jueves, 30 de junio de 2016

Thomas Schmitt y la guitarra de cinco órdenes

La interpretación informada históricamente tiene una veta de mucho interés en el repertorio para guitarra de cinco o seis órdenes. Y en este ámbito hay ya una serie de guitarristas de calidad contrastada. Uno de ellos es Thomas Schmitt. Y resulta un caso reseñable porque no sólo es una autoridad como intérprete sino también como investigador en todo lo referente a la guitarra de órdenes. ¿Cómo no acordarse, por ejemplo, del disco titulado De gusto muy delicado (La Mà de Guido, 2011), monográficamente dedicado a la música española del siglo XVIII para guitarra de seis órdenes, donde se incluyen varias primeras grabaciones de piezas de Vargas y Guzmán, primer tratadista de este tipo de guitarra, que estuvo activo en Cádiz y Veracruz en 1773 y 1776 respectivamente?.
No sobra recordar que el concepto de “orden” no equivale al concepto de “cuerda”, aunque eventualmente se usen de manera indistinta en las fuentes. Pero en puridad los órdenes son agrupaciones de cuerdas, normalmente en grupos de dos, pero también a veces en grupos de tres. Así que cuando aludimos a una guitarra de cinco órdenes, solemos referirnos a una guitarra que tiene en realidad diez cuerdas distribuidas en cinco grupos de dos. Este sistema de órdenes sigue vigente en las bandurrias de las tunas, entre otros instrumentos.
Pero en la práctica cotidiana hay mucha variedad. Era muy normal que por lo menos el primer orden fuese simple, es decir, formado por una sola cuerda para clarificar el punteo. Y hay otras combinaciones hasta que la guitarra llega a ser el instrumento de seis cuerdas que todo el mundo conoce.
Hoy traemos a este blog el último disco de Thomas Schmitt. Se titula Música dels segles XVIII i XIX per a guitarra de 5 ordres y está editado por La Mà de Guido (2016). Thomas Schmitt utiliza una guitarra de cinco órdenes construida por José Ángel Espejo (Madrid, 1992) según modelo de Stradivarius.
El disco muestra un fenómeno curioso. En los libros de carácter general el proceso evolutivo de la guitarra suele presentarse de manera muy lineal: guitarra de cinco órdenes, guitarra de seis órdenes y finalmente guitarra de seis cuerdas, con su propia evolución constructiva. Pero este investigador y guitarrista nos muestra que la guitarra de cinco órdenes (que ya tenemos desde el siglo XVI plenamente formada) no sólo es la reina del siglo XVII y de la primera mitad del XVIII, sino que convive con la guitarra de seis órdenes, que se estila a fines del XVIII, incluso con la menos frecuente de siete y, lo que es más notable, sigue existiendo en pleno siglo XIX al lado de la guitarra de seis cuerdas romántica o moderna. Creo recordar que el manual de Carles Amat para guitarra de cinco órdenes se editó repetidas veces desde fines del XVI hasta el siglo XIX incluido.
Un detalle que el guitarrista destaca en sus notas de la carpeta del CD es que el repertorio guitarrístico en torno a 1800 todavía sigue siendo, en buena medida, poco más que una mercancía que hay que vender, sin cargarla de conceptos sublimes sobre el arte, la creación y el genio, que tan en boga iban a estar desde entonces en otras esferas de la actividad musical.
Por esta razón, las partituras que se editaban estaban pensadas para resultar adecuadas a diversas combinaciones instrumentales. Una pieza para dos guitarras valía para ser tocada por una. Las piezas para guitarras de seis órdenes se ejecutaban en guitarras de cinco con algún que otro apaño para reubicar las notas del sexto orden, o a la inversa. Y cosas así. Es decir, había que conseguir que el producto fuese versátil y que la oferta pudiese interesar a cuantos más mejor.
Naturalmente, el talento de los compositores permitía que incluso con este sistema de mercado tan poco idealista, apareciesen obras realmente magníficas como algunas de las seleccionadas por Thomas Schmitt en este CD. De hecho, la Grande sonate de Lhoyer, que abre el disco, tiene unas variaciones como segundo tiempo que son palabras mayores.
Consciente de la práctica verdaderamente desprejuiciada de aquella época, Schmitt no duda en adaptar piezas de Ferandiere y Arizpacochaga para guitarra de cinco órdenes, cuando en realidad están escritas para la de seis. Y es porque, como el propio intérprete ha analizado, la melodía importa más que el tipo de movimientos del bajo y con algunas licencias se obtiene un resultado perfectamente válido y acorde con los usos de la época. Del mismo modo propone una versión de una sonata de Doisy sólo para guitarra, prescindiendo del violín, expresamente opcional. Y, por cierto, es la primera vez que se graba.
Piezas como el sugerente Minuetto afandangado de Castro de Gistau (que hibrida dos formas marcadas a fuego en la sensibilidad de los melómanos de esas décadas) y otras de Lhoyer o Pierre Jean Porro completan la cuidada selección que Thomas Schmitt nos ofrece en este nuevo CD. Escuchamos un repertorio que circulaba en versiones escritas en música y a veces también en cifra, pues la clave era que el producto se moviese, que pudiese contentar a los más exigentes y a los aficionados destacados. 
Con música como ésta nos salimos del canon, del museo o del gran repertorio, para adentrarnos en los territorios vivos de la práctica cotidiana, de la música que se podía escuchar en los ambientes selectos de los salones pero que podía ser interpretada igualmente en el ámbito doméstico por las personas suficientemente formadas en el arte de la guitarra española.
No pretenden ser estas líneas una recensión del disco sino tan sólo una noticia o, a lo más, un comentario surgido ante el buen hacer de este colega musicólogo y magnífico intérprete. Con todo, no está de más reconocer que Thomas Schmitt toca con un sentido del tempo muy equilibrado. No cae en ese gusto por la velocidad que es toda una epidemia en la interpretación de la música antigua y que le ha hecho ironizar a Nicholas Cook no poco al respecto, como si Strawinski hubiese influido en Vivaldi. Su criterio permite que su fraseo sea siempre muy natural, cómodo, sutilmente estilizado y humanizado por un delicado sentido de la flexibilidad del tempo de base cuando algún proceso musical (una semicadencia, por ejemplo) así lo aconseja.
Esta claro que al interpretar las obras de los autores citados, franceses y españoles a caballo entre los siglos XVIII y XIX, Thomas Schmitt nos desvela una realidad que pocos conocen y que es como un tesoro dentro del fascinante mundo de la guitarra de órdenes. Escribe el guitarrista que espera “poder aportar con esta grabación un elemento más, aunque sea mínimo, a la comprensión y estimación adecuada del pasado”. Es obvio que lo ha conseguido con creces.

