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sábado, 31 de octubre de 2015

Don Alfredo de la Roza (1925-2004): el último maestro de capilla de la Catedral de Oviedo


I.
Cuando en 1995 se celebraron los 25 años de la fundación de una emblemática agrupación coral asturiana, la Capilla Polifónica ‘Ciudad de Oviedo’, tuve la grata oportunidad de pronunciar unas palabras de homenaje a don Alfredo de la Roza, a modo de preludio de su actuación al frente de la Escolanía San Salvador. Obtuvo aquella sesión una gran acogida, incluyendo la presencia del arzobispo de Oviedo, don Gabino Díaz Merchán, y del vicario de la Diócesis, don Javier Gómez Cuesta. Por su parte, don Alfredo dirigió a la Escolanía San Salvador en un cálido y hermoso concierto, en el que cantaron niños y niñas que hoy ya no lo son, pero que mantienen viva su admiración hacia don Alfredo a través de iniciativas como el Ciclo de música sacra ‘Maestro De la Roza’.

Entre los escolanos que participaron es ese concierto estaban algunos que habían mudado la voz, de modo que el coro, habitualmente de voces blancas, abordó un repertorio que extendía sus registros vocales hacia el ámbito de los graves. Entre esos chicos y chicas que se resistían a dejar la Escolanía hubo varios —como Gaspar Muñiz Álvarez, Ignacio Rico Suárez o la organista Elisa García Martínez— que después de haber aprendido mucho del maestro en vida de éste, han sabido enaltecer su memoria tras su muerte.

Detalle de un retrato de don Alfredo de la Roza, tomado de la foto presentada para la oposición al magisterio de capilla. Su autor es José Cuadra Sánchez. Propiedad y cortesía de don Gaspar Muñiz Álvarez, discípulo del maestro y continuador de su obra en la Escolanía San Salvador.
II.
Por muchos motivos tengo un recuerdo muy cercano y especial de don Alfredo de la Roza que arranca de los momentos en que el maestro colaboró generosamente con las actividades de la Universidad, en los primeros años ochenta. Y por eso quiero hoy —cuando se cumplen 11 años de su muerte—, como en el cálido homenaje de 1995 antes citado, hacer mención de su prolongado magisterio musical en Oviedo y, si bien se mira, en toda Asturias, con ecos que en el mundo coral y litúrgico fueron más allá de los propios límites regionales.
Alfredo de la Roza Campo vio la luz en Santa Marina de Cuclillos (Siero, Asturias) el 5 de diciembre de 1925. En 1932 la familia se traslada a La Felguera y es en esta industriosa localidad donde se iniciaría en los secretos de la música. Estudiaba por entonces en las Escuelas Cristianas de los Hermanos de La Salle o, dicho en román paladino, Colegio Lasalle. En esa localidad tuvo la guía espléndida de don Ángel Curto, director de la Banda de Langreo y músico benéfico para la cultura musical asturiana y particularmente para las distintas localidades del valle minero del Nalón.
Al ingresar ya de lleno en la carrera eclesiástica, con estudios en Covadonga (1939), luego cerca de Tapia, por fin en Valdediós, hasta instalarse en el Seminario de Oviedo —aún en plena construcción—, donde se ordenaría sacerdote en 1951, Alfredo tiene esa ventaja musical sobre sus compañeros. Pero sigue aprendiendo, ahora de la mano de don Eugenio García Antuña, organista y maestro de capilla de la Catedral y profesor de música en el Seminario. Ya en 1950, por tanto antes de ordenarse, era la mano derecha de García Antuña en esta última responsabilidad y no mucho después, en 1952, asume las labores de docencia musical y dirección de la Schola Cantorum del Seminario. De modo similar, se hace cargo de las responsabilidades musicales de la Catedral, ocupando oficialmente el puesto de maestro de capilla en 1958, cargo que ostentó hasta el día de su muerte, acaecida el 31 de octubre de 2004. Don Alfredo fue un gran asturiano, noble amigo, quintaesencia del laureado Ochote Principado, figura indispensable en la Federación Coral Asturiana, melómano exigente, viajero experimentado, sobresaliente aficionado a la fotografía y al cine y muchas cosas más imposibles de resumir en estas líneas. De su personalidad fecunda y poliédrica estamos recordando sólo unos pocos detalles, que deseamos sean suficientes para presentarlo a quien no tuvo la suerte de conocerlo.
El Seminario Metropolitano de Oviedo fue, en verdad, el ámbito donde don Alfredo desarrolló la mejor parte de su magisterio musical. Mas esta circunstancia no tuvo siempre las mismas características y no se explica sin algunas precisiones. Es oportuno recordar al arzobispo don Javier Lauzurica, un vasco formado nada menos que en Comillas, en la escuela musical del P. Otaño (que luego continuaría nuestro P. Prieto), porque dio un impulso extraordinario a la actividad musical del Seminario. De hecho, hizo venir a don Ignacio María Olaizola Arrieta, nombrándolo rector del Seminario en 1949, aunque aquí lo traemos a colación como responsable de las enseñanzas de canto gregoriano, en el que también se instruían los seminaristas.

