositio (que atienden al ámbito y a la estructura modal, respectivamente) podemos destacar el concepto de compositio, que representa el lado cualitativo, el producto final desde un punto de vista menos técnico y más subjetivo -aunque dependa de los factores anteriores- y ello nos recuerda la terminología de los tratados medievales de gramática, donde este término alude, a veces, al enunciado pulido de las expresiones.
Naturalmente, esta línea de pensamiento también podría relacionarse con el concepto de belleza estructural, -formositas- frente a la belleza ornamental, que sería la venustas, y que va muy bien con lo que los cistercienses deseaban para su música, donde las bases modales se refuerzan y clarifican, despojándose de la ornamentación y del exceso, tanto en la longitud de los diseños melódicos como en el propio ámbito o tesitura vocal de los mismos.
Es evidente, por otro lado, que los paralelismos con las realizaciones arquitectónicas del Císter puede establecerse de nuevo. En efecto, la restricción a un ámbito de décima, podría compararse, en primera instancia, con la severa limitación de los ornamentos, el rechazo a la pintura mural, la escasez de imágenes y el gusto por una luz clara, no tamizada por el vidrio coloreado. Pero sobre todo hay que verlo, sin negar lo anterior, como la plasmación meridiana de un planteamiento verdaderamente universalista.¿No está pensada la Carta caritatis para regular, como dice Braunfels, "la convivencia de los monjes mucho más allá de los límites de cada abadía"? ¿No eran los capítulos anuales de la orden instrumentos al servicio, entre otras cosas, de una poderosa cohesión interna? Y del mismo modo que, de cara al funcionamiento cotidiano, cabe la supervisión de las abadías fundadoras sobre las fundadas, así este rigorismo musical encaja como una medida altamente eficaz, en orden a la coherencia global de las distintas abadías. De hecho, resultan innegables las altas cotas de adecuación entre la idea espiritual que subyace en la tratadística aducida en estas líneas -incluyendo el propio pensamiento de San Bernardo- y la realidad sonora del canto litúrgico de la orden cisterciense.
Como telón de fondo, no podemos olvidar la oposición entre el nuevo modo de vida monacal y la práctica cluniacense. Georges Duby lo ha narrado como ningún otro historiador y basta releer algunas de las afirmaciones de Suger, abad de Cluny en tiempos de san Bernardo, para ver que allí triunfaba la opulencia y el esplendor. Sólo un esteta que piensa justo lo contrario que san Bernardo, puede encontrar paralelismos como el siguiente, por cierto, muy platónico en esa gradación de lo sensible a lo inteligible: "El encanto de las gemas multicolores que transforman lo que es material en inmaterial me ha conducido a pensar sobre la diversidad de las virtudes sagradas". Para el Císter no hacían falta cruces de oro, ni cálices de oro llenos de gemas ni nada por el estilo, pues sabían llegar a Dios desde el ascetismo más radical.
Claro que el paso del tiempo desvirtuó algunos principios basilares de la orden, habiendo sido su propia eficacia, su racionalidad y sus reconocidos conocimientos agrícolas, forestales, etc., la causa de un crecimiento espectacular de las fundaciones cistercienses -y de los medios materiales de las mismas- en los siglos medievales. Así, retorna la tentación del ornamento, el lujo de las dimensiones grandiosas, en contradicción con los principios de pobreza y ascetismo que habían sido tan decisivos en los momentos fundacionales. Aquí el paralelismo es menos evidente, pues una práctica de canto fuertemente asentada no se modifica con facilidad y aunque hubo matices, el criterio musical que hemos explicado sigue vigente en los siglos posteriores.
Un hecho importante, la impresión de los libros cistercienses en el siglo XVI -que en nada entorpece la confección manuscrita de los cantorales para uso de la comunidad- es un dato favorable al mantenimiento de esa personalidad indiscutible del quehacer cisterciense en el plano de la música litúrgica. La autonomía de los reinos españoles desde el siglo XV, con capítulos generales propios, no supone cambios significativos en el tema que estamos analizando. Dejamos también a un lado casos del todo excepcionales, como el que se desprende del famoso códice de Las Huelgas, cuyas piezas polifónicas tienen una serie de connotaciones que no viene al caso introducir en estas líneas. Lo mismo cabe señalar respecto a la integración de la polifonía en la práctica litúrgica del Císter, con normalidad desde el Renacimiento, incluso con algunos teóricos propios en el seno de la congregación cisterciense de los reinos castellano-leoneses, hacia la mitad del siglo XVII.

