jueves, 28 de abril de 2016

Miguel Álvarez-Fernández y las voces límite


Incluso los seguidores esporádicos de este blog habrán podido deducir que 2015 fue un año pródigo en cuanto al número de tesis doctorales presentadas y defendidas. Por eso he ido escribiendo sobre investigadores doctorados en fechas relativamente recientes. Y hoy le toca a Miguel Álvarez-Fernández, tal como prometía en una reciente entrada.
El caso es que el martes, 13 de octubre de 2015, presidí el tribunal que juzgó la tesis de Miguel Álvarez-Fernández, a quien conocía desde años atrás. Su directora fue la Dra. Marta Cureses, reconocida autoridad en la música española contemporánea, con sus monografías sobre Agustín González Acilu, Tomás Marco o su rigurosa historia del Premio Jaén, entre otras muchas publicaciones y méritos. Participaron en el tribunal el performer y poeta visual Bartolomé Ferrando, profesor de performance y arte intermedia en la Facultad de Bellas Artes de Valencia, así como José Luis Pardo, catedrático de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
Miguel Álvarez-Fernández dejó un excelente recuerdo en la Universidad de Oviedo como estudiante de tercer ciclo, autor de un buen trabajo de investigación de doctorado, becario de investigación, docente durante la fase final de su beca y conversador incansable. Todo esto ocurría en los años del cambio de siglo, pero tuve la oportunidad de seguirle en posteriores etapas de su vida. Por ejemplo cuando era becario en la Residencia de Estudiantes y yo me alojaba allí por ciertos asuntos oficiales. ¿Cómo olvidar aquella cena en la que, como un perfecto anfitrión, hizo que Chavela Vargas, él y yo mismo compartiésemos mesa y pudiésemos ambos disfrutar de las fabulosas historias que nos contaba la célebre cantante. Que, por cierto, estaba afónica y tenía prohibido hablar por prescripción facultativa que se saltó a la torera.
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Desde que Miguel Álvarez-Fernández obtuvo el Diploma de Estudios Avanzados (2004) hasta el presente ha pasado más de una década. Eso significa que la tesis sufrió importantes retrasos sobre el plan previsto, pero quiere decir también que ha sido redactada partiendo de una experiencia humana e intelectual sin parangón con la que tenía entonces. Miguel Álvarez-Fernández no sólo tiene una respetable trayectoria como artista sonoro sino que se encarga de un prestigioso programa de Radio Clásica (Ars Sonora, desde 2008) y desde 2012 es profesor de la Universidad Europea de Madrid, donde imparte clases de Pensamiento musical en el grado en Creación Musical. Y es otras muchas cosas que no cabe mencionar aquí para no distraer al lector del tema principal de estas líneas.
La tesis se titula La voz límite. Una aproximación estética a la vocalidad teratológica desde el arte sonoro. Y el rasgo que más destaca de esta tesis es su extraordinaria madurez. Eso se advierte en el propio lenguaje empleado, que es académico, sutil y lleno de matices, rico y a veces de sintaxis compleja, en el que se deslizan imágenes muy logradas y en el que se advierte incluso un fino sentido del humor. Si tuviese que resumir mi experiencia como lector de esta tesis diría que en muchos momentos no me daba cuenta que estaba ante el trabajo de un doctorando y creía estar leyendo a uno de esos filósofos de la French Theory que han resultado decisivos para el autor de aquellas páginas.
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Tengo que decir que esta tesis resulta tan sorprendente que me hace añorar los tribunales de cinco miembros, incluso en puridad lo ideal en este caso sería un número mayor. Ello es así por la amplitud de temas tocados, por los lazos que se entretejen, por la sabiduría que demuestra el autor. Desde luego, harían falta aquí médicos, lingüistas, antropólogos, psicólogos, estudiosos del cine y del cómic, en fin, especialistas en algunas de las muy diversas disciplinas que concurren en esta investigación.
Pero también es cierto que se dirimen asuntos relacionados con la voz, el sonido y las ideas en determinadas circunstancias sociales y en determinadas realidades y ficciones. En ese sentido creo que la tesis cumple con tres objetivos marcados en las conclusiones: ampliar los horizontes de la musicología, apropiarse desde este ámbito de los sound studies que suelen tratarse más en medios de las artes plásticas, y, tercero, dar una visión con un método claro de trabajo que nos permite hablar sin exageración de “filosofía de la música”.