III.
La Schola Cantorum, nos recuerda don Agustín Hevia Ballina en su libro sobre este centro eclesiástico, era "comitiva oficial del Prelado en todas sus actuaciones de carácter solemne". También es necesario advertir que el Seminario tenía por entonces más de trescientos alumnos, de los que unos noventa formaban parte de la Schola.
La Schola Cantorum del Seminario ovetense estaba pues formada en sus mejores momentos por casi un centenar de voces, todas ellas bien educadas musicalmente. El solfeo era diario, y hasta en los recreos se reunían para cantar y ensayar. Por eso, cuantos seguimos la trayectoria de no pocas personalidades de la música coral, como Ignacio Lajara, Fernando Menéndez Viejo o Manuel Ovín -por citar sólo algunos de los muchos nombres posibles-, encontramos siempre un momento de su formación y de su su trabajo que está en deuda con aquella etapa y con las enseñanzas musicales de don Alfredo en el Seminario.
Cuando se celebró la inauguración del actual Seminario, a mediados de noviembre de 1954, con asistencia como madrina de la esposa del Jefe del Estado, Carmen Polo de Franco. y del Nuncio Apostólico, la Schola tuvo también un destacado papel, siempre bajo la dirección de don Alfredo. Aquel día sonó Como la flor, de Torner, una Giraldilla de Benedicto y el asturianísimo Axuntábense, con gran entusiasmo del Nuncio de Su Santidad, que tomaba nota del significado de las expresiones vernáculas de la composición, según recoge Antonio Viñayo en su libro El Seminario de Oviedo (1955), donde reproduce la amplia crónica de la inauguración aparecida en el Boletín Oficial del Arzobispado. Y es que el Axuntábense , como ha narrado Hevia Ballina en más de una ocasión (la última con motivo de la sentida necrológica que le dedicó en La Nueva España del 2 de noviembre de 2004) era una especie de himno oficioso de la Schola Cantorum. Con frecuencia, al término de los actos litúrgicos, como también es de sobra conocido y de hecho así se lo hemos podido oir al propio don Alfredo, el arzobispo exclamaba: "De la Roza: ¡Axuntábense!". Y no había solemnidad que no concluyese con esta pieza.
Pero lo más grandioso de este magisterio no radica en la anécdota, sino en el repertorio que se interpretaba. Don Alfredo había pasado a ser Maestro de Capilla de la Catedral de Oviedo, pero en la práctica carecía de medios para desarrollar las antiguas obligaciones de este oficio. Sin embargo, en las grandes solemnidades, especialmente en Semana Santa, la Schola del Seminario se desplazaba a la Catedral y allí se oían durante largas horas los prolongados oficios de maitines, los responsorios de Semana Santa, con docenas y docenas de obras de Palestrina, de Victoria, de los grandes maestros de la edad de oro de la polifonía y también las severas y hondas composiciones de los autores del siglo XX, imbuidas del espíritu litúrgico-musical derivado del célebre motu proprio “Tra le sollicitudine”, promulgado el la festividad de Santa Cecilia de 1903 por el papa Pío X. Y entonces, en esas décadas centrales del siglo, la de los cincuenta y la siguiente, pues luego ya el potencial musical del Seminario también decayó, los oídos de los ovetenses seguían educándose con la buena música de su primer templo, exactamente igual a como había ocurrido ininterrumpidamente desde al menos el siglo XVI.
La elaboración de las copias de las partituras para los cantores era toda una odisea. O se hacían a mano las noventa copias, entre los más expertos, o, más adelante, se confeccionaban mediante un complicado proceso que requería una tinta especial, llamada tinta ectográfica. El original hecho con aquella tinta se aplicaba sobre un bloque de gelatina, que daba después unas treinta copias razonablemente claras y de un color azulado. Aún se conservan en el Seminario. Y es que don Alfredo era un experto copista de música, no sólo por razones de su bella y clara grafía musical, sino por su interés en informarse sobre todo tipo de procedimientos de edición musical. En Asturias no había nadie que fuese capaz de realizar partituras tan perfectas con los sistemas de caracteres adheribles tipo Letraset, o simplemente a mano, como muy bien sabían los responsables de la Federación Coral Asturiana a la hora de realizar las ediciones de las obras premiadas en sus concursos. Aquello que hoy, en la era de las fotocopiadoras y los ordenadores, puede parecer un producto prehistórico, fue visto entonces como una comodísima revolución. !Qué tiempos!

 Don Alfredo con la Schola Cantorum del Seminario de Oviedo  
(Foto cortesía de don Gaspar Muñiz Álvarez)
IV.
Otra gran vertiente de su magisterio hemos de verla en su trabajo al frente de la Escolanía San Salvador, nacida en 1973 precisamente a la sombra de la Capilla Polifónica. Si uno analiza los compromisos litúrgicos de la Escolanía en la Catedral de Oviedo (de la que se desvinculó en 2005) hasta la muerte de su director, en el Adviento o en la Semana Santa, en la Navidad o en el Tiempo Pascual, se puede certificar que la Escolanía hizo prácticamente las veces de las antiguas capillas de cantores catedralicios. Con ella, don Alfredo de la Roza, que fue un maestro de Capilla sin capilla propiamente dicha, rindió un servicio impagable al culto catedralicio.

