miércoles, 1 de noviembre de 2023



Como continuación de la 
entrada anterior, paso a comentar nuevos casos de músicos cargantes, con la particularidad de que ahora no se trata de personajes de ficción, sino de realidades que cualquiera pudo haber vivido.

 

Insistir cual grillo barojiano

El primer rechazo que sufre el músico por delito de lesa pesadez acontece en los años de su formación, normalmente en la infancia o en la juventud. Un violinista, pongamos por caso, ha de estudiar sus lecciones durante horas. No faltan en ellas ejercicios de escalas, dobles cuerdas, cambios de posición de la mano izquierda, entre otros, carentes por lo común de interés artístico (aunque no musical) y donde la afinación no siempre es fácil de mantener. Las casas no están preparadas para evitar las molestias al vecino y surgen entonces las quejas; luego, las malas palabras; y, finalmente, las denuncias. Un infierno. Mas el estudiante ha de perseverar en su labor, luchar contra la incomprensión y soñar con tiempos mejores, cuando sus desvelos den los frutos propios de la maestría. 

La insistencia de los estudiantes primerizos de violín, en particular, llevó a Baroja a compararlos con los grillos, incansables en sus nocturnas sonatas. En el preámbulo de La busca, el escritor vasco describe un paisaje sonoro con un par de certeras pinceladas: “Después no se oyó más que el chirriar persistente del grillo de la vecindad, que siguió rascando en su desagradable instrumento con la constancia de un aprendiz de violinista”. Como se sabe, el ‘canto’ de los grillos –estridulación– se produce por frotación de sus élitros. Este detalle de la frotación muestra una de las afinidades existentes entre los dos términos de la comparación. Los lectores y lectoras podrán enumerar algunas otras sin demasiado esfuerzo.

 

El gaitero de Bujalance

Un refrán recogido en el Diccionario de música, de Fernando Palatín (1812), servirá para ponernos en situación –de una manera tan rápida como atroz– sobre un caso paradigmático. El dicho adagio sentencia de esta guisa:

 

“El gaitero de Bujalance, un maravedí por que empiece, y diez por que acabe”. 

 

Anota el diccionarista que se dice por los que son molestos           en su trato y conversación, siendo por otra parte difíciles de entrar en ella, haciéndose de rogar”. Entre músicos, cabe pensar en aquellos que primero son renuentes a tocar o cantar y luego se muestran del todo reluctantes a dejar de hacerlo. Lo he visto muchas veces en contextos festivos donde tocan, cantan o bailan todos los participantes en la fiesta. Los que destacan musicalmente parece que reservan sus fuerzas.  Incluso suelen aludir a que andan mal de voz porque están medio resfriados o aducen otras disculpas puramente fantasiosas. Pero la insistencia del amistoso auditorio los anima y acaban cantando (o tocando, en su caso) un par de temas. Ante el éxito, el protagonista empieza a sentirse a gusto y, ya en vena, se muestra dispuesto a interpretar la integral de su repertorio. Los auditores trocan su inicial entusiasmo en una cierta sensación de hastío. Ellos también quieren participar, pero les cuesta hacerse un sitio porque el solista ha traducido mal sus verdaderos deseos y empieza a resultar un pelín pesado. Dicho sea de paso, Bujalance es un municipio de Córdoba y la gaita de la que se habla no es de fuelle, sino un aerófono tipo chirimía o similar, de lengüeta doble.

 

Músicos callejeros

Me paro con frecuencia a escuchar a los músicos callejeros. Esos mismos que inspiraron a Mahler y que, en muchas ocasiones, tocan estupendamente. Así lo prueban la experiencia y los registros discográficos que recogen el repertorio de estos artistas ambulantes. De hecho, los hay que fueron excelentes profesionales, obligados por las circunstancias a la vida incierta de la música en la calle. Es indudable que, en ocasiones, pueden resultar una distracción para quien ha de estar centrado en otros asuntos. Por ejemplo, para quien prepara una oposición o un examen y vive encima de donde un trompetista se instala a diario con aplicada dedicación.

Pero el balance suele ser positivo. Uno va por la calle y oye a lo lejos la “Marcha triunfal” de Aida, en versión de trompeta y ‘maquinillo’, que así llaman algunos al aparato que hace el acompañamiento a modo de play-back. En otra calle, una muchacha que se acompaña con su guitarra se desenvuelve estupendamente en diversos estilos de la música popular. Más allá, un violinista atrae la atención de los paseantes con su repertorio de clásicos populares. Y un dúo de cantantes líricos triunfa a los pies de una iglesia, al tiempo que, en el cesto para los donativos, tintinean de continuo las monedas en civil ofrenda y hasta se escucha algún ¡bravo! cuando un brillante final parece solicitarlo de oficio. ¡Vivan, pues, los músicos callejeros que alegran la vía pública! Pues atraen la curiosidad de los niños, animan a detenerse un rato a los ajetreados viandantes y a gozar de su tiempo libre a los jubilados melómanos. 

