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viernes, 1 de noviembre de 2024

El viaje a las sombras de Paola Peretti

 

 



Cualquier lector de novelas ha vivido la experiencia de empatizar con tal o cual personaje; ha disfrutado cuando le sale una ciudad, un paisaje o una calle con la que está familiarizado; y, por supuesto, ha sufrido con las desventuras o soñado con las esperanzas de los protagonistas de los relatos que lee. Lo que resulta más singular es que acabe uno encontrando una obra literaria que toque las fibras más profundas de su sensibilidad y que, al mismo tiempo, narre vivencias tan cercanas que todo parece déjà vu. Eso es lo que me ocurre con El árbol de las cerezas, de Paola Peretti.

La escritora saltó al gran mundo literario por esta exitosa primera novela, publicada en España en 2019En la extensa nota de agradecimiento no se olvida de dar las gracias “a quienes han creído en una chica anónima de una provincia italiana”. Paola Peretti realizó sus estudios universitarios al tiempo que se ganaba la vida trabajando como camarera o canguro, según recuerdan las notas biográficas que circulan sobre ella. Estas notas también consignan que, a los dieciséis años, le diagnosticaron la enfermedad de Stargardt. Se trata de una afección ocular degenerativa, no muy frecuente, que supone la pérdida gradual de la visión. No existe posibilidad de curación, aunque hay tratamientos que buscan mantener los residuos de visión que aún funcionen. La escritora llegó a ejercer como profesora, pero dejó de impartir clases cuando ya le resultaba muy difícil corregir los exámenes.

Lo que hizo Paola Peretti fue trasladar sus propias experiencias (en cuanto a la pérdida de visión) a los ojos de una niña, llamada Mafalda, que cumple diez años en el transcurso de la narración. La novela está escrita en primera persona, dando así clara voz a las ilusiones y las cuitas de Mafalda. La niña se muestra como un alma cándida, imaginativa y fantasiosa, pero también muy lógica en muchas de sus apreciaciones. Comprueba su deterioro visual calculando la distancia –decreciente–desde la que es capaz de distinguir el cerezo que da título al libro. Hace listas de cosas o personas que son esenciales (la música, su compañero Filipo, jugar al fútbol, el gato Óptimo Turcaret, la conserje rumana Estela,…) y de lo que va dejando de ver, como las estrellas y, con el paso del tiempo, hasta su propia cara en el espejo. Aprende a leer en Braille y comienza con El Principito, pero su profesor de apoyo le habla de los audiolibros y por ese medio desea escuchar El barón rampante, de Italo Calvino, que no solo es la novela preferida de su padre, sino que es central para comprender algunas partes de la trama.

El árbol de las cerezas es una novela enternecedora y emocionante. Pero hay un claro mensaje de resistencia y de positividad. Es necesario luchar. “Quien tiene miedo –le dice a Mafalda ese gran personaje que es Estela, la bedel– no vive”. Por eso, “el último agradecimiento va para mí y para todas las mujeres que no se rinden” –apunta Peretti en la nota antes citada. Mafalda se adentra en las sombras grises de su mal y sufre terriblemente, pero la ficción acaba en un destello de luz irradiado desde el poderío de su lucha, de su capacidad para no rendirse nunca.

La música es una de las cosas esenciales para la pequeña, como ya se dijo. Y es el tema específico de este blog, por lo que procede centrarse a continuación en los pocos, pero jugosos párrafos que Peretti dedica a la música en su novela.

Cierto día hay una función especial en el colegio de Mafalda. Acude, entre otras razones, porque tocan los alumnos de guitarra de su primo. “Me gusta mucho la música –dice Mafalda– porque no hay que ver nada”. Se confundía, claro, pero nos entendemos. Apunta que en casa quisieron que aprendiese a tocar un instrumento, pero que ella se negó porque era consciente de ver muy mal las notas. “Para mí son hormigas inmóviles sobre una raya negra” –certifica la niña en dura metáfora. Pero cierra los ojos y presta suma atención a los diversos instrumentos; y sus melodías se le meten en el cuerpo y la hacen sentirse como caminando a la orilla del mar. 

Tras los cantos de los alumnos de la guardería, les llega el turno a los aprendices de violín. “¡Qué tortura!” –anota Mafalda, erigida en severa crítica de música. A continuación, viene la actuación de Filipo. Es este un chico un tanto díscolo que, sin embargo, parece mostrar lo mejor de sí mismo ante Mafalda. El caso es que Filipo toca el piano y lo hace tan bien que, al acabar, todo el mundo queda en silencio antes de estallar en aplausos. La actuación de Filipo desata en Mafalda una auténtica apología del arte musical. Asegura que “esta música preciosa se me mete en la cabeza, me toma de la mano y me dice que vayamos a correr juntas, como si fuera amiga mía”. Mafalda transforma esas percepciones en imágenes de carreras y olas; ella misma se ve como un delfín y el mar se mueve al compás de la música. Fuera de estas ensoñaciones marinas, Mafalda ha quedado prendada de la música interpretada por Filipo. Entran las guitarras al salón de actos, pero Mafalda sigue oyendo las melodías desgranadas en el piano por su compañero y concluye: “no sé si me asombra más que la haya tocado Filipo o que exista en el mundo algo tan bonito que hasta te hace llorar”. 

Mafalda vuelve al ya vacío salón de actos para ver el piano. Pero por allí aún sigue Filipo. Se sientan los dos en el banco del piano y el niño le explica a Mafalda que se van a llevar el instrumento, pues es prestado. Filipo le confiesa a su compañera que toca por imposición paterna –he ahí otro tema de interés–, por lo que rechaza repetir la pieza del concierto para ella. La niña le pregunta si no sabe interpretar otra pieza de su propio gusto. Filipo acaba tocando “Yellow submarine”, tras indicarle a Mafalda que ponga las manos sobre el teclado. De nuevo la niña describe las sensaciones que le causa la ejecución con logradas imágenes. Siente un cosquilleo en sus manos y se suma con su voz al estribillo, pues conoce la canción de los Beatles por su padre. Mafalda felicita al joven pianista y este le dice que, si quiere, le enseña. Eso cambia el humor de Mafalda, pues sabe que no ve las notas. Pero Filipo la anima y le dice que se puede tocar sin partitura, como acaba de hacer él mismo. El asunto no es baladí, pues este diálogo pone sobre el tapete la hegemonía de la notación musical en la cultura occidental. Y sin duda, la tradición académica de la música escrita es una joya del patrimonio de la humanidad. Pero no hay que olvidar que la mayor parte de la música que suena en el planeta no depende de la partitura sino de otro tipo de usos y conocimientos. Llegan a un acuerdo y se dan la mano. Mafalda asegura que no ha apretado “porque me da miedo estropearle los dedos de músico”

En otra ocasión, Filipo la hace a Mafalda una especie de prueba de voz. La niña canta con buena afinación. Parece que el grupo que Mafalda deseaba tener en el futuro –otra de sus cosas esenciales– ya cuenta con el dúo fundador. Al final, el mensaje es nítido: las sombras no vencerán a la luz y las nubes no ocultarán todo el cielo. La música, recibida por Mafalda de una manera instintiva, como con todos los poros de su piel, la conduce a un universo lleno de belleza y de imposibles. Cual en los sueños más hermosos. 