jueves, 23 de junio de 2016

Carson McCullers no pudo ser una Wunderkind

 Aquellas manos ya no soportaban tanta carga. Cuando Frances pasa al cuarto de estar de su profesor de piano las lleva ocupadas con los libros de la escuela y las partituras. Al quitarse los guantes descubre que los dedos se le crispan y repiten movimientos que son memoria de la fuga estudiada aquella mañana. Ve “el estremecimiento de los tendones que descendían desde los nudillos” y, culminando la progresión, observa la inflamada yema de un dedo revestida con un sucio esparadrapo.
Esta escena está descrita en las primeras líneas de Wunderkind, un cuento de Carson McCullers (Lula Carson Smith de soltera). En este relato, publicado en 1936 y revisado para su inclusión en La balada del café triste (1951), se narra la experiencia de una niña de Cincinnati, estudiante de piano, a la que su profesor (el señor Bilderbach, europeo de cultura germánica) considera una “Wunderkind”, o sea, una niña prodigio.
Dado que la célebre escritora fue pianista —si bien dejó la música por la literatura—, es comprensible que este relato haya sido interpretado en clave autobiográfica. Mas allá de tal circunstancia, el texto muestra la crisis de identidad y la angustia de una niña sometida a una enseñanza muy dura, que se le impone por un error de partida en el diagnóstico. A diferencia de su condiscípulo Heime —violinista que sí es un niño prodigio—, Frances (o Bienchen, como la llama su profesor de piano) no es una niña prodigio. Toca muy bien, naturalmente, pero le van haciendo ver que la música es algo más que mecánica y que dar las notas. Bienchen: Abejita.

Los personajes que comparecen en la narración son seres más bien benéficos. Su profesor y la esposa de éste, Anna, invitan con frecuencia a la niña a cenar y a quedarse con ellos a pasar la noche. La tratan como a la hija que no tuvieron. El prodigioso Heime y su profesor de violín, el señor Lafkowitz, no tienen en principio nada llamativo en su contra.
Sin embargo, la escritora va dejando caer una serie de detalles que introducen un sesgo un punto inquietante en cada uno de estos personajes. El niño prodigio huele a pana, a la resina que se usa para aplicar al arco del violín y también “a lo que había comido”. El profesor de piano luce un “labio inferior rosa y brillante de tanto mordérselo” y unas venas que marcan en las sienes los ritmos de la sangre. Su esposa, antigua cantante de “lieder”, es una mujer muy calmada; tanto, que parece que anda medio ida. Y el profesor de violín tiene un aire cansado y una “cetrina cara de judío”.