La verdad es que esta tesis no se parece a ninguna que yo haya juzgado en los últimos 30 años; y añado que han sido muchas. Lo cual no quiere decir en modo alguno que sea por eso inferior o superior a otras (aunque esté entre las muy buenas), tan sólo que es un caso singular.
Los musicólogos nos movemos en muchas de nuestras investigaciones en el terreno de la Historia. Nuestras fuentes son los documentos inéditos de los archivos, las partituras editadas y manuscritas, las grabaciones, los testimonios orales, las representaciones iconográficas, etc. Y paralelamente consultamos la bibliografía existente sobre el tema. En esta tesis todo se articula en torno al diálogo de diversas ideas-fuerza y se da el caso de que las fuentes y la bibliografía están íntimamente entremezcladas.
Este hecho genera una paradoja de la que el propio doctorando era consciente. Y es que el capítulo clásico en toda tesis sobre el estado de la cuestión, fuentes y metodología está aquí metido con calzador, en parte por lo que aconseja la propia normativa académica. Miguel Álvarez-Fernández sabe perfectamente que ese capítulo no puede ceñirse al modelo oficial y está llamado a desaparecer si este trabajo se convirtiese en un libro. No es, pues, una tesis clásica sino un monumental ensayo en el que se investiga muy a fondo en todo tipo de documentos y sobre el desarrollo de una serie de ideas.
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Imaginaba uno que iba a enfrentarse a otro tipo de voces límite. Por supuesto, pensaba en obras que sí salen en la tesis, como el Canto de los adolescentes, de Stockhausen, pero también en toda la evolución tecnológica, en la poesía concreta, en las voces difónicas tibetanas —usadas por algunos buenos amigos como Llorenç Barber—, incluso de voces étnicas, como pudieran ser las polifonías corsas o las polifonías de los pigmeos. Pero todo esto son “otras voces”, no exactamente voces-límite.
“Pensar musicalmente la nada”, o lo que le aproxima: ahí tenemos el punto de partida de Miguel Álvarez-Fernández, resumido con sus propias palabras.
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Las categorías que se han empleado en la tesis son muy instructivas, aunque no todas poseen el mismo rango. Por ejemplo, la voz “no-muerta” da un enorme juego intelectual y tiene la ventaja de ser real y aprehensible, básicamente en torno al mundo de la fonografía. Por otro lado el impacto de la voz no-muerta a través del ejemplo seleccionado de Antonin Artaud es una parte muy lograda de este trabajo. También lo es el esfuerzo de contextualización que realiza, en el sentido de situar el primer auge de la fonografía en momentos en que la atención a la muerte crece exponencialmente en lugares como Estados Unidos y cuyo desarrollo ha llegado al paroxismo con el morbo de los informativos actuales y la sociedad global. Por eso, la expresión “tumbas resonantes” privadas de consciencia, de Jonathan Sterne, para referirse a las reproducciones fonográficas, es muy lograda e inquietante.
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La categoría opuesta, al menos en un cierto sentido, es la voz “no-nata”. Y aquí encuentro que nos aproximamos más que nunca a la nada. Dispongo incluso del cómic con texto de Alan Moore que es objeto de estudio, El amnios natal. Estamos en un regressus hacia la nada, hacia una especie de big-bang primigenio y matricial que se nos escapa. Es un límite, sin duda, pero que se nos escapa como voz y casi como límite.
En este sentido me pregunto si la voz no-nata no habrá traspasado el límite de lo que se puede estudiar con algún fundamento. Lo digo porque parece un mundo mucho más etéreo que el de la voz no-muerta o que otras de las voces analizadas en la tesis. Es la voz que deja de pertenecernos cuando retrocedemos a un mundo previo a la natalidad, como el propio autor señala. En realidad soy consciente de que también se llega a ciertas conclusiones precisamente a través de la negatividad.