 

Referencia

Peretti, Paola. El árbol de las cerezas. Barcelona, Planeta Audio, 2020. Ed. en papel: Barcelona, Seix-Barral, 2019.

Ilustración

Dibujo de DMA

martes, 1 de octubre de 2024

Algunas metáforas y comparaciones músico-literarias


La música ha sido, es y será objeto de atención en el seno de las creaciones literarias. Aparece a lo largo de la historia en poemas y prosas de todo tipo. Su carácter aparentemente inmaterial y etéreo determina que se la aproveche frecuentemente para construir metáforas o comparaciones teñidas de esa misma condición sutil y aérea. Los sonidos de la naturaleza, por ejemplo, suben un peldaño cuando se los describe con algún tipo de evocación musical. Así, en la loa para el auto sacramental El jardín de Falerina (no confundir con la comedia homónima), Calderón de la Barca relaciona los cuatro elementos con la música de una manera muy elaborada. Atribuye una serie de cordófonos al Agua y a las sonoridades que son propias de este elemento. Los violines de los mares y de las fuentes, los salterios y las cítaras de los ríos, las arpas de los arroyuelos son las metáforas que usa y que forman parte de otra que las engloba, puesto que:

 

“todas son del Agua,

cláusulas, supuesto

que vienen a dar

en un punto mesmo 

para la harmonía (…)”

 

En efecto, al igual que las aguas de la tierra van a dar al mar, así las diversas partes vocales y/o instrumentales de una composición se mueven hacia las cadencias (pues eso es lo que significa aquí el término ‘cláusula’) que puntúan el fraseo para fundirse en una sonoridad en reposo que resuelve las tensiones del proceso.

En cuanto al elemento Aire, Calderón organiza toda una tipología de vientos recurriendo a los aerófonos y a la percusión: el clarín del céfiro, el pífano del aura (viento suave) en el eco, la trompa del ábrego en el muro, la caja del cierzo en la campaña. También en este caso las metáforas quedan subsumidas en otra más amplia, ya que todas son “música y batalla” y confluyen en un mismo punto ”para la harmonía / de su vago Imperio”. Procedimientos similares se pueden observar cuando habla de la Tierra, vista como un libro pautado de música; y del Fuego, donde las imágenes se refieren a las voces de la polifonía (tiple, contralto, etc.). Nótese que las cuatro voces se asocian al Fuego, en contraste con la tradición que distribuía el cuarteto vocal clásico entre los cuatro elementos de acuerdo con una jerarquía del grave al agudo, según postulaba Zarlino. Esta loa, dicho sea de paso, ya fue reproducida en la Historia de la música española de Mariano Soriano Fuertes, aunque solo como testimonio del gusto por los instrumentos de la época de Calderón.

Existen muchos otros sonidos de la naturaleza que se convierten en música. La “alada orquesta” es una metáfora repetida en diversos autores para referirse a una bandada de pájaros en pleno gorjeo. Rubén Darío escribe, al comienzo de su poema “A Mercedes García Zabala” (Álbumes y abanicos):

 

“¡Hermosa: hoy están de fiesta

Los lirios de la floresta

Las rosas de Alejandría

Y la dulce alada orquesta

Que saludó al nuevo día!

 

En Azul, este mismo poeta alude a unas aves que dialogaban en “lengua rítmica y alada”. Y volviendo por un momento a Calderón, vemos que en Psiquis y Cupido se refiere en alguna ocasión a la “alada Capilla”, siempre pensando en el canto de los pájaros como música, pero orientando al lector hacia la agrupación musical más nombrada en su tiempo, que era la capilla de música de las catedrales y otros centros religiosos o y civiles.

En el curso de nuestras lecturas hemos tropezado con metáforas o comparaciones muy ocurrentes. En Los vagabundos del Dharma, Jack Kerouac compara el rebuzno de un burro con los cantos tiroleses. Se refiere a esa parte del rebuzno donde el animal emite un sonido agudo y otro grave, repitiendo este deje varias veces. O sea, en cierto modo como el ‘yodel’ tirolés, donde hay constantes saltos de la voz ordinaria al falsete. Por cierto, en El otro a ratos ya se prestó atención a los rebuznos y a la asinología o ciencia asnal, por si alguien desea saber algo más sobre tal portentosa manifestación sonora. 

No menos singular es un hallazgo que descubrí en Lecciones, de Ian McEvan. Se alude a una partitura abierta sobre el atril del piano. La escena se desarrolla en el aula de música de un internado y la protagonizan un niño y su joven profesora. Se pone por un momento el foco en las claves de Sol y de Fa con que se escribe normalmente para este instrumento. McEvan habla del “severo bucle erguido de la clave de sol”, y de “la clave de Fa enroscada como el feto de un conejo” que el alumno había visto en el libro de Biología del colegio. A mi me parece que, teniendo en cuenta el papel central de la profesora de piano en la historia del protagonista de la novela, la metáfora de la clave de Sol y la comparación de la clave de Fa vienen a ser un resumen del drama que acabaría marcando aquella relación desigual entre la bella profesora y el menor. La imagen del bucle podría simbolizar el tremendo y peligroso enredo, de sabor agridulce, que marcó para siempre la vida del niño, su iniciación sexual y el fracaso de las expectativas creadas como posible virtuoso concertista de piano. La clave de Fa, con ese bizarro símil del feto de un conejo, redobla los simbolismos agoreros de aquella partitura abierta en el piano en torno al que discurrían las clases y mucho más. Ese feto enroscado de la clave de Fa evoca, al principio de la novela, el germen de un problema existencial de una magnitud que solo muchas páginas después alcanzamos a comprender.

Paola Peretti, en El árbol de las cerezas, completa la imagen siniestra de una partitura con una metáfora sobre las propias figuras musicales que se explica por la mala vista de la protagonista: “Para mí son hormigas inmóviles sobre una raya negra”. 

Hablando de pianos y de virtuosos, procede recordar el conocido testimonio de Franz Liszt. Se lamentaba enérgicamente de que lo animasen a dedicarse a la ópera, cuando su identidad y su más alta capacidad de trascendencia se hallaban en el piano, que le resultaba tan inherente a su ser artístico como, entre otras imágenes, lo era “el corcel para el árabe”.