Volvamos al cuarto de estar al que llega Frances. El profesor Bilderbach la saluda. Ella trata de mantener el tipo pero ve (o más bien imagina con un sentido psicoanalítico bastante claro) “cómo sus dedos se hundían impotentes en el contorno borroso de un teclado”. No está trabajando bien, le reconoce al profesor de violín, que está ensayando con Bildelbach una obrita de un amigo.
Mientras esto ocurre, Frances echa un vistazo a una revista musical donde sale una foto de su compañero Heime, ya triunfador como niño prodigio. Lo cual le produce una especie de revoltura, similar a la que le causan los contundentes desayunos que su padre le obliga a hacer de vez en cuando, muy distintos a la pésima alimentación que ella misma se inflige a base de barras de chocolate que compra con el dinero del almuerzo y toma subrepticiamente en la escuela.
Frances se siente cansada y experimenta una sensación que también le sobreviene antes de dormirse cuando ha trabajado mucho. Todo da vueltas como en un remolino: las caras de su profesor (en el centro), de la esposa de éste, del niño violinista, todo girando y distorsionado sobre el fondo sonoro de un zumbido atroz, mientras resuenan las sílabas de la palabra fatídica en la voz grave del señor Bilderbach: Wunderkind, Wunderkind, Wunderkind…
En ese tornado enfebrecido las notas de diversas composiciones parecen mezclarse, superponerse, moverse alocadamente en cascada, “como un puñado de canicas escaleras abajo”, culmina magistralmente la escritora.

El relato está lleno de jugosos comentarios sobre la interpretación musical que merecerían reflexión aparte, pero las tribulaciones de Frances aún no han acabado. La niña se entera de que cierta actuación suya no había gustado, en contraste con el éxito cosechado por Heime ese mismo día. Ella se da a sí misma algunas disculpas ingenuas: Heime no va a la escuela, estudia en casa y sólo se dedica a la música. Además, es mucho más bajo que ella y Frances cree que el éxito crece a medida que la apariencia contribuye a destacar la condición minúscula del niño prodigio.
Capta también Frances algunos problemas más relevantes en lo concerniente a su interpretación. En un momento dado el profesor le pregunta a la niña si sabe cuántos hijos tuvo Bach.
—“Muchos. Veintitantos” —responde.
A lo que Bilderbach apostilla:
—˝No podía ser tan frío, entonces”.
Argumento paradójico en quien se llama de un modo que parece un juego de palabras entre Bilder (imágenes) y Bach (Bilderbach) y no tenía hijos.
Frances intenta seguir todos los consejos de su profesor, pero está bloqueada. La mente va por un lado y las manos por otro: “las frases tomaban forma en sus dedos antes de haberles podido comunicar lo que ella sentía”. Y eso la derrumba y entonces todo es dolor y lágrimas. La escritora emplea una comparación muy dura y efectiva sobre los dedos de la niña, cuando ya se advierte que no sólo son incapaces para expresar sino también para simplemente dar las notas: “parecían pegarse a las teclas como macarrones fláccidos”. Por cierto, la escritora describe síntomas que encajan muy bien con lo que algunos neurocientíficos han concluido después al respecto. Como dice Oliver Sacks en Musicofilia: “En el aspecto de la interpretación, es lo que ocurre con la distonía del músico cuando los dedos se niegan a obedecer su voluntad y se retuercen o muestran ‘voluntad’ propia” (Anagrama, 2009, p. 118).
Remolinos obsesivos, inquietantes zumbidos, ecos de la palabra temida, dedos que se hunden en un borroso teclado, dedos que se pliegan como macarrones flácidos, teclas que (en otro pasaje) cercan a Frances “rígidas y blancas, como muertas”. La niña es maleable, informe, buena alumna sin duda, pero incapaz de dialogar con las duras aristas de una dedicación que le excede. La enseñanza musical no la moldea: la acosa y la hiere.

Preservaré el final. Lo expuesto es suficiente para recordar a Carson McCullers, una escritora que sabe encontrar en el lenguaje poderosos recursos para expresar el desasosiego, la angustia y el insalvable dolor que causan los diagnósticos equivocados.
A veces pienso que si hay una estirpe de mártires en el mundo de la música, ésa es la de aquellos niños prodigio que, como algunos habrán observado, dejan de ser prodigios más o menos cuando dejan de ser niños.

jueves, 16 de junio de 2016

Diego García Peinazo y las identidades del rock andaluz


Diego García Peinazo es un joven cordobés que un día decidió estudiar Musicología en la Universidad de Oviedo. Y parece que se encontró a gusto, pues, una vez licenciado, solicitó y obtuvo una beca predoctoral y se quedó en la ciudad levítica otros cuatro años, hasta concluir la tesis doctoral, presentada el 21 de abril de 2016.

Los directores de la tesis fueron el Dr. Julio Ogas y quien suscribe. Aclaro de inmediato que mi papel fue más bien administrativo, por razón de la beca, en tanto que hay que señalar a Julio Ogas como responsable científico en la dirección de esta investigación. Julio Ogas tiene importantes trabajos en el ámbito de la música académica, muy en particular su valioso libro sobre la música argentina para piano, pero se ha acercado al mundo de las músicas populares desde perspectivas teóricas muy interesantes que, sin duda, han marcado parte de la orientación elegida por Diego G. Peinazo. El cual, dicho sea de paso, posee también una mente analítica y muy preocupada por las cuestiones metodológicas. La tesis se titula El rock andaluz: procesos de significación musical, identidad e ideología (1969-1982) y obtuvo la máxima calificación: sobresaliente “cum laude”.