 Como los antiguos niños de coro de las capillas musicales, los miembros de la Escolanía cantaban y aprendían bajo la dirección de don Alfredo. Y nos consta que las partituras que preferían no eran precisamente las más "infantiles", sino las de mayor calidad, entre las que no faltaban las del propio maestro. El magisterio de don Alfredo no pudo haber resultado más productivo. Por eso no nos extraña que hayan sido precisamente estos escolanos, hoy adultos hechos y derechos, los que se hayan impuesto la alta misión de preservar la memoria de don Alfredo de la incuria del tiempo. Don Alfredo no se veía a si mismo como un creador, por aquello que yo mismo bauticé, a mediados de los ochenta en un artículo de La Nueva España, como su "antidivismo militante". Lo que ocurre es que, en efecto, muchas de sus obras son arreglos o armonizaciones. Y otras muchas son piezas concebidas por las necesidades derivadas de los cambios litúrgicos habidos tras el Concilio Vaticano II. Pero aun en esas obras, que podríamos considerar funcionales, se ve la misma mano de maestro que inspira sus páginas más personales y comprometidas. Las cuales, por cierto, él era reacio a mostrar.
 Don Alfredo con la Escolanía de San Salvador (Foto cortesía de don Gaspar Muñiz Álvarez)

V.
Pocos sabrán que las Benedictinas de San Pelayo de Oviedo, que siempre cuidaron mucho la liturgia, le pidieron a don Alfredo la composición de salmos y antífonas para todo el ciclo anual. Don Alfredo abordó y concluyó esta ingente tarea. Y como las "pelayas" -singularmente Sor Ángeles Álvarez Prendes, directora del coro del monasterio desde hace más de 60 años- enseñan a otras comunidades de benedictinas de toda España, no es raro encontrarse con la música de don Alfredo en cualquier parte del país, o en las misas que retransmite la COPE, o ver un buen número de sus piezas en el Libro del Salmista junto con las de otros ilustres compositores. Quizá esto no sea "ser compositor" en el sentido trascendente de cuño romántico que aún persiste en muchos de los actuales creadores, pero responde muy bien a las antiguas obligaciones de los maestros de capilla, adaptadas a la estructura eclesiástica de nuestros tiempos.
Aún cabe ir más allá. Sólo un músico con madera de artista es capaz de componer páginas tan hermosas como el Memento, para las exequias del arzobispo Lauzurica, o como el responsorio Seniores populi. En esta pieza se narra la deseada aceptación de su hora, asumida por Jesús en los momentos previos al prendimiento. El maestro De la Roza consigue un perfil de modernidad y de trascendencia, que es heredero directo de la música del P. Prieto, un autor a quien él admiraba y con el que tuvo trato frecuente. Incluso el dramatismo resulta llamativamente acusado y con una cierta acidez determinada por el propio sentido del texto.
El músico que hoy recordamos nos ofrece detalles que caracterizan su obra, más allá de las diferencias que pudiera marcar la época de composición o el carácter litúrgico de cada pieza. Por ejemplo, el maestro De la Roza gusta de los pasajes afabordonados, como se puede comprobar en el responsorio Amicus meus. Dicho sea de paso, don Alfredo de la Roza es el autor de la transcripción del Miserere tradicional en fabordón de la Catedral de Oviedo. que acompaña el sacratísimo momento de la bendición a los fieles con la exposición del Sudario del Señor. Esta es la más preciada reliquia de la Sancta ovetense y se expone `rincipalmente a la veneración de los fieles el Viernes Santo, el día de la Exaltación de la Santa Cruz y en su octava, los días 14 y 21 de septiembre respectivamente.
No está de más, como aviso para los directores de coros, reparar en las sutiles matizaciones de dinámica que don Alfredo impone en sus partituras, con reguladores que afectan a pocas notas, a pocos instantes, con contrastes dramáticos de intensidad en los que siempre sale ganando el texto de la composición. En general, sus obras son de los años sesenta y presentan un sesgo un tanto fronterizo. Por el uso del latín, por la honda comprensión que el autor nos brinda del mensaje de los textos empleados, captamos la deuda con la tradición del ya citado motu proprio de Pío X, pero hay en algunas páginas una cierta frescura en el melodismo, en el fraseo que no se priva del cambio de compás para su mayor naturalidad, incluso en la participación de la asamblea, que nos habla a las claras de un músico sensible a los cambios que precisamente se estaban fraguando en los años, un tanto contradictorios para la música litúrgica, del Concilio Vaticano II.
Todas estas creaciones inspiradas han salido del corazón y de la cabeza de don Alfredo y esperan pasar a los tórculos para arribar a las manos de estudiosos y coralistas. El que fuera el último maestro de capilla de la Sancta ovetense (pues el nuevo derecho canónico impuso el nombre de “prefecto de música” a su sucesor) se lo merece.
Don Alfredo falleció en Oviedo el 31 de octubre de 2004. Esta entrada se publica justo 11 años después, en testimonio de admiración hacia una trayectoria ejemplar.