Hay asimismo instrumentos imaginarios, buen caldo de cultivo para metáforas y comparaciones. Este es el caso del ‘contapiporro’, término que da título a un curioso poema de Gerardo Deniz. Sabemos que es gigantesco y que se eleva “sobre el pepinar de la orquesta”, de donde salen las metáforas “espantapájaros maniacodepresivo” o “cisne monstruoso”. La mención al concierto para la mano izquierda (se sobreentiende que de Ravel) permite deducir que este contrapiporro tiene su origen en el contrafagot, pues, como este, también ataca “líneas adicionales profundas”; o sea, sonidos muy graves, como los de violoncelos, contrabajos y contrafagot en el inicio del concierto citado. Pero en el poema hay un lado fabril, industrial, que nos hace pensar en una chimenea que “ojalá emitiese humo caco al sonar”, lo que no deja de ser una admirable sinestesia. El poema es complejo y encierra muchas claves, pero nos basta con estas puntuales menciones para captar la poderosa, metafórica y visionaria lengua del poeta mexicano.

Escribo esto un viernes y pienso que ocho días atrás también fue viernes y ocho días adelante lo será de nuevo, aunque hay algo distintivo en cada uno de ellos. Guido d´Arezzo comparó la vuelta del mismo día (tras el paso de los siete de la semana) con el retorno de la misma nota tras la enumeración de las siete distintas de que consta el sistema): A, B, C, D, F, G, a, donde ’a’ es la octava aguda de ‘A’ (La), unidas por esa proporción dupla que las vincula con vocación no lograda de unísono. tan mismas, tan distintas. 

Oigo a lo lejos unas campanas. O sea, los “plectros o lenguas de hierro”, como las llamaría el P. Cases en el siglo XVIII. Veo automóviles, imaginados por Proust –En Memoria de las iglesias asesinadas– como “órganos rodantes”, con sus cambios de registro y todo (las marchas). Lo que parece sugerir esta pequeña muestra de figuras literarias basadas en la música es que esta disciplina eleva el término real de manera sustantiva. Las cualidades de la música se trasladan a los ríos, al canto de los pájaros, a los automóviles y a casi cualquier cosa que tenga alguna capacidad sonora. Se advierte una cierta idealización, como si el famoso poder de la música se manifestase hasta en la simple mención de algunos de sus elementos. He ahí otra de las grandezas de nuestra disciplina.

Referencias

Calderón de la Barca, Pedro. Loa para El jardín de FalerinaAutos sacramentales, alegóricos y historiales. T. VI. Madrid, Oficina de la viuda de don Manuel Fernández, 1760.

Calderón de la Barca, Pedro, Psiquis y Cupido (Toledo), ed. Enrique Rull, Pamplona– Kassel, Universidad de Navarra–Reichenberger, 2012.

Darío, Rubén: Azul. Santiago de Chile, Pequeño Dios Editores, 2013.

Deniz, Gerardo. “Semifusas y fagotes”. Pauta, vol. XXXII, nº 134, 2015. En este número de la revista, además del poema comentado, se publican varios artículos sobre la obra poético-musical de Gerardo Deniz.

Kerouac, Jack. _ Los vagabundos del Dharma, Madrid, Anagrama, 2022.

McEvan, Ian. Lecciones. Traducción: Eduardo Iriarte Goñi. Barcelona, Ed.

Peretti, Paola. El árbol de las cerezas. Barcelona, Planeta Audio, 2020.


. Anagrama, 2023.

Peretti, Paola. El árbol de las cerezas. Barceoona. Planeta Audio, 2020.

domingo, 1 de septiembre de 2024

Antología Coral Asturiana: un hito



I.

La música coral acompañó el desarrollo de Occidente desde Grecia. Inicialmente eran coros monódicos. Los del antiguo teatro griego, por ejemplo, se acogieron a este procedimiento. Por su parte, el inmenso patrimonio del canto gregoriano se canta asimismo a una voz. Pero en el siglo IX se produjeron diversos procesos de enriquecimiento del canto sacro, como –con valor decisivo– la irrupción escrita de la polifonía primitiva. Desde esta a la Escuela de Notre Dame, luego al Ars Antiqua del siglo XIII y no digamos al Ars Nova del siglo XIV, se produce una evolución del tejido polifónico que es constante y asombrosa. 

Hay un fenómeno que no se manifestó con rotundidad en la polifonía medieval y que, sin embargo, resultaría concluyente desde el Renacimiento en adelante. Me refiero a la estratificación de las voces. En efecto, la polifonía clásica del Renacimiento consolidó un sistema básico de cuatro voces estratificadas y, al mismo tiempo, solapadas. La idea de plenitud y compleción que infunde esta disposición se explica por la conquista equilibrada del espacio sonoro que obtienen las cuatro voces esenciales: soprano, alto, tenor y bajo. Por eso Zarlino –en sus Instituciones armónicaslas llamó “elementales” y las asoció (en conocida e inolvidable comparación) a los cuatro elementos de Empédocles. No es casual que, aún hoy, los cantores de los coros se sigan agrupando en torno a estas cuatro cuerdas o secciones clásicas. Y, por eso mismo, se escribe aún mucha música para el cuarteto vocal que venimos comentando. Lo que no obsta para que se deje espacio a las voces intermedias de mezzosoprano y barítono; o que se componga para voces iguales; o bien que haya divisi o se experimente con texturas que solicitan un alto número de voces individualizadas.

 

II.

No se puede olvidar que, en general, los coros no son profesionales. Pero esa condición no obliga a cantar un repertorio fatigado por el uso. Para evitar tales rutinas han de impulsarse iniciativas que propicien la creación, edición, circulación, interpretación y grabación de nuevas composiciones corales. Para el caso de Asturias, me vienen a la cabeza los concursos y posteriores ediciones de nueva música coral a cargo de la Federación Coral Asturiana. Aquellos siete cuadernos vieron la luz entre 1979 y 1985. Había páginas magníficas y nombres muy notables en el panorama musical hispánico, pero tal vez el alto nivel de exigencia de parte de esta colección pudo haber frenado su difusión. 

Las líneas anteriores permiten comprender el alcance de la recién publicada Antología Coral Asturiana, obra impulsada por Guillermo Martínez y David Pérez Fernández y auspiciada por la Asociación Coral Avilesina. Ambos músicos se conocen desde los tiempos en que formaban parte de la Escolanía de Covadonga. El primero es un reconocido compositor, en tanto que el segundo es el director musical del Certamen Coral “Villa de Avilés”. Ambos poseen una sólida formación musical, una dilatada experiencia como músicos y cantores y han compartido un mismo entusiasmo a la hora de cuidar todos los detalles de la obra que aquí se comenta. 

Precisamente en el contexto del certamen avilesino antes citado, coincidieron estos músicos en la necesidad de hacer algo para renovar el coralismo en el Principado. De 2022 a 2024 trabajaron con tanto mimo como intensidad y su esfuerzo se plasmó en esta cuidada Antología Coral Asturiana. La prueba de dicha pulcritud empieza en la propia edición musical, labor realizada por Guillermo Martínez; y sigue con ciertos detalles extramusicales de la publicación, como la reproducción en la cubierta del óleo “Homeland”, de Covadonga Valdés-Sobrecueva, o los dibujos interiores de Nazaret Busto.

 

 

III.