Final
Ahora ya podemos volver al comienzo de esta reflexión, y admitir que si "las reservas de los cistercienses se disipaban frente a la música", como afirma Tatarkiewicz, no es ciertamente tan sólo por su sentido genérico de "armonía", más o menos numérica o misticista, ínsito en la teoría musical de la época -cisterciense y no cisterciense-) sino por haber abordado el fenómeno musical, para uso litúrgico, de una manera original, decidida y concretándolo técnicamente bajo las mismas premisas ascéticas de la orden.
Bajo las principios de esta teorización específica, podemos intuir que el Císter primó la vena ascética en su tratamiento de la música, y que los escalones de la humildad, de los que habló San Bernardo, neoplatónicamente, también pueden recorrerse desde su práctica. A la vanidad de lo superfluo, a la curiositas y a la turpis varietas, criticadas por los padres cistercienses como justificaciones inaceptables del arte, se oponen aquí, hechos música, algunos de los verdaderos adornos del alma, o algunos de los atributos de su belleza, como la humildad o la claridad, (que nos lleva a la constante neoplatónica de la luz) entre otros, de los que habló Tomás de Citeaux; y vemos también la medida y la congruencia, que Badwin Cantuariense aplicaba a la verdadera belleza. Frente al gusto por el ornato, en fin, la opción ponderada de lo necesario, indeleblemente teñida por unas cualidades de obediencia, racionalidad y rigor que tanta fortuna habrían de tener en la expansión espiritual de la orden desde los primeros momentos de su aparición.
Hay una última circunstancia que hemos de consignar. El Císter fue una empresa religiosa coronada por el éxito. Por ello, muchos de los principios que fundamentaron su existencia dejaron de cumplirse no mucho después de los tiempos de San Bernardo. El centralismo fue menguando y los avatares de la historia cisterciense dieron momentos de gloria y de peligro a la orden en los siglos sucesivos. En cuanto a la música hay algo que casi es triste reconocer: su reforma no tuvo ni mucho menos el alcance previsto. C. Veroli lo ha demostrado en los trabajos que se citan. Allí se ve que muchas piezas no fueron reformadas e incluso que hay algunas que mantuvieron tradiciones más ornamentales de lo habitual. O sea, que el rechazo que ciertos gregorianistas mostraron por las melodías era, si no infundado, sí exagerado para la realidad de la reforma. Su empeño, sin embargo, siempre brillará con luz propia en la historia de la monodía litúrgica de la Iglesia.

Ilustración: Fragmento de un libro de coro del Monasterio de Valdediós (Seminario Diocesano de Oviedo).

Fuentes
Anónimo: Cantum quem. Ed. de F. J. Guentner. Corpus Scriptorum de Musica. American Institute of Musicology, 1974.

Anónimo: Cantum quem. Claire Maitre: La réforme cistercienne du plain-chant. Etude d´un traité théorique. CNRS, Brecht, 1995.

Guido d•Arezzo: Micrologus, Ed. Smits van Waesberghe en Corpus Scriptorum de Musica

Guido Augensis (Guy d´Eu): Regulae de arte musicae. E. de Coussemaker: Scriptorum de musica medii aevi, vol. II, pp. 150-191. 1867. (Vide Claire Maitre, 1995).

Bernardo de Claraval: Epistola S. Bernardi de revisione cantus cisterciensis. Ed. de F. J. Guentner, junto con el Anónimo Cantum quem. Corpus Scriptorum de Musica. American Institute of Musicology, 1974.

Regino de Prüm: Epistola de armonica institutione. Gerbert, Scriptores.

Johannes Wylde: Musica manuale cum Tonale Ed. C. Sweeney, CSM, 28. American Institute of Musicology, 1982.


Nota bibliográfica
Georges Duby: San Bernardo y el arte cisterciense. Taurus Humanidades. Madrid, 1992 (Traducción de Luis Muñiz. Título original: Saint Bernard. L´art cistercien. Paris, 1979

M. Huglo: Les livres de chant liturgique. Typologie des Sources du Moyen Age Occidental, fasc. 52. Lovaina, 1988

Claire Maitre: "Recherches sur les Regule de arte musica de Gui d´Eu". Les sources en Musicologie, CNRS, Paris, 1981.

S. R. Marosszeki: Les origines du chant cistercien. Analecta Sacri Ordinis Cisterciensis. Roma, 1952

Angel Medina: "El ascetismo de la estética musical cisterciense", en Valdediós. Libro conmemorativo del 1100 aniversario de la consagración de la Iglesia de San Salvador de Valdediós. Arzobispado de Oviedo, 1993.

Ángel Medina: . "Virtudes, vicios y teoría del canmto en la época del Maestro Mateo" En José López-Calo / Carlos Villanueva (eds): El Códice Calixtino y la música de su tiempo. A Coruña, 2001, Ed. Fundación Barrié de la Maza, pp. 73-93.

Cristiano Veroli: "La revisione musicale bernardiana e il graduale cisterciense", Analecta Cisterciensia, 1991, año XLVII.






jueves, 22 de junio de 2017

Otros gregorianos: el caso del Císter (3)


