viernes, 1 de diciembre de 2023

El oído crítico de Leonardo Padura



He leído varias novelas y diversos textos ensayísticos y autobiográficos de Leonardo Padura y he podido observar que, como buen cubano, la música ocupa un lugar importante en su vida y en su obra. Hoy me propongo mostrar, en unas mínimas notas, el atento y crítico oído con que el narrador cubano recepcionó algunas músicas que triunfaron en la isla caribeña. Ya en las novelas protagonizadas por ese extraordinario personaje que es su policía y posteriormente librero de viejo, Mario Conde, pueden hallarse diversasreferencias a la música.

El concierto de los Rolling Stone en La Habana (2016), por ejemplo, fue histórico por los cientos de miles de asistentes y también porque legitimaba de una vez por todas el valor cultural de unas músicas que habían llegado a estar prohibidas o desautorizadas por el poder. Por cierto, es este un debate que también se dio en otros países hispanoamericanos, aunque ninguno con un aparato de control tan férreo como el derivado de la revolución cubana. La lucha de la izquierda latinoamericana contra el imperialismo cultural estadounidense exigía mirar con lupa los movimientos de las músicas pop y rock anglosajonas de los años 60 y posteriores. De ciertos análisis oficiales se desprendía que los valores de tales músicas eran esencialmente capitalistas y decadentes. 

Volviendo a Padura, lo cierto es que, en las conversaciones de Conde y sus amigos, aquel se muestra un tanto reticente ante el concierto de los Rolling. Y no porque no le gustase el grupo británico, sino porque llegaba demasiado tarde. Claro que el ingenio cubano posibilitó que, incluso en los tiempos de la exclusión del rock, circulasen copias realizadas por un curioso sistema que el novelista describe al hilo de estas consideraciones. En todo caso, el personaje de Mario Conde –que tiene mucho de Padura, como este ha reconocido– manifiesta frecuentemente su gusto por grupos como los Beatles, Credence Clearwater Revival (con especial elogio para “Proud Mary”) y Blood, Sweat & Tears, entre otros. Nombres que no extrañan a nadie y menos a quien, como el autor de estas líneas, tiene la misma edad que el narrador cubano. También es cierto que en aquella isla todo resultaba más difícil.

 

El espejismo andino 

En los años 70 del pasado siglo se produjo otro fenómeno musical sobre el que Padura realiza una interesante lectura. Me refiero a la música andina, tomada como seña de identidad y como savia nueva para la música popular de los países marcados por la cordillera de los Andes. La música andina y sus recreaciones tuvieron amplio eco internacional. En Francia, por ejemplo, ya había echado raíces desde bastante antes de la década citada. También resultó muy significativa en España, sin ir más lejos. Recuerda uno perfectamente esa fiebre de quenas, sicús y charangos y las muchas veces que escuchaba las casetes del quenista Facio Santillán para aprender aquellas hermosas melodías –“El cóndor pasa”, “Vasija de barro, con sicú, o, entre las más difíciles, “El pájaro campana”–, que luego tocábamos como podíamos en el grupo de amigos unidos por esta pasión. Por entonces –años 70– el sueño de algunos de estos jóvenes era visitar el Machu Pichu y ver pasar al cóndor. 

Con no menor ímpetu penetró la música andina en Cuba. Pero, sobre todo, se dio preferencia a los géneros donde, al margen de fundamentos o reminiscencias más o menos étnicas, había un contenido explícito de tipo revolucionario o, como mínimo, de marcado compromiso social, según apunta Padura. Desde Chile, por poner un caso, llegaban los temas de Quilapayún, Inti.Illlimani, Víctor Jara, entre otros; y también acudían a Cuba los propios músicos del continente. Esto ocurría tanto antes de 1973, por el apoyo del gobierno de la Unidad Popular presidido por Salvador Allende, como –con más motivo– tras el golpe de Pinochet, que llevó a la muerte o al exilio a cantantes, grupos y a tantos otros chilenos. En un país como Cuba, sujeto a la disciplina del socialismo real, el golpe de Pinochet fue particularmente doloroso. Lo cierto es que los claros mensajes de izquierda de grupos y cantautores de diversos países hispanoamericanos eran bien recibidos por el aparato gubernativo cubano. Padura comenta que este tipo de músicas caló en la sociedad cubana y pronto empezaron a formarse grupos en la isla que mimetizaban el repertorio andino. En este punto, se levantan las observaciones críticas del de Mantilla. Podemos leerlas en un capítulo de Agua por todas partes (2019), un libro de carácter ensayístico sobre, como reza el subtítulo, “Vivir y escribir en Cuba”. 

Lo primero que pone de relieve el novelista es que los países andinos del continente poco o nada tienen que ver con la idiosincrasia de una isla tropical como es Cuba. Que a Padura no le gustaba esta oleada sonora, llena de “quenas y tamboritos” –escribe–, es notorio en el léxico y en el tono afilado de sus objeciones. Baste decir que se mofa de los grupos de aficionados cubanos a este repertorio, que llegaban al extremo de procurarse ponchos de lana con los que se asaban en la caliente isla caribeña. Esto sí que era una interpretación históricamente informada.

 

La plaga del reguetón y la alternativa de la salsa

Pero si hay una música que a Padura no le gusta en absoluto y que le molesta profundamente, es el reguetón. Se había extendido por la isla y, sobre todo, por La Habana, de tal manera que era difícil no escucharlo al alto la lleva en la casa del vecino, en los coches, en los cafés y en todas partes. Como ya en la entrada anterior había salido este tema por otros motivos, me limito a reiterar el veredicto de Padura sobre este “taladro” sonoro al que considera una música “plástica, machacona, agresiva y soez” , además de “invasiva y omnipersistente”, una música que “atraviesa impúdicamente tus paredes”. 

La alternativa, pues no va a ser todo criticar, la encuentra Padura en la salsa. De hecho, tiene un libro –Los rostros de la salsa– donde pasa revista al género y donde muestra su amplio conocimiento de artistas como Rubén Blades, Willie Colón, Johnny Ventura, Cachao López o Juan Luis Guerra, entre otros. Se desvela entonces toda la carga de esa efervescencia latina que se vivió desde los primeros años 70 en centros de la importancia de Nueva York, en el Caribe y en buena parte del mundo. Por cierto, con la diáspora de los 90, los músicos cubanos se ganaron la vida en países de todo el mundo a ritmo de salsa. Y, particularmente, devolvieron la visita a las naciones andinas cuya música había desembarcado en Cuba varios lustros atrás. 

Observador incansable de la realidad habanera, Padura reparó en las transformaciones de la juventud en los primeros años de este siglo. Por entonces empezaron a congregarse en la Avenida de Los Presidentes de La Habana grupos de roqueros, con sus guitarras y sus botellas, que fueron los primeros entre las tribus urbanas de todo tipo que se asentaron en dicha avenida. Padura prestó especial atención a los emos en Herejes, quizá (sospecho) por ser la manifestación más extrema, pesimista y desconsolada de un desencanto sin fondo. El poder, la insularidad y el “agua por todas partes” ya no son fronteras del todo infranqueables para la libertad. Y Leonardo Padura, el narrador que necesita sentirse cubano y vivir en Cuba para escribir, nos lo ha ido contando en su valiosa y extensa obra.

miércoles, 1 de noviembre de 2023



Como continuación de la 
entrada anterior, paso a comentar nuevos casos de músicos cargantes, con la particularidad de que ahora no se trata de personajes de ficción, sino de realidades que cualquiera pudo haber vivido.