Todo lo concerniente a las músicas populares ha ido ganando fuerza en la Universidad de Oviedo. Se han leído en los últimos tiempos un buen número de tesis, trabajos fin de grado y de máster y se han ido adquiriendo fondos bibliográficos que dan solidez a la biblioteca en este aspecto. La labor de la profesora Celsa Alonso, directora del Grupo Diapente XXI en el que se enmarca esta tesis, es fundamental en este punto y por ello fue invitada a presidir el tribunal que ja juzgó, integrado además por los doctores Enrique Cámara de landa (Universidad de Valladolid) y Alfonso Padilla (Universidad de Helsinki).


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El rock andaluz no es simplemente el que se hace en Andalucía, sino con más exactitud el que se desarrolla en esa tierra con un anclaje en raíces musicales propias. Eso significa que hablamos de un rock que puede tener escenografías y recursos formales internacionales, pero que al mismo tiempo emplea elementos que, como explica muy bien el autor, representan el universo simbólico de lo andaluz. Y en este universo hay distintos procedimientos derivados de la música tradicional y sobre todo del flamenco.

Diego García Peinazo ha analizado más de 300 piezas. Y cuando se habla de análisis en esta tesis no se alude a una descripción elemental y más o menos “impresionista”, sino a un desmenuzamiento de cada pieza que permite al cabo de muchas de estas disecciones encontrar “indicadores de estilo”. El investigador logra definir una serie de elementos que constituyen indicadores estilísticos de lo andaluz y que, fusionados con el lenguaje internacional del rock, dan lugar a un producto distinto de las músicas de dichos dos orígenes.

Aunque no es éste lugar para muchos tecnicismos, merece la pena ejemplificar. García Peinazo muestra en su tesis el uso de determinados palos flamencos en el rock andaluz. Observó, por ejemplo, que ciertos palos (cita los tangos y el garrotín) entran fluidamente “en convergencia con el rock beat en 4/4”. Ello es posible por tener el elemento común de la estructura cuaternaria como base. Pero el ámbito de lo ternario, sin ser algo ajeno al rock, está mucho más presente en la tradición popular andaluza . Y esa realidad pasa al rock andaluz mediante diversos recursos, como las “disonancias métricas”, hemiolas y otros.

Aún más interesante resultan los hallazgos del musicólogo en el análisis de los planos melódico y armónico, con el protagonismo de los modos frigio o eólico e incursiones en el mixolidio y aun en las escalas pentatónicas.


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Que el canto de cualquier música popular tiene valores específicos por su emisión, por la propia vocalidad del mismo —más allá de la melodía que ejecute y de las letras que enuncie— es algo indiscutible. Y es en este punto donde el rock andaluz adquiere un papel identitario sumamente relevante. Ya el rock viene servido por una voz con rasgos propios, voz que a veces es una voz rota, de áspero grano. Y a veces es grito, como en ciertas modalidades mencionadas por el autor. Pero el flamenco es una mina en este terreno. Y entonces ocurre que el mundo de los “ayeos” y de los “quejíos” pasa a la jurisdicción de los vocalistas que, sin embargo, no son cantaores, sino cantantes de rock. Si hay algunas vibraciones de fondo, secretos pasadizos que comunican lo andaluz y el rock, creo que se dan en este ámbito.

Y conste que no me olvido del tratamiento de la guitarra, que puede llenarse de efectos tecnológicos típicamente propios del rock progresivo al tiempo que lo que está sonando es en realidad una cadencia andaluza. Como tampoco me olvido de otras muchas consideraciones y temas de estudio que están en la tesis pero que no es posible ni siquiera enumerar aquí.


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Y aunque he de reconocer mi escasa competencia en este repertorio, me parece que disfruto plenamente de todos estos descubrimientos que nos regala Diego G. Peinazo en su tesis y en los artículos que ya ha ido publicando, por la vivencia que he tenido en mi juventud de las músicas analizadas. ¿Cómo no sorprenderme al ver lo que el investigador extrae de piezas tan célebres como “Garrotín”, de Smash, que era la banda sonora de los billares de mi barrio? ¿Cómo no admirarse ante los “significados” que el investigador cordobés saca de las canciones de Medina Azahara o Triana? Pues lo que para uno fue vivencia ha adquirido ya a condición de clásico en su género y de apasionante objeto de estudio.

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La cronología acotada incluye algunos años del tardofranquismo y la parte más significativa de la transición (1969-1982). No se olvida García Peinazo de indagar en años anteriores, llegando a la conclusión de que este binomio del tema estudiado (rock/andaluz) ya está presente con anterioridad, si bien la irrupción en los sesenta de la psicodelia y el citado rock progresivo resultan determinantes como punto de partida más sólido.

Un período como éste parece que habría de determinar un posicionamiento político de los protagonistas del rock andaluz. Queda patente en la tesis que las identidades andaluza y española se manifiestan con aplomo en el rock andaluz. A la pregunta de si existe una corriente nacionalista o simplemente un correlato musical del andalucismo político que venía de muy atrás, Diego G. Peinazo responde con prudencia. Parece deducirse que se da una cierta ambigüedad en todo este tipo de cuestiones, incluso con opiniones muy diversas sobre el valor de determinados procedimientos, que unos veían como marcados por el uso que les había dado el franquismo y que otros entendían como raíces que había que modernizar.