viernes, 23 de octubre de 2015

Paul Badura-Skoda: más que un gran pianista


Guardo un recuerdo extremadamente grato de Paul Badura-Skoda. El célebre pianista era habitual en los conciertos de la Sociedad Filarmónica de Oviedo, pero mi trato personal con él se sitúa en mayo de 1984, en el marco del Festival de Música de Asturias. Había quedado encargado de atenderle (Emilio Casares, director del Festival, tuvo que salir de viaje) y fui su cicerone durante los días de sus actuaciones en Gijón y Oviedo, jornadas de mucha lluvia e inolvidables conversaciones.
Andaba metido por entonces en la conclusión de mi tesis sobre música española de vanguardia, así que escuché con suma atención las reflexiones de Badura-Skoda sobre la composición, disciplina en la que él mismo había hecho algunas incursiones. La II Escuela de Viena seguía siendo de referencia a la hora de hablar de modelos compositivos para el siglo XX y lo cierto es que el ilustre pianista se inclinaba manifiestamente por Berg, situaba a Schoenberg en un punto un poco más ambiguo y no comulgaba con el puntillismo weberniano.
Para Badura-Skoda hay que partir de unos límites, de unos principios rigurosos, pero es preciso dotar a la obra de un cierto valor ético y hasta de una pincelada de romanticismo que la humanice. Quizá por ello se muestra más cercano a los modos de otros compositores, en especial a Franck Martin, a quien le unieron lazos de amistad y autor que le dedicó incluso alguna de sus obras.
Paul Badura-Skoda es un conversador único, capaz de hablar de muchos temas con sosiego y originalidad. Recuerdo cómo relacionó la sinfonía “Romántica” de Bruckner, que se interpretaba esos días en el Festival, con la sonata de Schubert que había incluido en su programa. O sus reflexiones sobre Jung, Rousseau (muy críticas en este caso), el cristianismo, el maniqueismo, así como acerca de la aguda pero diletante lectura que Thomas Mann había hecho de Wagner.
Cosa curiosa, a este maestro del piano no le importaba que hubiese aplausos entre las diversas partes de una obra. De hecho, eso ocurrió en Gijón. Semejante “herejía” se suele ver como una muestra de ignorancia, pero la verdad es que esos usos se daban en el siglo XIX por puro entusiasmo, cuando el ritual de los conciertos estaba menos sacralizado. Por cierto, no faltan ensayistas que reivindican esta práctica en los últimos años. Tuve la oportunidad de escribir entonces algo de estas experiencias en La Hoja del Lunes (Oviedo, 21/05/1984) y en ese artículo, que ahora refresca mi memoria, recogí así aquella circunstancia: “Paul Badura-Skoda ladeó la cabeza mientras sonreía abiertamente mirando hacía el público, como si se hubiese abierto un pasillo con el pasado y algo del espíritu jovial y desinhibido de las shubertiadas vienesas se hubiese colado de rondón entre las paredes del Jovellanos”.
Paul me regaló un precioso vinilo con música de Haydn interpretada en un pianoforte de hacia 1790, perteneciente a su afamada colección de estos instrumentos. Conservo, además, otros muchos recuerdos, como el de una partida de ajedrez con la que entretuvimos la espera en el aeropuerto de Asturias, o el de la fabada que degustamos en Casa Conrado, en cuyo libro de honor fue invitado a firmar. Dicha firma se produjo porque el catedrático y académico de la lengua, Emilio Alarcos, que era un notable melómano y estaba con unos amigos en una mesa cercana, se lo sugirió a la siempre atenta dirección del restaurante.
Al final, Paul reparó en un cartel que estaba colocado en la pared más cercana a su silla, sacó una libretita y anotó algo misteriosamente: era el nombre de Oviedo, que figuraba escrito en asturiano en dicho cartel y le había llamado la atención. O sea, que como al clásico, nada de lo humano le resultaba ajeno.

martes, 20 de octubre de 2015

José Luis Temes: recuerdos de mucha altura


 Bromea el director de orquesta José Luis Temes sobre su (poca) altura ya desde el propio título de su último libro: Quisiera ser tan alto. Pero la cosa tiene más calado, pues sostiene el maestro Temes que ese palmo que le faltaría para, pongo por caso, ser cabo de gastadores, tampoco le hubiese sobrado en su trayectoria profesional, opinión que parece dictada más por la modestia que por la realidad de los hechos. Y es que sus 40 años de servicio a la música española —en muchos frentes: dirección, gestión, recuperación del patrimonio o divulgación— resultan impagables y hacen de Temes un músico tan alto “como la luna”, por continuar con la letra de la canción infantil citada en el título del libro.
Es fama que la música española de la segunda mitad del siglo XX —sobre todo la más avanzada— tuvo notables dificultades para su difusión. Hubo, no obstante, músicos que la apoyaron con extraordinario talento. Ahí está el caso del pianista Pedro Espinosa, de cantantes como Anna Ricci o Esperanza Abad, del clarinetista Jesús Villa Rojo y el Grupo LIM, entre otros. Y desde la dirección de grupos y orquestas destaca el nombre de José Luis Temes con todo merecimiento.
No nos sorprende que el libro que comentamos resulte de muy amena lectura, pues es algo a lo que nos tiene acostumbrados su autor. De hecho, abundan las anécdotas que contribuyen a ese tipo de lectura placentera y entretenida. Pero hay muchas enseñanzas en sus páginas, sin duda de provecho para cualquiera que tenga un mínimo interés en el devenir de la música española del siglo XX.
Tampoco nos sorprende que Temes se muestre fiel a sus maestros y a los que él considera como verdaderos maestros incluso habiéndolos tratado poco. La auténtica devoción mostrada hacia el P. Sopeña podría ser un ejemplo de lo primero, en tanto que su admiración hacia Frühbeck de Burgos ejemplificaría muy bien lo segundo.
Temes se muestra siempre con ganas de escuchar, de aprender, como alguien que se ve pequeño al lado de los grandes que tuvo la oportunidad de conocer y tratar. Y, claro, así se comprende que haya adquirido un extraordinario bagaje artístico y humano a lo largo de todos estos lustros.
Nos llama la atención la agudeza con que el memorialista analiza ciertos aspectos poco atendidos en la historiografía. Así, por ejemplo, el retorno de algunos músicos exiliados. Estamos cansados de valorar la partida, pero ¿qué pasa con el regreso? Pues Temes observó, a través de la relación con algunos de estos compositores retornados (principalmente Rosa García Ascot y Jesús Bal y Gay), una sensación de desarraigo, de desinterés y abandono que es casi tan sobrecogedora como lo tuvo que haber sido el viaje de ida hacia el exilio.
Son pocas las historias tristes que se cuentan en esta publicación y hasta en ellas sabe Temes sacar el lado esperanzador, como ocurre con los casos de Jep Nuix, Manuel Balboa, Francisco Guerrero o Enrique X. Macías, todos ellos compositores valiosos y tempranamente fallecidos.
A veces descubrimos personalidades que no imaginábamos: ahí está la vena literaria y reflexiva del cantante popular Luis Aguilé. Dicho sea de paso, no tiene Temes demasiada buena experiencia en las relaciones de las músicas populares y las académicas, llegando a comparar ambos mundos con el agua y el aceite, condenados como es sabido a no poder mezclarse.
Hay historias conmovedoras. Quizá la más fuerte es la de Luis de los Cobos y su reencuentro con el lugar donde su padre había sido fusilado cuando la guerra del 36, escenario emocional de su obra El pinar perdido. Y otras que resultan un punto desmitificadoras, como la referida a las clases de extensión universitaria de Joaquín Rodrigo en la Universidad Autónoma de Madrid a mediados de los 70.
El telón de la reciente historia de España está siempre sutilmente presente y si ya mencionamos la guerra y el exilio, no se olvida Temes de realizar algunas alusiones que recuerdan el espíritu renovador de la Transición democrática, según se plasma en sus referencias sobre la conquista del  Círculo de bellas Artes a principios de los 80.
No faltan “sucedidos” (por usar una expresión muy de su gusto) que tienen que ver con el arte directorial. Considero para nota el epígrafe donde relata su método para determinar el tempo al que había de llevar cierta pieza de estreno a partir de una canción del grupo Mecano, no sin que el compositor de la obra se llevase cierta sorpresa cuando le fue revelado el secreto. Pero tampoco están nada mal los que dedica a Plácido Domingo, Francisco Nieva, Messiaen (con su recalcitrante santurronería), Nuria Schoenberg y otros muchos.
Echa uno de menos ciertos nombres muy relevantes con los que Temes tuvo trato pero que, por lo que sea, no le han dado juego para ser incluidos en un libro de estas características y que, por lo demás, no pretende ser un catálogo de las gentes de la música española. En suma, pequeñas grandes historias de un pequeño gran maestro.