 

Insistir cual grillo barojiano

El primer rechazo que sufre el músico por delito de lesa pesadez acontece en los años de su formación, normalmente en la infancia o en la juventud. Un violinista, pongamos por caso, ha de estudiar sus lecciones durante horas. No faltan en ellas ejercicios de escalas, dobles cuerdas, cambios de posición de la mano izquierda, entre otros, carentes por lo común de interés artístico (aunque no musical) y donde la afinación no siempre es fácil de mantener. Las casas no están preparadas para evitar las molestias al vecino y surgen entonces las quejas; luego, las malas palabras; y, finalmente, las denuncias. Un infierno. Mas el estudiante ha de perseverar en su labor, luchar contra la incomprensión y soñar con tiempos mejores, cuando sus desvelos den los frutos propios de la maestría. 

La insistencia de los estudiantes primerizos de violín, en particular, llevó a Baroja a compararlos con los grillos, incansables en sus nocturnas sonatas. En el preámbulo de La busca, el escritor vasco describe un paisaje sonoro con un par de certeras pinceladas: “Después no se oyó más que el chirriar persistente del grillo de la vecindad, que siguió rascando en su desagradable instrumento con la constancia de un aprendiz de violinista”. Como se sabe, el ‘canto’ de los grillos –estridulación– se produce por frotación de sus élitros. Este detalle de la frotación muestra una de las afinidades existentes entre los dos términos de la comparación. Los lectores y lectoras podrán enumerar algunas otras sin demasiado esfuerzo.

 

El gaitero de Bujalance

Un refrán recogido en el Diccionario de música, de Fernando Palatín (1812), servirá para ponernos en situación –de una manera tan rápida como atroz– sobre un caso paradigmático. El dicho adagio sentencia de esta guisa:

 

“El gaitero de Bujalance, un maravedí por que empiece, y diez por que acabe”. 

 

Anota el diccionarista que se dice por los que son molestos           en su trato y conversación, siendo por otra parte difíciles de entrar en ella, haciéndose de rogar”. Entre músicos, cabe pensar en aquellos que primero son renuentes a tocar o cantar y luego se muestran del todo reluctantes a dejar de hacerlo. Lo he visto muchas veces en contextos festivos donde tocan, cantan o bailan todos los participantes en la fiesta. Los que destacan musicalmente parece que reservan sus fuerzas.  Incluso suelen aludir a que andan mal de voz porque están medio resfriados o aducen otras disculpas puramente fantasiosas. Pero la insistencia del amistoso auditorio los anima y acaban cantando (o tocando, en su caso) un par de temas. Ante el éxito, el protagonista empieza a sentirse a gusto y, ya en vena, se muestra dispuesto a interpretar la integral de su repertorio. Los auditores trocan su inicial entusiasmo en una cierta sensación de hastío. Ellos también quieren participar, pero les cuesta hacerse un sitio porque el solista ha traducido mal sus verdaderos deseos y empieza a resultar un pelín pesado. Dicho sea de paso, Bujalance es un municipio de Córdoba y la gaita de la que se habla no es de fuelle, sino un aerófono tipo chirimía o similar, de lengüeta doble.

 

Músicos callejeros

Me paro con frecuencia a escuchar a los músicos callejeros. Esos mismos que inspiraron a Mahler y que, en muchas ocasiones, tocan estupendamente. Así lo prueban la experiencia y los registros discográficos que recogen el repertorio de estos artistas ambulantes. De hecho, los hay que fueron excelentes profesionales, obligados por las circunstancias a la vida incierta de la música en la calle. Es indudable que, en ocasiones, pueden resultar una distracción para quien ha de estar centrado en otros asuntos. Por ejemplo, para quien prepara una oposición o un examen y vive encima de donde un trompetista se instala a diario con aplicada dedicación.

Pero el balance suele ser positivo. Uno va por la calle y oye a lo lejos la “Marcha triunfal” de Aida, en versión de trompeta y ‘maquinillo’, que así llaman algunos al aparato que hace el acompañamiento a modo de play-back. En otra calle, una muchacha que se acompaña con su guitarra se desenvuelve estupendamente en diversos estilos de la música popular. Más allá, un violinista atrae la atención de los paseantes con su repertorio de clásicos populares. Y un dúo de cantantes líricos triunfa a los pies de una iglesia, al tiempo que, en el cesto para los donativos, tintinean de continuo las monedas en civil ofrenda y hasta se escucha algún ¡bravo! cuando un brillante final parece solicitarlo de oficio. ¡Vivan, pues, los músicos callejeros que alegran la vía pública! Pues atraen la curiosidad de los niños, animan a detenerse un rato a los ajetreados viandantes y a gozar de su tiempo libre a los jubilados melómanos. 

Pero como esta entrada trata de músicos cargantes, he de concluir con el caso particular de los músicos callejeros de tendencia intrusiva. Son aquellos que se acercan a las terrazas o incursionan incluso en el interior de los restaurantes. No incluyo aquí a los contratados por el propio establecimiento dentro de su política de imagen y ambiente, como ocurre con los tablaos flamencos o los locales donde se cena mientras se escuchan fados. En estos casos, sabemos a qué atenernos. Con los intrusos, sin embargo, la cosa se complica. Porque uno puede dejar atrás al músico callejero que (supuestamente) no le gusta, pero no puede marcharse cuando está en medio de una cena romántica a la luz de las velas. El perpetrador de czardas, pongamos por caso, nos tiene cogidos. No hay nada que hacer, sino sacar partido de la situación. Y hasta puede que acabe siendo un divertido recuerdo en el futuro. A este respecto, Arturo Pérez-Reverte publicó una columna, titulada “Músicos en la sopa”, donde cuenta sus propias experiencias con un gracejo que no impide detectar el pavor de fondo de su relato sobre los “pelmazos que dan la barrila justo cuando menos apetece” y que interrumpen conversaciones o pensamientos. 

Lo dicho: poco o nada cabe hacer en estas situaciones. Salvo que, como ya he contado aquí, la parroquia se amotine y ponga de patitas en la calle a los intrépidos y sonoros invasores. Un caso real en esta línea, vivido por el filósofo H. Taine, se recoge en la entrada de este blog titulada “Comer con música”.

La música que llega a los oídos por intrusión puede resultar odiosa incluso para quienes disfrutan ordinariamente de ella. Es lo que le pasa al celebrado narrador cubano Leonardo Padura. Entre las reflexiones sobre cuestiones autobiográficas o en torno a su concepción de la novela y del propio oficio de escritor, que Padura recoge en su libroAgua por todas partes, incluye una tremenda invectiva de 2007 contra el reguetón, un género que inunda La Habana, el Caribe todo y, añado, buena parte del mundo. Se queja del “taladro” sonoro que le impide concentrarse en su tarea literaria. También relata el espanto que le causa esa música “plástica, machacona, agresiva y soez” , además de “invasiva y omnipersistente”, una música que “atraviesa impúdicamente tus paredes”, ya venga del vecino, ya del automóvil –discoteca sobre ruedas– que atruena la calle.