La Antología va precedida de una serie de textos de presentación. El de la musicóloga María Sanhuesa recoge inicialmente algunas de las virtudes de la voz humana y de la música coral tanto en el plano emocional como en el social. Luego expone de manera clara y concisa los contenidos de la edición, anotando las fuentes de las que proceden las distintas composiciones; unas siguen, actualizan, refunden o mezclan las melodías publicadas por Torner hace más de cien años en su Cancionero; otras parten de textos nuevos especialmente creados para esta publicación, con la excepción de “Para nada”, de Ángel González, cuya viuda –Susana Rivera– autorizó la inclusión de este poema, que es una honda, desilusionada y melancólica expresión de la duda sobre la propia obra. Esteban Sanz Vélez fue el encargado de ponerle música. 

Aquí deseo destacar el papel de Esther García, no solo como poeta, sino también como coordinadora del conjunto de poetas que han aportado sus palabras a la colección coral. Se trata de los poetas asturianos: Ánxel Álvarez Llano, Roberto Álvarez–Sirgo Díaz, María José Fraga, Inaciu Galán y González, María Esther García López, Roberto González-Quevedo y Esther Prieto. Como concluye la doctora Sanhuesa: “Una pluralidad de voces literarias que se suma a las voces sonoras de los coros, porque música y poesía no pueden, no deben ser más que una misma cosa...”.

 

 IV.

Hay que celebrar que un proyecto como este haya salido adelante. Las composiciones que se publican fueron encargadas en el marco de un plan editorial sólido y profesional. Como en cualquier antología, no están todos los que son, pero sí son todos los que están. Los antólogos tomaron sus decisiones editoriales y trazaron ciertas directrices, básicamente tendentes a que el repertorio de nuevo cuño que aquí sale a la luz pueda gozar del favor de los coros y, por añadidura, del público. Para ello, ha de convencer tanto a las grandes agrupaciones corales como a las que, aun siendo más modestas, tienen ganas de mejorar y de renovar su compromiso con el cívico arte de la música coral. En este sentido, Celestino Varela (presidente de la Asociación Coral Avilesina) publica una carta sobre, entre otras cosas, el valor del coralismo como “escuela de vida” y aun como “segunda familia”.

 No puedo olvidarme de otros cuatro aspectos: el pedagógico, la atención a la perspectiva de género, el pluralismo y el valor patrimonial de esta colección. Ciertamente, los coordinadores destacan en sus “Notas editoriales” la vocación pedagógica de esta compilación, sin perjuicio de sus innegables méritos estéticos. Mencionan incluso el tratado Gradus ad Parnassum, de Johann Joseph Fux. Lo único que ocurre es que cada director de coro tendrá que buscar su propia escalera, pues la disposición de las obras no es gradual o escalonada en cuanto a la dificultad, sino que se distribuye en dos apartados (para voces iguales y para voces mixtas) y ambas secciones, a su vez, van por orden alfabético de autores. Pero, bueno, lo que se da a entender es que hay para todos los gustos y que son varios los peldaños en la escala de dificultad de la Antología

Aunque en las “Notas editoriales” de Guillermo Martínez y David Pérez no se detalla su atención hacia la perspectiva de género, lo cierto es que ha existido. Me consta por el trato que tengo con el primero de los citados. Nada más justo, sin duda, pues ya está bien de invisibilizar a las mujeres en el mundo de la creación musical, pese a lo mucho que han cambiado las cosas en las últimas décadas y al auge del asociacionismo musical de las mujeres. Se ha contado con cinco compositoras: Eva Ugalde, Ingrid Stölzel, Junkal Guerrero, Katarina Pustinek y Wilma Alba Cal. Y con doce compositores: Albert Alcaraz, David Azurza, Ernesto Paredano, el ya citado Esteban Sanz Vélez, Guillermo Martínez, Javier Busto, Jesús Gavito, Jorge Muñiz, Jose Herrero, Josu Elberdin, Raimon Romaní, y Xavier Sarasola. Algunos de estos últimos colaboran con varias obras, como es el caso de Javier Busto, toda una autoridad en el panorama de la música coral. La presencia femenina se extiende, como ya se ha visto, a las aportaciones plásticas, poéticas y musicológicas, de modo que la perspectiva de género ha estado operativa, por más que aún se pueda profundizar en ella en ulteriores proyectos.

Esta claro, por otra parte, que el ramillete de creadores y creadoras que aquí se junta transmite una idea muy marcada de pluralidad. Hay artistas de distintas naciones de Europa y de América, conviven diferentes estilos y tratamientos corales y se emplean textos tradicionales y nuevos, en castellano y en asturiano. Al mismo tiempo, late en la Antologíaun deseo innegable de construir Asturias desde la parcela que les es propia a los dos responsables de la obra. Creen los editores que estas músicas seguirán sonando mucho tiempo después de su publicación. Ya hubo estrenos y hay otros previstos. El tiempo hablará sobre la fortuna de este nuevo repertorio coral. Más no me sorprendería un futuro halagüeño, pues las manos expertas que concibieron semejante proyecto lo han pensado para los coros reales –del Principado o de cualquier otro lugar– y no para los pluscuamperfectos coros angélicos. El patrimonio inmaterial de Asturias se ha enriquecido con la publicación de la Antología. Ha dado un salto cualitativo precisamente en un ámbito tan identitario como es el de la tradición coral. Ahora son los coros quienes tienen la palabra. 

 

Ilustración

Último ensayo de la obra Soledá por la Coral Avilesina Asociación bajo la dirección de su maestro Iván Carriedo Martín. A su lado, la autora de la pieza, la maestra Ingrid Stölzel, catedrática adjunta de Composición, (The University of Kansas, EEUU). Agosto de 2024. Foto y cortesía de Guillermo Martínez.

 

Referencia

Guillermo Martínez Vega y David Pérez Fernández (eds): Antología Coral Asturiana. Edita: Asociación Coral Avilesina, Avilés, 2024.

 

Edición digital

Está disponible una versión digital, completa y gratuita de la Antología Coral Asturiana. Se ofrece compartimentada en sus diversas aportaciones, individualizando cada obra o capítulo. Enlace:

https://urldefense.com/v3/__https://coralavilesina.com/antologia-coral-asturiana/__;!!D9dNQwwGXtA!SRqqu7OwKXuTgnG_Bv6Acgum-8kZ6TALNvpxmd9fz04G57P75_848e2Obo8FloZ8vlsWBqOclaA8FxI$

 

 

 

 

sábado, 1 de junio de 2024

La voz de la tierra: ‘El músico ciego’, de Korolenko




No son escasas las obras literarias que abordan el tema musical como elemento determinante (o colateral, pero significativo) de su trama. Algunas de ellas –debidas a Luis Landero, Ian McEvan, Carson McCullers, Rameau, Proust, Cervantes, Clarín, Polo de Medina, Pessoa, Rabelais, Francisco de Isla…– ya han sido comentadas en este blog. Hoy traemos a El otro a ratos unas líneas sobre el relato titulado El músico ciego, del escritor ruso –de Ucrania, por más señas– Vladimir Korolenko (1853-1921). Este autor está considerado como un sólido exponente de la literatura rusa, aunque no sea tan conocido como Tolstoi, Chejov o Gorki, entre otros. 