El ejemplo 1, recogido por Marosszeki, muestra cómo proceden a un transporte para evitar el Si bemol, pero la melodía de la pieza llevaría a incluir un Fa sostenido para que el transporte fuese aplicado a toda la pieza. Sin embargo, cuando surge ese problema insalvable (el Fa sostenido no se usaba entonces en gregoriano) vuelve al ámbito original de la pieza, lo cual resulta de una gran incoherencia o, en otros términos, muestra que el poder de la teoría podía estar por encima de la propia razón musical.
En esta misma línea, el autor del tratado Cantum quem... arremete contra la mixtura de los modos auténticos y plagales. Y mientras que Guido, en su Micrologus, diríamos que, aun con crítica y con su citada defensa del octoekos, asume como un hecho consumado la presencia de modos mixtos, aquí se alude a la dificultad derivada de la suma de ámbitos, pues si los modos plagales tienden a moverse bajo la tónica, y suben con mesura, y los auténticos suben con naturalidad al agudo -pero apenas bajan respecto a la tónica- los mixtos son un auténtico exceso, pues tan pronto se elevan a las regiones del agudo, como se desarrollan en el grave, con el consiguiente trastorno para la comunidad monacal, carente -considerada en bloque- de semejante tesitura.
Y aquí aparece el punto más radical de la teorización cisterciense, pues el anónimo autor de este tratado, tras recordar que no faltaron opiniones sobre la tesitura correcta y media, que sería la de ocho o nueve notas, es decir, una octava o una novena, dicta la norma que habría de identificar el aspecto externo del canto llano a la manera cisterciense: "usque ad decem voces potest cantus progredi, propter autoritatem psalterii, quod dodecacordum est", o sea, que hasta de diez notas puede ser el ámbito de la melodía, considerando en la práctica casi como excepciones, las dos que sobrepasan la octava, y que se supone que han de distribuirse una por encima y otra por debajo del diapasón, u octava. Y añade que, además de razones notaciones y de homogeneidad, también ha de aducirse la autoridad del psalterio de diez cuerdas, semejantes a los diez mandamientos en no pocas interpretaciones simbólicas de la literatura cristiana.

La gravedad de esta disposición se deriva de que, si bien determinados conjuntos de repertorio se ciñen a este ámbito, pues aún están cerca de los procedimientos salmódicos y recitativos primigenios, el canto litúrgico había desarrollado paralelamente un cierto tipo de piezas de características más virtuosas, por estar adscritas generalmente a la responsabilidad de un solista o de un grupo especializado. Junto a este apartado tan decisivo, las sugerencias sobre la simplificación de las diferencias, o enlaces de los salmos con las antífonas, entre otras en las que no nos podemos detener, quedan un tanto oscurecidas, pero no tienen distinta finalidad que el resto de las disposiciones teórico-musicales del tratado y, en suma, muestran muy bien el ideario musical de los reformadores cistercienses.
 Se hace necesario aportar algunos ejemplos. El caso de la Salve es de sobra conocido en cuanto al esfuerzo por evitar los modos mixtos. Como se sabe, comienza con una típica fórmula del modo primero, reforzada por otros diseños hacia el agudo en las partes finales (“O pia”, “O clemens”), pero cuando dice “Et Jesum, benedictum fructum ventris tui”, la melodía se mueve hacia el grave y adopta una fórmula inequívoca del modo segundo (Ej. 2). El Císter hace un arreglo (Ej. 2) que elimina esa duplicidad y deja toda la Salve en el primer modo, tornándola más fácil para la comunidad y, por supuesto, más acorde con sus premisas de unidad modal.
El ejemplo 3 resulta muy claro para comprobar que no sólo se corta el ámbito cuando es excesivo, sino que también se mutila “a lo largo”, para evitar excesos innecesarios en una estética volcada hacia la sobriedad. Se ha extraído de un gradual cisterciense del siglo XVI originario del Monasterio de Santa María de Valdediós conservado en el Seminario Metropolitano de Oviedo. Vemos aparecer el comienzo del versículo correspondiente al gradual Dirigatur, hermosa y dificultosa pieza del repertorio gregoriano, en este caso para la misa. La oración que sube, como el incienso , a la consideración de Dios, el sacrificio vespertino, con la elevación de las manos, todo ello favorece el diseño ágil y ascendente de la melodía. Pero en la tradición gregoriana, esta pieza no sólo tiende al agudo, sino que se recrea en numerosa ornamentación. De forma que la palabra "elevatio", en la mayoría de las fuentes (las dos adiastemáticas reproducidas en la edición del Graduale Triplex se bastan para nuestra intención sin mayor necesidad de aparato crítico), requiere más de treinta notas; en el libro de coro de Valdediós del que se reproduce el correspondiente detalle podemos observar que se limita a catorce notas, o sea, menos de la mitad.
Un segundo hecho significativo es que, limitándonos a esta única palabra, pues la tesitura global de la pieza es semejante al repertorio ordinario, el cantoral de Valdediós corta la melodía por la región grave, de forma que se ciñe a una sexta, mientras que habitualmente se requiere una octava.
Nótese, en fin, que el sentido evidente del texto -ascenso- dificultaría un corte por el agudo, pues estos niveles elementales de una cierta correspondencia literario-musical forman parte de los tópicos de la monodia litúrgica desde tiempos muy anteriores. Y sin embargo, al despojar a la melodía tradicional de la mitad de sus notas, no se ha perdido la sugerencia ascensional, como ya vimos, ni la racionalidad modal de la pieza, pues las notas que quedan son claramente estructurales, con gran presencia de la dominante, el Re. De los ocho, aproximadamente, que suelen figurar en la tradición, han quedado seis, más que de sobra para la estabilidad modal de la pieza, mientras que otras notas han desaparecido totalmente. (Continuará).

