viernes, 27 de noviembre de 2015

Erratas



Hubo un grupo de música que se llamaba Fe de Ratas. Y la verdad es que hay que tener fe de ratas —y esperanza y caridad— para creer que el ser humano, en el estadio actual de su evolución, puede vencer a las erratas de imprenta. Ni siquiera nos consuela esa carilla que se imprime al final del libro o en hoja suelta —la fe de erratas— porque sabemos que no pasa de ser un parche.
Como a lo largo de mi vida no he parado de escribir en medios muy diversos, he llegado a acumular una serie numerosa de erratas. Hubo un tiempo en que me indignaban, pero desde hace años las asumo con tranquilidad, como las arrugas que impone el paso del tiempo.
Hay erratas que tienen que ver conmigo, pero de las que no soy su autor ni puedo considerarme culpable porque no estuvo en mi mano evitarlas. Ahí van unos ejemplos.
Con motivo de una conferencia que iba a pronunciar sobre Joaquín Turina en el centenario de su nacimiento (en 1982), el periódico La Voz de Asturias de Oviedo insertó un anuncio, en el peor estilo del pareado, donde se decía que Medina iba a dar una conferenciar taurina. Eso sí, la hora y el sitio estaban bien indicados. En otros medios la información era enteramente correcta. Comencé mi intervención aludiendo a dicha errata, pero animé a quedarse a los que pudiesen haber venido por el reclamo taurino, pues una de las audiciones previstas era un pasaje de La oración del torero. Los duendes de la imprenta se vengaban así de los atrevimientos críticos que yo me había permitido cuando colaboraba en dicho diario.
La maldición me persiguió hasta muchos años después. El Museo Arqueológico de Oviedo organizaba unas visitas guiadas de sus fondos y me pidieron que preparase una charla sobre las zanfonas que en él se conservaban. El Comercio (5 de abril de 1997, edición de Oviedo) anunció mi intervención diciendo que Ángel Medina iba a disertar sobre la zambomba, instrumento dignísimo pero del que no sería uno capaz de hablar con demasiado entusiasmo ni conocimiento de causa. Me imagino a mis alumnos o a aquellos de mis conocidos que sólo tuviesen información a través de este periódico pensando en que mi cerebro estaba ya al mismo nivel neuronal de una zambomba.
Lo cierto es que me animé a preguntar a los asistentes y nadie venía confundido.
Por esas mismas fechas aparecí en un folleto como "el catedrático de musicología Emilio Medina", curioso híbrido entre Emilio Casares y Ángel Medina que ni siquiera la veterana amistad de ambos había sido capaz de producir hasta el momento.

domingo, 22 de noviembre de 2015

La isla Sonante

 
I.
Asombra la erudición, cultura clásica y bíblica de Rabelais. El lector ve que está creando la gran lengua francesa, por más que ya hubiese existido Villon o que fuese coetáneo de Du Bellay. Y su espíritu crítico es único: jueces, médicos, papimanos (papistas), monjes glotones, todos están en su punto de mira.
Además de los lances que viven los personajes de su Gargantúa y Pantagruel, no hay tema del momento que no salga a relucir de alguna manera: el erasmismo, la lentitud de la justicia (que no es cosa de ahora), la ceguera de los censores de La Sorbona —sorbonícolas o “doctores cum fraude” les llama—, la rivalidad entre Francisco I y Carlos I, los ideales del príncipe cristiano, las supersticiones, etc.
Y luego no hay obscenidad que no aparezca, ni imagen escatológica que no se presente con todo detalle: beber, comer, defecar y “jugar al animal de dos lomos” son asuntos centrales en la obra.
Es un libro para lectores con gusto por la erudición. Lo cierto es que todas las cosas que uno ha ido aprendiendo a lo largo de los años resultan muy oportunos en el empeño de llegar a ser un lector aceptable de esta obra magna, algo que ya había intentado (sin conseguirlo) en anteriores ocasiones.
La admirable traducción manejada —con un gran estudio preliminar y los útiles comentarios previos a los capítulos— ha sido fundamental a la hora de llegar a este entusiasmo de lector más que satisfecho. Merece la pena citar la referencia completa:
François Rabelais: Gargantúa y Pantagruel, Barcelona, Ed. Acantilado, 2011, 1505 p., introducción de Guy Demerson y traducción de Gabriel Hormaechea).