Pensando en esta suerte de allanamientos sonoros, me viene a la cabeza la época del confinamiento, en los primeros momentos de la pandemia de Covid (primavera de 2020). Estaba uno tranquilamente leyendo una novela cuando, de repente, y desde un balcón cercano, sobrevenía un tsunami sonoro, realizado en directo por uno o varios músicos o bien emitido urbi et orbi mediante potente amplificación. Resistiré –me decíaY lamentaba que, con este tipo de colonizaciones acústicas, se perdiese una de las pocas cosas que tenía de bueno el hecho de estar confinados y con el alma en vilo: el silencio. ¡Santo Dios, cuán maravilloso es el silencio! Pero, bueno, cuando escuchaba la gaita de fuelle que sonaba por las tardes desde otro balcón, me salía la vena musicológica y me decía que era interesante observar un elemento identitario y local al lado de un proceso pandémico de carácter global. Como quien no quiere la cosa, estaba inmerso en una expresa vivencia de lo glocal. Y sí, quien no se consuela es porque no quiere. Dicho sea de paso, lo que también aprendí es que, con la música, no siempre se puede ir a otra parte, sobre todo si se está confinado. 

 

Ilustración

Vous êtes Jolie”, estampa (litografía), Steinlen, Théophile Alexandre (1859-1923), grabador, ed. Enoch & Co (Paris, 1897) Fuente: gallica.bnf.fr / Bibliothèque nationale de France. Web: https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/btv1b531885281?rk=42918;4#

 

 

Referencias

 

Padura, Leonardo: Agua por todas partes. Barcelona, Ed. Tusquets, 2019.

 

Palatín, Fernando: Diccionario de música (Sevilla, 1812) . Edición y estudio preliminar de Ángel Medina. Oviedo, Publicaciones de la Universidad de Oviedo, Ethos Música, Serie Académica nº 3, 1990.

 

Pérez-Reverte, Arturo: “Músicos en la sopa”, XL Semanal (1/8/2011).

domingo, 1 de octubre de 2023




 
El “lirazo” definitivo de Fideo de Mileto

El Jabato es un histórico cómic español de la editorial Bruguera. El primer número data de 1958. R. Martín (pseudónimo de Víctor Mora) y Francisco Darnís fueron, respectivamente, el guionista y el dibujante de El Jabato en su primera etapa. Este tebeo contó con un personaje singular y revestido con todas las galas del antihéroe. Me refiero a Fideo de Mileto, un joven y escuálido poeta tocado por una corona de laurel. Acompañado de su inseparable lira, recitaba unos versos que nadie quería escuchar. El fortachón del trío protagonista, Taurus, perseguía y acosaba a Fideo para que no mostrase su arte. A juzgar por las grafías con que se representa su música en el cómic, parece que lo destemplado de su instrumento era la clave de su mala fama. Las onomatopeyas sugieren algo así como bisagras oxidadas y chirriantes y todo tipo de cacofonías impropias de un cordófono tan apolíneo. Claro que, con una lira de solo tres cuerdas, tampoco se pueden hacer demasiadas florituras.

El músico y poeta es un ser debilucho en un contexto de guerreros, aunque en ocasiones usa la lira como arma muy eficaz. De hecho, su minuto de gloria con la lira quizá sea el narrado en El dilema de Fideo (nº 297, 1964). Por una serie de circunstancias, el rapsoda tiene que enfrentarse a unos rivales para ganar la mano de la princesa heredera de un sultanato. Hay algunos apaños, propiciados por el Jabato para ayudar a su amigo; pero, en un momento dado, el rival es de verdad y parece muy temible. Fideo consigue, no obstante, asestarle lo que él mismo llama el “lirazo definitivo” ante el asombro de la concurrencia. Podría decirse que la lira y la cabeza del damnificado conforman por un instante un instrumento de percusión, un idiófono de golpe directo (y tan directo).

El dilema del título se refiere a si sería mejor unir su destino a la princesa o partir con sus amigos. De cualquier modo, su hazaña no le convierte en un valiente caballero, ni tampoco el “lirazo” lo hará mejor músico y seguirá siendo el prototipo del perfecto chivo expiatorio. Con todo, su personalidad y su propio oficio rompen la simetría que El Jabato mostraba respecto a su modelo –El capitán Trueno, producto de la misma editorial– en todos sus personajes. Ciertamente, el joven y agraciado paje Crispín de este poco tiene que ver con el estrafalario Fideo de aquel. Para rematar la humorada, el guionista lo convierte en un músico de cuyas interpretaciones todos huyen como de la peste. Pero Fideo nunca perderá la moral ni la vocación.

 

El bardo Asurancetúrix o “el milagro galo”

No muy distinto es el caso de Asurancetúrix, el bardo de la aldea gala enfrentada a la poderosa Roma. Aparece en Astérix, el célebre cómic con guion de Goscinny y dibujos de Uderzo. El primer álbum se publicó en 1961. A partir del número 25, tras la muerte del guionista, Uderzo se encargó de continuar con la colección en solitario durante algunos años. Posteriormente, hubo nuevas colaboraciones, dificultades y pleitos que no vienen aquí al caso.

El bardo es permanente víctima de la incomprensión de sus paisanos. Lo más normal es que en las celebraciones lo tengan amordazado. Hay un aldeano especialmente dedicado a perseguir al músico, como le ocurría a Fideo con Taurus. Un detalle de interés es que vive en lo alto de un árbol. Los árboles son unos maravillosos ejes de la verticalidad. Conectan las fuerzas telúricas de las raíces con la zona terrenal del tronco y se proyectan en la copa hacia lo alto, como buscando las regiones celestes. Lo ha contado muy bien Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos. Asurancetúrix vive en una provincia aérea que es el espacio natural de la música. Pero, sobre todo, ahí arriba cree estar a salvo. Craso error, pues el acoso de sus paisanos llega incluso hasta su elevada residencia.

Un aspecto interesante –de entre los muchos posibles– es que sus versos y su música pueden desatar la lluvia. Todavía hoy se sigue diciendo –cuando alguien canta mal– que va a llover. Esta propiedad del bardo llega incluso a ser de un inestimable valor. Así sucede en Astérix en la India (1987), un volumen de los realizados en solitario por Uderzo. Arranca este número con la escena del jefe de la aldea pronunciando un discurso. Pide silencio. Asurancetúrix protesta y dice que está probando la acústica de su nueva cabaña arbórea. Empieza a llover. En ese momento un faquir indio cae estrepitosamente del cielo desde su alfombra voladora. Se muestra muy contento porque ha encontrado lo que buscaba: “la aldea de los locos y de la voz que hace llover”. Resulta que la princesa heredera de un reino de la India va a ser sacrificada para que los dioses se apiaden y concedan la lluvia que acabe con una tremenda sequía. El faquir lleva al bardo y a sus amigos a la India en su alfombra voladora. Como por el medio hay una conspiración palaciega y mil líos colaterales más, la aventura se convierte en una historia llena de suspense y emoción. Incluso el bardo pierde la voz, pero la recupera antes de que acabe el plazo para el sacrificio. Asurancetúrix es considerado el “milagro galo” que desencadena el monzón, pone fin a la sequía y garantiza las cosechas.