Ilustración: fragmento del Graduale Cisterciensium, de Soria, s.. XIII.

jueves, 15 de junio de 2017

Otros gregorianos: el caso del Císter (2)

La alternativa a este primer antifonario -para el que se suele dar la fecha de 1109- no se hace esperar. En torno al 1134 tiene lugar un hecho decisivo en este terreno: los abades cistercienses emprenden una nueva reforma litúrgico-musical, bajo el cuidado del propio San Bernardo y la colaboración de los expertos en el canto de la orden.
He aquí un episodio apropiado para comprobar la fuerza espiritual del "más medieval de los santos medievales", como denominó W. Braunfels al abad de Clairvaux. Pues, siendo consciente este equipo de reformadores de las numerosas diferencias existentes entre los libros de canto de cada lugar, de los errores y corrupciones que se habían ido deslizando en dichos libros, tanto en el texto como en la música, decidieron espigar de cada uno de los supervisados, lo que más les pudiese interesar, creando así un nuevo paradigma, que no opta por una determinada tradición, sino que se diferencia de todas por su elaboración colacionada. Es algo parecido a un producto de tipo musicológico, si se nos permite la licencia de la expresión aplicada a una actividad del siglo XII, algo parecido a cuando muchos siglos después los monjes de Solesmes proponen sus ediciones que resultan igualmente del estudio de diversas fuentes. En el prólogo que San Bernardo escribe para este nuevo antifonario se asegura, no sin cierto orgullo, que puede considerarse intachable, tanto desde el punto de vista del canto como en lo que concierne al texto.
Pero esta realización que acabamos de comentar, ejemplo admirable de cómo una voluntad espiritual absolutamente clarividente puede dejar su impronta en cuestiones tan aparentemente puntuales e inocentes como la interpretación del canto sagrado, no hubiese prosperado según los deseos del de Claraval si no hubiese ido acompañada de otras circunstancias igualmente significativas. Una de ellas fue la existencia de una teorización musical específicamente creada en esta dirección reformista; otra, muy en la línea del centralismo característico de la orden cisterciense, se refiere a la prohibición de modificaciones respecto al paradigma, lo que aunque no haya sido efectivo al ciento por cien, sí ha coadyuvado a la homogeneidad del canto llano en la tradición cisterciense..
Este último detalle podemos comprenderlo muy bien si sabemos que, ya a fines del siglo XII, la abadía de Citeaux (Císter, de Cistercium en latín) custodiaba un juego completo de libros litúrgicos (hoy en Dijon, aunque con la pérdida de los más significativos a nivel musical) que era el modelo sobre el que literalmente se tenían que copiar los libros de las nuevas fundaciones. Y, como ha señalado admirativamente el insigne medievalista Michel Huglo, el cuidado en la copia era tan notorio, especialmente en la transcripción de los elementos musicales, que se pueden cotejar antifonarios y graduales de muy distinto origen geográfico sin que se pierda la homogeneidad entre ellos. El modelo de orden centralizada, ciertamente, se plasma aquí de una manera ejemplar. Una teorización específica acabaría por redondear la exacta estrategia cisterciense en el terreno de la música litúrgica.

al abad de Clairvaux. Pues, siendo consciente este equipo de reformadores de las numerosas diferencias existentes entre los libros de canto de cada lugar, de los errores y corrupciones que se habían ido deslizando en dichos libros, tanto en el texto como en la música, decidieron espigar de cada uno de los supervisados, lo que más les pudiese interesar, creando así un nuevo paradigma, que no opta por una determinada tradición, sino que se diferencia de todas por su elaboración colacionada. Es algo parecido a un producto de tipo musicológico, si se nos permite la licencia de la expresión aplicada a una actividad del siglo XII, algo parecido a cuando muchos siglos después los monjes de Solesmes proponen sus ediciones que resultan igualmente del estudio de diversas fuentes. En el prólogo que San Bernardo escribe para este nuevo antifonario se asegura, no sin cierto orgullo, que puede considerarse intachable, tanto desde el punto de vista del canto como en lo que concierne al texto.
Pero esta realización que acabamos de comentar, ejemplo admirable de cómo una voluntad espiritual absolutamente clarividente puede dejar su impronta en cuestiones tan aparentemente puntuales e inocentes como la interpretación del canto sagrado, no hubiese prosperado según los deseos del de Claraval si no hubiese ido acompañada de otras circunstancias igualmente significativas. Una de ellas fue la existencia de una teorización musical específicamente creada en esta dirección reformista; otra, muy en la línea del centralismo característico de la orden cisterciense, se refiere a la prohibición de modificaciones respecto al paradigma, lo que aunque no haya sido efectivo al ciento por cien, sí ha coadyuvado a la homogeneidad del canto llano en la tradición cisterciense..
Este último detalle podemos comprenderlo muy bien si sabemos que, ya a fines del siglo XII, la abadía de Citeaux (Císter, de Cistercium en latín) custodiaba un juego completo de libros litúrgicos (hoy en Dijon, aunque con la pérdida de los más significativos a nivel musical) que era el modelo sobre el que literalmente se tenían que copiar los libros de las nuevas fundaciones. Y, como ha señalado admirativamente el insigne medievalista Michel Huglo, el cuidado en la copia era tan notorio, especialmente en la transcripción de los elementos musicales, que se pueden cotejar antifonarios y graduales de muy distinto origen geográfico sin que se pierda la homogeneidad entre ellos. El modelo de orden centralizada, ciertamente, se plasma aquí de una manera ejemplar. Una teorización específica acabaría por redondear la exacta estrategia cisterciense en el terreno de la música litúrgica.

