miércoles, 1 de marzo de 2023

El mal no está en la Música




Existe una larguísima tradición de pensamiento según la cual ciertas músicas producirían efectos beneficiosos en los oyentes, en tanto que otras tendrían consecuencias nocivas sobre esos mismos auditores. Esto nos sitúa en el terreno de la vieja teoría del ethos. Platón concreta en La república las “armonías” admisibles y las que hay que excluir de su proyecto político. Existirían especies de octava peligrosas en sí mismas, básicamente acusadas de blandura y sensualismo; y especies valiosas per se, como la dórica.
La discusión se hace más sutil con el paso del tiempo. En los siglos modernos se desarrolla la teoría de los afectos o de las pasiones. Autores como Descartes (en sentido general) y Mersenne (ya en un plano musical más práctico) la desarrollaron con argumentos propios de la medicina de la época, a base de humores, temperamentos, flujos sanguíneos y otros muchos pormenores. En todo caso, la bondad o maldad de la música seguía radicando en ella misma. A alguien de temperamento melancólico no le iría supuestamente nada bien la música de danza o la trompetería de la música militar, salvo cuando ese humor dominante de su constitución bordease lo enfermizo. Entonces, la música que se asigna a los temperamentos sanguíneos o coléricos puede actuar como elemento compensador.

Hubo autores que presentaron el problema de la moralidad de la música bajo un enfoque muy distinto, habitualmente olvidado en los manuales de historia de la música. La idea es que el arte musical no es bueno ni malo en sí mismo, sino en función de la perspectiva con que se recibe. Dicho de otra manera, el valor moral de la música se lo da nuestra mente o, según contextos y creencias, nuestra alma. Sin duda, san Agustín es de los primeros que traslada el valor moral (positivo o negativo) de la música hacia la propia conciencia del oyente. Por eso, en sus Confesiones se muestra lleno de dudas, sabedor de que el canto de los salmos honra a Dios, pero el hecho de deleitarse en demasía con dicha salmodia abre las puertas a un goce que tiene algo de pecaminoso. Dos ejemplos más ilustrarán aún mejor este tipo de opciones.

El primero se lo debemos a Juan Clímaco (ss. VI-VII), que fue monje de Santa Catalina del Sinaí. Escribió una obra conocida como Escala del paraísoEscala espiritual, La Santa Escala o incluso La escalera del divino ascenso. El papa Benedicto XVI –en una audiencia a los peregrinos celebrada el 11 de febrero de 2009– afirma de dicha obra que “constituye sin duda el más importante tratado de estrategia espiritual que poseemos”. Este libro sigue siendo una mina para cualquier estudioso. Para el musicólogo ofrece muchos detalles de interés. Juan Clímaco es coherente con sus principios ascéticos y propugna la plegaria interior o, todo lo más, el canto de los salmos y los himnos. También recurre al tópico más extendido entre los cristianos en cuanto al ethos de la música, que es el encarnado por David: “el canto y melodía moderada de los salmos amansa el furor, como lo hacía la música de David” [Clímaco 1711, 222]. Hay que mantener el espíritu siempre vigilante, en la línea de san Agustín, pues “muchas veces la atención al canto nos impide, para que no alcancemos la virtud” [Clímaco 1711, 117]. 

Hasta aquí, el sabio eremita sigue los conceptos convencionales sobre este asunto. Pero encontramos dos aspectos muy notables en La escala espiritual en cuanto a la idea que pretendemos exponer. El primero lo hallamos cuando Juan Clímaco cuenta la historia de un monje que se recreaba en la belleza de los cuerpos. Estos le elevan el espíritu “en una grande admiración de la hermosura y gloria del Artífice Soberano” [Clímaco 1711, 310]. Acto seguido, Juan aplica la historia a la música y afirma que procede obrar del mismo modo. El puro se deleitará con la música –sea sacra o profana, se asegura expresamente– en muestra del amor a Dios y llegará hasta las lágrimas. Por el contrario, los propensos a lo carnal “de ahí toman incentivos de su perdición” [Clímaco 1711, 311]. Insistimos en la agudeza de esta visión, que relativiza el concepto de ethos y destaca el esfuerzo de quien sube la escalera espiritual y sabe avanzar impertérrito ante cualquier tipo de entorno, sean los cuerpos hermosos y tentadores o la deleitable y atractiva sonoridad de la música.