II.
Si bien mi particular aprovechamiento de esta lectura camina por muy diversos derroteros, no me resisto (dado el perfil de este blog) a seleccionar un detalle musical o simplemente sonoro —de entre los muchos posibles— que me parece bastante llamativo.
Hay que tener en cuenta que cuando se describe la educación de Gargantúa —puesta en manos de sofistas y otros pedagogos—, no se olvida Rabelais de incluir la música. Gargantúa canta piezas a cuatro y cinco voces, realiza variaciones y toca un puñado de instrumentos, pues esta familia de gigantes todo lo hace a lo grande: “el laud, la espineta, el arpa, la flauta travesera y la de nueve agujeros, y el trombón” (I, XXIII).
Rabelais conoce muy bien la música de su tiempo y a veces ensarta nombres de compositores en apabullantes listados. Mas no se queda en el lado académico de la música sino que se revela como un excelente constructor de paisajes sonoros mediante la palabra. Su literatura está llena de sugerencias acústicas, de alusiones, de descripciones que nos entran por la vista y por el oído. Quizá el caso más notable sea el de la isla Sonante.
Los territorios insulares han atraído siempre la imaginación de los pueblos y de los fabuladores de todos los tiempos. Hay islas afortunadas, islas para la utopía, islas donde habita el horror, islas para tesoros y robinsones y otras muchas a cual más singular. El propio Rabelais proporciona un selecto abanico de estas ficciones.
Cuando Pantagruel y sus amigos llegan a la isla Sonante (V, I) se sorprenden por el “ruido” incansable de las campanas, semejante al que se escucha en las fiestas mayores de París y otros lugares, con campanas grandes, medianas y pequeñas que repican a la vez. Parece que este sonido es sumamente molesto y gratuito, lo que encaja con anteriores críticas del autor a las campanas, algo que siglos después harán los ilustrados por razones bastante más claras y no del todo distintas.
Visto desde otro punto de vista, este ambiente ensordecedor no deja de ser un adecuado preludio para presentar una isla sumamente rara, donde se agasaja a los invitados con ayuno y donde los seres que la pueblan son humanos caracterizados como aves y con nombres apropiados para la invectiva contra ciertos estamentos del clero.