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No sólo del flamenco y de la copla vive el rock andaluz. También hay quien indaga en la tradición árabe, por razones bastante obvias. Y luego está el tema de las denominaciones, que resulta curiosísimo. El simple enunciado de las numerosas etiquetas que fueron apareciendo para hablar de todos estos fenómenos en torno al rock andaluz es más que significativo. El autor las estudia en la prensa de la época y nos ofrece un nutrido catálogo, del que mencionamos una pequeña muestra: flamenco ye-yé, flamenco rock, gypsy rock, rock del Sur, rock afrobético (que me deja pasmado), rock andaluz y rock con raíces.

Los capítulos finales de la tesis se centran en el análisis de tres discos elepés que muestran, como indica García Peinazo en las conclusiones, “tres formas distintas de dialogar con el canon internacional del rock”. Aquí es donde el autor muestra un dominio sencillamente magistral del repertorio, de las influencias concretas recibidas por cada grupo de los elegidos (Mezquita, Triana y Storm) y aun de cada canción relacionando el citado canon internacional y piezas concretas de ese canon con las realizaciones del rock andaluz.

Es evidente que se trata de un trabajo que tendría que ser publicado. El tribunal lo encontró tan maduro que algún miembro del mismo llegó a reconocer, aunque pueda entenderse en clave de cortesía académica, que resultaba muy difícil añadir algo sustantivo aparte de las felicitaciones de rigor. Luego siempre salen cosas que comentar, claro, pero es cierto que esa solvencia de la que hace gala Diego G. Peinazo fue reconocida por todos.

Y todo esto me causa una gran satisfacción porque siempre es un placer aprender tantas cosas de alguien a quien hemos visto crecer musicológicamente y al que ahora ya hemos de considerar como un prometedor colega.



