Ciertamente, entre
numerosos gregorianistas, la práctica cisterciense del canto no goza de muy
buena fama, y se han vertido opiniones muy severas. Así, Germán Prado, refiere
que San Bernardo "trunca las melodías", con el pretexto de cantar con
el salterio decacordo, aunque acto seguido aún le toca peor consideración a los
dominicos, pues siguen "parecido criterio, entrando a saco en los neumas
cuando parecían largos, sin percatarse de lo que acerca de esos deliciosos yúbilos había escrito San Agustín
explicando su sentido".
Sin embargo, este tipo de
críticas responden a la tradicional, interesada y errónea división de la
historia del gregoriano, en tres períodos: creación y difusión, decadencia, y
restauración solesmense en el siglo XIX. En el caso que estudiamos, sin
embargo, en modo alguno puede hablarse de decadencia, sino de un tratamiento
pragmático de la música litúrgica, de un elemento más dentro del plan
centralizado de la orden.
No cabe duda de que si las
melodías cistercienses hubiesen sustituido universalmente a la tradición secular del
canto llano, la pérdida hubiese sido objetivamente muy relevante. Sin embargo,
dado que el canto llano tradicional se ha conservado y se sigue investigando
cada vez con mayor conocimiento de causa y mayores aciertos en el campo
semiológico, no parece procedente lamentarse, como ya hemos dicho que resulta
frecuente entre los gregorianistas, sino tratar de comprender la funcionalidad
de esta organizada reforma musical. Desde esta posición, hay que reconocer que
la adecuación de los medios establecidos a los fines propuestos -respecto al
canto sacro- no pudo haber sido más afortunada. Hay incluso parcelas de la
música litúrgica que deben mucho a los cistercienses, como pudiera ser el caso
de la himnodia, al haber ido a copiar los himnos en tiempos de Esteban Harding
al el lugar donde más prestigio tenía este género, el Milán heredero de San
Ambrosio.
Otros detalles
significativos y algunos paralelismos y disimilitudes con las artes plásticas.
Los cantos, en fin, han de
reunir una serie de características, tanto en su tesitura, como en la sucesión
interválica o en su movimiento melódico, para poder vincularse con exactitud y
sin lugar a dudas a un solo modo. En caso de que alguna de estas cualidades
esté ausente, es preciso realizar una corrección, que en ocasiones revestirá el
aspecto de una verdadera amputación quirúrgica.
No es de extrañar que el
perfil óptimo de las melodías cistercienses haya de reunir una serie de
características, aún más exactamente formuladas que las deseadas para capiteles
y otros elementos arquitectónicos. Así, las Regulae, muy en especial,
distinguen las tres condiciones que han de caracterizar a una melodía adecuada
para los fines sagrados. No pretendemos detenernos en todas ellas, pero además
de citar la progressio y la dispositio (que atienden al ámbito y a la estructura modal,
respectivamente) podemos destacar el concepto de compositio, que representa el lado
cualitativo, el producto final desde un punto de vista menos técnico y más
subjetivo -aunque dependa de los factores anteriores- y ello nos recuerda la
terminología de los tratados medievales de gramática, donde este término alude,
a veces, al enunciado pulido de las expresiones.
Naturalmente, esta línea de
pensamiento también podría relacionarse con el concepto de belleza estructural,
-formositas-
frente a la belleza ornamental, que sería la venustas, y que va muy bien con lo
que los cistercienses deseaban para su música, donde las bases modales se
refuerzan y clarifican, despojándose de la ornamentación y del exceso, tanto en
la longitud de los diseños melódicos como en el propio ámbito o tesitura vocal
de los mismos.