La acción de El músico ciego se sitúa en la “Pequeña Rusia”, lo que más o menos viene a ser la región (y actualmente nación) de Ucrania. La familia en cuyo seno se desarrolla la historia goza de buena posición en su entorno campesino. En su casa viven el matrimonio Popelski, su hijo Pedro y el hermano de la mujer, el tío Max. Este es un personaje central, lisiado por sus graves heridas de guerra. Había luchado contra Austria por la independencia de Italia. Era asimismo un hombre culto que actuará como preceptor, mentor y guía del niño. El caso es que la madre descubre algunos comportamientos del bebé que la llevan a sospechar que está ciego, intuición que confirmará el médico. El tío Max le dice a su hermana que, si protege demasiado al niño, acabará siendo un ser desafortunado e inútil.

El infante, por su parte, comienza a desarrollar grandes capacidades táctiles y auditivas que le permiten moverse con soltura por la casa, reconocer a los familiares y distinguir a los extraños. A los dos años muestra signos de fuerte excitación a causa de los sonidos de la primavera. Los rumorosos torrentes del deshielo o las ramas de las hayas meciéndose con la brisa van conformando su fonoteca interior. Recibía sorprendentes estímulos a modo de “notas nuevas y desconocidas”, como escribe Korolenko. En efecto, demuestra una especial atención a los fenómenos acústicos, después de haber ejercitado el tacto desde la más tierna infancia. Esto último lo expresa magistralmente el narrador cuando afirma: “parecía que mirase con la punta de sus deditos.”

A los cinco años se maneja con soltura por la casa y los terrenos cercanos. Al quedarse dormido se funden en su mente los sonidos del entorno, que le proporcionaban sueños felices y armoniosos. Pero un día se añade a ese paisaje sonoro el tañido de una flauta que tocaba el mozo Jochem desde el establo. Y lo hacía con tal sentimiento –como reflejo de un desengaño amoroso– que el niño empezó a acudir al establo todas las noches, admirado por esos tristes sones. Paralelamente, la señora Popelski olvida su mala experiencia con una antigua profesora alemana de música y le pide a su marido que le compre un piano. 

La instalación del instrumento ofrece una escena estéticamente interesante. La madre del ciego toca unas difíciles piezas alemanas. El tío Max se va, bastante molesto, con su antigermanismo a flor de piel. El niño palidece, impactado por ese nuevo caudal de música que acaba de descubrir. En el ambiente sobrevuela una cierta tensión, derivada de los dos mundos sonoros que compiten en la granja. Surge la idea de que la caña que Jochem (presente en la sala) convirtiera en flauta había nacido y crecido en las mismas tierras donde ellos habían venido al mundo y adquirido una identidad. Es más, también la propia música que interpretaba el mozo estaba enraizada en el mismo territorio. Poseía aquella una autenticidad de la que carecía la ejecutada diestramente por la señora. Esa lucha entre lo propio y las influencias externas es el motivo recurrente de la música rusa del XIX. El ‘espíritu del pueblo’, teorizado por filósofos como Herder, nutría el pensamiento del romanticismo y especialmente del nacionalismo musical. Pero la lucha de las naciones periféricas de Europa por hacerse con una voz propia en el ámbito musical no se lograría sin fuertes dosis de diálogo entre los modelos centroeuropeos (e italianos) con las propias raíces nacionales. Los mundos del mozo Jochem y de la madre del ciego se diluyen y se armonizan en la síntesis que llega a alcanzar el sensible invidente. 

El niño se inclina al principio por la rústica flauta de Jochem. Al mismo tiempo, la señora de la casa empieza a insuflar mayor sentimiento a sus interpretaciones y a introducir piezas que llegan más directamente al corazón. De este modo, la larvada rivalidad entre las dos fuentes musicales de aquella hacienda sufre una transformación. El mozo flautista y el niño ciego escuchan ahora con interés a la pianista.

Todavía en la edad infantil aparece la niña Evelina en la vida de Pedro. Este lleva una existencia tranquila, demasiado protegido y aislado del mundo. Pasan los años. El tío Max sigue atendiendo al joven en su formación. Le abre la mente a conocimientos de muy diverso tipo. Pedro usa indistintamente la flauta rústica y el piano, como cifra de lo que debe a sus dos maestros, su propia madre y el mozo de cuadra. El tío Max organiza una velada en la casa para que el ciego trate con otras personas, entre ellas algunos jóvenes. Evelina capta la incomodidad que siente Pedro y lo va a buscar al molino donde sabía que se habría refugiado tras abandonar repentinamente la fiesta. Allí surge el amor. Y cuando vuelven a casa, el ciego se sienta en el piano y empieza a tocar una música que daba cuenta de todo el remolino de emociones que acababa de vivir. Todo está descrito con apasionamiento, aunque no sin sutileza a la hora de analizar los sentimientos que buscan fluir entre las notas. Korolenko subraya que un sustrato decisivo de esa interpretación “era la música popular que siempre resonaba en su espíritu que oía la voz de la tierra”. 

La música académica también había calado hondo. Un entendido que allí estaba le pregunta por lo que acababa de tocar, que resultó ser algo italiano. Pero es sobre todo el modo de interpretar lo que confiere valor a su arte, precisamente por estar cargado de autenticidad y sentimiento, por ser trascendente más allá de la propia técnica musical. Era una página italiana, sí, pero Pedro la ha adoptado y ha hecho que tuviese “la voz de la tierra”; la ha hecho suya en un interesante proceso de recepción. El ciego triunfa con su improvisado recital, pero no queda satisfecho. El escritor aclara: “En las últimas notas expresaba una pregunta silenciosa, una duda, una queja”.

El relato aborda a continuación una etapa de crisis. Pedro se lamenta de su destino. Cree que más le hubiese valido ser un ciego pedigüeño o un músico callejero. El tío Max le lleva ante un grupo de mendigos invidentes y sumidos en la indigencia. Pedro queda horrorizado con lo que oye. Quiere marchar, no saber nada de esa dura realidad. El tío Max le reprocha su egoísmo, que también le había causado tensiones con Evelina, y le dice que por lo menos les dé una limosna. Es cierto que su vida puede resultar difícil, pero es un lujo comparada a la de aquellos ciegos desfavorecidos por la fortuna que acababan de visitar. 

Pedro se casa con Evelina y tienen un hijo. El ciego vive un momento de éxtasis que le lleva a asegurar que ha recobrado la vista con toda nitidez por unos segundos. Hay escepticismo y dudas, claro, pero aquella fugaz iluminación es en realidad una redención que neutraliza esa parte suya egoísta y atormentada. 