El apriorismo teórico cisterciense
La teorización sobre el canto llano en la práctica cisterciense no se deriva, como en la inmensa mayoría de los casos, de la propia práctica, sino que la precede, tal como ha sido puesto de relieve por los no muy abundantes especialistas que se han interesado en este singular episodio de la teoría musical.
Ya hemos señalado líneas atrás que no faltan observaciones críticas significativas a este respecto, es decir, en relación con las orientaciones que había ido tomando la praxis interpretativa de la monodia litúrgica. Desde los tiempos del renacimiento carolingio a la época que nos ocupa, en el siglo XII, detectamos un goteo de quejas, críticas y propuestas reformistas, que no pueden separarse de lo que acabaría siendo la propia reforma cisterciense.
Es absolutamente necesario destacar aquí dos referencias de capital importancia, por su dedicación especial al universo cisterciense. Primeramente, un tratado titulado Regulae de arte musica, ya publicado por Coussemaker en el siglo XIX, y sobre cuya autoría -un cierto Guido- se ha generado todo un cúmulo de malentendidos. Este Guido Augensis, o Gui d´Eu, según nos refiramos a él en modo latino o en francés, habría escrito sus Regulae, según los análisis de Claire Maitre, no antes de 1132, pero en fechas cercanas, pues va dirigido al abad de Rievaulx, que comienza su mandato en esa fecha, o sea, en los momentos previos a la segunda reforma.
Un segundo texto teórico -emparentado con el anterior- es el conocido por su incipit "Cantum quem Cisterciensis..." Se pensó que también este texto de carácter técnico se debía a la mano de San Bernardo; por otra parte, en función de las similitudes -en algunos casos literales- con las Regulae, también fue tomando forma la opinión de que ambos textos teóricos procedían del mismo autor, el mencionado Guido Augensis. Los análisis de C. Maitre han demostrado -incluso con razones de tipo estilístico- que se trata de autores distintos, si bien la deuda del Cantum quem, que también es anterior a 1150, con las Regulae es innegable. Este, por lo demás, atiende aspectos que exceden los propios intereses cistercienses, mientras que aquel está concebido específicamente para uso de la orden. En síntesis, la lectura de la epístola antes citada de San Bernardo, que es prólogo del antifonario cisterciense, a veces también precedido del tratado Cantum quem..., más el complemento fundamental de las Regulae, de un cierto Guido, todo ello elaborado entre 1132 y 1147, constituyen las fuentes imprescindibles para la cabal comprensión de la teorización cisterciense en el terreno de la música litúrgica. Un tratado de J. Wylde, ya tardío, puede añadirse a la lista, más que nada por sus alusiones a la polifonía, poco cara al Císter y limitada a formas elementales del organum pese a haberse escrito en una época en la que la gran polifonía del XIII y del XIV ocupaba a otros tratadistas. Se verá que, bajo el lógico velo del tecnicismo musical, se descubre en todos estos tratados un afán regulador con objetivos extremadamente claros y totalmente paradigmáticos de los aspectos más sentidos de la estética cisterciense.
Efectivamente, el tratado Cantum quem, escrito por un desconocido monje cisterciense, reviste un enorme interés para el especialista en teoría de la música. Editado por Jean Mabillon en 1667, conoció posteriores ediciones, inadecuadas musicológicamente hasta la aparición de la edición crítica de F.J. Guentner, en 1974.
Las líneas de introducción tienen un carácter estético-doctrinal, al aludir a los numerosos vicios, licencias y falsedades que corrompen la recta interpretación de las plegarias. Y como un lejano eco de San Agustín, recomienda que se haga la ciencia del canto con música recta, excluyendo todos aquellos cantos que sean cantados de forma regular y desordenada.
Tras explicar las falsedades, interpolaciones corrupciones y apócrifos, de tipo textual, que motivan la aversión y el tedio en los novicios, el tratadista entra en una serie de consideraciones de tipo técnico, explicando los ocho modos gregorianos, a base de la división de las cuatro maneriae, o diversidades de la distribución interválica, según la distinta posición de los tonos y semitonos, por encima y por debajo de las notas finales.
Pero acto seguido se introduce una reflexión sobre el uso del bemol de notable interés. Esta alteración se usaba con normalidad en la nota Si, pero ello no podía justificar cierto tipo de transposiciones, que alteran el orden modal. De forma que una pieza con final en Sol, mediante el Si bemol se asemeja a la estructura de un protus (modos I y II); pero este hecho, se nos dice en el tratado, en modo alguno puede admitirse, pues el Si bemol no es una más en la sucesión de las notas, sino un caso especial, que se presenta a veces en el agudo -pero que no sería repetible en el ámbito grave- y, en consecuencia, empleado así sólo daría lugar a una mixtificación totalmente censurable. En otras palabras, los modos I y II pueden acabar en Re o en La; los modos III y IV, en Mi o en Si natural; los modos V y VI, en Fa o Do; y, en fin, los modos VII y VIII, terminarán en Sol únicamente, con lo que las letras D, E, F, G, A, B, C, notas Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, Do, pueden ser finales modales
No nos resulta difícil detectar aquí el ideal severo pero funcional que tantos elogios mereció en las realizaciones arquitectónicas de los monjes blancos. Este aspecto pseudo-modulante del citado uso del bemol -con un cierto sentido de color- ha de ser proscrito, para retornar a la diafanidad de los modos en su formulación más perfilada, lo que no excluye el uso del Si bemol en algunos casos, especialmente cuando sobreviene un tritono - verdadero diabolus in musica como se suele definir en estos momentos- que es lícito evitar con este recurso. En tanto que alteración, los cistercienses podían incluso rechazar el signo, prefiriendo cierto tipo de transportes a tener que usar esa particular grafía. Ello puede dar lugar a algunas incoherencias.(Continuará).