viernes, 10 de junio de 2016

Diana Díaz, la estudiosa decisiva de Manrique de Lara

Diana Díaz González es ya algo más que una prometedora musicóloga. De hecho, reúne una serie de méritos que dibujan un perfil profesional muy rico, pues tiene experiencia en gestión, crítica, comentarismo musical, docencia universitaria y, por supuesto, investigación.
Defendió su tesis doctoral en 2014, bajo la dirección de la doctora Celsa Alonso, tutora igualmente de su beca predoctoral. Dicha tesis, dedicada a la figura de Manuel Manrique de Lara, resultó merecedora de la máxima calificación, o sea, de ese “cum laude” que ahora es más difícil de obtener que años atrás, en virtud de los cambios habidos en la normativa al respecto.
Se predica de Diana Díaz que ya es más que una promesa a causa de la obra musicológica realizada, que a fecha de esta entrada tiene su piedra angular en el libro dedicado a Manrique de Lara. Lógicamente dicha monografía procede de la tesis y su publicación es una consecuencia directa de haber obtenido nada menos que el Premio de Musicología, correspondiente a 2014, de la Sociedad Española de Musicología. El libro se titula Manuel Manrique de Lara (1863-1929). Militar, crítico y compositor polifacético en la España de la Restauración (Madrid, SEdeM, 2015, 550 p.).
La prologuista de dicho volumen no podía ser otra que Celsa Alonso, que ha sido (y sigue siendo) su mentora, la persona que observa la trayectoria de su discípula y que celebra sus logros al tiempo la sigue orientando cuando lo necesita. Firma un texto muy reflexivo sobre el objeto del trabajo y su época, pero no se olvida de su discípula, con palabras que se pueden suscribir plenamente: “Diana Díaz es una de esas estudiantes que cualquier profesor universitario querría tener de doctoranda: espíritu crítico, inquieta, infatigable, tenaz, inteligente”.
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Como conozco la tesis de la que procede el libro, por haber formado parte del tribunal que la juzgó, puedo decir que, en contra de lo que suele ser habitual, la autora no se ha visto obligada a introducir demasiadas modificaciones en el texto. Ya se sabe que hay tesis que han de pasar por el gimnasio durante algún tiempo antes de llegar a la imprenta, pues no están en plena forma ni del todo presentables para salir a la luz pública. Lo cual, dicho sea de paso, no tiene nada de malo. Pero en este caso ya había un producto fluido, legible y ameno, lo que facilitó las cosas para el tránsito de un formato a otro.
Tanto la autora como la prologuista reconocen el papel inspirador que tuvieron en ellas las aproximaciones de Luis G. Iberni a este personaje. No sobra recordarlo cuando Luis ya no está entre nosotros. Y es todo un detalle que Diana Díaz haya dedicado este libro precisamente a ambos profesores, a Celsa Alonso y a Luis G. Iberni.
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Quizá lo que más llama la atención en Manrique de Lara es su polifacetismo, como se reconoce desde el propio título de la publicación. Lo valoramos como compositor, pero también fue pintor, crítico destacadísimo, investigador, folklorista, bibliófilo y hombre de armas. Por cierto, lo de ser un hombre de armas (e imbuido de un sentido calderoniano de la vida) le llevó no sólo a diversos frentes bélicos, sino a verse inmerso en asuntos que estaba dispuesto a saldar con las armas en la mano.
Y no se crea que el motivo de estas tensiones era que le hubiesen mentado de mala manera a sus muertos o cosa parecida. No, los problemas derivaban de discrepancias estéticas, surgidas como quien dice por un quítame allá esos wágneres. Un episodio de esta índole —descrito por Carlos Bosch y comentado en el libro de Diana Díaz— lo tuvo con Alfonso Albéniz (de quien Bosch era padrino de duelo), el cual estaba molesto por los ataques de Manrique de Lara a todo lo que oliese a estética francesa, saco en el que incluía el militar a Isaac Albéniz, padre del afrentado.
Otro lance de honor lo vivió con Rafael Mitjana, decidido partidario de Pedrell frente a Chapí en las polémicas del momento. Le pidió una rectificación pública o “en su defecto una reparación en el terreno de las armas”. A las preferencias estéticas se une aquí la admiración de Manrique de Lara por Chapí, de quien recibió enseñanza musical sistemática, como afirma Diana Díaz. La verdad es que éstas y otras muchas secuencias de la vida de Manrique de Lara le otorgan un perfume novelesco y ya casi inconcebible en los albores del siglo XX.
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Diana Díaz ha realizado también una labor muy relevante de recuperación de la obra musical de Manrique de Lara, por ejemplo con la edición del Cuarteto en Mi bemol mayor en estilo antiguo, bastante beethoveniano, que ha sido interpretado en varias ocasiones, y sigue en otros proyectos semejantes.
Mas la pasión por Wagner es la gran seña de identidad del compositor y se manifiesta de muchas formas: mediante artículos, por un lado, y asumiendo su lenguaje compositivo en algunas de sus propias obras, por otro. Tengo que decir que la audición del tríptico sinfónico La Orestiada de Manrique de Lara (en versión de la Orquesta Filarmónica de Málaga, dirigida por José Luis Temes), me causó un fuerte impacto. Es una obra del todo wagneriana, escrita en 1893 y estrenada (completa) al año siguiente. Por tanto, no cabe hablar de novedad en la recepción del lenguaje de Wagner, pero sí de hondura, belleza, entrega, dominio orquestal y de una sinceridad que realmente le conceden un valor singular. Da gusto ver los análisis que hace la autora, indicando en sencillos cuadros el juego de las tonalidades o el tratamiento de la teoría del leitmotiv, entre otros muchos aspectos. Se entiende que Diana Díaz asegure no haber encontrado un “ejemplo similar a La Orestiada de Manrique de Lara en el sinfonismo español, al menos a fines del siglo XIX” (p. 338).
Por cierto, esta partitura fue editada por Ramón Sobrino en el ICCMU. Y a este autor, lo mismo que a Ignacio Suárez, Beatriz Martínez del Fresno, Emilio Casares y tantos otros, los cita Diana repetidas veces con la generosidad que le es propia y que ellos se merecen. Ya se sabe —y conviene no olvidarlo— que la historia de la música española es una obra en construcción que vamos haciendo entre todos.
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Más allá de Wagner, a uno le ha llamado mucho la atención lo atento que estuvo Manrique de Lara a las aportaciones de Richard Strauss. Lo explica muy bien Diana Díaz cuando pone de relieve que la primera visita de Richard Strauss a Madrid (1898) no fue valorada por la crítica como se merecía. Por entonces, Strauss era considerado sobre todo un excelente director, pero se conocía muy poco de su obra compositiva. Sólo Manrique de Lara y Cecilio de Roda supieron captar hacia dónde apuntaba el incipiente genio. El músico militar guía al alemán por Madrid y escribe enjundiosos artículos sobre el significado del poema sinfónico.
A este respecto, en los años anteriores y posteriores a la segunda visita de Strauss (1908) sigue operándose el lento proceso de asimilación de la música del alemán, que para Manrique de Lara no tenía parangón en aquel momento. Lo interesante es que el debate alcanzó niveles muy altos y resulta fascinante seguir todo este proceso en la narración que realiza Diana Díaz en su libro. En esencia Manrique de Lara cree que Strauss llega, sin necesidad del texto, a una cabal comprensión del meollo filosófico del argumento que inspira sus poemas, por ejemplo, la figura de don Juan o cualquier otro. Hubo críticos, por el contrario, que se situaron en una línea opuesta, más o menos como la representada por Hanslick en Viena. O sea, el debate clásico sobre la música pura, que tan bien explicó Dahlhaus.
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Quiero concluir estas líneas (que no son una recensión) haciendo saber a los lectores que no se ha enumerado aquí ni la centésima parte de los temas estudiados en el libro de Diana Díaz. Así, un wagneriano como Manrique de Lara no podía sustraerse al debate endémico sobre la ópera nacional. También haría falta referirse a sus iniciativas organizativas, ahondar en su papel como crítico influyente, entre otras muchas cosas. Pero para eso está el libro, claro.
No me resisto, sin embargo, a mencionar un aspecto que es aún más importante de lo que la investigadora señala en su libro, a saber, todo su trabajo en la recopilación del romancero panhispánico dentro de ese vasto proyecto dirigido por Menéndez Pidal y en que participaron figuras tan relevantes como Julián Ribera o Eduardo Martínez Torner. La aportación de Manrique de Lara en lo concerniente a la tradición sefardí (que él conoció in situ por su condición de militar y marino que le llevó a muchos puertos y misiones en el Mediterráneo), es algo que requeriría trabajo aparte, pues se trata de un mundo que precisa una especialización complementaria y compleja para ser abordado.
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Y un último detalle. Estando en lo más alto de su carrera militar es llamado por la Sociedad de Naciones, en 1924, como miembro de la Comisión Misela “para el canje de poblaciones griegas y turcas”, comisión que luego la presidiría. Los detalles los refiere Diana Díaz tras un minucioso análisis del historial militar de su biografiado. Sólo fue la primera actividad de un valeroso militar español en un organismo internacional dedicado a solventar los conflictos por vía diplomática. Por entonces el compositor se radica en Constantinopla (donde sigue con el romancero); le vemos en Bruselas, en las reuniones de la Sociedad de Naciones; aprovecha también para ir a la meca wagneriana de Bayreuth —donde se trata con la familia Wagner— y fallece en un hospital de la Selva Negra en 1929.
En otras palabras: una vida inabarcable, por lo plena, que el libro de Diana Díaz desentraña y pone a disposición de cualquier lector con un mínimo de sensibilidad hacia la historia de la música española. Y lo logra, además, con un rigor y claridad absolutos.
Que cunda el ejemplo. 