III
Rabelais recurre a su erudición para denunciar ese ruido tremendo y repetitivo, que lógicamente aumenta al aproximarse a tierra.
Primero lo compara con los calderos de Dodona, por lo que el lector ha de recordar a Estrabón o a otros autores antiguos a fin entender que se trata unos vasos de bronce interconectados que había en el santuario de Dodona y que, precisamente por estar en contacto, expandían el sonido y constituían un medio de adivinación para los sacerdotes.
Acto seguido coteja el estrépito de las campanas con el Pórtico Heptafónico de Olimpia. Ello significa que, como quien no quiere la cosa, está obligando al lector a pensar en Plinio el Viejo o en Plutarco (a los que no cita, naturalmente) pues en esos autores se encuentran mencionados sendos pórticos (el de Olimpia en el caso de Plutarco) que por su estructura arquitectónica multiplicaban la voz hasta siete veces. Y si el eco ordinario ya es de por sí portentoso y alimenta muchas leyendas populares, este eco múltiple no deja de introducir un punto de tensión a la hora de ir conformando en nuestra imaginación el panorama acústico la isla Sonante.
La tercera comparación, para seguir introduciendo al lector en el incesante sonar de la isla, evoca un sonido que actuaría como un telón de fondo bajo la barahúnda percutiva ya descrita. Este sonido sugiere un bordón, acaso como el derivado en el plano real de la narración de las resonancias y armónicos de las campanas. Se trata del sonido que, según la tradición, salía del conocido como “coloso de Memnón”, en Tebas de Egipto.
Aunque las dos monumentales estatuas de este complejo palaciego representaban al faraón, la leyenda fue asimilando una de ellas a un valiente hijo de la Aurora que se había ido a ayudar a los troyanos y que moriría a manos de Aquiles. Un terremoto fracturó esta estatua en el año 27 y parece ser que la piedra crujía y sonaba al pasar del frío de la noche al tibio abrazo de la Aurora. Se interpretó, pues, que ese sonido de la piedra en la estatua con fisuras era el lamento del valiente Memnón y sonaba sólo cuando su madre, la Aurora, lo consolaba al despertar el día.
El cuarto elemento de ambientación acústica es casi pavoroso. El editor, que ha dado referencias orientativas sobre todo lo anterior en la presentación del capítulo, considera que la leyenda de la tumba de la isla de Lípari “es una alusión que permanece oscura”. Sin embargo, figura en Filosofía oculta del alquimista Cornelio Agrippa (que a su vez cita a Aristóteles) con bastante detalle. Alude Agrippa a címbalos, crótalos, risas, extraños rumores y otros sonidos.




Nadie iba a esa tumba de noche. Pero ocurrió que un joven acabó durmiendo la borrachera en la cueva de dicha tumba. Lo encontraron a los tres días. Y justo cuando le estaban haciendo el funeral (pues seguía como muerto) se despertó y contó con mucho detalle los prodigios que había visto y oído en ese trance.
Pero tal vez la maestría de Rabelais se manifieste con mayor fuerza aún en las líneas que siguen a las alusiones clásicas, pues en ellas abunda en su sátira en términos mucho más directos y coloquiales.
Para tal fin vuelve a presentar un elemento sonoro a modo de continuum, que en este caso es un enjambre de abejas que parece querer escaparse, al lado de otros componentes percutivos realizados con un instrumental procedente del ajuar doméstico. Pues, como en ciertas obras experimentales de las vanguardias, o, si se prefiere, en una cacerolada reivindicativa, o mejor aún en una cencerrada (que sería lo que Rabelais pudo haber tomado como modelo), el vecindario organiza un notable “barullo de sartenes, calderos, barreños y címbalos coribánticos de Cibeles”.
 “Escuchemos” —propone Pantagruel.
Pero al lector avisado le sobra el consejo, pues ya lleva escuchando desde varios párrafos atrás.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Siri aprueba en audiciones