sábado, 17 de octubre de 2015

Salamanca: la primera ponencia


 Lo recuerdo con toda nitidez. Septiembre de 1985. Salamanca. Se había organizado el Congreso Internacional “España en la Música de Occidente”. Eran años de prosperidad y para el evento se había contado con grandes nombres del hispanismo musicológico internacional. Yo ya había leído la tesis en 1984 y los directores del congreso —Emilio Casares, el P. José López-Calo e Ismael Fernández de la Cuesta— me encargaron una comunicación. Naturalmente, eso ya era todo un honor. Pero, paralelamente, Emilio me dijo que fuese preparando la ponencia marco para la sesión de música contemporánea, por si Enrique Franco fallaba. En realidad no me asustaba el tema, pues por esos años muy pocas personas estaban medianamente impuestas en las vanguardias de los años 50 y 60 y yo trataba de ser una de ellas en función del propio asunto de la tesis. Lo que sí me imponía mucho respeto era la posibilidad de ser el ponente principal de aquella mesa y de exponer mis investigaciones ante musicólogos prestigiosos de todo el mundo y ante el numeroso público reunido en las viejas aulas de la universidad salmantina, siendo el Aula Salinas el epicentro del congreso y habiéndose colocado pantallas en otras aulas para acoger a los asistentes.
¿Por qué Emilio creía que Enrique Franco podría fallar en el último momento? Pues por la sencilla razón de que ya lo había hecho en ocasiones anteriores, dos de ellas en Asturias. Supe la razón por otra persona, pero no entraré en detalles. Lo cierto es que don Enrique aceptaba los compromisos sin demasiado problema, pero al final no era raro que acabase excusándose por no poder asistir al correspondiente acto.
Tal como Emilio había previsto, Enrique Franco renunció a su intervención a última hora. Los organizadores tiraron de plan B y allí me vi el último día del congreso pronunciando la ponencia plenaria de dicha sesión que enlacé con la comunicación que tenía encargada desde el primer momento. De modo que allí estuve, trajeado y luciendo un brazo escayolado a causa de un pequeño accidente, ilusionado y lleno de nervios, dispuesto a dejar bien alto el pabellón y a no defraudar a quienes habían confiado en mí para tan alta responsabilidad.
Creo que, en cierto modo, me gané la simpatía del público con el arranque de mi ponencia. Reconocí que tal vez no fuese todo lo especialista que se requería en tan magno evento, pero que al menos sí lo era en el arte de sustituir a Enrique Franco y que era ya la tercera vez que lo hacía en ese año. Al acabar mi intervención hubo nutridos aplausos. Pero al salir, una filóloga de extrema derecha (de las que llevaba la bandera de España en la correa del reloj, como los ultras de Blas Piñar y su Fuerza Nueva), me dijo que mi ponencia estaba bien preparada, aunque había partes que parecían sacadas de un mitin del sindicato Comisiones Obreras. En realidad sólo se trataba de algunas alusiones a Fraga Iribarne en su etapa de ministro de Información y Turismo durante el franquismo.
En ese congreso conocí y hablé con musicólogos extranjeros de mucho fuste, como Alberto Basso, Michel Huglo o Claude Palisca, por citar unos pocos nombres. No faltaron las actividades festivas y entre unas y otras experiencias el Congreso de Salamanca sigue suscitando en mí recuerdos imborrables y maravillosos.
A la vuelta, vine en el coche de Celsa Alonso (un viejo Seat 850) en el que también hicieron el viaje dos amigas suyas. Las tres iban a estrenarse pocos días después como alumnas de la hoy célebre primera promoción de la Especialidad de Musicología de Oviedo. Celsa Alonso es desde hace muchos años una excelente amiga y compañera en la Universidad y ya en ese momento supe que era una persona valiosa. Fue un viaje precioso, que entretuvimos con buenas raciones de hornazo y muchas risas.