Foto: Monasterio cisterciense de Santa María la Real de Obona, (Tineo, Asturias). Foto de A. Medina (2016).Monumento nacional en estado de abandono.

jueves, 8 de junio de 2017

Otros gregorianos: el caso del Císter (1)

Tal vez resulte perfectamente conocida la teorización que el Císter desarrolló respecto a las artes plásticas, en el marco de un misticismo sobrio, más propenso a lo sencillo -y hasta a lo humilde- que al ornato visionario que se había adueñado de capiteles y arquivoltas en la eclosión del románico y, más en concreto, de las realizaciones benedictinas, orden en la que los cistercienses tienen su origen y cuyo primigenio ascetismo tratan de recuperar
Al lector interesado en sus planteamientos como tal orden monástica, le serán familiares las fuentes que los especialistas citan a este propósito, como las Consuetudines, la Carta caritatis, los Instituta o los dos Exordium, entre otros textos. La vuelta a la sencillez, la homologación de criterios para todas las fundaciones, la revaluación del trabajo manual y un cierto pragmatismo, todo ello servido por una admirable racionalidad en la concepción espacial de sus construcciones, son detalles bastante conocidos como para insistir en ellos de nuevo.
La música, como no podía ser menos, también entra dentro del afán regulador de la orden, por la importancia de la misma como vehículo tradicional de la actividad litúrgica. Efectivamente, ya Tatarkiewicz reconoce que el Císter se preocupa especialmente por la música y por la arquitectura. Por si quedase dudas sobre la valoración de ambas artes, este autor afirma explícitamente que fue la música "el arte que más cultivaron y que tomaron como modelo para los restantes". Más cuando Tatarkiewicz argumenta la mencionada aseveración, no resulta demasiado convincente, pues se limita a recordar el sentido místico-numérico, de raíz pitagórica, platónica y agustiniana, que rige la jerarquización interválica habitual en ese momento, y que se traduce en un concepto de "armonía" de cuño puramente metafísico, que pretendidamente podría servir como modelo para las propias construcciones cistercienses.
***
En verdad, el tratamiento de la música litúrgica forma parte del mismo plan espiritual de la orden, y aun diríamos que constituye una vertiente cuya especificidad permite ejemplificar con extrema nitidez buena parte de sus conocidas propuestas reglamentadoras respecto a la vida material y espiritual de sus miembros. Por ello, la reflexión ha de partir de documentos y teorizaciones menos genéricas, pues, aunque poco citadas, resultan absolutamente reveladoras por situarse precisamente en el terreno de la dicotomía medieval de lo sencillo versus lo fastuoso, y de lo necesario y útil, frente a lo meramente atractivo y superficial.
***
La Orden Cisterciense tiene su origen en la decisión de un monje llamado Roberto de instalarse, junto con un grupo de ermitaños, en el lugar de Molesmes (Francia), a fin de seguir una vida ascética que la observancia benedictina/cluniaciense propia de la época no parecía favorecer. Ello ocurría en 1075. La empresa se ve coronada por el éxito en cuanto al aumento de monjes y de rentas, pero no parece que el ansiado ascetismo consiga implantarse plenamente. Por ello, después de diversas tensiones, Roberto vuelve a partir con otro grupo de monjes hacia un nuevo lugar, aún más apartado: Císter (Citeaux). Con él van Alberico y Esteban Harding, que acabarían siendo abades del Císter. Estos tres hombres, sobre todo el tercero, son los que, en definitiva, sientan las bases de la Orden del Císter. Una bula papal de 1100 y otra de 1119 establecen la autonomía de los reformadores. Es esos primeros años del siglo XII cuando aparece la figura de Bernardo de Claraval, quien, sin figurar entre los fundadores como a veces se piensa equivocadamente, dio una proyección admirable a la orden a lo largo de su vida.