La escena final se desarrolla en una sala de Kiev donde debuta como pianista, guiado al escenario por su esposa y con el tío Max encargado de recoger el dinero para una causa benéfica, pues el amor al prójimo ya forma parte del bagaje del ciego. Una improvisación sobre temas populares –y no es casual esta insistencia en el “Volksgeist” o “espíritu del pueblo” que tantos estudiosos quisieron encontrar en las canciones tradicionales– se gana de inmediato al público. Una nueva vida está a punto de empezar. 

El tío Max, al que podemos ver como un Pigmalión generoso, tiene razones para estar satisfecho. Pues, en efecto, sus atenciones y su paciencia, además de su sabiduría, lo han convertido en un eficaz maestro, como aquel artista legendario que había sido capaz de dar vida a su escultura. Max había dado vida autónoma a un ser desvalido y protegido en exceso. Por eso, comprendemos su meditación final: “Había terminado su obra; no había vivido en vano; se lo decían los poderosos sonidos que resonaban en la sala y que se apoderaban de los corazones de los oyentes”. 

 

Ilustración

Cubierta con un retrato del escritor.  Vladimir Korolenko: El músico ciego. Madrid, Ed. Dédalo, 1942. [En línea]. [Consulta: 21 de mayo de 2024]. Imagen procedente de los fondos de la Biblioteca Nacional de España (Biblioteca Digital Hispánica). Disponible en Web: 

http://bdh-rd.bne.es/low.raw?id=0000261516&name=00000001.jpg

 

Referencia

Vladimir Korolenko: El músico ciego. Barcelona, L. González y Cª, eds. Pontificios, 1902. Google Books. Disponible en Web: http://bdh-rd.bne.es/low.raw?id=0000261516&name=00000001.jpg

 

Nota

Este breve relato fue ampliado  por el propio autor, por lo que se aconsejan, para más información, las ediciones de Alianza de 2011 y 2018, en traducción de Ricardo San Vicente.

 

 

 

 

 

lunes, 29 de abril de 2024

Clive Linley, el imaginario compositor de ‘Ámsterdam'



Ian McEvan ganó el premio Booker en 1998 con una novela titulada Ámsterdam, publicada ese mismo año. El escritor británico propone una trama de asuntos existenciales que se despliegan sobre el telón de fondo de la política del Reino Unido en las postrimerías del siglo XX. Uno de los protagonistas del relato es Vernon Halliday, director de un periódico que ha de coquetear con el amarillismo para ganar lectores. El otro es Clive Linley, reconocido compositor al que se le ha encargado una sinfonía para celebrar la llegada del nuevo milenio. Pese a la vieja amistad que los une, no faltan tensiones entre ellos que conducen a un final sorprendente y dramático en los días del estreno de la sinfonía en Ámsterdam. 

El retrato de Clive Linley presenta detalles que descubren los procesos de poiesis o ideación de la obra encargada, junto con penetrantes indagaciones estéticas acerca de lo que se desea entregar al público. El músico es una persona un tanto particular. En el curso de sus largos paseos por el Distrito de Los Lagos se topa en dos ocasiones con sendas escenas de agresión a mujeres. Había un violador que operaba en aquella zona. Pero el compositor no interviene y ni siquiera avisa a la policía. Está en vena creativa y esos asuntos le distraerían de su arte, que es lo único importante para él. En fin, que moralmente es un miserable. 

El encargo ya está muy avanzado, pero se le resiste el final. El narrador refiere una jornada de trabajo del compositor. Está escribiendo la sección que ha de conducir a la conclusión. Es un pasaje que el músico imagina “como una larga y vieja escalinata que fuera perdiéndose de vista hacia lo alto”. De modo que Clive Linley se acoge, como tantos otros antes, al magnetismo y poderío simbólico de la metáfora escalar. Su impulso artístico coloca al músico en el eje de la verticalidad, donde da primacía a la dirección ascendente. Es la imagen preferida de los místicos (Jan van Ruusbroeck, san Juan de la Cruz…) y ya está formulada en la bíblica escala de Jacob, paradigma de todas las escaleras que comunican la tierra con el cielo, lo material con lo inmaterial, lo corruptible y lo eterno, lo humano y lo divino. 

La ascensión escalar de la sinfonía conduce a un clímax y a una disolución final en un paraíso de anegamiento y reposo. Para tal desenlace le falta concebir una melodía que pudiese quedar –más allá del estreno de la obra– como símbolo de una época, un tema cual el de la “Oda a la alegría”, de la Novena de Beethoven, a modo de himno del género humano. Una melodía para la que Linley –siempre con la autoestima muy alta– soñaba con un éxito semejante al de “Nessun dorma” (Puccini: Turandot) en la versión de Pavarotti del Mundial de fútbol de Italia de 1990. Convivirían allí el pésame por el convulso siglo que se iba y la alegría por sus logros, relata McEvan. En todo caso, el narrador omnisciente insiste en que Clive desea “plasmar tal tránsito ascendente en una suerte de metáfora de peldaños antiguos y labrados en piedra”.

Se aceptaba en el mundillo musical que, junto con Paul McCartney y Franz Schubert, Linley era un compositor con dotes para la creación de melodías capaces de calar en la memoria sonora de la gente. El músico se considera heredero de Vaughan Williams, lo que ya dice bastante sobre su estética, que cualquiera podría considerar conservadora. De hecho, se le atribuye un texto a modo de poética musical. Se titula Recordar la belleza y se fecha en 1975. En él arremete contra el modernismo de las vanguardias, ya institucionalizadas por entonces, con sus músicas atonal, aleatoria, electrónica y serial, esta última mal traducido como “secuencia tonal”. Se plantea qué música hay que ofrecer al público y propugna una vuelta a la belleza y a la comunicación. En otras palabras, certifica el descrédito de los movimientos de avanzada y no queda del todo claro si reivindica un modo de hacer puramente convencional o si acaso su visión incluye un cierto guiño posmoderno. 

Lo que me llama la atención es el hecho de que todas estas disyuntivas no son enredos de la ficción, sino realidades que se discutían en el ámbito de la música académica de las décadas postreras del siglo XX. Cuando uno se mete en la estética de este compositor ilusorio no le vienen a la cabeza los nombres de Pierre Boulez, Luigi Nono , Xenakis, Luis de Pablo o tantos otros de línea experimental o innovadora. Diego Fischerman encuentra “un equivalente al Clive Linley de la novela” en “el inglés Nicholas Maw” (1935-2009). Este compositor y profesor gozó de un sólido prestigio y firmó obras que siguen en el repertorio, particularmente en el ámbito anglosajón. Así que la comparación no es ociosa, aunque habría que limitarla al tinte neo-romántico de parte de su producción. Espigando en su estética imaginada encontramos muchos puntos en común con ciertas líneas del pensamiento crítico de los años 70 sobre la obsolescencia de las vanguardias y la necesidad de revisitar a los maestros manteniendo una posmoderna distancia. Los escritos de Miguel Ángel Coria podrían ser un buen ejemplo de este proceso en España.