El segundo detalle que deseamos subrayar figura en el contesto de un amplio inventario de los peligros que los demonios urden para entorpecer la vida monacal. Pueden aquejar de pereza a los monjes a la hora de levantarse a maitines, incitarles a risas o a conversaciones indebidas en medio de la oración y, como era de esperar, inducirlos a malas prácticas en el canto. Algunos de estos diablillos harán que los cantos se entonen de forma muy rápida, lo que no deja de ser un abuso recurrente, que llegaría al siglo XX y que en castellano se conoce desde el siglo XVI como ‘gorigori’, tema sobre el que ya nos hemos extendido en este blog. Otros incitarán a los monjes a una lentitud extrema, que no es sino un ejercicio de voluptuosidad y, por tanto, un modo muy inadecuado de rezar y cantar [Clímaco 1711, 348]. Así que, bien sea por la indebida disposición del alma, bien por la caída en las tentaciones demoníacas que conducen a la distracción y a la mala interpretación de los cantos, el resultado es que todo esto aleja o difumina el supuesto poder de la música y ubica la razón de sus efectos en el oyente o en el cantor. 

Un milenio después de Juan Clímaco, a fines del siglo XVI, John Case publicaba su Apologia musices tam vocalis quam instrumentalis et mixtae. En un momento dado, tras exponer varios testimonios de diversos autores cristianos, afirma que “los Padres no acusan allí a este arte, sino a su humana debilidad” [Case 2005, 59]. O sea, al mal uso que se hace del canto tanto en su recepción como en cuanto a su interpretación. De modo que aunque Jacques Attalí postulase (en frase célebre) que la música “no es inocente”, tal vez testimonios como los aquí aducidos permitan sugerir que tampoco es culpable y que una mirada limpia deja al descubierto la belleza del mundo y el lastre de las imposiciones políticas y religiosas que marcan los signos de los tiempos. Y para que no queden dudas, traducimos la continuación del argumento de Case: “Pues del mismo modo que la dulzura del vino no es causa de la ebriedad, sino que lo es la intemperancia del que bebe, así la música no es causa de la distracción, sino que lo es la incuria del oyente, quien, abandonado el sentido, solo se deleita en la armoonía” [Case 2005, 59]. Lo que, mutatis mutandis, permite postular que los expurgos de muchas músicas sacras –que habían servido a la fe durante siglos–,. realizados a raíz del motu proprio Tra le sollecitudini, de Pío X (1903), no tienen que ver tanto con lo supuestamente pernicioso de ellas como con el espíritu rigorista que reinaba en la iglesia de aquellos momentos. También consiente afirmar, por poner otro ejemplo, que la música que los nazis prohibían y los cuadros que quemaban no eran un “arte degenerado” (Entartete Kunst); de hecho, los degenerados eran ellos. Y admite sospechar, en fin, de otros muchos casos habidos a lo largo d la historia y hasta hoy mismo. De modo que menos estigmas para la música y más esfuerzo en el ascenso por los escalones de nuestra particular escalera de perfección.


Referencias

Case, John.2005. Apologia musices tam vocalis quam instrumentalis et mixtae (Oxford: Josephus Barnesius, 1588). Transcribed by Peter Slemon with Jessica Sisk and Thomas J. Mathiesen for the Thesaurus Musicarum Latinarum, 

Clímaco, Juan. 1711. Escala espiritual. Traducción de Fray Luis de Granada_ Obras, tomo XXV.. Madrid, Impar. Manuel Ruiz de Murga.