La mayor parte de los profesores de Historia de la Música incluye audiciones en sus exámenes. A partir de ahí, lo que se exige puede ser muy variado en función de los distintos niveles de la enseñanza. Pero a nadie se le escapa que identificar lo que está sonando ayuda a enfocar la prueba.
Y aquí es donde Siri, la asistente virtual de Apple, vuelve a sorprendernos. Si fuese una alumna y en la prueba se puntuase generosamente el reconocimiento de las obras propuestas, saldría bastante bien parada.
Lo empecé a comprobar (partiendo siempre de grabaciones comerciales) con un aria de Riccardo Broschi. A los pocos segundos Siri conjeturaba que aquello “tenía toda la pinta” (pues Siri se expresa muchas veces de manera coloquial al tiempo que prudente) de ser el aria “Son qual nave”, cantado por la Bartoli, sin olvidarse del nombre del autor y del título de la ópera. ¡Bravo!
Escuchó después la “Obertura” de Pygmalion, de Rameau.
Siri pide tiempo:
—“Afinando el oído”, —explica.
 Y pronto añade, como admitiendo filosóficamente que nunca nada es del todo seguro;
 —“Yo diría que…”—, antes de proporcionar con toda exactitud el título, autor e intérpretes de la obra.
La tercera audición tenía como protagonista a Josquín y de nuevo, en menos de medio minuto, había identificado la pieza y la concreta versión de la misma con todos los datos pertinentes.
Pero Siri, formada en la cultura anglosajona, no está fuerte en música española y pide disculpas humildemente por no saber de qué obra se trata cuando le pongo algo de José de Torres.
“Vaya, no conozco esta canción”, se lamenta.
Y le perdonamos que llame “canción” a cualquier cosa que suena y le perdonamos mucho más que no haya identificado el pasaje de Torres porque es lo que le ocurriría a al 99,99 por ciento de los españoles.
Algunos otros ejemplos arrojaron resultados similares. La razón de estas lagunas de Siri ¿tendrá que ver con el (escaso) grado de internacionalización de parte de la industria discográfica española? Podría ser. Lo cierto es que Siri no puede etiquetar lo que no está en las bases de datos a su alcance.
 Finalmente tuvo que vérselas con un ejemplo muy conocido de canto gregoriano: el “Kyrie” de la Misa de angelis. No lo reconoció en la grabación de un grupo español, pero sí en la versión mucho más difundida de Alberto Turco con la Nova Schola Gregoriana.
Vale, este curso Siri no se llevará la matrícula de honor en audiciones, pero seguro que el próximo lo hace mejor.
Ella aprende rápido.

sábado, 14 de noviembre de 2015

 

I. 
La Antigüedad experimentó de muchas maneras el sentimiento de la caída del alma y el anhelo del regreso al paraíso perdido. La filosofía platónica y más aún el neoplatonismo alimentaron esta visión. Y en cuanto a música puede verse muy bien plasmada en el hermoso tratado de Arístides Quintiliano titulado Sobre la música (Ed. Gredos). Veamos primero, pues, el proceso de la caída.
El alma gira en las regiones celestes. Atraída por las cosas terrenas —explica Quintiliano— inicia la bajada, perdiendo en pureza lo que gana en materialidad. Se vuelca hacia lo terreno. Pero en ese descenso, "toma y arrastra consigo de cada una de las regiones superiores algunas partes del ensamblaje corpóreo”. De forma que cuando desciende por las regiones del éter incorpora el elemento de la luminosidad y el calor. "Pero —prosigue Quintiliano— cuando el alma se precipita a través de las regiones lunares -que son de aire y están asociadas a un viento que de aquí en adelante es consistente- poco a poco es hinchada por el viento que está debajo, produciendo un intenso y estrepitoso silbido a causa de su natural movimiento". El alma va adquiriendo cuerpo, primero a modo de una red globular de nervios, que se estira y rellena con membranas hasta adquirir forma humana al final de su descenso.
Nótese cómo funciona aquí un principio fundamental en el imaginario de la caída, exactamente según la exposición de Bachelard en su obra clásica El aire y los sueños. Y es que la caída, para que sea verdaderamente dinámica, ha de estar rodeada de una serie de incidencias que transforman el objeto caído. Es preciso, dice Bachelard, "comunicar la diferencial de la caída viva, es decir, el cambio mismo de la sustancia que cae y que, al caer, en el instante mismo de su caída, se hace más densa, más pesada, más culpable".

II.
Mas es posible el regreso y la música puede convertirse en una perfecta aliada para dicho viaje de vuelta. De modo que el alma, cual sufriente peregrino, echa de menos todo lo que la patria abandonada supone y todo lo que en ella disfrutó alguna vez. También recuerda, añora y seguramente da por perdida la música celeste que resonaba en aquellas provincias de un tiempo anterior a su existencia material: música que sonó desde siempre, que está sonando ahora y lo hará eternamente, aunque ella ya no pueda escucharla —apresada como está en su envoltorio material— y le resulte muy arduo el camino de retorno.
Concluye Quintiliano: "¿Qué hay de asombroso en que el alma, que ha tomado físicamente un cuerpo semejante a las cosas que mueven los instrumentos (nervios y viento) se mueva al mismo tiempo que éstas se mueven...?".
Y tampoco hay nada de asombroso en que si los instrumentos de viento nos llevan a las frías regiones sublunares y los de cuerda —como dotados de nervios humanos— nos sitúan aún más arriba, en el mundo cálido y luminoso del éter, sea posible el viaje de vuelta a través de la propia experiencia musical.
El alma siente curiosidad por descender y así se humaniza, pero, ayudada por la música, puede cumplir su sueño de regreso, acabar con el desasosiego de una nostalgia poderosa que no puede ser evitada pues es simplemente la nostalgia del paraíso.