Pero como esta entrada trata de músicos cargantes, he de concluir con el caso particular de los músicos callejeros de tendencia intrusiva. Son aquellos que se acercan a las terrazas o incursionan incluso en el interior de los restaurantes. No incluyo aquí a los contratados por el propio establecimiento dentro de su política de imagen y ambiente, como ocurre con los tablaos flamencos o los locales donde se cena mientras se escuchan fados. En estos casos, sabemos a qué atenernos. Con los intrusos, sin embargo, la cosa se complica. Porque uno puede dejar atrás al músico callejero que (supuestamente) no le gusta, pero no puede marcharse cuando está en medio de una cena romántica a la luz de las velas. El perpetrador de czardas, pongamos por caso, nos tiene cogidos. No hay nada que hacer, sino sacar partido de la situación. Y hasta puede que acabe siendo un divertido recuerdo en el futuro. A este respecto, Arturo Pérez-Reverte publicó una columna, titulada “Músicos en la sopa”, donde cuenta sus propias experiencias con un gracejo que no impide detectar el pavor de fondo de su relato sobre los “pelmazos que dan la barrila justo cuando menos apetece” y que interrumpen conversaciones o pensamientos. 

Lo dicho: poco o nada cabe hacer en estas situaciones. Salvo que, como ya he contado aquí, la parroquia se amotine y ponga de patitas en la calle a los intrépidos y sonoros invasores. Un caso real en esta línea, vivido por el filósofo H. Taine, se recoge en la entrada de este blog titulada “Comer con música”.

La música que llega a los oídos por intrusión puede resultar odiosa incluso para quienes disfrutan ordinariamente de ella. Es lo que le pasa al celebrado narrador cubano Leonardo Padura. Entre las reflexiones sobre cuestiones autobiográficas o en torno a su concepción de la novela y del propio oficio de escritor, que Padura recoge en su libroAgua por todas partes, incluye una tremenda invectiva de 2007 contra el reguetón, un género que inunda La Habana, el Caribe todo y, añado, buena parte del mundo. Se queja del “taladro” sonoro que le impide concentrarse en su tarea literaria. También relata el espanto que le causa esa música “plástica, machacona, agresiva y soez” , además de “invasiva y omnipersistente”, una música que “atraviesa impúdicamente tus paredes”, ya venga del vecino, ya del automóvil –discoteca sobre ruedas– que atruena la calle.

Pensando en esta suerte de allanamientos sonoros, me viene a la cabeza la época del confinamiento, en los primeros momentos de la pandemia de Covid (primavera de 2020). Estaba uno tranquilamente leyendo una novela cuando, de repente, y desde un balcón cercano, sobrevenía un tsunami sonoro, realizado en directo por uno o varios músicos o bien emitido urbi et orbi mediante potente amplificación. Resistiré –me decíaY lamentaba que, con este tipo de colonizaciones acústicas, se perdiese una de las pocas cosas que tenía de bueno el hecho de estar confinados y con el alma en vilo: el silencio. ¡Santo Dios, cuán maravilloso es el silencio! Pero, bueno, cuando escuchaba la gaita de fuelle que sonaba por las tardes desde otro balcón, me salía la vena musicológica y me decía que era interesante observar un elemento identitario y local al lado de un proceso pandémico de carácter global. Como quien no quiere la cosa, estaba inmerso en una expresa vivencia de lo glocal. Y sí, quien no se consuela es porque no quiere. Dicho sea de paso, lo que también aprendí es que, con la música, no siempre se puede ir a otra parte, sobre todo si se está confinado. 

 

Ilustración

Vous êtes Jolie”, estampa (litografía), Steinlen, Théophile Alexandre (1859-1923), grabador, ed. Enoch & Co (Paris, 1897) Fuente: gallica.bnf.fr / Bibliothèque nationale de France. Web: https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/btv1b531885281?rk=42918;4#

 

 

Referencias

 

Padura, Leonardo: Agua por todas partes. Barcelona, Ed. Tusquets, 2019.

 

Palatín, Fernando: Diccionario de música (Sevilla, 1812) . Edición y estudio preliminar de Ángel Medina. Oviedo, Publicaciones de la Universidad de Oviedo, Ethos Música, Serie Académica nº 3, 1990.

 

Pérez-Reverte, Arturo: “Músicos en la sopa”, XL Semanal (1/8/2011).

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