jueves, 6 de octubre de 2016

 
En las primeras décadas del siglo XX los automóviles habían alcanzado un notable desarrollo en lo tocante a diseño, velocidad, prestaciones y también en cuanto al propio uso de los mismos. Para muchos artistas fue un objeto de culto, algo así como la auténtica cifra del siglo XX. El sonido de sus motores era una de las cosas que más llamaba la atención y empezó a ser celebrado —aunque no sin polémica— como la banda sonora de una nueva época. Seguro que al lector ya le ha venido a la mente el nombre de Marinetti, pero dejo al creador del futurismo para otra ocasión y me centro en unas líneas de Marcel Proust.
El escritor francés —imprescindible de la noche y los salones parisinos durante una etapa de su vida, fascinante conversador, cultísimo y sensible— era también un enamorado de las novedades tecnológicas que le deparaba el siglo XX. Así se advierte, por ejemplo, en el texto que se comenta a continuación, donde tecnología y música entablan un curioso diálogo.
Dicho pasaje procede de la primera parte de En memoria de las iglesias asesinadas, que a su vez se acota como “Jornadas en automóvil”. Describe un viaje un tanto accidentado a Caen y Lisieux. Saliendo de este segundo lugar, ya de noche y en dirección a Louvriers, Proust reflexiona sobre la actividad del mecánico (es decir, del conductor, pues entonces era normal que se contase con un experto para manejar estos nuevos ingenios), al que —joven imberbe como era y tocado con una extraña capucha—, llama “monja de la velocidad”. Dicho sea de paso, el joven chófer, Alfred Agostinelli, fue también secretario y uno de los posesivos amores de Proust.
El escritor recuerda acto seguido a Santa Cecilia, patrona de la música, y la asocie con su conductor, que teclea en el panel de mando como en un órgano. Y, claro, los cambios de marcha que modifican el continuum del zumbido del motor equivalen para Proust a los cambios de registro de ese órgano sobre ruedas en el que está viajando.
En esa gradación, que transmuta la capucha del conductor en toca de monja veloz y luego en una Santa Cecilia aplicada al órgano rodante, se ve muy bien la maestría literaria de Proust. No sorprende que el siguiente paso consista en afirmar que el sonido del motor produce “una música que podríamos llamar abstracta, toda símbolo y toda número, y que hace pensar en la armonía que se dice producen las esferas cuando giran en el éter”.
El espejismo de las nuevas tecnologías es una constante del pensamiento. Y si Boecio considera que la música cósmica se produce por el perfecto ensamblaje de lo que denomina la “máquina del cielo”, nada hay de extraño en que una máquina portentosa como era un automóvil de los primeros tiempos se compare, en su perfección, con la música de las esferas.
Tampoco está mal la disquisición sobre el volante visto como Cruz de San Benito, o como estilización medieval de la rueda, o bien como cruz de consagración al modo de las de los apóstoles esculpidos en el coro de la Sainte Chapelle de París.
El remate de esta parte del texto proustiano vuelve a plantear si lo que llamamos “ruido” no podría ser en ciertas circunstancias considerado como una realidad sonora grata y aun emotiva. Es algo muy frecuente en su obra, por lo demás. La pirueta de Proust se articula ahora a partir de la bocina del automóvil. A medio camino de la dirección antes indicada se encontraba la casa de los padres del escritor y, aunque es de noche, desea darles una sorpresa.
El mecánico toca la bocina repetidas veces para que el jardinero de la casa les abra la puerta. Y dice Proust que el sonido de la bocina, que no nos gusta por su estridencia y monotonía, “”sin embargo, como toda materia, puede resultar bello si se impregna de un sentimiento”.
Los padres se levantan de la cama y se aprestan a abrir la puerta. Piensa Proust que esa bocina emite un sonido “placentero,, casi humano”, precisamente porque se representa para sus padres como “la idea fija de su alegría próxima, apremiante y repetida como su creciente ansiedad”.
Eso de la “idea fija” le lleva a Proust a dar un nuevo y espectacular golpe de tuerca a la narración, al venírsele a la cabeza la simple melodía del pastor en los actos II y III de Tristán e Isolda. Igual que los padres de Proust reconocen que la bocina está lanzando un mensaje de alegría, porque trae en su sonido la presencia grata de su hijo, la melodía del pastor encierra igualmente un pequeño código, pues según su carácter triste o alegre trae malas o buenas noticias, siempre con la ansiedad de la espera como telón de fondo. En ese modesto recurso, según Proust, es “donde Wagner, con una aparente y genial abdicación de su poder creador, ha puesto la expresión de la más prodigiosa espera de felicidad que colmara jamás el alma humana”.
Para que no se diga que sólo de magdalenas vive la memoria del eximio escritor francés, siempre tan músico y tan elegantemente abierto a los sonidos de la modernidad.

Ilustración: publicidad de un automóvil de los años 20.

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