lunes, 1 de noviembre de 2021

Plañideras: más allá de las lágrimas mercenarias


Noviembre es un mes propicio para hablar de los difuntos. Parece como si todos nos acordásemos de nuestros muertos un poco más que el resto del año. La muerte, en cambio, no tiene meses preferidos y extiende su funesto designio por todo el calendario. Ya se han comentado en este blog algunas prácticas sonoras singulares relacionadas con las ceremonias mortuorias, como es el caso del gorigori. Pues bien, otra praxis notable por muchos conceptos fue, hasta no hace demasiado tiempo, la de las plañideras. El tema está bastante estudiado, de modo que estas líneas se limitarán a presentar unas breves reflexiones al hilo de la imagen que se desprende de un par de textos que, en esta ocasión, tienen en común su procedencia latinoamericana.

Las plañideras eran mujeres que colaboraban en las honras fúnebres. Lloraban y ensalzaban al fallecido (en el velorio, en el cortejo y a las puertas del templo) a cambio de una determinada retribución. El coro era mayor o menor en función del presupuesto dispuesto por la familia. Como es sabido, las plañideras existieron desde la Antigüedad y aún eran corrientes en nuestro entorno hasta bien entrado el siglo XX. Sus prácticas fueron prohibidas en diversas ocasiones, tanto por las autoridades civiles como por las eclesiásticas, pero estaban tan arraigadas que subsistieron pese a dichas disposiciones. 

En el jugoso libro Tradiciones peruanas, de Ricardo Palma, podemos hacernos una idea bastante cabal de la imagen histórica que fueron dejando estas mujeres. “La llorona de Viernes Santo” (pues en Perú se las llamaba lloronas, o doloridas, explica este autor) es una de las tradiciones recogidas en la citada publicación. El título alude a una célebre plañidera, imprescindible en los decesos de la gente principal en tiempos de la colonia. Palma pinta a estas mujeres con las tintas más negras: viejas, feas, arrugadas, “más pilongas que piojo de pobre” y “con pespuntes de bruja y rufiana". Si la familia del finado pagaba algo más de la tarifa ordinaria –anota el escritor–, las doloridas sabían corresponder y añadían a los llantos “patatuses, convulsiones epilépticas y repelones”. 

Ricardo Palma parece reconocer la profesionalidad de estas mujeres cuando señala: “Dígase lo que se quiera en contra de ellas; pero lo que yo sostengo es que ganaban la plata en conciencia”. Acto seguido subraya que sus lágrimas –de las que dice que parecen tener un almacén– se producían con la ayuda de cebolla pasada por los ojos. Ahora bien, la ironía que destila la afirmación del escritor peruano en cuanto a que se ganaban la plata en conciencia puede tomarse hoy día en su sentido literal. De hecho, estas mujeres cobraban por representar un papel y lo hacían tan bien que algunas de ellas (solían ser las líderes de los grupos de plañideras) llegaron a ser admiradas y sus llantos y acciones eran comentados, lo mismo que se comentaba la buena voz de un capón de iglesia que se permitiese ornamentar un cántico sacro con giros que venían de la escena lírica. Y de la misma manera que los cantores castrados produjeron una literatura satírica centrada en su masculinidad mermada, así las plañideras fueron blanco de todo tipo de invectivas a causa de su supuesta impostura.

El ornato de las honras fúnebres, desde Trento hasta el Vaticano II, valoraba la dilatada duración de los actos, el amplio número de celebrantes, lo nutrido de los cortejos –enriquecidos con pobres, valga la paradoja, que acudían a cambio de una limosna de la familia–, la cantidad de las misas y responsorios encargados como sufragio por su alma, las músicas de réquiem a toda capilla y cualquier cosa que engrandeciese la despedida y la imagen del finado. Todo funcionaba como una gran representación, más allá de los sentimientos del círculo de los seres queridos; y en esta escena, las plañideras cumplían perfectamente con su función de altavoces que reflejaban no tanto la real condición humana del difunto como su estatus social, los deseos de la familia y un retrato moralmente edulcorado de su personalidad. Eran memoria,y resiliencia.

