domingo, 1 de mayo de 2022

Dos resonancias de Cristina Peri Rossi


 

Las siguientes líneas son un breve apunte sobre dos sonoridades que comparecen en sendos relatos de Cristina Peri Rossi. El cuento titulado “El tañedor de campanas” narra la historia de un campanero al que nada le importa que no haya un alma en aquel pueblo. Él ejerce su oficio y eso basta. Tampoco le frena el hecho de que el acceso al campanario esté lleno de peligros debidos al deterioro de la construcción o a las molestias de los murciélagos, ratas y arañas que lo infestan, entre otras incurias del tiempo y del olvido. “El objetivo único —aclara la narradora— es tocar la campana, no reconstruir la iglesia” 

De manera que el campanero toca en un pueblo vacío, rodeado de un llano “mudo y manso bajo las luces del amanecer”. Pero, en puridad, la mudez del entorno no es tal, en la medida en que no es en absoluto completa. Para comprobarlo basta con aplicar un somero análisis desde el punto de vista de la conocida teoría del paisaje sonoro de Murray Schaffer. Así, es evidente que el pueblo y el llano que lo circundan constituyen un espacio de alta fidelidad, óptimo para que el sonido de la campana sea el eje acústico, sin quedar arrinconado por ningún tipo de ruido. También encontramos el concepto de tónica de un paisaje sonoro, que es ese sonido de fondo que hay en casi cualquier sitio y del que apenas nos damos cuenta. La escritora constata que suena el viento y también el “follaje lejano”, rumores que pueden pasar perfectamente desapercibidos para el oyente poco atento. Tampoco falta la señal sonora, que es un sonido puntual que llama poderosamente la atención sobre la tónica de fondo. En efecto, Peri Rossi proporciona un magnífico ejemplo de este concepto, servido por lo demás mediante dos brillantes metáforas que definen el crujido de una puerta: “relincho al viento, potro alzado”. La alusión a un trueno también encajaría en este ámbito.

Cuando el campanero toca la campana, el paisaje sonoro y el propio discurrir del tiempo se transforman. Hay un paréntesis donde el repique de la campana se constituye en una verdadera marca de sonido que define a la sociedad donde se emite y que implica códigos comprensibles para todos. Mas el tañido que desde el campanario convocaba a los vivos para llorar a los muertos, que avisaba de la hora de misa o de un incendio, parece haber perdido en el relato de Peri Rossi su razón de ser. No hay vivos que convocar ni muertos que llorar, no hay misas a las que acudir ni incendios que sofocar. El campanero toca la campana con eficiencia funcionarial, a su hora, “sin ninguna histeria”. Sabe que está rodeado de la nada, pero eso no altera su misión.

El velo de la incomunicación se ha desplegado desde el campanario y lo que queda es seguir tocando la campana con una determinación como la de ciertos personajes de Kafka.

La ausencia de vida que se constata en el pueblo —más allá de las ratas, las arañas y los murciélagos— y en la inmensa llanura que lo rodea (no hay rastro de gente, ni siquiera de pájaros) convierte al campanero en un emisor de sonoridades al que nadie ha de escuchar, salvo él mismo. Es alguien del que, por tanto, bien se puede predicar que clama en el desierto. Pero mientras la expresión bíblica se usa coloquialmente para aludir a quien habla ante auditorios que no saben, no pueden o no quieren escuchar, la escena que nos pinta Peri Rossi se acoge más bien a su literalidad. Ciertamente, los tañidos rigurosamente ejecutados por el campanero terminarán perdiéndose en el aire o estrellándose en las tierras yermas de aquellas vastedades vacías. Solo que hay un detalle para la esperanza, el enigma o el misterio. Al comienzo del cuento se nos habla del eventual retumbar de un trueno (otra clara señal sonora, como ya se ha dicho) que al campanero “le parece venido desde otro cielo”. Y al final de la historia intuye “que la campana suena en otro cielo”. El otro cielo tonitruante del principio es acaso un aviso, un despertador de las conciencias: quizá el mismo otro cielo del final donde el campanero (el visionario, el artista) ya habrá dejado de clamar en el desierto y los tañidos de un mundo distinto empezarían a ser escuchados por todos. Pero mientras eso no ocurra, el campanero seguirá tocando con la nostalgia de aquella trascendencia que irradiaban los tañidos de su campana en tiempos menos vacuos. 

Cristina Peri Rossi es igualmente la autora de “Cantar en el desierto”. La escritora uruguaya crea aquí un universo propio donde se da por sentado que cantar en el desierto es algo que se ha hecho desde antiguo, “cuando todo era arena (también el cielo)”. La creadora imagina a una mujer polvorienta, sentada sobre una duna, que canta con “un hilo de voz como un licor sobre la tierra reseca”. Nadie ha escuchado esos cantos, pero se sabe que existen. Al igual que el campanero del otro relato, no canta para nadie. El sol y la arena absorben sus melodías. La razón de que haya una mujer cantando en el desierto estriba en la propia existencia del canto y de los desiertos, asegura la narradora. Cuando aquella se halla en la ciudad es aceptada como una más, si bien al punto desaparece y se sabe que ha ido a cantar al desierto y a derramar sus notas sobre la arena.

La imagen de una mujer que canta sentada en lo alto de un médano (y que lo puede hacer tanto de día como de noche), a sabiendas de que sus cantos están condenados a apagarse en aquel vasto arenal, bajo el sol o las estrellas, resulta sumamente sugerente. La mujer tiene algo de esfinge. No en su versión de monstruo peligroso que mata a quienes no solucionan el acertijo que les formula, sino precisamente en el hecho de que, en algunas fuentes, la esfinge canta sus enigmas. Claro que aquí el enigma estriba en la propia naturaleza de su canto, del cual nada sabemos, excepto que es connatural a los desiertos. 

El hecho de que sea una mujer y de que cante sobre la arena parece hablar de la ancestral vinculación de la mujer con la tierra y con el propio canto. Y aun siendo aquella tan yerma y este, abocado a diluirse en la doble infinitud del desierto y del cielo, se advierte el anhelo de algún tipo de eco. La mujer se encuentra a sí misma a través de sus salmodias. El sonido que emite es todavía más inimaginable que el que produce el campanero. A su manera, pues, también ella clama en el desierto, y aún más literalmente que el tañedor de campanas. Quizá espera que se restablezca la comunicación perdida en esta edad de hierro y que alguien escuche sus cánticos. Pero entonces, el enigma sería desvelado y el misterio habría desaparecido.

Es indudable que estas dos historias pueden representar muy bien ciertas insistencias temáticas de la autora. Son la cifra de su comprensión del otro, de quienes son distintos en las más variadas manifestaciones de la alteridad y, por ello, son llevados (o se atreven) a vivir en los márgenes. De ahí que el campanero y la cantora estén condenados a clamar en el desierto, acaso con la débil expectativa de que otro cielo cobije alguna vez sus tañidos y sus cánticos.

 

Ilustración: “Clamar en el desierto”, dibujo de David Medina© creado para esta entrada.


Referencia

Los cuentos comentados se encuentran en Cristina Peri Rossi: Una pasión prohibida. Barcelona, Seix Barral, 1986.