Foto: Diana Díaz. Fotografía de Miki López, del diario  La Nueva España.

jueves, 2 de junio de 2016

Canciones escolares en el recuerdo


Después de haber subido a este blog un buen número de entradas bastante académicas y aun tirando a sesudas, me permito un pequeño recreo autobiográfico. De todos modos, las siguientes líneas también contienen algo del aroma de una época y seguro que hay detalles que algunos lectores recordarán por haberlos vivido, o conocerán por haberlos escuchado a sus padres o abuelos.

La Gesta y los himnos
Esta historia se desarrolla en la escuela pública ‘Gesta de Oviedo’, a principios de la década de los 60 del pasado siglo. Era por entonces un centro un tanto privilegiado porque estaba vinculado a la llamada Escuela Normal (o sea, Magisterio) como lugar de prácticas para los futuros maestros.
Era algo así como un centro piloto, de manera que, pese a tratarse de una escuela pública, tenía más medios que ninguna otra de la ciudad. No sé cómo son las cosas ahora, pero hubo períodos en los que la gente acomodada hacía gestiones para que sus hijos fuesen a La Gesta aunque no les correspondiese ir por el lugar de residencia y pese a que podían costearles un colegio de pago, como era habitual en su clase social. La escuela tenía dos zonas perfectamente separadas, una para niños y otra para niñas.
En aquella época (y durante muchos años) La Gesta estaba dirigida por el señor Fidalgo. Estábamos ya en el segundo franquismo, pero los hábitos heredados de etapas mucho más activas en cuanto a la ideologización de la sociedad seguían surtiendo efecto.
Para entrar a clase formábamos unas filas en el patio, por cursos, y nos cubríamos, o sea, extendíamos el brazo hasta el hombro del que estuviese delante. Una vez convenientemente espaciados, escuchábamos el Himno Nacional, con la letra que (lo supe mucho después) le había puesto José María Pemán en tiempos de Primo de Rivera y que ha sido suprimida en la actual etapa constitucional.
También escuchábamos el himno de los tradicionalistas, pero no el de la Falange (que sí cantaban en La Gesta/niñas, según supe posteriormente), lo que sin duda indicaba las preferencias de nuestro director dentro de las familias políticas del régimen.
No recuerdo bien si había que cantarlos. Creo que sí, pero yo no lo hacía, desde luego, por lo que diré más abajo. Pero supongo que, en general, mis compañeros los cantaban, sumándose a los potentes altavoces del patio de la escuela. En cualquier caso aún sabría cantar ambos himnos sin que faltase una coma ni una nota. Si aquello de “alzad los brazos, hijos del pueblo español”, que predicaba el himno nacional, me sonaba muy extraño, lo de luchar “por Dios, por la Patria y el Rey”, que aconsejaba el Oriamendi, aún me resultaba más incomprensible, principalmente porque no había rey por quien luchar, al menos mandando en plaza.