El hecho de que llorasen penas ajenas y cobrasen por ello contribuyó a construir una imagen negativa. Este enfoque podría no ser el correcto. ¿O acaso le está permitido a una sociedad hipócrita, que patrocinaba estos dispendios, criticar las presuntas lágrimas de cocodrilo de las plañideras? Estas no tenían que sentir la muerte de la persona a la que lloraban , cantaban y alababan, del mismo modo que los fabricantes de ataúdes o los vendedores de coronas de flores no tienen que quedar consternados por el hecho de que se vendan sus productos. El desempeño profesional de las plañideras no precisa estar acorde con sus íntimos sentimientos, sino con el oficio requerido en su cometido. ¿Se pide a los cantores y ministriles de una capilla de música que sientan la muerte del fallecido en cuyo funeral están trabajando? El problema son las lágrimas, claro, pero desaparece si, como han visto diversos autores, se las analiza como piezas de una dramática representación. De modo que estas mujeres tampoco han de ser juzgadas por sus lágrimas de encargo. Pueden parecer insinceras, pero ni siquiera esto se les puede echar en cara, pues su autenticidad radicaba en la perfecta interpretación de un papel cuyo guion era de público conocimiento en las sociedades tradicionales. 

Veamos ahora algunos detalles interpretativos. En la Égloga trágica del ecuatoriano Gonzalo Zaldunbide (publicada a principios del siglo XX) encontramos un apunte sobre la performatividad de las prácticas de las plañideras. En un velorio narrado en esta ficción, la más anciana de las dolientes –que actuaba como directora del grupo– canta una melodía sencilla y repetitiva, a la que se sumaba el coro, que repetía “la última palabra, sobre la misma modulación lastimera, haciendo un poco más ronca la quejumbre de los finales”. Tras una pieza de arpa, tomada como un entreacto muy relajado, y después de comer algo y echar un trago (como era normal en los velatorios, que se extendían durante toda la noche), la dolorida principal se arrancó con una especie de letanía “toda en lengua de inga”. El escritor da a entender que iba entrando gradualmente en trance, a la vez que el coro se sumaba a este entusiasmo. La solista llegaba a poner “notas de delirio en el monótono retornelo” (…), hasta que extenuada pidió de beber”.

Lo que cuenta Zaldumbide es, en puridad, un proceso catártico. La plañidera podría no conocer al difunto, pero una vez ha entrado en acción se ve arrastrada por la propia música, cuyos giros simples enlazarían con ancestrales sonoridades de ensalmos y encantamientos, más aún si cabe por el uso de la lengua nativa. Queda poseída por el propio sonar que ella produce, entra en trance y acaba agotada porque ha sido arte y parte de un ritual en el que la vida y la muerte están presentes y una es paso para la otra. Las plañideras, entonces, son las que añaden tensión dramática al estupor que siempre causa la Parca. Lo hacen con cantos que acaban siendo fuertemente identitarios (como los “alabaos” colombianos, las “incelenças”/excelencias brasileñas, etc.), pero también con lamentos y gestos, pudiendo ocurrir que en el paroxismo de la interpretación se arañen, sangren y se arranquen el cabello. 

Además, con sus gritos, cánticos, alabanzas o incluso reproches retóricos al finado por haber dejado a su familia sumida en el dolor, se convierten, siguiendo la terminología de R. Murray Schafer, en las “señales sonoras” más destacadas   sobre la tónica del “entorno sónico limitado” que es el paisaje sonoro de un velorio o de un cortejo fúnebre.

Las plañideras, en suma, van más allá de las lágrimas no sentidas porque, en puridad, no hablan de un muerto en concreto, sino de la Muerte misma. Son mujeres que supieron aproximarse al lado oscuro y desconocido de la existencia; mujeres que mantenían la antigua comunión con la naturaleza de la que hablaba Meri Franco-Lao en su Música bruja, un lazo ya perdido en las sociedades modernas; mas también eran mujeres que poseían un oficio remunerado cuando esto no era lo más corriente. Es decir, mujeres que supieron ganarse la vida y el respeto, aún en medio de no pocas diatribas e interdicciones, actuando con un papel estelar precisamente en el momento más trascendental en la vida del ser humano: la muerte ineluctable.

 

Ilustración

David Medina©: Plañideras. Dibujo realizado expresamente para esta entrada.