Extractado y adaptado  de Ángel Medina: “El imaginario aéreo de la música: mitos, símbolos y realidades”. Barcelona, Ed. Anthropos, pp. 60 - 86.

viernes, 13 de noviembre de 2015

Nektaria Karantzi nos introduce en el canto bizantino

 
Dentro de las actividades del XI Ciclo de Música Sacra ‘Maestro de la Roza’ destaca con brillo propio la presencia de Nektaria Karantzi, cantante griega especializada en música bizantina. Al margen de su recital (viernes, 13), interesa aquí destacar su clase magistral del jueves, 12 de noviembre, en el Seminario de Musicología ‘Emilio Casares’ de la Facultad de Filosofía y Letras de La Universidad de Oviedo.
Para la perfecta organización del acto los jóvenes de la Escolanía San Salvador, comandados por la organista Elisa García Martínez y su presidente, Ignacio Rico Suárez, prepararon y entregaron a los asistentes unas carpetas con el material didáctico correspondiente.
La Dra. María Sanhuesa, profesora de Ciencias de la Música de la Unversidad de Oviedo, presentó a la ponente con una bien trazada semblanza, breve y al tiempo muy completa.
Aunque su trayectoria es conocida, cabe recordar que Karantzi empezó a cantar desde niña, que se graduó en canto bizantino y que ha recorrido muchos países y grabado discos interpretando repertorio popular y bizantino, compatibilizando estas actividades con clases magistrales en universidades y centros prestigiosos (como La Sorbona o la Academia Franz Liszt de Hungría). Por eso, como muy bien decía la profesora Sanhuesa, su presencia en la Universidad de Oviedo es un privilegio y todo un honor.   
Un nutrido y atento grupo de asistentes, procedentes de ámbitos diversos (musicólogos, filólogos, músicos…) siguió las explicaciones de la cantante, ilustradas con una serie de ejemplos que ella misma interpretaba. Por cierto, escuchar esas melodías, con sus cromatismos, adornos  y sutiles inflexiones de la voz —que nos liberan, aunque sea temporalmente, del sistema temperado  de las escalas occidentales— resulta como un soplo de aire fresco para nuestros oídos.
Comenzó Nektaria Karantzi aludiendo a la herencia recibida por el canto bizantino de la Grecia clásica, que afecta incluso a cuestiones de disposición de los cantores en el interior del templo relacionadas con los usos del antiguo teatro griego.
Tras explicar brevemente el mecanismo de la notación bizantina (que no lleva líneas a modo de pauta, pero que no por ello es adiastemática actualmente) procedió a introducirnos en el sistema general del octoekos, con sus modos auténticos y plagales (terminología que pasó al canto gregoriano, como se sabe), enriquecidos no sólo con sus diversas variantes sino, sobre todo, con la cuestión de los géneros, a saber, el diatónico, el cromático y el enharmónico. Esta denominación procede de la teoría de la Grecia clásica, naturalmente, pero hay diferencias en diversos puntos. La cantante cantó con hermosa voz pasajes de piezas en distintos modos y géneros. Nos llamó la atención el contexto festivo en que suele usarse el género enharmónico, por ejemplo en bodas y bautizos, con un sabor casi popular en ocasiones.
Los modos bizantinos están asociados a un valor moral, retomando así la vieja teoría del ethos de tradición platónica. Parece que a este elemento se le da mucha importancia en la música bizantina, hasta el punto de que se cuidan mucho, por ejemplo, de asignar ciertos modos caracterizados por su solemnidad a los textos que tengan carácter dogmático, como es el caso del “Credo”.
También aludió Nektaria Karantzi a la pervivencia, en ciertas zonas de Grecia, de procedimientos propios del canto bizantino en la música de tradición oral.
Sin duda ninguna esta clase no pretendía ir más allá de una simple introducción, pero lo cierto es que resultó fascinante por el mundo sonoro al que nos invita y por la propia manera, serena, cordial y cercana, con que Nektaria Karantzi nos lo fue fue abriendo.
La cantante griega recibió largos y cálidos aplausos al acabar su intervención y el ulterior coloquio. Y también los hubo para el traductor (pues la artista habló en griego), el profesor Ramsés Fernández, que lo hizo para nota.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Metáforas del gorigori