Pero es curioso que va mucho más allá de la idea de silencio, idea casi imposible desde las célebres experiencias de Cage que también salen a relucir. Por cierto, no sé hasta qué punto esa idea de una “tercera voz” (se cita para este asunto a Douglas Kahn) en el interior de la cámara anecoica, relacionada con el propio yo y la propia discursividad de Cage, tiene la misma solidez teórica que otras elaboraciones. Y es que como sigamos así la cámara silenciosa de Cage va a parecer una discoteca funcionando a toda pastilla.
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Más asumible resulta el estudio sobre la voz adolescente como voz límite. En todo caso, el análisis como un camino de la voz viva a una voz maquinal, inhumana, a partir del Canto de los adolescentes, es desde luego un buen ejemplo de esa ajenidad que es propia de las voces límite.
Se establecen aún otras dos tipologías de voces límite que me han interesado particularmente. Por una parte la voz vírica que, en una posición radical, puede ser cualquier voz que nos invade, muy en especial las de las consignas políticas y comerciales. La otra es la voz excremental, que actúa un poco a la inversa de la anterior, pues si aquélla nos posee, ésta sale y se separa del cuerpo, como los propios excrementos. Y no se olvida Miguel Álvarez-Fernández de comentar todas los condicionantes psicoanalíticos de la voz excremental, la idea del “ano parlante”, entre otros detalles. A mí se me ocurre que el mundo de los endemoniados y posteriormente exorcizados es en un paraíso para las voces límite, especialmente para la vírica y la excremental. La vírica porque se introduce la voz del demonio (léase el correspondiente trastorno de la conciencia que lleva a ese estado) y la excremental porque hay un proceso de expulsión que puede producirse en medio de sonidos desprovistos de semanticidad, gritos, coprolalia clara y otros elementos. Estos relatos están basados en hechos reales, pero de la misma manera que ocurre en el tema de los niños salvajes, la ficción se entrelaza también en ellos y no sólo por los fuertes contenidos religiosos de estas situaciones en nuestra cultura.
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Todos estas tipologías tienen en común su conexión con lo monstruoso o teratológico, aunque de muy distinta manera. La relación del niño salvaje Victor de l´Aveyron con el sonido es teratológica, como también lo es él mismo, al menos pensando en los cánones al uso. pero en la tesis ha lugar también para la paradoja y por eso Víctor puede descubrirnos lo humano, demasiado humano, como Miguel Álvarez-Fernández apunta parafraseando a Nietzsche.
La animalidad se pone en un plano por debajo de lo humano, del mismo modo que lo maquinal pretende situarse por encima. En lo teratológico hay siempre un juego de exceso y defecto. Incluso los antiguos tratados de teología explican en que consiste el hombre entero por oposición a los que tienen cosas de más (por ejemplo seis dedos en una mano) o cosas de menos (como los castrados) y los lanzan a la región de los monstruos.
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Por si fuera poco todo lo anterior (que ocupa unas cuantas líneas pero no pasa de ser tan sólo un resumen en clave casi de telegrama) se incluyen en esta investigación análisis de ciertos momentos de películas como El último tango en París, o Franckenstein, lo mismo que antes El niño salvaje, de Truffaut.
Al llegar al final de la tesis se ve que estamos ante el trabajo de un intelectual. Lo digo porque por las páginas de esta tesis han ido desfilando hitos y mitos de la modernidad: cineastas como Truffaut, guionistas de cómic como Alan Moore, visionarios como Artaud, Marinetti o Borroughs, mitos como el de Eco y Narciso, conceptos platónicos, kantianos y de los pensadores franceses, en suma, toda una “enciclopedia cultural”, por decirlo a la manera de Umberto Eco, que quintaesencia lo más sugerente de la Edad Contemporánea. Y ello se opera, además, desde un manejo de lenguas envidiable, como lo demuestran las traducciones propias que el autor inserta de continuo en esta tesis.
En cierto sentido se prueba que es posible trabajar como un intelectual desde el mundo del sonido y hacerlo además con muy buena escritura. Es algo que escasea en España y por tanto auguro a Miguel Álvarez-Fernández un futuro prometedor en este campo. 
Y, claro, en toda defensa de tesis hay objeciones por parte del tribunal, pero aquí no vienen al caso porque esto no es un acta de la sesión sino un apunte de las cosas que me resultaron más inspiradoras.















