Tradición gregoriana y pureza musical
En estricto paralelismo con la búsqueda de la primitiva pureza benedictina -referente que nunca conviene perder de vista- la primera generación cisterciense se preocupó por incorporar a sus prácticas litúrgicas el canto más apropiado, aquel del que pudiera asegurarse un mayor respeto a la tradición gregoriana.
No era la primera vez que se sentía esta inquietud entre los teóricos de la música, que desde antiguo ofrecen testimonio de las irregularidades en la interpretación del canto sagrado. Por otra parte, la variedad del santoral y el peso de los usos locales, había derivado hacia una autonomía muy notable en la práctica de la música litúrgica, con variaciones de diversos nivel entre cada zona y aun entre cada iglesia o monasterio. Como lo explica el autor de un importante tratado de la época conocido como Regulae: “entre todas las iglesias, no sólo metropolitanas sino provinciales, no encuentras dos, si no me equivoco, que se ajusten a un mismo uso del canto".
Además, muchas piezas eran mixtas en el plano modal y eso ya había causado algunas quejas mucho tiempo atrás. En el siglo IX, Regino de Prüm había advertido en su Epistola de armonica institutione de que existían “algunas antífonas, a las que llamamos bastardas, o sea, degeneradas e ilegítimas, que comienzan por un tono, tienen otro en el medio, y acaban en un tercero, cuya disonancia y ambigüedad revelamos ". En el siglo XI, en tiempos más cercanos al Císter, Johannes Affligensis . llamado Juan Cotton, escribía: "Si alguna vez se produce una aberración en el canto (...) decimos que procede corregirla de la incapacidad de los cantores mediante la pericia de los músicos”. Y, en fin, como guardián del octoekos, el influyente Guido de Arezzo, igualmente en el siglo XI, no duda en comparar en su Micrologus los modos-modelo con las Bienaventuranzas y con la gramática, base de las artes liberales: "Así pues, los modos son ocho, como ocho son las partes de la oración y ocho las formas de la bienaventuranza, por los que, discurriendo toda cantilena, varía en ocho disímiles voces y cualidades".
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 Muy conscientes de esta peligrosa variedad, los primeros padres cistercienses acudirán a Metz, localidad de gran prestigio en la recepción del canto romano, de cuyo ámbito se conservan códices fundamentales, ya desde los anotados adiastemáticamente, en el siglo X, tan importantes como sus contemporáneos sangalenses en cuanto a la sutileza de la expresión rítmica.
Tiempo después, el propio San Bernardo -en su epístola sobre la revisión del canto cisterciense- alude a este hecho, dejándonos un hermoso testimonio de la historia musical de la orden, cuando nos relata cómo se comisiona a unos monjes para que copien el repertorio litúrgico, según se practicaba en Metz. Esta localidad había sido fundamental en el tránsito del canto romano hacia las tierras del imperio carolingio, ganadas con Carlomagno para la causa de la unificación litúrgica. Sin embargo, aquella copia -que no se conserva- no podía satisfacer las necesidades de la nueva orden, de forma que, a pesar de ser usada en los primeros tiempos, hasta la época de San Bernardo, pronto va a ser retirada.
Ciertamente, la tradición metense, interesantísima por tantos motivos, difícilmente podía adaptarse al nuevo gusto ascético, pues su garantía de tradición no se contradice con la presencia de procedimientos ornamentales de muy diverso tipo que necesariamente acabarían siendo cuestionados dentro de la estrategia cisterciense.
En otros términos, la mirada hacia los orígenes, hacia los momentos de máxima pureza espiritual derivados de la práctica sensata de la regla de San Benito, es aleccionadora para el Císter en varios planos -pobreza, trabajo, sobriedad- pero la mirada hacia la música no podía dar los mismos resultados, por la riqueza explícita de la tradición conservada, como hoy podemos comprobar con toda facilidad. En esto hay que reconocer que el idealismo cisterciense pecó de una cierta ingenuidad. (Continuará).

Ilustración: 
Ruinas del monasterio cisterciense de Moreruela (Zamora). Foto de Ángel Medina (2016)..

jueves, 1 de junio de 2017

Joaquín Valdeón y el Coro Universitario

El lunes pasado (29 de mayo) asistí al concierto de fin de curso del Coro Universitario de Oviedo. Se celebró en la Capilla de la Universidad bajo la dirección de su titular, el maestro Joaquín Valdeón. A juzgar por los aplausos y otras manifestaciones de aprobación, resultó muy grato para los numerosos asistentes al mismo, entre los que se hallaba María Álvarez, directora del área de Extensión Universitaria, en representación institucional.