viernes, 16 de octubre de 2015

Los tangos al límite de Edgardo “Chino” Rodríguez

 Aunque ya conocía a Edgardo José Rodríguez, musicólogo y compositor argentino, no tuve oportunidad de conversar un poco más a fondo con él hasta este mes de octubre. Vino a realizar una estancia en la Universidad de Oviedo, aprovechada también para participar en el Workshop De la investigación musicológica a la transferencia social, al que ya se le ha dedicado una entrada en este blog.
Sorprende en Edgardo J. Rodríguez su doble faceta profesional y vocacional. Por un lado es un musicólogo dedicado a la rama acaso más ardua de nuestra disciplina, el estudio de las teorías analíticas de la música. Mas, por el otro, no sólo es un compositor absolutamente al tanto de los problemas y tendencias de la música académica actual, sino que ha sabido proyectar su talento como arreglista del género emblemático de Argentina: el tango.
Hay traigo a este blog su último disco (Tango Chino Cuarteto), donde la denominación general de su grupo Tango Chino se concreta en este caso en una formación de cuarteto y cuenta con la colaboración especial del cantante Caracol.
Lo primero que llama la atención es que los arreglos de Edgardo “Chino” Rodríguez —pues éste es su nombre de guerra en esta faceta— producen un efecto sonoro que parece ir más allá de lo que cabría imaginar con tan pocos efectivos: la guitarra del propio Edgardo, el piano de Fulvio Giraudo, el violín de Juan Raczkowski y el contrabajo de Adrián Speziale.
Los tangos que se versionan son perfectamente conocidos por los aficionados, y casi todos lo son también en España. Encontramos piezas de oro, como “La comparsita”,” o “El choclo” y también el contrapunto de un hermoso vals (“Cuando el alma”, de Rosita Melo) y una milonga.
La clave del asunto es cómo “problematiza” sus arreglos Edgardo Rodríguez. Es decir, de qué manera solventa la tensión que se opera entre arreglo y género. Dicho sea de paso, este tema ha sido objeto del interés musicológico de Edgardo J. Rodríguez en un artículo sobre ciertas versiones de la cueca “La arenosa”. Y lo que quedó demostrado en dicho estudio es la primacía del elemento rítmico como aspecto más definitorio, en la medida en que su alteración es lo que más puede desmontar la identidad de dicho género. Pero ello no ocurre así en el tango, de modo que el diálogo ha de actuar igualmente muy a fondo y buscar fronteras y límites en la parte armónica, en la textural y acaso en la forma. En estas búsquedas es  donde ”Chino” Rodríguez ofrece respuestas diversas y, en general, consigue una mezcla de modernidad e identidad de género que no oculta el origen de la pieza sino que la viste para el siglo XXI. O sea, que hay vida después de Piazzolla.
El oyente disfruta con esos finales de frase que quedan subsumidos en el arranque de la siguiente, con las breves elipsis, con ciertos cortes abruptos o sincopaciones del ritmo, con las sutiles mixturas del timbre, con la tonalidad muy ampliada de ciertos pasajes, con el aroma general del tango y la mención estilizada de las melodías originales.
Dos cosas más. Una, que la voz del invitado Caracol —en las piezas “Por una cabeza” y “El motivo”— es maravillosa y demuestra que existen los universos paralelos, cada uno con sus leyes (las del compañamiento y las del discurso vocal), mundos que conviven, sin embargo, en paz y concordia. Y dos, que en el disco sólo hay una obra de Edgardo “Chino” Rodríguez, relegada al último corte del CD. Y eso, la verdad sea dicha, es una pena.

miércoles, 14 de octubre de 2015

Nostalgias musicales (1). Jacobo de Lieja.

 I.
La vigésimo segunda edición del Diccionario de la Real Academia responde escuetamente al ser interrogada sobre la voz “nostalgia”. Por un lado, la define como “Pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos”. Por otro, como “Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”. Ambas acepciones sirven sobradamente como punto de partida; y desde Ulises para acá podrían ser suscritas por muchos.
La nostalgia está asociada a sentimientos de pena y de tristeza, incluso de dolor por una ausencia que resulta aparentemente irremediable, si bien en algunas ocasiones queda abierta una fisura para la esperanza, para la devolución de ese bien, para el reencuentro con patria, deudos, amigos y dichas perdidas, por usar los mismos términos del Diccionario.
Los sentimientos de ausencia forman parte de las propias experiencias vitales. Es muy habitual, por ejemplo, sentir nostalgia de la juventud. Y nada más lógico que esa nostalgia cristalice con la audición o el recuerdo de las músicas que nos acompañaron en esos años. Aquellas músicas fueron realmente nuestras amigas, nuestra familia y pueden ser ahora nuestra añorada Ítaca. No extraña que, lejanas en el tiempo y en algunos casos imposibles de recuperar, duela su recuerdo y su pérdida.