Otra aventura donde nuestro bardo adquiere protagonismo es en la titulada Astérix y los normandos (1966), nº 9 de la colección. En la fiesta de la aldea gala suenan unas canciones “modernas” que irritan a Asurancetúrix. Este reivindica la tradición con sus propios cantos, pero los asistentes la emprenden a golpes con él para dejar clara su opinión al respecto. El jovenzuelo que había animado la fiesta queda pasmado al escuchar aquellas canciones: 

“¡Esto es brutal, muchacho!” –le dice.

Y le augura éxito en el Olímpix de Lutecia, evidente alusión al Olimpia de París.

El bardo se marcha de la aldea en busca de públicos más selectos. Obélix le sigue la pista. Descubre el rosario de calamidades generadas por el músico allá por donde pasaba, como que las vacas hubiesen dejado de dar leche y cosas por el estilo. Un testigo admite haberlo visto, pero apunta que, por la forma de cantar, no parecía un bardo. Aún hay más, pues el tercer detalle destacable es para nota. Asurancetúrix consigue que los normandos sepan lo que es el miedo, un sentimiento desconocido para ellos. Pero con los cantos del galo sobreviene el “castañeteo de dientes”, el “temblor de rodillas” y, en suma, el miedo. Lo cual no deja de ser una manera de amansar a las fieras, a modo de un Orfeo un punto desprogramado.

Estos dos músicos de cómic tienen muchas cosas en común. Ambos representan historias muy claras de alteridad. No gozan del apoyo de sus coetáneos, pero internamente están convencidos de que son los portadores de un discurso elevado que, sin embargo, es perseguido y silenciado. Puede que les falte destreza, pero no ganas, entusiasmo, vocación y capacidad de sufrimiento. Tendrían, eso sí, que depurar su técnica. Pero entonces carecerían de gracia –de esa un tanto absurda que solo se ríe de los defectos– y no se les podría tomar como víctimas propiciatorias.




Ilustración

Viñeta de El dilema de Fideo (El Jabato nº 297, Ed. Bruguera, 1964). 

 

 

viernes, 1 de septiembre de 2023


En un tiempo en el que se sueña con obtener recompensa inmediata y sustancial del esfuerzo más pequeño, llaman poderosamente la atención aquellos que son capaces de abordar proyectos con la vista puesta más allá del horizonte. Estas personas son tan escasas como dignas de admiración. No otro es el caso del profesor Pedro Manuel Suárez Martínez, catedrático de Filología Latina de la Universidad de Oviedo. Los méritos de su trayectoria académica son variados y ya vienen de mucho tiempo atrás. Con todo, me consta que el doctor Suárez admitiría que su última publicación es
 la obra de su vida. Me refiero a la traducción (con una sesuda introducción y potente aparato crítico) de Las nupcias de Filología y Mercurio, de Marciano Capela. Anoto abajo la referencia completa de este acierto editorial del Servicio de Publicaciones de la Universidad de Oviedo.

El latinista José Luis Moralejo, docente en los 80 en la Universidad de Oviedo y prologuista de esta edición, le propuso traducir la enciclopédica obra de Capela para la Biblioteca Clásica de Gredos. Se suponía, con más ingenuidad que realismo, que podía realizarse en un par de años. Sin embargo, pasaron treinta y cinco. En estos lustros se produjeron hechos como el cierre de la citada colección de Gredos y, por parte de Pedro Manuel Suárez, la búsqueda de otras alternativas, la incorporación de nuevos materiales, la publicación de numerosos textos académicos en prestigiosos medios internacionales y la conclusión del trabajo hace ya varios años. En 2023 ve la luz, por fin, la primera traducción completa en español y en solitario de Las nupcias. Naturalmente, no olvido la efectuada por un equipo del CSIC –en edición bilingüe y en varios volúmenes– entre los años 2016 y 2023; y no desconozco otras traducciones parciales. Lo cierto es que, tras siglos sin versión castellana, ahora resulta que la tenemos por partida doble. 

El latín de Capela, sobre todo en los dos primeros libros, es endemoniadamente difícil. Afirmar esto es un tópico, reconoce el traductor, pero del todo cierto. También es complejo parte de su contenido, plagado de referencias eruditas y alegóricas, a veces muy oscuras. Se ve que el autor disponía de numerosas fuentes a mano en aquel particular contexto de la cultura latina en el norte de África, concretamente en la renacida Cartago de los vándalos. La datación de la obra es un asunto controvertido, pero P. M. Suárez se inclina por situarla en el último cuarto del siglo V. 

En otro orden de cosas, son dos los criterios generales que han guiado al profesor Pedro Manuel Suárez: por una parte, ha buscado verter el texto al español dejando que lo fácil resultase fácil y, al mismo tiempo, que lo difícil se percibiese como tal en su propuesta. En segundo lugar, siguiendo un consejo de un veterano latinista, ha procurado llevar a los hispanohablantes hasta el perfume del latín de aquella etapa y no adaptar la lengua del Lacio al espíritu del castellano actual. 

El argumento de las Nupcias es sencillo. Mercurio desea casarse y acaba eligiendo a Filología, que ha de adquirir la inmortalidad para subir a la morada de los dioses. Mercurio –por intermediación de su hermano Apolo– le regala las artes y disciplinas que posteriormente conoceremos como “artes liberales”. Con esta disculpa, los libros III al IX están dedicados a las siguientes siete ramas del saber: Gramática, Dialéctica, Retórica, Geometría, Aritmética, Astronomía y Armonía. Las tres primeras conformarían el trívium; y las otras cuatro, el quadrivium, aunque estos nombres no los acuña Capela. 

Además del tratado sobre música del libro IX, Capela se refiere a ella en otros muchos lugares. Así, en el primer libro se encuentra la leyenda del bosque sonante de Apolo (o de las Fortunas), a la que ya he dedicado una entrada en este blog. Otro momento clave es el ascenso cósmico de Filología y su séquito. Entre otras muchas incidencias, cada vez que la comitiva pasa por el círculo de un cuerpo celeste, suena una nota distinta. Es la música de las esferas. El pasaje ha hecho correr ríos de tinta, pues a Capela no le salen las cuentas de los intervalos y del número de tonos y semitonos de la octava resultante. Este episodio requeriría entrada aparte, así que basta con mencionarlo y subrayar el punto conflictivo.