Ya he comentado alguna vez que lo que aquí se escribe no pasa del simple comentario y por tanto no cae en el terreno de la crítica musical, oficio en el que milité aguerridamente cuando tenía más o menos la edad de los chicos y chicas que nutren las filas del Coro Universitario. Bueno, exceptuando a mi querido Ricardo Sánchez Tamés, toda una institución en nuestra Universidad, ilustre catedrático y en su día vicerrector, profesor emérito y Defensor del Universitario, que forma parte de un coro que casi es más suyo que de nadie en virtud de lo que se acaba de señalar. Así que todos aplaudimos calurosamente cuando el maestro Valdeón (al final, en los agradecimientos) individualizó su aportación recordando esa veteranía en lo académico y en lo musical.
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Como suele ser habitual en los conciertos de fin de curso del Universitario, el director presentó sucinta y claramente cada una de las piezas que integraban el programa. Hay que decir (y lo subrayó Valdeón) que el Coro Universitario tiene una particularidad muy notable. Me refiero al constante cambio de sus componentes. Hay años en los que acuden al coro estudiantes Erasmus que, al curso siguiente, ya no están en Asturias. Otros permanecen durante toda o parte de la carrera, lo que no pasa de unos pocos años a lo sumo; y es verdad que algunos siguen en el coro incluso después de haber dejado la Universidad. También a veces se suman refuerzos si la ocasión lo precisa, con antiguos miembros de la agrupación coral o con otros orfeonistas.
En todo caso siempre hay cambios y caras nuevas. Podría uno parodiar a Juan de Mairena/Machado recordando aquello de que “como la generación de las hojas…”, así las de los miembros del coro. Sí, me gusta este coro heraclitiano, donde nunca nos bañamos dos veces en las mismas voces, pero no por ello deja de ser y de sonar siempre el mismo río que nos lleva a rincones hermosos y poco frecuentados del repertorio coral. Nos gusta este coro que, al revés que en la naturaleza, queda atenuado al final de la primavera y en estado latente durante el verano, para luego renacer y se refundarse cada otoño y dar frutos en invierno, siempre al servicio del protocolo universitario y del conjunto de la sociedad.
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La memoria -que ha de estar construida con recuerdos y, como sugirió Todorov, también con olvidos- me trae imágenes nítidas de cuando el Coro Universitario era un menú de lujo para el melómano ovetense, allá por los años setenta. Claro que la actividad musical de aquella época era mucho más limitada que en la actualidad. Entonces, un concierto del Universitario a base de la inmensa polifonía del Renacimiento, bajo la dirección de Luis Gutiérez Arias, aliviaba las ansias musicales de muchos de los que ahora tenemos una edad provecta.
En el Coro Universitario de Gutiérrez Arias ya había un joven tenor que se estaba formando como músico (se titularía en viola) y que en 1997 llegaría a ser el director de esta agrupación. Joaquín Valdeón, pues a él me refiero, es sin duda un nombre imprescindible del mundo coral asturiano, pero hay que añadir un matiz. Su sólida formación como instrumentista y como director de coro y orquesta es una de sus grandes bazas a la hora de hacer un buen trabajo. Como director se formó en la novedosa escuela de Pierre Cao que unifica en cierto modo las técnicas gestuales de la dirección de coro y orquesta, muy distanciadas en otras concepciones, pero esta tendencia se mezcla con la sensitiva e imaginativa tradición de la escuela coral inglesa, que ha ido conociendo en sus fuentes a lo largo de diversas estancias en el Reino Unido. Por eso ocupa un importante lugar no sólo en el mundillo coral sino en el conjunto de la música asturiana. Y como le conozco bien desde hace no pocos años, podría añadir otros muchos méritos y saberes, como su licenciatura en Musicología, su fino oído de crítico musical o su dominio de la fotografía en formato profesional. Todo un temperamento artístico que en parte le viene de familia, en tanto que nieto del gran cantante asturiano José Menéndez Carreño, Cuchichi.
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Una disposición artística y una formación así le permiten abordar riesgos. De hecho es responsable del estreno de un buen número de obras, bien en términos de estreno absoluto o bien como novedad en España. Eso es lo que da valor a un coro y no cantar por enésima vez los conocidos hits de la música coral. Evidentemente para estos empeños se requieren medios, como los tuvo para su concierto con la Misa “The armed man”, de Jenkins. Concierto espectacular para solistas, coro y orquesta que abarrotó la Catedral. Como los hubo institucionalmente para el pasado concierto de Navidad, con un hermoso “Gloria” de Vivaldi en la iglesia de Santa María la Real de La Corte. Y lo mismo años atrás con los estrenos de Israel López Estelche y, en años sucesivos, del tríptico navideño de Guillermo Martínez. Sólo enumerar las orquestas y agrupaciones corales e instrumentales que ha dirigido, los autores contemporáneos que ha dado a conocer en España, las exposiciones que ha comisariado, su trabajo con la Misa de gaita y otras muchas facetas de su personalidad artística ocuparía más páginas de lo aconsejable en este sitio. Lo dejamos de momento para otra ocasión.
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Lo de este lunes era mucho más modesto, pero no menos bello. Sólo las piezas brasileñas, por poner un ejemplo, conjugan una inusitada perfección técnica con una seducción rítmica tal que nos llevarían prácticamente al baile si no estuviésemos limitados por los rituales del concierto.
El Coro Universitario se había acercado al altar de la capilla entonando una cantiga de Santa María en su original monódico. Acto seguido, ya posicionados en la cabecera del templo, la ofrecerían en una cuidada versión polifónica de Miguel Querol. Bellísimos los dos madrigales de Filipo Azzaiolo, que sonaron antes de las citadas canciones brasileñas: “Azuläo”, de Jaime Ovalle; “Rosa amarella”, de Villalobos, y la célebre “Muié Rendêra”, de Pinto Fonseca.
Del vasco Mikel Laboa y arreglo de Javi Busto cantó el Coro Universitario “Nerea izango zen”, una página en euskera con un texto que nos resumió Valdeón y que no estaría mal que, como el resto de las obras, estuviese incluido y traducido en el programa. La sutileza armónica del “Ubi caritas” del noruego Ola Gjeilo es todo un peligro para ajustar la afinación, pero es igualmente una elección a mantener pues se trata de una pieza muy lograda. Una armonización de “Blackbird”, de Beatles aportó el tercer pájaro de la noche, como comentó el director, anidando los otros en “Azuläo” y la canción vasca respectivamente.
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Los aplausos a director y cantantes obligaron a un bis, que fue un verso del Magnificat de Pachelbel (“Fecit potentiam”) que el coro suele cantar entre los discursos de los actos oficiales. Más aplausos y el coro respondió con el más poderoso “Gaudeamus igitur” que haya escuchado quien suscribe en los últimos lustros. Lo hicieron con ganas y con orgullo y creo que a muchos nos llegó al alma.
Piensa uno entonces en la suerte que supone haber pasado por las aulas universitarias, en lo mucho que recibió de la institución y cómo, de algún modo, trata de devolver algo de lo recibido desde su puesto de profesor. Y en la hora de la memoria y del balance personal, el Coro Universitario siempre está presente.
¡ Alegrémonos, pues! O lo que es lo mismo: Gaudeamus igitur!