 I.
Comienza el mes de noviembre con la celebración de Todos los Santos, dedicado a quienes ya están en presencia de Dios. Y continúa el día 2 con la festividad de los Fieles Difuntos. O sea, la referida a los muertos que se hallan en una situación aún no definitiva del mundo de ultratumba, purgando sus pecados, pero con la posibilidad real de alcanzar el cielo. Del purgatorio se sale y por ello, como sugieren Dante o Chateaubriand, tiene algo de esperanzador, pese al tormento que las almas han de pasar en esa estancia atroz.
 Para acortar ese tiempo de sufriente espera, los que estamos aún vivos podemos ser de gran ayuda con nuestras oraciones y con la petición de las mismas a quienes son ministros de Dios. Estamos hablando del encargo de misas y responsorios, o sea, de los sufragios por las ánimas del purgatorio. Los cuales movieron a lo largo de los siglos ingentes cantidades de dinero en la Iglesia católica. Y son la causa principal de esos cantos fúnebres apresurados e ininteligibles que se conocen como ‘gorigori’.
Es probable que a muchos les suene a chino todo esto, pero lo cierto es que hasta bien entrados los años sesenta del pasado siglo constituía un conjunto de prácticas muy habituales, especialmente en las sociedades tradicionales de nuestro entorno. Ahora, sin embargo, triunfa el Halloween y hasta la propia Iglesia católica es reticente con la cuestión del purgatorio. Mas vayamos a lo nuestro.

II.
Es de destacar la continuidad —a lo largo de al menos los últimos cuatro siglos— de la práctica del gorigori, de ahí la inserción del término en el lenguaje común y su versatilidad como metáfora.
Para ilustrar la definición del gorigori del Diccionario de Autoridades (“Canción con que los niños suelen querer imitar y remedar el canto de los Sacristanes”) tenemos un testimonio antiguo y valioso en una obra de teatro religioso de Fray Diego de Ocaña titulada Comedia de Nuestra Señora de Guadalupe, de 1602. El caso es que cuando llegan el sacristán, el cura y el pueblo a casa del muerto, el primero dice: “Gori, gori, gori, gori”. Y luego todos (o sea, el pueblo también) repiten: “Gori, gori, gori, gori”. De forma que el simpático autor pone en boca del sacristán una metáfora, por la que lo figurado (gori gori) remite a lo literal ausente (el correspondiente texto latino) y multiplica el efecto cuando todos repiten lo dicho por el sacristán, porque ahora lo figurado envía primero, como un eco, a una literalidad absurda que sólo pasa a ser lógica (y también ausente) en una segunda instancia. En suma, el término gorigori como parodia onomatopéyica de lo que realmente se tendría que decir y de lo que nadie se tendría que burlar.
Parece un tanto extraño que un canto religioso, máxime siendo de difuntos, pueda mover a burla y, en definitiva, a risa, pero lo cierto es que para la fecha del testimonio antes citado ya existía una tradición teórico-moralista que consideraba pecado el cantar mal en el templo, entre otras cosas porque ello era motivo de hilaridad.
Decir gorigori es siempre expresar una metáfora. No hay ningún canto funeral que se llame así. No hablamos aquí de los responsorios, salmos o antífonas que nutren los oficios de difuntos, sino de algo que ya por el nombre suena muy poco a liturgia y a cosa seria. Suele ser, además, una metáfora en sentido estricto antes que una comparación, pues sustituye directamente al referente real, con el que no se compara sino al que se equipara.