+n buen lugar en este terreno.

jueves, 21 de abril de 2016

El sobrino de Rameau, instrumentista del aire

Ya en los años 90 del pasado siglo estaba relativamente extendida la práctica de la air guitar (guitarra de aire) y desde entonces esa modalidad interpretativa no paró de crecer, especialmente a través de diversos concursos internacionales.
Tocar la guitarra de aire consiste en imitar los gestos de un guitarrista que se halla en el trance de ejecutar una pieza y particularmente un solo de dicho instrumento. O sea, hacer como que se está tocando dicho pasaje (que suena por los altavoces de la sala), pero sin guitarra. De manera que entre las manos no tiene nada, excepto el aire. Claro que los dedos, los brazos, las contorsiones corporales y los propios atuendos nos hacen pensar que estamos ante Jimmy Hendrix, Eric Clapton o Slash, por citar sólo a algunos monstruos de la guitarra eléctrica que guardo en mi memoria.
Hay verdaderos prodigios en esta disciplina, que va bastante más allá de un simple entretenimiento y que cabe analizar, al menos en parte, con criterios aplicables a las artes performativas. Es una especie de particular karaoke —si se me permite la licencia— donde el intérprete se desenvuelve en el plano visual/espacial en tanto que lo sonoro procede al completo de la grabación correspondiente. Con el paso del tiempo esta práctica se trasladó de la guitarra a otros instrumentos, pero siempre bajo los mismos principios: sólo gestos con el aire entre las manos.
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Viendo a uno de estos guitarristas sin guitarra me vinieron a la cabeza dos escenas de El sobrino de Rameau, de Denis Diderot. No trato de ser original sino tan sólo de comentar la asociación sobrevenida.
Como se sabe, este curioso diálogo del filósofo francés ofrece diversas y valiosas menciones a la música —lo que ya podría intuirse por el título—, mas no constituyen el núcleo central de la obra, basada en un personaje al que el ilustrado dota de rasgos extremos y contradictorios.
El caso es que este sobrino del relato es una especie de cínico bufón, que pone en solfa a la sociedad parisina de la época y que dice verdades como puños al tiempo que reconoce sin rubor que es una persona deleznable a casi todos los niveles. Sólo en el arte de la maldad cree rozar lo sublime.
El ilustrado Diderot aprovecha para lanzar sus dardos contra el tío de este impresentable sobrino, es decir, contra el compositor Jean-Phillipe Rameau. Toda esta crítica se enmarca en la polémica acerca del italianismo en el seno de la propia vida musical francesa, lo que se toca a fondo al final del diálogo.
El sobrino de Rameau presenta dotes histriónicas desde el comienzo de la obra. Hay un momento en que el narrador (Yo, que viene a ser Diderot) le sugiere al pícaro (Él) que pida perdón a una familia que le ha retirado su apoyo. Y a medida que Diderot va indicando los pasos a seguir, vemos al sobrino representar lo que se le dice, incluso tirándose al suelo en actitud de besar los pies de la dama ofendida.
En esa línea, pero varios escalones más arriba en cuanto a labor actoral, destaca la interpretación que realiza el sobrino de Rameau sobre dos instrumentos: el violín y el clave. Ambos de aire, naturalmente (pp-89-91 de la edición citada al final).
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Antes de tocar el imaginario violín, el sobrino procede a doblar los dedos, a estirarlos y a ponerlos a punto en medio de grandes crujidos de las articulaciones. A continuación se coloca en posición de tocar. Tararea algo de Locatelli. Empieza la sesión: “Su brazo derecho imita el movimiento del arco, su mano izquierda y sus dedos parecen pasearse a lo largo del mango”.