Es evidente, por otro lado,
que los paralelismos con las realizaciones arquitectónicas del Císter puede
establecerse de nuevo. En efecto, la restricción a un ámbito de décima, podría
compararse, en primera instancia, con la severa limitación de los ornamentos,
el rechazo a la pintura mural, la escasez de imágenes y el gusto por una luz
clara, no tamizada por el vidrio coloreado. Pero sobre todo hay que verlo, sin
negar lo anterior, como la plasmación meridiana de un planteamiento
verdaderamente universalista.¿No está pensada la Carta caritatis para regular, como dice
Braunfels, "la convivencia de los monjes mucho más allá de los límites de
cada abadía"? ¿No eran los capítulos anuales de la orden instrumentos al
servicio, entre otras cosas, de una poderosa cohesión interna? Y del mismo modo
que, de cara al funcionamiento cotidiano, cabe la supervisión de las abadías
fundadoras sobre las fundadas, así este rigorismo musical encaja como una
medida altamente eficaz, en orden a la coherencia global de las distintas
abadías. De hecho, resultan innegables las altas cotas de adecuación entre la
idea espiritual que subyace en la tratadística aducida en estas líneas
-incluyendo el propio pensamiento de San Bernardo- y la realidad sonora del
canto litúrgico de la orden cisterciense.
Como telón de fondo, no
podemos olvidar la oposición entre el nuevo modo de vida monacal y la práctica
cluniacense. Georges Duby lo ha narrado como ningún otro historiador y basta
releer algunas de las afirmaciones de Suger, abad de Cluny en tiempos de san
Bernardo, para ver que allí triunfaba la opulencia y el esplendor. Sólo un
esteta que piensa justo lo contrario que san Bernardo, puede encontrar
paralelismos como el siguiente, por cierto, muy platónico en esa gradación de
lo sensible a lo inteligible: "El encanto de las gemas multicolores que
transforman lo que es material en inmaterial me ha conducido a pensar sobre la
diversidad de las virtudes sagradas". Para el Císter no hacían falta
cruces de oro, ni cálices de oro llenos de gemas ni nada por el estilo, pues
sabían llegar a Dios desde el ascetismo más radical.
Claro que el paso del
tiempo desvirtuó algunos principios basilares de la orden, habiendo sido su
propia eficacia, su racionalidad y sus reconocidos conocimientos agrícolas,
forestales, etc., la causa de un crecimiento espectacular de las fundaciones
cistercienses -y de los medios materiales de las mismas- en los siglos
medievales. Así, retorna la tentación del ornamento, el lujo de las dimensiones
grandiosas, en contradicción con los principios de pobreza y ascetismo que
habían sido tan decisivos en los momentos fundacionales. Aquí el paralelismo es
menos evidente, pues una práctica de canto fuertemente asentada no se modifica
con facilidad y aunque hubo matices, el criterio musical que hemos explicado
sigue vigente en los siglos posteriores.
Un hecho importante, la
impresión de los libros cistercienses en el siglo XVI -que en nada entorpece la
confección manuscrita de los cantorales para uso de la comunidad- es un dato
favorable al mantenimiento de esa personalidad indiscutible del quehacer
cisterciense en el plano de la música litúrgica. La autonomía de los reinos
españoles desde el siglo XV, con capítulos generales propios, no supone cambios
significativos en el tema que estamos analizando. Dejamos también a un lado
casos del todo excepcionales, como el que se desprende del famoso códice de Las
Huelgas, cuyas piezas polifónicas tienen una serie de connotaciones que no
viene al caso introducir en estas líneas. Lo mismo cabe señalar respecto a la
integración de la polifonía en la práctica litúrgica del Císter, con normalidad
desde el Renacimiento, incluso con algunos teóricos propios en el seno de la
congregación cisterciense de los reinos castellano-leoneses, hacia la mitad del
siglo XVII.
Final
Ahora ya podemos volver al
comienzo de esta reflexión, y admitir que si "las reservas de los
cistercienses se disipaban frente a la música", como afirma Tatarkiewicz,
no es ciertamente tan sólo por su sentido genérico de "armonía", más
o menos numérica o misticista, ínsito en la teoría musical de la época
-cisterciense y no cisterciense-) sino por haber abordado el fenómeno
musical, para uso litúrgico, de una manera original, decidida y concretándolo
técnicamente bajo las mismas premisas ascéticas de la orden.