III.
Como podrá suponerse, son mucho más frecuentes los testimonios en los que el vocablo estudiado equivale genéricamente a “cantos fúnebres”. Pero, naturalmente, el empleo de semejante término está reñido con la seriedad propia de ciertas circunstancias de muerte. No cabría usarlo, por ejemplo, en una relación oficial de las honras fúnebres dedicadas al rey. Sin embargo, el término discurre por la literatura española, bien manteniendo su condición inicial de sátira o bien ejerciendo como resorte infalible para la comicidad de lo narrado. No es de extrañar que, atendiendo a esta última afirmación, lo encontramos en un contexto de muerte fingida. El gorigori realza el lado cómicamente macabro de este tipo de situaciones literarias.
Sin duda, este recurso de la muerte fingida es una constante teatral y no es de extrañar, en consecuencia, que cuando se desea poner un punto de humor, se introduzca el socorrido término que estamos analizando y que es, en sí mismo, todo un fingimiento. En un sainete, precisamente titulado El Gorigori, de Quiñones de Benavente, publicado en el siglo XVII, se juega con este equívoco y con un negro sentido del humor. Las razones del fingimiento, aquí, son muy prácticas, pues uno de los personajes se hace el muerto al objeto de no tener que dejar un balcón a un extranjero (para ver los toros) y se expone a escuchar el gorigori a él dedicado que, naturalmente, nunca podría oír en caso de muerte verdadera.

 IV.
Cantar el gorigori puede ser una metáfora verbal en la que el referente real es un determinado modo de vida. El maestro Galdós contrapone dos perfiles vitales en Doña Perfecta, del siguiente modo: “una cosa es tener hijos y pasar amarguras por ellos, y otra cosa es cantar el gori gori en la catedral y enseñar latín en el Instituto”. Aquí, cantar el gorigori es metáfora y metonimia, pues mediante esa actividad propia del clero (junto con la enseñanza del latín) se cifra la vida convencional, sin sobresaltos, de un clérigo catedralicio frente a las apuros vitales de un padre de familia.
Gorigori es también un eufemismo para evitar la palabra muerte. Es muy frecuente su uso, tanto referido a uno mismo (“cuando me canten el gorigori” vale tanto como “cuando me muera”) o al prójimo. Así, se evita la palabra tabú y se desdramatiza la situación.
Por extensión, puede aplicarse el término gorigori como metáfora del final de algún proceso. Hoy en día no es raro encontrar el vocablo en el periodismo político, representando el final de alguna responsabilidad pública. El despedido o cesado es ahora el muerto político al que le cantan el gorigori sus rivales, apresurándose incluso a hacerlo en los momentos agónicos previos al suceso.
A veces se usa como sinónimo de achaque fuerte y repentino.
En suma, el término que aquí se estudia ha ido atravesando los siglos y modificando su significado, operando como canto burlesco, comida de cofradías, canto de difuntos, eufemismo de la muerte, metáfora del estado clerical, final de cualquier cosa y síncope peligroso.
Como el ave fénix renace de sus cenizas, renovado, polisémico, lleno de vida precisamente por nutrirse de algo tan universal como la muerte.

Extractado de Ángel Medina: “Gorigori: las metáforas del gregoriano fingido”. Cuadernos de Música Iberoamericana, 14, 2007, pp. 177-193. 
Ilustración: Dante y Virgilio a las puertas del Purgatorio. Edición con grabados de G. Doré.