Hasta aquí nada de particular. Pero de inmediato se deslizan algunos matices que muestran la habilidad y conocimiento de Diderot para ofrecer al lector unas imágenes muy plásticas y detallistas de la práctica violinista en este concierto de violín sin violín.
Aunque más que un concierto parece que se trata de un ensayo, pues se producen fallos (y esto no deja de ser una genial humorada) que se apresta a corregir el tunante: “si da un tono falso se detiene; tensa o afloja la cuerda; la pellizca con la uña para asegurarse de que está afinada; inicia de nuevo el pasaje donde lo dejó”.
La representación no estaría lograda si no hubiese también algo de movimiento corporal. Un violinista con un mínimo de sangre en las venas se inclina, se yergue, cambia los pies de sitio, se agita en plena comunión con la música que interpreta. Y Rameau (sobrino) no iba a ser menos: “Marca el compás con el pie, agita la cabeza, los pies, las manos, los brazos, el cuerpo”. Y dice Diderot que lo hacía como los virtuosos de la época (Ferrari, Chiabran), “con las mismas convulsiones, ofreciéndome la imagen del mismo suplicio y causándome casi la misma pena”.
De forma que tras los movimientos de brazos, dedos y del cuerpo en general se alcanza una dimensión superior donde la propia cara refleja las mismísimas pasiones del alma. El proteico sobrino pasa rápidamente de aquella expresión torturada a otra de éxtasis cuando interpreta un lento y armonioso pasaje en dobles cuerdas. “Y es seguro —apunta Diderot— que sus acordes resonaban tanto en sus oídos como en los míos”.
Finalmente el músico, en pose muy profesional, coloca el instrumento bajo el brazo izquierdo y deja que el arco prolongue la línea descendente de la mano derecha. Y después saluda.
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Aún sudoroso se pasa al clave y realiza una pantomima semejante. “Las pasiones —anota el narrador— se sucedían en su rostro. Se distinguían la ternura, la cólera, el dolor. Se apreciaban los piano y los forte”. La imitación era tan perfecta, apunta el ilustrado, que un entendido podría incluso reconocer la obra interpretada.
Al final del diálogo hay un apoteosis en la que se convierte en un hombre orquesta, cantando arias e imitando el sonido de los instrumentos de la orquesta, pero eso es otra historia.
¿Qué más se puede pedir? Y bien mirado ¿no haría este sobrino zascandil un buen papel en cualquier concurso de “air violin” o de “air harpsichord”? La pena es que su arte se desarrolló hace más de doscientos años. Y, claro, antes le tomaron por loco que por un profeta de las futuras prácticas performativas.
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Nota crítica: la traducción manejada (Cátedra, 1985) parece cuidada en general. Sin embargo, hay expresiones musicales mejorables. En la zona que estamos citando (exactamente en la p. 91) se alude al “tritón”, cuando habría que decir “tritono”, como saben cualquier músico y la RAE, pues el tritón es un anfibio o una deidad marina, pero no un intervalo. La llamada en algunos tratados “quinta superflua” está mal explicada en la nota al pie. Todavía en la misma página, los “fragmentos inarmónicos” han de ser “enarmónicos”, con “e” (enharmoniques” en el original) y la nota al pie tampoco es adecuada. Hay otras ediciones en castellano —al menos una anterior y otra posterior—, pero dejo al curioso lector que prosiga, si le place, con estas indagaciones sobre el siempre delicado campo de la traducción. Por hoy basta con lo dicho.

Referencia
Denis Diderot: El sobrino de Rameau. Madrid, Ed. Cátedra. Letras Universales, 1985, Ed. de Carmen Roig, traducción de Dolores Grimau, 165 p.