Bajo las principios de esta
teorización específica, podemos intuir que el Císter primó la vena ascética en su tratamiento de la
música, y que los escalones de la humildad, de los que habló San Bernardo,
neoplatónicamente, también pueden recorrerse desde su práctica. A la vanidad de
lo superfluo, a la curiositas y a la turpis varietas, criticadas por los padres
cistercienses como justificaciones inaceptables del arte, se oponen aquí,
hechos música, algunos de los verdaderos adornos del alma, o algunos de los
atributos de su belleza, como la humildad o la claridad, (que nos lleva a la
constante neoplatónica de la luz) entre otros, de los que habló Tomás de
Citeaux; y vemos también la medida y la congruencia, que Badwin Cantuariense
aplicaba a la verdadera belleza. Frente al gusto por el ornato, en fin, la
opción ponderada de lo necesario, indeleblemente teñida por unas cualidades de
obediencia, racionalidad y rigor que tanta fortuna habrían de tener en la
expansión espiritual de la orden desde los primeros momentos de su aparición.
Hay una última
circunstancia que hemos de consignar. El Císter fue una empresa religiosa
coronada por el éxito. Por ello, muchos de los principios que fundamentaron su
existencia dejaron de cumplirse no mucho después de los tiempos de San
Bernardo. El centralismo fue menguando y los avatares de la historia
cisterciense dieron momentos de gloria y de peligro a la orden en los siglos
sucesivos. En cuanto a la música hay algo que casi es triste reconocer: su
reforma no tuvo ni mucho menos el alcance previsto. C. Veroli lo ha demostrado
en los trabajos que se citan. Allí se ve que muchas piezas no fueron reformadas
e incluso que hay algunas que mantuvieron tradiciones más ornamentales de lo
habitual. O sea, que el rechazo que ciertos gregorianistas mostraron por las
melodías era, si no infundado, sí exagerado para la realidad de la reforma. Su
empeño, sin embargo, siempre brillará con luz propia en la historia de la
monodía litúrgica de la Iglesia.
Ilustración: Fragmento de un libro de coro del Monasterio de Valdediós (Seminario Diocesano de Oviedo).
Fuentes
Fuentes
Anónimo: Cantum
quem. Ed. de F. J. Guentner. Corpus Scriptorum de Musica. American Institute
of Musicology, 1974.
Anónimo: Cantum
quem. Claire Maitre: La réforme cistercienne du plain-chant. Etude d´un
traité théorique. CNRS, Brecht, 1995.
Guido
d•Arezzo: Micrologus, Ed. Smits van Waesberghe en Corpus
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Guido
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Coussemaker: Scriptorum de musica medii aevi, vol. II,
pp. 150-191. 1867. (Vide Claire Maitre, 1995).
Bernardo
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F. J. Guentner, junto con el Anónimo Cantum quem. Corpus
Scriptorum de Musica. American Institute of Musicology, 1974.
Regino de
Prüm: Epistola de armonica institutione. Gerbert, Scriptores.
Johannes
Wylde: Musica manuale cum Tonale Ed. C. Sweeney, CSM, 28. American
Institute of Musicology, 1982.
Nota
bibliográfica
Georges Duby:
San Bernardo y el arte cisterciense. Taurus Humanidades. Madrid, 1992
(Traducción de Luis Muñiz. Título original: Saint Bernard. L´art cistercien. Paris,
1979
M. Huglo: Les
livres de chant liturgique. Typologie des Sources du Moyen Age
Occidental, fasc. 52. Lovaina, 1988
Claire
Maitre: "Recherches sur les Regule de arte musica de Gui d´Eu". Les
sources en Musicologie, CNRS, Paris, 1981.
S. R.
Marosszeki: Les origines du chant cistercien. Analecta
Sacri Ordinis Cisterciensis. Roma, 1952
Angel
Medina: "El ascetismo de la estética musical cisterciense", en Valdediós. Libro
conmemorativo del 1100 aniversario de la consagración de la Iglesia de San
Salvador de Valdediós. Arzobispado de Oviedo, 1993.
Ángel
Medina: . "Virtudes, vicios y teoría del canmto en la
época del Maestro Mateo" En José López-Calo / Carlos Villanueva (eds): El
Códice Calixtino y la música de su tiempo. A Coruña, 2001, Ed.
Fundación Barrié de la Maza, pp. 73-93.
Cristiano
Veroli: "La revisione musicale bernardiana e il graduale cisterciense",
Analecta Cisterciensia, 1991, año XLVII.
Otros gregorianos: el caso del Císter (y 4)