El canto fingido
No me gustaba cantar himnos. Me parecía una cosa del todo excesiva y en nada acorde con mi carácter. Pero tampoco me sentía cómodo cantando las canciones escolares. Desarrollé entonces una técnica de play-back, por llamarlo de algún modo, consistente en hacer como que cantaba, pero, de hecho, no emitía ni un sonido. Eso sí, movía los labios al ritmo de los textos que, como se dijo, aún recuerdo perfectamente.
La impostura fue descubierta por mi maestro de la clase de Unitaria. Nunca supe que significaba semejante concepto, pero lo cierto es que yo fui a Unitaria el primer año (muy a principios de los 60) y luego pasé a segundo curso saltándome el primero. Después me pasaron a cuarto y finalmente me instalé varios años en sexto (que era el último curso), cual Señor de los Números Pares.
Caí con todo el equipo durante las celebraciones del mes de las flores. Era mayo. Toda la escuela dedicaba un tiempo de la jornada escolar a formar en una gran sala multiusos que tenía una imagen de la Virgen, completamente rodeada de flores, en uno de sus frentes.
Se cantaba, entre otras piezas piadosas, aquella que dice: “Venid y vamos todos / con flores a María, / con flores a porfía, / que Madre nuestra es”. Dos cosas he de decir sobre este cántico mariano. La primera es que como nunca nos explicaron el texto, yo estaba convencido de que cantábamos a dos personas distintas: una, María (que allí estaba, en efecto), y otra, llamada Porfía, a la que jamás pude encontrar en dicha sala y por la que, menos mal, nunca me atreví a preguntar. Seguro que a muchos les pasó lo mismo.
La segunda es que con motivo de formar parte del tribunal que juzgó la tesis doctoral de una investigadora llamada Carmen Prieto, tesis que versaba sobre la tradición oral en el concejo asturiano de Lena (y que luego merecería el Premio Marqués de Lozoya), me encontré con la transcripción de dicha pieza según la cantaban las viejas del lugar. Y aquel glissando descendente y espantoso que se hacía sobre determinadas sílabas de la canción (Maríííía, porfíííía...), como en un extraño balido, estaba allí perfectamente reflejado y parecía ser cosa universalmente extendida.
Pues bien, en esta industria mariana andaba embebida toda la escuela, mientras yo perfeccionaba mi técnica de impostura vocal, cuando mi maestro sobrevino silenciosamente por la espalda, acercó la oreja a mi cara y me sorprendió en pleno cántico silencioso. Descubro, mucho después de haber escrito lo que antecede (la base de estas notas data de en torno al año 2000), una historia semejante en un duro cuento de Roberto Méndez y seguro que hay otras muchas casi idénticas que no conozco o que nunca fueron escritas.
La bronca, al volver a clase, fue de las gordas. Se apellidaba Quintana, pero todos le decíamos don Quintana. Debía de ser algo músico pues nos enseñó un buen ramillete de canciones que tampoco he olvidado. En ese final de curso don Quintana me obligó a cantar dichas canciones bien alto e incluso en solitario ante el resto de la clase. Pero una vez superada la timidez (porque a la fuerza ahorcan) cantaba lo que me echasen con una extraña mezcla de resignación y entusiasmo.
Cuando como investigador me acerqué a los repertorios del franquismo, editados en cancioneros de la Falange, del Frente de Juventudes o del SEU, me encontré con algunas de las piezas que nos enseñaba don Quintana, o sea, un abanico de canciones regionales, festivas o patrióticas.
Me daba mucha pena aquella que decía: “Ya se murió el burro / que acarreaba la vinagre / ya lo llevó Dios / de esta vida miserable”, estrofa a la que seguía un estribillo jocoso, en nada conforme a la gravedad de lo enunciado anteriormente y que también cito de memoria: “Que tururururú, que tururururú, que tururururú, que la culpa la tienes tú”.
Había canciones asturianas —como “Fui al Cristu y enamoreme”— que luego seguí cantando en los años de juventud (pues era normal hacerlo en determinados bares y sidrerías) y que convivían con repertorios más reivindicativos y muy propios de los años de la Transición. Sin embargo, lo curioso es que aquel maestro nos enseñaba muchas canciones de otras regiones, como una en gallego que hablaba de coger unas flores de pensamiento, otra catalana y varias más de diversas partes de España. Y, claro, no puede dejar de venirme a la cabeza un texto de Pilar Primo de Rivera, que preludia el Cancionero del SEU (edición de 1964), que se comenta a sí mismo y dice mucho de los afanes ideológicos de una época:
"...cuando los catalanes sepan cantar las canciones de Castilla; cuando en Castilla se conozca también la sardana y se toque el txistu; cuando del cante andaluz se entienda toda la profundidad y toda la filosofía que tiene, en vez de conocerlo a través de los tabladillos zarzueleros; cuando las canciones de Galicia se canten en Levante; cuando se unan cincuenta o sesenta mil voces para cantar una misma canción, entonces sí que habremos conseguido la unidad entre los hombres y entre las tierras de España".

Una última palabra por mi parte: sobreviví.

Ilustración: el autor en una foto escolar de La Gesta de principios de los 60.