Ilustración 
Lámina de L´Encyclopédie (fragmento), de Diderot y D´Alembert

jueves, 14 de abril de 2016

Un guirigay de mil demonios desahuciados

Que el diablo es capaz de todo con tal de conseguir sus objetivos está más que demostrado a lo largo de su ya larga historia como representante del Mal. Puede incluso hacerse pasar por músico. O bien conceder ciertas destrezas musicales a quien, a cambio, le ceda su alma, aproximadamente como le ocurre al protagonista del Doktor Faustus de Thomas Mann. También les gusta a las huestes de Satanás generar confusión en los cantos eclesiásticos, algunos ya de por sí caídos en gorigoris y dislates varios. Pero la infernal legión emite otras sonoridades menos complacientes y bastante más abruptas y llamativas.
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El gran historiador del arte Joaquín Yarza ha explicado muy bien ciertas representaciones del Maligno en el arte medieval. En una de esas iconografías figura un demonio cerca del oído de aquel a quien desea conducir a una mala decisión. Es un demonio susurrante y sibilino. Por eso, puede aparecer pegado al oído de Herodes (responsable de la matanza de los Inocentes), al lado de Judas (traidor al Maestro) y de Pilatos, que tenía las manos más limpias que la conciencia.
Prosigue este autor aludiendo a otras voces demoníacas, mucho menos suaves y embaucadoras. Mi querido amigo Miguel Álvarez, compositor e investigador de las voces extremas y teratológicas o monstruosas, las calificaría de voces-límite si las hubiese incluido en su magnífica tesis de 2015, a la que habrá que dedicar una entrada más adelante. Esas voces cacofónicas son las que profieren los demonios cuando se les expulsa de un cuerpo que previamente habían conquistado.
Para aquellas personas que caen en poder del diablo, la Iglesia tiene en último extremo el remedio del exorcismo. Y cuando surte efecto, los demonios —a veces por decenas— salen armando un guirigay de mil demonios (nunca mejor dicho) y dejan en paz al desgraciado que había sido poseído por ellos.
Pero es tal su enfado por tener que abandonar aquel recinto en el que se habían encastillado, que prorrumpen en un discordante muestrario de efectos vocales que ya quisieran para sí los más diestros cantantes de ciertas músicas experimentales.
En estas situaciones de emergencia los demonios adoptan las sonoridades propias de los animales. Eso significa —y es de sobra conocido— que pueden graznar como grajos, rebuznar como burros, silbar cual serpientes y chillar con resultados absolutamente extrahumanos. La boca del poseído se convierte en un orificio defecante por el que salen disparados aquellos espíritus parásitos que lo atormentaban hasta la locura.
Cuenta Yarza que las representaciones plásticas han de contentarse con mostrar a los demonios saliendo de la boca abierta de los endemoniados. Mas para captar todo ese ruido, todo ese archivo sonoro nada temperado, hay que remitirse a la abundante literatura existente al respecto. Con esos testimonios, crónicas o leyendas y un poco de imaginación podemos aprehender y aun reconstruir el atronador espectáculo de la salida de los invasores, expulsados de un territorio en el que se habían colado con astucia en tiempos anteriores. Pero en esta guerra han de ganar los buenos, como en las historias clásicas de héroes y villanos, así que la “casa tomada” (a diferencia de la de Cortázar) sólo permanecerá temporalmente gobernada por las fuerzas del Mal y con la expulsión de los inquilinos será devuelta al orden y a la jurisdicción de Dios.
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El lector casi siente un poco de piedad por esos diablillos okupas que, de la noche a la mañana, pasan de estar confortablemente instalados a ser demonios desahuciados, indigentes y sin techo, al menos hasta dar con otro incauto donde guarecerse.
Y hasta le impresiona a uno la melancolía de las palabras que profiere el jefe de cierta pandilla de demonios expulsos. Nos referimos al caso de la endemoniada Momalega, relacionada con la historia de Santo Domingo de Silos, que Yarza cita por la edición del Valcárcel. Dicho demonio principal dice así: “Nos obligan a salir de esta casa, que en otro tiempo fue nuestra propiedad”.
¡Pobres diablos! ¿Cuándo aprenderán que ellos —como la mayor parte del género humano— sólo pueden firmar historias de perdedores?
“Exorcizo te, immundissime spiritus…”

Ref.: Joaquín Yarza: “El diablo en los manuscritos monásticos medievales”, p. 119. Codex aquilarensis: Cuadernos de investigación del Monasterio de Santa María la Real, 11, 1994, pp. 103-130.