II
La nostalgia de otros tiempos y de otras músicas suele ir asociada a la crítica de la realidad del momento. Pocos autores lo han expresado como el tratadista Jacobo de Lieja, que vivió a caballo de los siglos XIII y XIV. Sus vivencias de juventud nos lo sitúan en París, en plena eclosión del Ars Antiqua, pero cuando escribe el monumental Speculum Musicae ya han sobrevenido los nuevos modos del Ars Nova. No le gustan a Jacobo de Lieja esos cantos del primer cuarto del siglo XIV, llenos de sutilezas rítmicas y fragmentaciones, que considera lascivos, ni esos cantores “que aúllan y ladran como perros”.
Mas Jacobo de Lieja, nostálgico de los motetes franconianos, capaces con pocas voces y pocas figuras de trasmitir incomparable hondura, sabe que la batalla está perdida: “Yo pertenezco al número de los antiguos que algunos de aquellos llaman burdos; yo soy viejo, ellos son agudos y jóvenes; aquellos que yo defiendo están muertos, viven aquellos contra los cuales yo disputo”.
El tratadista se sabe habitante del pasado, obligado a luchar contra una realidad emergente con el único recurso de sus fantasmas, de sus amigos muertos, de unos argumentos que ya nadie quiere ponderar. Ha perdido la batalla, pero en el fondo de su alma —cabría conjeturar—le queda la certeza de haber vivido unos tiempos sin parangón, como un privilegio que les está vedado a los alocados partidarios de la modernidad.

viernes, 9 de octubre de 2015

La Sociedad Filarmónica de Oviedo: una huella imborrable

El pasado 6 de octubre de 2015 comenzó la temporada de conciertos en la Sociedad Filarmónica de Oviedo. El programa nos indica que estamos en el año 109 de su existencia y que este concierto es el número 1927. ¡Ahí es nada!
Tengo que reconocer que mi experiencia como auditor de conciertos se configuró principalmente en la Sociedad Filarmónica de Oviedo. En las sesiones de la Sociedad descubrí las virtudes del silencio en la sala, la puntualidad y la cristalina belleza que atesoraban tantas y tantas páginas de la música de cámara. Tenía 18 años años cuando —exactamente el 9 de noviembre de 1973—, con la firma de mi vecino Roberto Balbín, buen melómano, y la de otra persona que él mismo buscó, fui presentado y dado de alta en la Sociedad. Muchos años después sigue siendo para mí un ámbito especialmente querido.
En cierta ocasión me hicieron una entrevista en el diario  La Nueva España, dentro de una serie en la que cada entrevistado se fotografiaba en su lugar predilecto de la ciudad de Oviedo. Yo posé justo delante del Teatro Filarmónica, que no tiene una fachada llamativa ni especialmente hermosa, pero expliqué que mi lugar preferido no era un sitio físico sino un espacio simbólico, un tiempo y unas vivencias que aquel teatro representaba perfectamente.
No se olvide que es una sociedad estrictamente privada y que vive únicamente de lo que aportamos los socios, aunque haya eventualmente algún concierto patrocinado por el Ayuntamiento o por alguna empresa.
Hubo una época en la que la pérdida de socios llegó a ser alarmante. Ocurrió a principios de los cincuenta, coincidiendo con la difusión de los discos microsurco. El optimismo con que se valoran las nuevas tecnologías no es cosa de ahora, naturalmente, de modo que ya por entonces la propaganda de discos y tocadiscos insistía en que cualquiera podía llevar la sala de conciertos al salón de tu casa adquiriendo dichos productos.
El problema actual es la falta de renovación generacional en el público. Era un muchacho cuando ingresé en la Sociedad y había otros de mi edad, pero ahora escasea mucho la gente joven. Los mayores de entonces han ido desapareciendo por ley de vida y uno sigue siendo, a los 60, de los más jóvenes en butaca de patio.
Desde hace muchos años está de presidente don Jaime Álvarez-Buylla, médico retirado y melómano muy querido en Oviedo. La Sociedad, como dijimos, es un templo de la música de cámara, pero los gustos propenden a lo convencional, al canon.
Un amigo muy cercano tiene la teoria de que a la Filarmónica hay que aceptarla como es y que resulta prácticamente imposible cambiarla. Me dijo un día que intentar que la Filarmónica sea de otra manera era como pretender transformar el bar La Perla, aquella antigua taberna situada frente al teatro Campoamor, hoy desaparecida, que tanto le gustaba al director de cine José Luis Garci. Pero tal vez no todo sea tan inamovible, al menos eso pensé al enterarme de que la Sociedad ya estaba en las redes sociales, iniciativa en la que tiene mucho que ver la musicóloga Diana Díaz.
En todo caso, acudimos a los conciertos de la Filarmónica disfrutando de lo que se nos ofrece, complacidos por pertenecer a una sociedad que alimentó los gustos musicales de varias generaciones de ovetenses, a veces incluso casi en solitario y en medio de no pocas dificultades. He aquí, pues, un buen ejemplo del triunfo de la sociedad civil.

viernes, 2 de octubre de 2015

Eduardo Rincón, entre rejas y pentagramas


I.
Es de sobra conocido que el Partido Comunista encabezó la lucha contra el franquismo y que ello fue así desde que acabó la guerra hasta la muerte del dictador. Y también se sabe que hubo numerosos casos de militantes represaliados, encarcelados, perseguidos o ejecutados. La biografía de Eduardo Rincón (Santander, 1924) podría ser una más en esta línea. En efecto, los años de cárcel en Santander, Burgos u Oviedo, la doble vida que tantas veces se vio obligado a llevar por su condición de activista incansable en la clandestinidad, su presencia en puntos calientes del movimiento obrero —como Bilbao o las cuencas mineras asturianas— serían ya de por sí suficientes como para dar cuerpo a una buena novela.
Pero hay algo en su trayectoria que llama poderosamente la atención y es su condición de compositor, con varias decenas de obras estrenadas en diversos lugares de Europa y con algunos discos publicados; todo lo cual no ha servido todavía para darle un lugar acorde con su valía en la historia de la música española de las últimas décadas, si exceptuamos la atenta mirada que le ha prestado la musicóloga Belén Pérez Castillo.