En el ensayo sobre su poética, Linley se burla de un concierto subvencionado, una especie de happening desarrollado ante escasos espectadores. Más allá de la descripción burlona de la acción, me interesa destacar el pensamiento crítico que se desprende de sus opiniones sobre ciertas nuevas músicas subvencionadas. Tal posición concordaría –a mi juicio– con las apreciaciones Menger, que llega a definir a los compositores contemporáneos, según refiere Antoine Hennion, como un "conjunto creciente de creadores administrativamente autorizado a escribir por encargo". Linley reivindica la vuelta a la eufonía, el valor permanente de la melodía, la armonía y el ritmo y cree que hay que librarse de esos “comisarios” que la deshumanizan con sus métodos antinaturales. 

Considera el compositor que las historias de la música ofrecen unos contenidos muy sesgados y que, si se hiciesen correctamente, situarían a las músicas populares urbanas como las grandes aportaciones de la segunda mitad del siglo XX. Puede que exagere, pero la Musicología internacional más consciente evitaba ya entonces (y aún evita más ahora) la vieja distinción entre músicas académicas y populares e incluye a estas últimas en sus planes de estudio, proyectos editoriales y entre los objetivos de las más cualificadas investigaciones.

El compositor estaba preocupado por su posteridad, por su prestigio y por la permanencia de su obra. Porque, a fin de cuentas, Clive Linley no reprimía la noción de que él era un genio. No lo verbalizaba, claro, pero a veces se dejaba llevar por esa quimera, aunque el propio relato se encarga de subrayar que en el Reino Unido hubo grandes compositores, como Purcell o Britten, pero no un Beethoven.

Por fin, llegan los días de los ensayos para el estreno en Ámsterdam, en la célebre Concertgebouw, El compositor tiene una cierta desazón porque sabe que hay algo de fallido en el cierre de la obra. El novelista sigue dando detalles muy precisos, tanto del desarrollo del ensayo como de los ideales que mueven al compositor. El sueño de expresar lo inefable se explicita con brillantez literaria. Se habla de. “crear ese placer a un tiempo sensual y abstracto”, de evocar lo que está “más allá de nuestro alcance”, entre otras alusiones a una concepción casi sacralizada y profundamente mística de la creación musical. 

En cuanto a la obra, se da cuenta de que le quedó más grandilocuente que profunda: “malograda”. No pudo hacer unos últimos arreglos en ese tema para el que tantas expectativas veía en el horizonte. Es como si la justicia poética hubiese estigmatizado un pasaje nacido precisamente en sus paseos por el Distrito de Los Lagos, mientras se desentendía olímpicamente de cuanto sucedía ante sus ojos, incluyendo las agresiones a mujeres antes citadas. El fracaso, sin embargo. no fue lo peor que le ocurrió a Clive Linley, el artista que se olvidó de que la estética no suele prosperar sin la ética. 

 

Referencias

 

 Diego Fischerman: “Las esculturas sonoras”. Página 12. Web: 

https://www.google.es/url?sa=t&source=web&rct=j&opi=89978449&url=https://www.pagina12.com.ar/2000/suple/radar/00-04/00-04-09/pagina3.htm&ved=2ahUKEwju5-WF6b6FAxU6fKQEHcfeCq8QFnoECA4QAQ&usg=AOvVaw1zDqpXUSe83Hibsa_TtPUG

 

Antoine Hennion: La pasión musical. Barcelona, Paidós Ibérica Ediciones, 2002, p. 133.

 

Ian McEvan: Amsterdam. Trad.: Jesús Zulaica Goicoechea. Barcelona, Ed. Anagrama, 1999. Audiolibro en la plataforma Audible, 2023.

 

lunes, 1 de abril de 2024

Escuchando La última función, de Luis Landero



Leo a Luis Landero desde los tiempos ya lejanos en que vio la luz su primera novela, Juegos de la edad tardía (1989). Ya entonces reparé en la sutileza con que el narrador expresaba los paisajes sonoros –en el sentido de Murray Schafer– de cualquier entorno. Con los años, fui descubriendo asimismo la extraordinaria importancia que tuvo y tiene la música en la vida del escritor; no en vano fue guitarrista flamenco, experiencia glosada en El guitarrista y en otros textos autobiográficos. Pero insisto en que la atención a lo sonoro va más allá de lo musical y atiende a lo meramente acústico en no pocas ocasiones.

El caso es que Landero acaba de publicar La última función (Tusquets Editores). Creo sinceramente que es una obra maestra, dotada de un perfume como de cuento antiguo y escrita con el mejor castellano que quepa imaginar. La he escuchado en audiolibro –no por capricho, sino por necesidad– y esto ha sido un factor decisivo para su disfrute. ¿Por qué? Pues porque Tito Gil, uno de los dos protagonistas, es un personaje dotado desde niño de una voz única, prodigiosa, capaz de adquirir tintes épicos, gozosos o de cualquier otra índole. Una voz que es “el verbo hecho música”, como se subraya en el texto. Paralelamente la voz del narrador del audiolibro (Jordi Brau) nos acerca a esa otra, casi sobrehumana, de la ficción. Uno siente que el lector desgrana las palabras de la novela con tal delectación que resulta un festín para los oyentes, un puro y voluptuoso disfrute. Naturalmente, el riquísimo y limpio castellano de Landero resulta primordial para el placer de la audición. 

Tito Gil se siente predestinado para el arte de una manera que no admite fisuras. Trabaja como gestor, pero consigue desdoblarse en el Tito Gil artista. Y digo ‘artista’ por el carácter integral de su vocación. La voz portentosa le conduce a la rapsodia, pero de ahí salta a la escena teatral, a la escenografía y a la creación literaria. Optimista absoluto, no le afectan los reveses de la fortuna. No se rinde ante el fracaso ni se malea con el éxito. Ello es así precisamente merced a su “noble e incorruptible alma de artista”, como anota Landero. Para Tito Gil, en suma, el arte es ante todo la vía de la verdadera redención. 

También redime el amor. Y son para nota los pasajes donde se da cuenta del primer amor de la protagonista femenina, Paula, una mujer a quien la propia existencia le va apagando sus sueños de felicidad y aun de arte. Hasta que, de forma un tanto rocambolesca, acaba protagonizando la mejor experiencia de su vida de la mano de Tito Gil. Este había vuelto a su pueblo, San Albín (o Montealbín), otrora esplendoroso y ahora convertido en un ejemplo palmario de la España rural y sin futuro, vaciada. Los que siguen en el pueblo lo acogen muy bien, pues ellos mismos habían magnificado su fama artística. Surge entonces la gran idea: recuperar el antiguo auto que se representaba tradicionalmente en San Albín, titulado Milagro y apoteosis de la Santa Niña Rosalba. Con ímpetu incansable, Tito Gil no solo recluta a los actores populares necesarios, sino que acaba incluyendo a la totalidad del vecindario en un magno espectáculo que quiere ser como el pistoletazo de salida para una nueva etapa en la vida de la localidad. El carisma de Tito explica la aceptación de tal espejismo.