Ilustración: Dibujo de David Medina©: Joven endemoniada”. Creado específicamente para esta entrada.

jueves, 7 de abril de 2016

La meditada solera flamenca de Manuel Lorente

  
A Manuel Lorente le miran mal algunos flamencos porque anduvo demasiado entre libros, esas amistades peligrosas. A Manuel Lorente tampoco le ponen buena cara los académicos remilgados. Sospechan que no puede ser bueno haber vivido tanto, ser tan artista y haber surcado las aguas turbulentas del flamenco con plena identificación y compromiso. No es que Lorente sea antropólogo a unas horas y flamenco a otras. En verdad, es ambas cosas siempre y a tiempo completo, pero en la práctica ha distribuido o jerarquizado estas dos facetas en etapas generalmente alternantes de su vida. Y ha de quedar claro que su obra como estudioso no se explica sin sus vivencias como cantaor y empresario flamenco. Y viceversa.
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Nuestro hombre es flamenco desde la cuna, por parte de padre. Mas quiso la fortuna que pudiese acceder a una formación superior y cursar estudios de Antropología. en la Universidad de Granada. Apenas licenciado conoce a Camarón de la Isla y se mete de lleno en los entresijos del arte. Se convierte en una especie de mánager, amigo y confidente de Camarón. Resulta pasmoso escucharle contar algunas historias vividas con el incomparable cantaor, a veces resumidas en lo que Lorente llama, con mucha gracia, el “dispendio disipativo”, que es toda una teoría sobre la manera de ganar y de gastarse los cuartos de no pocos clásicos del género.
Pero vuelve a la Universidad de Granada para hacer la tesis, tutelado por una persona que no sólo es alguien sumamente cualificado y respetado en su campo sino que se acabaría convirtiendo en su auténtico mentor. Me refiero al catedrático de antropología José Antonio González Alcantud.
Bajo la dirección del citado profesor, Lorente realiza su tesis sobre el flamenco y con el tiempo colabora en las actividades de la Casa Molino Ángel Ganivet, que entonces dirige Alcantud. Fue en ese marco —casi mágico y con siglos de historia—donde le conocí, en el contexto de una serie de congresos inolvidables en los que se tocaban diversos temas relativos a los diálogos entre la música y la antropología. Después pasó a coordinar la revista Música Oral del Sur, donde se publicaron las actas de algunos de aquellos encuentros. Casi todo ello ocurría en los años noventa.
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El gusanillo del flamenco no se había dormido, así que el presente siglo trajo consigo una nueva metamorfosis en la vida de Manuel Lorente. Abandona la Universidad de Granada y se lanza al arte como cantaor. El tirón de la bohemia.
Su disco de 2003 es una joya, con textos propios renovados sobre antiguas maneras de hacer que Lorente conoce como estudioso y como simple y cabal flamenco amante de las raíces. Ahí está, por ejemplo, el fino sensualismo de los tangos “Por debajo del agua”, sobre letra del poeta José Ángel Valente. Se suceden las actuaciones, pero también la reflexión y el estudio. Lo dicho: dos en uno y con nota en las dos caras de la moneda.
En 2015 sacó su segundo disco como cantaor. Dicho sea de paso, Lorente tiene en su haber otros registros de música incidental realizada con técnicas electroacústicas para vídeos y documentales diversos, lo que no deja de tener su interés. Pero vayamos al Cd de 2015.
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El título de este Cd es una declaración de principios: Flamenco y solera. Paso por alto la inadecuada combinación de colores de la carátula que hace muy poco accesibles los datos editoriales y otros textos. Dicho título va más allá de una simple imagen y prolonga el espíritu del disco antes citado de 2003. El propio artista lo considera ese una metáfora estructural.