II.
Conocí a Eduardo Rincón de la mano de Josep Soler, en Barcelona (17/11/2011), precisamente en el acto de entrega a este último compositor del Premio “Tomás Luis de Victoria”. Me cupo el honor de realizar el discurso de homenaje al premiado y presentar una nueva edición de mi libro sobre el mismo. Ya entonces Eduardo Rincón me contó cosas muy interesantes de sus vivencias en Asturias y también acerca de su vida actual en Cataluña. Disfruté luego con su música a través de algunos discos y me convertí en un admirador de su figura tras la lectura de su hermosa, sobria y estremecedora autobiografía, titulada Cuando los pasos se alejan y publicada en 2011.

III.
Estudiar en la cárcel era una práctica común entre los presos políticos, algo muy comprensible en un lugar donde, como el poeta José Hierro le dijo a Rincón, “el tiempo no tiene sentido”. La música acompañó al compositor durante sus muchos años de presidio, incluso en los momentos más duros. Basté decir que, habiendo sido conducido en cierta ocasión a la celda de castigo, en Burgos (el artista Agustín Ibarrola también andaba en parecida situación en ese penal), consiguió camuflar un buen número de barras de bolígrafo en los entresijos de la chaqueta para poder escribir ejercicios y bosquejos sobre el único papel que le facilitaban: el higiénico.
En la cárcel de Oviedo —hoy Archivo Histórico— le ocurrió una cosa menos dramática en relación con la música y es que le requisaron sus papeles y tardaron en devolverle los de música, tras haber sido inspeccionados por un músico militar, el cual declaró que aquello “sonaba” y que no era un mensaje cifrado o cosa por el estilo. Esto ocurrió en los comienzos de la década de los 60. Meses después de esta circunstancia Rincón empezó a escribir música dodecafónica. “Me salvé por los pelos”, ironiza el compositor cántabro, porque de ser este tipo de música el analizado por el militar, tal vez no hubiese sido del todo entendido el asunto y la hipótesis de que había algo en clave (no precisamente de Sol) hubiese llevado a la retirada y pérdida definitiva de esos documentos. ¡Qué tropa!
En los 70, Rincón empezó a pasar, como analiza muy bien Belén Pérez Castillo, de un compromiso con el activismo político a un compromiso con su arte, hasta el punto, concluye esta autora, de conseguir “hacer de la música la expresión de su forma de pensar, de ser, de vivir”.

Referencias:
  • Eduardo Rincón: Cuando los pasos se alejan. Santander, Ed. La Bahía, 20111, 227 p.
    • Belén Pérez Castillo: “Eduardo Rincón: la trayectoria singular de un músico en dialéctica con el Partido Comunista”. En Allegro cum laude. Estudios musicológicos en homenaje a Emilio Casares. Ed. María Nagore / Víctor Sánchez. Madrid, ICCMU, 2014, pp. 427 – 440).

      Releer

      Tras medio siglo largo como lector reparo en que hubiese estado bien haber tomado algunos apuntes de lo leído. No me refiero al tipo de notas que realizo cuando hago lecturas académicas, sino a simples impresiones sobre aquellos aspectos que me han llamado más la atención en las lecturas puramente literarias. Esta disciplina hubiese tenido muchas ventajas. Me serviría, por ejemplo, para consultar dichas anotaciones años después de haberlas escrito. Seguro que hubiese resultado un ejercicio muy instructivo. Y, sobre todo, sería muy útil para comparar las cosas que me interesaron en una primera lectura con los matices descubiertos en lecturas ulteriores, pues soy lector que vuelve con frecuencia a los libros ya leídos.
      Ganivet decía que nunca tomaba notas y que de sus lecturas le quedaban unas cosas y se olvidaba de otras; o sea, que conservaba lo que era de su interés y se despreocupaba de aquellas ideas que no habían calado lo suficiente como para anclarse en su memoria sin esfuerzos adicionales. Por eso, una vez leído un libro, le entraban ganas de regalarlo.
      Por el contrario, yo vuelvo a los mismos libros cada cierto tiempo y me ocurre con estos reencuentros como cuando regreso a una ciudad tras llevar unos cuantos años sin haberla visitado: descubro nuevos rincones, nuevos ángulos y luces que siguen dibujando en mi alma el mapa espiritual de la misma.
      A estas alturas de mi vida leo un simple cuento y me vienen a la cabeza hilos de los que tirar, interpretaciones variadas y posibles relaciones con otros asuntos, en suma, que casi cualquier lectura me abre los ojos a otros mundos, unos ya explorados y otros simplemente intuidos. E incluso he empezado a tomar algunas notas de ciertas lecturas literarias. Más adelante —cuando tal vez ya no tenga tiempo ni para releer—,consultaré esos materiales y me transportarán a la atmósfera espiritual que viví cuando me entretenía con las ficciones de las que proceden.