La variada temática de Las nupcias permite asegurar que serán escasas las personas sensibles a la cultura que no hallen algún aspecto afín a sus intereses en esta magna obra. Sin duda, desde la óptica del musicólogo, el libro IX es decisivo. Y no solo en sí mismo, sino por la trascendencia que tuvo. Está documentada la recepción de Capela en diversos momentos de la Edad Media, singularmente en el renacimiento carolingio, pero es indudable que el eco de Las nupcias ha sonado aún con más fuerza en el Renacimiento de los siglos XV y XVI, gracias a la imprenta y por otras razones que explica el autor de esta edición. En cuanto a la música, son abundantes los tratadistas de dicho período que mencionan el libro IX de Las Nupcias. Glareanus, autor del Dodecachordon, lo cita en relación con su particular propuesta de escalas modales. Otro grande de la teoría musical del siglo XVI, Francisco de Salinas, lo aprovecha en la mayoría de sus Siete libros sobre la música en relación con diversas cuestiones. Evito el detalle de este auge renacentista de Capela en el terreno musical, pero lo cierto es que no son escasos los teóricos que insisten en citarlo como autoridad en asuntos musicales.

En cuanto al contenido del libro IX, Capela plantea una primera sección en la que Armonía explica los poderes curativos de la música, así como las capacidades de los músicos míticos y fundadores de esta disciplina (Orfeo, Anfión de Tebas, Arión…). Es muy interesante el modo en que Armonía, “la más sobresaliente de las féminas” (p. 409), se distancia de lo bajo “pues que odia la indolencia de la estupidez terrena” (p. 409). Ella misma lo reconoce: “Hace ya tiempo que con odio hacia los nacidos de la tierra y disgustada con los mortales impulso los orbes del cielo estrellado” (p. 418). De modo que se asiste a una especie de renacer de la música que coloniza los cielos y resuena con ellos en su eterno girar. Dado que el discurso de Armonía –acompañado de cantos y danzas muy diversos y ella misma muy sonora por estar revestida con “tintineantes” láminas de oro”– es también una especie de examen, ha de explicar asimismo todos los preceptos de la teoría musical griega: el nombre de las notas, los géneros, los sistemas, los tetracordios, los tropos, la métrica, etc. Sin duda en Las Nupcias resuenan las voces de Aristóxeno de Tarento y de Aristides Quintiliano, entre otros autores. Pero todo esto es algo que los lectores podrán explorar por su cuenta; y ahora es más fácil, al contar con esta manejable traducción.

En una obra de esta envergadura es evidente que cada especialista puede hallar detalles que requerirían una cierta matización. No sería uno un buen lector si todo lo encontrase maravilloso. Por ejemplo, y entre otros casos, podría extenderme sobre la conflictiva expresión “flauta doble” para referirse al aulós (tibia, en latín). Pero esto no es propiamente una recensión, sino un saludo a una obra que ve la luz tras una larga y laboriosa gestación. Quizá en otra ocasión merezca la pena comentar este y otros problemas terminológicos en las traducciones de teoría musical griega.

Concluyo reconociendo una vez más el valor de este empeño del profesor Pedro Manuel Suárez, quien escribe: “Filología trae como dote sus puellae adivinatorias; Mercurio, por su lado, aporta las Disciplinas, entregadas por Apolo” (p. 5). Y, ahora, me permito apostillar: el profesor Suárez nos regala esta traducción, magníficamente preludiada por su introducción y con notas abundantes y oportunas. Está claro que contiene mucha ciencia y considerable pasión, no poco oficio y sobrado talento. Está llena de vida y es capaz de transportarnos a esos tiempos fronterizos entre la baja latinidad y los siglos medios. Presentada en un solo volumen de 482 páginas, este libro parece invitarnos a un espléndido banquete nupcial, cuyo plato fuerte es la misma sabiduría. Por eso, su lectura resulta tan necesaria como fascinante. Para que luego venga cierta autoridad en temas de latín a decirle al profesor Suárez –quien lo cuenta en el preámbulo– que traducir una obra así es poco menos que una pérdida de tiempo. ¡Vaya bromista!

 

Referencia:

Marciano Capela: Las nupcias de Filología y Mercurio. Introducción, traducción y notas de Pedro Manuel Suárez Martínez. Oviedo: 2023. Ediciones de la Universidad de Oviedo. Colección Investigaciones en Humanidades. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Oviedo.


Fotografía:

Pedro Manuel Suárez en Ponte de Lima (Portugal), al lado de un miliario y con el puente de origen romano al fondo (27/8/2023).

 

 

jueves, 1 de junio de 2023

 


 


Son innumerables las confluencias de la música con los juegos. A poco que uno se esfuerce, aparecen escenas de ópera o ballet donde los juegos gozan de especial significado en el desarrollo argumental. El cariz de estas músicas puede ser muy variado. Las hay que se remiten al universo de la infancia, donde el juego es un componente central, pero no faltan tensiones y consecuencias trágicas en otros casos, sobre todo cuando entran en escena los juegos de naipes. Sin duda, el azar forma parte esencial de ciertos juegos, lo mismo que de determinadas músicas. Con todo, no se pretende desarrollar este tipo de correspondencias en nuestra rica tradición musical, sino reflexionar sobre un caso puntual que, a la postre, insiste en el poder sacralizante de la música a partir de un juego que, en primera instancia, resulta más bien anodino. 
Millones de personas juegan en todo el mundo al parchís, a la oca o a Serpientes y escaleras, pero no en todos los sitios por igual. Mientras que en España son muy populares los dos primeros juegos, el tercero resulta aquí prácticamente desconocido o muy minoritario, a diferencia de lo que sucede en el mundo anglosajón. Excavando hasta más de medio siglo atrás en mi propia memoria, me vinieron a la cabeza los Juegos Reunidos Geyper. Era un preciado regalo de Reyes y consistía en una caja con decenas de juegos de mesa. Había tableros (de cartón) que no gozaban de demasiada aceptación. Uno de ellos era el llamado Serpientes y escaleras. En el marco de una investigación que no viene al caso detallar aquí, me enteré casual y colateralmente de que, debajo de una capa superficial basada en el mero azar, se escondían unos orígenes y contenidos dotados de valores muy particulares, relacionados con los conceptos de subida, bajada, desarrollo espiritual y aun otros asociados a ciertos componentes musicales. 

Serpientes y escaleras es un juego de origen indio cuyos dos elementos principales son precisamente los mencionados en su nombre. Lo que dejan claro los estudios ludológicos es que la versión que transita en Occidente ha perdido el tipo de contenidos que poseían las formulaciones originarias de la India o de otras zonas asiáticas. Me consta que también en la India se usa hoy en día la versión simplificada surgida en Occidente. Las propias normas del juego ponen de relieve que Serpientes y escaleras es actualmente un juego de azar, al estilo del de la oca, donde no cabe ningún tipo de estrategia por parte del jugador. 

La primera gran diferencia entre un tablero occidental y actual, y uno indio y tradicionales que este lleva inscritas en sus casillas una serie de conceptos de tono moralizante, educativo o religioso, en tanto que aquel carece de tales elementos. 