Se da la circunstancia de que Lorente ha realizado trabajos de campo en la zona de Jerez. Por cierto, su artículo sobre la matrifocalidad, las procesiones de Semana Santa y el cante jondo en Jerez es de los que más me han llamado la atención. Pero en relación con lo que aquí se trata es obvio que el mundo de las bodegas jerezanas resulta más relevante. pues lo determina casi todo en el plano social y económico. La solera alude sobre todo a un concepto dinámico del tiempo. Los vinos necesitan tiempo, ciertamente, pero también trasiego.
Lo que hace Lorente es ahondar en esas soleras, que son como fuentes primigenias del flamenco. Conoce como pocos la obra de los grandes (Chacón, El Flecha de Cádiz, Manolo Caracol, etc.) y sabe tratar esa solera con mimo y respeto, pero no pretende imitarla sino darle nuevo impulso. En suma, un diálogo constructivo entre lo nuevo y lo viejo al objeto de conservar la excelencia.
Para sus objetivos artísticos puede servirse de nuevos textos. Por ejemplo, los “Tangos del Piyayo” ofrecen en el primer corte del disco una nueva letra del propio Lorente, muy metida en el imaginario del flamenco, con versos como “de lágrimas son mis fuentes” y otros que se insertan en la mejor tradición del flamenco jondo. Versos que el cantaor sabe decir con un sentido innato del fraseo, con la riqueza tímbrica del denso y noble metal de su voz, con un depurado dominio de las inflexiones de cada sílaba y de todo lo que se precisa para poner de relieve el texto y la emoción que contiene. También sobriedad e intimismo que, como ha explicado Dolores Fernández Figares en el disco de 2003, son elementos centrales en la configuración de su granadino estilo de cante.
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Dos detalles más. Uno de ellos tiene que ver con el guitarrista que le acompaña en esta grabación, Raúl Mannola. Empezó a tocar con Lorente por una sustitución y ahora es su acompañante habitual. Y no, no hay errata en su apellido que es finlandés y, al parecer, ha de pronunciarse como esdrújulo. Estamos ante un guitarrista extraordinario, discípulo de Manolo Sanlúcar, con talla de solista y amplios conocimientos de la tradición, o sea, de la solera, mismamente. No quiero olvidarme, por otra parte, del percusionista Guillermo García “El Guiller”, si es que he conseguido leer bien su casi invisible nombre para quienes no somos de la estirpe del lince ibérico.
Lo de Mannola pone sobre la mesa (y éste es el segundo detalle) la idea de la desfocalización del flamenco, sobre la que Lorente sabe y ha escrito lo suyo. Quiere decirse que el flamenco ya no es un arte vivo sólo en determinadas partes de España, sino que hay focos internacionales muy activos. En Japón, por ir muy lejos.
A esos focos y a esos nuevos públicos, que muchas veces son casi devotos, nutridos por aficionados entregados que hacen las delicias de los artistas, es a los que más se ha dirigido Lorente en su trayectoria como cantaor. Guarda como un tesoro el recuerdo de memorables actuaciones en Brasil y en Marruecos. Ha cantado, entre otros lugares, en Francia y en Finlandia, en las Antillas francesas y en diversos puntos de España.
Curiosamente, reconoce Lorente que las cosas son más difíciles en nuestro país, quizá por el peso de las relaciones humanas, las piquillas profesionales, la tendencia al clientelismo y la cortedad de miras de algunos gestores del gremio. No lo pongo en duda, pero reconozco que es un mundo que no conozco. Pero cosas parecidas se ven de continuo en el territorio de la música clásica, así que tampoco me extraña demasiado.
En todo caso, me complace y me basta —habida cuenta de mis limitados conocimientos sobre el flamenco, del que sin embargo soy entusiasta— con seguir penetrando en algunas de sus claves de la mano de Manuel de Lorente, antropólogo y cantaor de solera.