No faltan detalles dramáticos muy logrados en la descripción del Milagro tal como se interpretaba en los buenos tiempos del pueblo. Por ejemplo, el modo en que se va haciendo el silencio –“hasta que calla también el último y más atolondrado de los músicos, que es el del tambor”– con la entrada en la narración de un caballero que, en realidad, es el demonio. Acto seguido, desde el lugar por donde se imaginaban todos que entraba el jinete y “desde lo más hondo del silencio”, surgía “una música muy suave”. Y esta era de dulzaina, de guitarra o de lo que fuese propio del músico encargado de tal labor. Las doncellas quedan “hechizadas” por esa música que toca “el gentil y misterioso caballero”. El cual tiene un pacto con el conde de la comarca, siempre maléfico en su castillo. Las muchachas andan como locas y, cuando se va el peligroso visitante, permanecen “ausentes” esperando su vuelta. Por cierto, los hombres ni siquiera pueden percibir esa música diabólica.

La música del demonio actúa como un filtro mágico que anula las voluntades de las jóvenes. Pero hay dos excepciones, además de la no menos mágica sordera selectiva en la que se mueven los hombres. Empieza el juego simbólico, pues no es que los varones estén aquejados de anhedonia musical colectiva, sino que hacen oídos sordos a los valores del Bien y del Mal que están en liza y viven en la estulticia como candidatos idóneos, a mi juicio, para subir a “la nave de los necios”, por recurrir al moralista y sabio Sebastian Brant.

En cuanto a las otras dos excepciones, tenemos por un lado a un campesino que sí oye, por la gracia de Dios, esa música que solo pueden captar las mujeres. Descubre el juego del Maligno, ante el que caerá derrotado, adquiriendo en la leyenda el aura de los mártires. Por otro, está la hermosa Rosalba, intensamente deseada por el conde y acosada por el demonio. Naturalmente, oye la música, pero es la única a la que no le hacen efecto las seductoras artes del caballero y esta es su grandeza. Al severo asceta san Juan Clímaco le hubiera gustado esta actitud, pues en su Escala espiritual sostenía que el pecado no estaba en la música, sino en quien la escucha de manera inadecuada. De modo que Rosalba no se inmuta con los sones diabólicos del caballero, a quien expulsa cuando la va a rondar. Posteriormente, la valiente joven lo desenmascara y muestra su cuerpo de macho cabrío. La música del diablo se torna entonces “disonante y horrible”. Lo que hace Rosalba es descubrir a un embaucador que, como otros de su especie, se sirve de la música para sus fines. Es un tópico de la antigua literatura cristiana. Ya san Clemente de Alejandría había dejado claro que Orfeo o Anfión eran demonios engañadores que arrastraban a la gente a la perdición. Frente a estos sones satánicos únicamente cabe oponer el cántico nuevo de la redención. 

No solo Tito y Laura (que será la Rosalba de la representación) persiguen sus sueños en esta novela. También lo hacen algunos personajes secundarios. Galindo, por ejemplo, es el músico que lleva muchos años acompañando a Tito. Su misión consistía en ilustrar sonoramente los montajes poéticos y teatrales de aquel. No podía faltar en el proyecto del Milagro. Era un hombre taciturno, que solo cambiaba de cara cuando la música pasaba del tono menor al mayor, según retrata Landero con eficaz pincelada. En San Albín podrá cumplir su sueño de dirigir una nutrida agrupación vocal e instrumental que interpreta incluso sus propias composiciones. Esta especie de ópera sacra se extiende por todos los rincones de la localidad, en un espectáculo desarrollado con esplendor y expreso gusto por la fusión de las artes.

La orquesta y coro de Galindo actúa como una banda sonora de los acontecimientos que se iban desarrollando en el Milagro. Aquella agrupación era capaz de producir las más variadas sonoridades “y había música alegre o triste, o de suspense”. Uno diría que la música actúa en la representación con el espíritu barroco de la retórica musical. No solo con la intención de reflejar los afectos o pasiones del alma presentados en escena, sino también con la idea de inducirlos en los espectadores de aquel magno montaje dramático-musical. 

También se recurre a la tecnología para los constantes efectos especiales (de armas, galopes y otras muchas sonoridades), cometido que corre a cargo del electricista Rufete, otro amigo y veterano colaborador de Tito. Se reconoce en la novela que aquella vasta obra se desarrollaba en demasiado espacio y, por tanto, era difícil verla entera. Se había convertido en una creación desmedida y plurifocal. En otro orden de cosas, el autor se muestra como un gran conocedor de la vida en los pequeños núcleos de población de ámbito rural, revelando los modos en que pervivían las tradiciones de cantos, danzas, indumentarias, etc. Es decir, mediante la tradición oral. El análisis de este entorno sónico desde la perspectiva del paisaje sonoro(Soundscape) permitiría establecer el plano del sonido clave o tónico (Keynote sound), que es el mar de fondo de la fiesta, y cómo se destacan sobre este las señales sonoras (Signal sound) de la música o de los efectos especiales.

Particular mención merece uno de los viejos del bar que, dicho sea de paso, son el narrador colectivo de la novela. Me refiero a don Andrés Cruz, concejal de cultura y persona pesimista donde las haya. Sostiene que entre la estaca del hombre primitivo y la batuta del director de orquesta no hay cambios esenciales en la identidad del género humano. Y lo que es peor: la audición de música le recuerda a este personaje los tiempos de la guerra. De hecho, asegura que cada bomba tiene su sonido y que, en su conjunto interpretan un concierto. ¿Acaso era don Andrés un furibundo seguidor de Marinetti, que levitaba con los cañones que “destripan el silencio con un acorde TAM-TUMB”? En absoluto. Sugiere, muy en su línea melancólica, que habría que poner la sinfonía bélica al lado de Bach o Beethoven. La comparación diría mucho –y no precisamente bueno– sobre nuestra especie. 

En La última función no hay nada de aquella amarga hondura que encontramos en otras de sus obras, como ocurre en Lluvia fina, pongamos por caso. La atmósfera que se crea nos transporta a un espacio legendario donde el magnetismo de la voz literaria de Luis Landero se erige en protagonista decisivo del relato. Lo reconozco: estas líneas no evocan ni siquiera la milésima parte de las bellezas que atesora La última función. Estoy convencido de que quienes se animen a descubrirlas no se verán defraudados.

No sobra añadir que el personaje de Tito Gil está directamente inspirado en Ernesto Gil, actor y recitador al que Landero acompañó con la guitarra en repetidas ocasiones. Ronda los 90 años y se muestra agradecido con la creación de su amigo Landero, pero declara no haber leído el libro a causa de sus limitaciones visuales. Igual ha llegado el momento de que Ernesto(Tito Gil) disfrute de la voz de otro para seguir siendo un maestro, un artista y un lector. Que para algo existen los audiolibros.