Detalle de un tablero indio

Y se subraya lo deactual para que sea cierta la simplicidad que se le atribuye, porque los primeros ejemplos de recepción en Occidente –que se dieron en la Inglaterra del siglo XIX, entre cuyas colonias estaba la India– sí los incluían, aunque adaptándolos a los usos del momento [[Finck; Schmoll 2021]. Los escaques del tablero (que pueden ser 64, 85, 100 u otras posibilidades) están atravesados por un número igualmente variado de serpientes y escaleras de distintas longitudes. La norma más característica del juego es que si el dado conduce a una casilla en la que arranca una escala, automáticamente el jugador traslada su ficha hasta el extremo superior de dicha escala. Por el contrario, cuando se cae en una casilla donde se halla la cabeza de una serpiente, la ficha ha de bajar hasta donde esté el final de la cola. Un detalle de interés: la escalera no se usa para bajar, del mismo modo que tampoco la serpiente se utiliza para subir. 

A partir de esta idea cabe sugerir que el tablero, en la sociedad donde se originó este juego, es una visión en forma de plano del ascenso y el descenso en el eje de la verticalidad. Por esta razón, los rótulos que se asocian a las escaleras son moralmente positivos, a modo de virtudes, mientras que los conceptos vinculados a las serpientes son rechazables, como vicios. Las ideas místicas y religiosas adquieren un significativo papel, lo que no extraña en un ámbito como el de la India tradicional. Por esta razón, algunos autores consideran que las sucesivas casillas son reencarnaciones que conducen a la liberación final con la llegada a la última [Finck; Schmoll 2021].

Un hecho –precisamente musical– ejemplifica el grado de trascendencia que encierra este juegoNo hay estudioso de Serpientes y escaleras que no cite el libro de H. Johari. El caso es que Harish Johari, autor de una versión del juego que parte de una fuente india del siglo XIX, mencionan un modo ritual de jugar. Cuenta que cada movimiento de la ficha o peón a una nueva casilla era acompañado de un canto específico relacionado con el contenido moral o religioso de cada escaque. Habla incluso de un libro que recogía dichos cánticos, pero que no se había conservado [Topsfield 2006]. Andrew Topsfield, destacado estudioso de este juego, ha asociado expresamente el recorrido de la ficha por el tablero con el caminar del peregrino, Y como va en zigzag, lo relaciona también con el trayecto del arado [Topsfield 2006]. Con la particularidad de que el paso por los distintos estados de ánimo y por las casillas es irregular, ya que hay avances y retrocesos en el plano espiritual. En realidad, como escribió un brahmán del siglo XIX, se trata de un “tablero del conocimiento” [Topsfield 2006]. En el cual –según explica este mismo autor– pueden aparecer conceptos como el egoísmo o la ira, asociados a las serpientes, mientras que cualidades como la misericordia se vinculan a las escaleras. En este tipo de tableros, la primera casilla suele ser la del nacimiento; y la última, la del cielo, que puede constar de varios cuadrados para distinguir el cielo de Brahma, el de Vishnú y el de Shiva [Topsfield 2006].

La conclusión es que las versiones originarias de Serpientes y escaleras no son un juego. O, dicho de otro modo, son más que un juego. Se trae aquí a colación este esparcimiento tradicional de la India, a la vez místico y filosófico, como muestra de que ciertos imaginarios se extienden a toda la Humanidad y de que ese canto, hoy perdido, que acompañaba las llegadas a las diferentes casillas, añadiria un plus de sacralidad a un juego que habla de vida, reencarnación, peregrinaje, infiernos y cielos y, en suma, de la comunicación de lo terrenal con lo celeste, argumento central de la mística de todos los tiempos. Por todo esto, entiendo que este tablero representa una construcción espiritual en el eje de la verticalidad, como la escala de Jacob, las escaleras medievales de las virtudes y como ciertas escalas musicales de las que hablaré en otra ocasión. Que aquellos cánticos no se hayan conservado no supone más que una contingencia menor. Rememorarlos es una manera de retener algo de su lejano eco. Y al que no le guste este plan, que se consuele jugando una partida a Ritmo y bola.

 

Ilustración: 

Tablero de cartón de los Juegos Reunidos Geyper.

 

Notas bibliográficas:

Finck, Serge; Schmoll, Patrick. 2021. “Serpents et échellesDu jeu de hasard à l’expérience de la transcendance”.Sciences du jeu, 16. https://journals.openedition.org/sdj/3807

Topsfield, Andrew. 2006. “Snakes and Ladders in India: Some Further Discoveries”. Artibus Asiae , vol. 66, nº. 1, pp. 143-179.

 

lunes, 1 de mayo de 2023

Sirenas: el riesgo de saber


Es fama que las sirenas arrostran una leyenda de doble cara. Por un lado, son seres de dulce y melodiosa voz. Por otro, resultan sumamente peligrosas. También es conocido que adoptan formas distintas según épocas y culturas. Las voladoras son el modelo de las que intentaron provocar el naufragio de Ulises y los suyos. Platón –en el mito de Er, de La República– sitúa una sirena en la parte superior de cada uno de los círculos en los que organiza el cosmos. Cada sirena da la nota que le es propia y entre todas forman un perfecto acorde, en diálogo con las Moiras, hijas de la Necesidad (Platón, 491). Mas esta alta misión no lavará su imagen. Arístides Quintiliano, en su tratado Sobre la música, atribuye la creación de “la melodía perniciosa, aquella de la que se debe huir por arrastrar al vicio y a la perdición a mujeres mortales con aspecto de fieras, las Sirenas” (Quintiliano, 165). 

La Edad Media insiste en esta visión, San Isidoro se refiere a las sirenas en su epígrafe sobre los seres portentosos. Dicho sea de paso, estos no son ajenos a la Naturaleza, pues responden también a los designios de Dios y suelen ser portadores de avisos sobre el futuro. Habla el polígrafo hispalense de tres sirenas. Una cantaba, otra tocaba la flauta y la tercera hacía sonar la lira. Seducidos y enloquecidos por esta música irresistible, los nautas perdían el control de sus naves y naufragaban. Menos en el caso de Ulises –añadimos–, que supo franquear el escollo con el ingenioso truco de tapar con cera los oídos de sus hombres y ordenarles que lo atasen al mástil. Así, pudo deleitarse sin riesgo.

San Isidoro añade a su breve descripción de las sirenas una apostilla moral y duramente recriminatoria. Resuena en ella el eco de la posición de Quintiliano antes citada. Puesto que la belleza de sus cantos corre paralela a la de sus cuerpos (en la parte humana), el peligro procede tanto de su música seductora como de su sensualidad. Concluye entonces que, en realidad, tales sirenas no eran sino “meretrices”, que llevaban a la ruina a los marinos. Los cuales, al llegar a su destino, aseguraban que sus pérdidas se debían a que habían naufragado (San Isidoro , 885). Y no será la única vez que se las califique de este modo. 

Aribón, un importante teórico musical de fines del siglo XI, realiza un juego numerológico, a partir de las musas, en el que no faltan las sirenas: una musa equivale al monocordio; dos, representan las dos variantes de cada modo, auténtico y plagal; y, al llegar a tres, vincula este número de musas con los géneros de la teoría griega (diatónico, cromático y enarmónico); o bien –añade– con la propia voz humana y la mixtura de los instrumentos pulsados y de aire que dan con los marinos en las rocas (Aribo, 34). Es decir, con los efectivos ya citados de las tres sirenas que menciona san Isidoro y que, naturalmente, no son las únicas recogidas en la tradición mitológica griega. Estas “marítimas cantatrices”, como las denomina Aribón, llevan a los navegantes a estrellarse contra las rocas. Pero el tratadista añade una explicación harto distinta a la del autor de las Etimologías. Y esta es que la concavidad de las rocas hace que las olas, al colisionar contra ellas, suenen (se entiende que aprovechando esa caja de resonancia natural) de un modo que imita la “dulcísona melodía” de las sirenas (Aribo, 36). Lo que, ciertamente, no hace más que aumentar el problema.

La aureola de peligrosidad que rodea a estos seres se observa en muy diversos testimonios literarios. Cuando Mateo Alemán –por poner un ejemplo– se refiere a las malas compañías, en la primera parte de su Guzmán de Alfarache, sostiene que estas “son verdugos de la virtud, escalera de los vicios, vino que emborracha, humo que ahoga, hechizo que enhechiza, sol de marzo, áspid sordo y voz de sirena” (Alemán, 317).

Ahora bien, en paralelo con su dúplice constitución, las sirenas no solo son víctimas de la mala fama que acabamos de referir, sino que pueden gozar igualmente de una imagen menos agria e incluso muy favorecedora. La hermosura y el dominio del arte musical son dones que las sociedades patriarcales han venido valorando en las mujeres desde antiguo. Así se ve en diversas culturas y también en la occidental, donde todavía no están demasiado lejanos los tiempos en los que, salvo excepciones, la música no pasaba de ser uno más de los adornos femeninos. La poesía del Siglo de oro recurrió con cierta frecuencia a la imagen de la sirena, ya predominantemente representada en las artes plásticas con la forma de mujer/pez que ya venía de la Antigüedad tardía. Se usa el término ‘sirena’ muy en particular para caracterizar a la amada cuando esta une a su belleza el arte del canto. El conde de Villamediana escribió un elaborado soneto titulado “A una dama que tañía y cantaba”, cuyo primer cuarteto dice así:


“A regulados números su acento 
reduce esta sirena dulce, cuando 
con las pulsadas cuerdas está dando 
al arpa voz, al alma sentimiento” (Villamediana, 148). 

 

Mas las damas que no responden a los requerimientos de sus enamorados, a los que tratan con desdén, siguen mereciendo el apelativo de ‘sirenas’, aunque con esa otra y ya citada cara de la moneda que forman sus cualidades negativas. Lo cierto es que, entre los más célebres poetas del Siglo de oro, prevalece la idea de que las sirenas son engañadoras, de la misma catadura que las arpías o los basiliscos, crueles, impías y lascivas, entre otras características de este jaez. El vocablo ‘sirena’ puede adquirir un cariz psicológico, pero ello no impide que siga constelando en valores dañinos, a modo de voz interior que impele a las malas acciones, a los celos o a la desesperación. Sin duda, la mala fama las persigue

De Parténope a la sirenita de Disney hay más recorrido y transformaciones de las que caben aquí. Naturalmente, un ser tan portentoso no podía dejar de interesar a los compositores. Las obras –sobre todo óperas y ballets– de Haendel, Dvorak, Debussy, Zemlinsky y tantos otros así lo atestiguan. La lección que se desprende del imaginario creado en torno a las sirenas reconoce el enorme poder de su música. Pero ese don nos avisa de que acceder al conocimiento exige asumir riesgos. Pasa como con ciertas ninfas, que llaman a los incautos pastores desde el fondo de las aguas cristalinas. Estos meten la mano para apropiarse de la belleza y el saber allí oculto, y acaban arrastrados al fondo del río. De hecho, entre las palabras que pronuncian las sirenas de la Odisea para tentar a Ulises, no faltan promesas de conocimiento. No se rebasa su isla sin disfrutar de sus cantos y sin “saber más cosas”. Seguras de sí mismas, afirman: “Sabemos cuanto sucede sobre la tierra fecunda” (Odisea XIJ).

Con el paso del tiempo, esta figura mitológica fue adquiriendo rasgos más humanos, a veces enternecedores. Pues, aunque no son las más abundantes, también existen las sirenas benéficas. Suelen ser éstas protagonistas de las más enredadas historias románticas. El mejor ejemplo lo tenemos en el célebre cuento La sirenita, de Andersen. A los quince años (y no se olvide que vivían trescientos) la sirena y princesa sale a la superficie para ver mundo por primera vez, Se enamora de un príncipe al que, además, salva de las aguas y deja en tierra sin ser vista por este. La sirenita sueña con tener piernas y alma, aquellas para elevarse del fondo del mar y andar por la tierra y esta para ascender en su momento a las regiones celestes.

La sirenita acude a la morada de la terrible bruja del mar, que le dice: “Cometes una estupidez, pero estoy dispuesta a satisfacer tus deseos, pues te harás desgraciada” (<Biblioteca Virtual Universal>). De modo que tendrá piernas, pero la bruja le quitará su voz. De hecho, le cortará la lengua y la dejará muda. En contrapartida, bailará de la manera más admirable, si bien padeciendo un inmenso dolor en cada paso. Deja atrás su casa y su familia, pierde su más preciado don, que es su canto, y se despoja de su identidad. Tan grandes sacrificios no se ven recompensados plenamente. La bruja tenía razón: la sirenita había cometido una estupidez que la hará desgraciada, por más que, en un último giro argumental, evite su destino de muerte y consiga una larga vida, con nueva y melodiosa voz ultraterrena, entre los espíritus del aire. Las buenas obras –ya que no pudo ser el amor– le abrirán las puertas para dotarse de un alma y, desde esta, alcanzar a Dios.

¡Qué dura resulta la vida de las sirenas buenas y cuánto se parece a la de las mujeres abnegadas, sacrificadas, resignadas y, en suma, mártires y subyugadas que pueblan la historia universal!

 

 

Ilustración: La malédiction des sirènesM. Leroy. [Collection Jaquet]. Dessinateurs et humoristes. Artistes divers, série 2 : J-Ne. Tome 2 : 1914-1920. Source gallica.bnf.fr / Bibliothèque nationale de France. 

 Nota bibliográfica

Alemán, Mateo. Primera parte de Guzmán de Alfarache. Ed. José María Miró. Madrid: Cátedra, 1992. 

Aribo. De musica. J. Smits van Waesberghe, ed., Corpus scriptorum de musica, vol. 2 [Rome]: American Institute of Musicology, 1951. 

Platón. República. Ed. de Conrado Eggers. Madrid: Gredos, 1988,

Quintiliano, Arístides. Sobre la música. Eds. Luis Colomer y Begoña Gil. Madrid: Gredos, 1996. 

San Isidoro de Sevilla. Etimologías. Ed. de José Oroz y Manuela-A. Marcos. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2004.

Villamediana, Conde de. Poesías. Ed. de J. F. Ruiz Casanova. Madrid: Cátedra, 1990.

sábado, 1 de abril de 2023

Instrumentos relegados al olvido



Una de las sensaciones más melancólicas que puede uno vivir –en relación con la música– se produce al contemplar un instrumento del que sabemos que lleva bastante tiempo sin ser utilizado. A este respecto, traemos hoy tres casos bien diferenciados: la célebre arpa de Bécquer, el piano de Fernando Aramburu y las cítaras bíblicas que cuelgan de los árboles junto a los ríos de Babilonia.

Sin duda, la “Rima VII” –«Del salón en el ángulo oscuro…»– de Gustavo Adolfo Bécquer es el paradigma de los instrumentos relegados al olvido. Hay una isotopía del abandono: el arpa está sola, a oscuras, silenciosa, polvorienta y olvidada. Con todo, queda aún la esperanza de que una «mano de nieve» vuelva a hacerla sonar. Pero Bécquer quiere ir más allá y en los versos finales nos descubre la verdadera intencionalidad del poema. Esta consiste en poner de relieve cómo el genio permanece con frecuencia velado y necesita que le llegue el estímulo externo y acaso divino que lo haga manifestarse, al igual que la salvadora «mano de nieve» sería capaz de rescatar al arpa de su mutismoSe produce entonces un milagro que da vida, literalmente una resurrección, decretada sobre un modelo conocido y categórico:

 

«y una voz, como Lázaro, espera

que le diga: ¡Levántate y anda!».

 

***

 

Hoy día, el piano es el instrumento que más sufre el arrumbamiento y la desidia tras algún tiempo de uso. La presencia del piano no es rara en muchos hogares. Hay miles de estudiantes de piano en cualquier país de Occidente, a quienes sus padres les compran el costoso instrumento con toda la ilusión del mundo. Pero, con el tiempo, pasa como en la historia sufí de La asamblea de los pájaros, de Farid ud din Attar: muchas son las aves convocadas para peregrinar ante el Simurg, su rey/dios; pero el camino es duro y pronto algunos se disculpan, dan la vuelta, sufren hambre y sed, enferman, son comidos por las fieras, perecen en el intento o enloquecen. De los miles de peregrinos alados, solo un número irrisorio de ellos ve al Simurg; y al hacerlo los pájaros son también el Simurg.Traducido: es muy difícil llegar a ser Arthur Rubinstein, Sviatoslav Richter, Alfred Brendel, Maurizio Pollini, Martha Argerich o Lang Lang, entre otros; pues es sabido que la poderosa hermandad de los pianistas practica el politeísmo y siempre honra a unos cuantos simurg en cada momento y a muchísimos más si consideramos la cuestión en términos diacrónicos. También es cierto que se puede estudiar piano con otras metas, pero eso no viene a cuento ahora.

El problema del piano es que, aunque no se toque, suele seguir estando a la vista de todos los moradores de una casa y de sus invitados. Un oboe o una viola pueden guardarse en un armario. Un piano, no. Además, normalmente no queda mal en un salón en virtud de sus (en algunos casos) materiales nobles y pulcros acabados. Pero su presencia denuncia la soledad en que se halla y la indiferencia a la que ha sido condenado, a veces por lo antes apuntado y en ocasiones por razones más graves y luctuosas.

Mucho menos conocido, pero de no menor talla literaria que la «Rima VII» de Bécquer, resulta un texto de Fernando Aramburu, incluido en su libro Autorretrato sin mí (Ed. Tusquets, 2018) . Se títula «El piano de Cecilia». Sospecho que muchos podrán identificarse con esta historia. En ella se habla de «nostalgia», de «silencio flotante», de «silencio silencioso». Se dice que el piano «suena sin sonar». Quien lo tocaba en otros tiempos era su hija. Sus sones llegaban alegres hasta la calle cuando él se acercaba a su casa tras el trabajo. Muy lograda la evocación de la niña, con su melena y su correcta posición en el banco, absorbiendo por los ojos las notas de la partitura, que inician un recorrido por su cuerpo –y se nos vienen a la cabeza los espíritus vitales de Mersenne– hasta acabar en las yemas de los dedos que se posan sobre las teclas del piano. 

La niña se hizo mujer, transitó por su destino y nadie volvió a tocar el piano. «Sobre la repisa superior se murió, como un abuelo viejo, el metrónomo» –apunta Aramburu. A diferencia del arpa de Bécquer, este piano no está cubierto de polvo. El escritor nos confía que, cuando él es el encargado de la limpieza, «aprovechando que nadie me ve, hago gestos de aprobación, aplaudo un poco». Lo que no deja de ser un detalle de humor; o acaso de amor y quién sabe si no lo es también de dolor.

 

***

 

Para finalizar, cambiamos radicalmente de escenario p. El primer versículo del salmo 137 (136) dice así: «Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos, y llorábamos acordándonos de Sión». La historia queda perfectamente situada en el tiempo del cautiverio de los judíos en Babilonia. Un destierro, según la Biblia, derivado de los pecados de Israel. Aquella ciudad, como explica muy bien san Agustín, representa en su mismo nombre la confusión y lo terrenal, frente a Jerusalén, que simboliza lo permanente y celeste. Los ríos de Babilonia son las debilidades humanas de sus habitantes. Los judíos cautivos se sientan y lloran junto a las aguas. Añorando a Sión. Humillados.

El segundo versículo proporciona una imagen con elementos musicales que resulta un tanto onírica: «En los sauces, en medio de ella, colgábamos nuestras arpas». Los judíos lloraban en su cautiverio, mas quienes los habían reducido a ese estado les solicitaban cánticos e himnos alegres. Sin embargo, las arpas –o cítaras, según traducciones– estaban colgadas de los sauces en medio de Babilonia. De nuevo san Agustín –en sus Comentarios a los salmos– interpreta con sutileza, pues destaca que los sauces son árboles estériles, que viven de los ríos babilónicos, cuyo negativo significado ya hemos subrayado. Los instrumentos están mudos, como los antes comentados, pero no olvidados. Simplemente, Jerusalén no puede sonar en Babilonia porque son ciudades esencialmente antitéticas. Los cantos de Israel volverán a sonar con la liberación y el retorno. Entonces, los levitas los tocarán para gloria de Jehová. Mientras tanto, no se verán profanados ante oyentes que nada entienden de la ley de Dios. Penderán, pues, las arpas de las ramas de los sauces estériles en testimonio de resistencia. Y de futura redención. El salmo muestra la intensidad del recuerdo de Sión en ese silencio. Si los desterrados se olvidasen de Jerusalén, mejor sería que la diestra les quedase inutilizada y la lengua pegada al paladar, advierte el salmo más adelante. Por eso no pueden tocar las arpas ni cantar sus himnos junto a los ríos de Babilonia

 

Ilustración: [Retrato de mujer con arpa]. Sandalio de Sancha (fl. 1835-1868); dibujo: acuarelas y tinta negra a plumilla. Material procedente de los fondos de la Biblioteca Nacional de España. Biblioteca Digital Hispánica. Web: http://bdh-rd.bne.es/low.raw?id=0000212627&name=00000001.jpg