sábado, 14 de noviembre de 2015

 

I. 
La Antigüedad experimentó de muchas maneras el sentimiento de la caída del alma y el anhelo del regreso al paraíso perdido. La filosofía platónica y más aún el neoplatonismo alimentaron esta visión. Y en cuanto a música puede verse muy bien plasmada en el hermoso tratado de Arístides Quintiliano titulado Sobre la música (Ed. Gredos). Veamos primero, pues, el proceso de la caída.
El alma gira en las regiones celestes. Atraída por las cosas terrenas —explica Quintiliano— inicia la bajada, perdiendo en pureza lo que gana en materialidad. Se vuelca hacia lo terreno. Pero en ese descenso, "toma y arrastra consigo de cada una de las regiones superiores algunas partes del ensamblaje corpóreo”. De forma que cuando desciende por las regiones del éter incorpora el elemento de la luminosidad y el calor. "Pero —prosigue Quintiliano— cuando el alma se precipita a través de las regiones lunares -que son de aire y están asociadas a un viento que de aquí en adelante es consistente- poco a poco es hinchada por el viento que está debajo, produciendo un intenso y estrepitoso silbido a causa de su natural movimiento". El alma va adquiriendo cuerpo, primero a modo de una red globular de nervios, que se estira y rellena con membranas hasta adquirir forma humana al final de su descenso.
Nótese cómo funciona aquí un principio fundamental en el imaginario de la caída, exactamente según la exposición de Bachelard en su obra clásica El aire y los sueños. Y es que la caída, para que sea verdaderamente dinámica, ha de estar rodeada de una serie de incidencias que transforman el objeto caído. Es preciso, dice Bachelard, "comunicar la diferencial de la caída viva, es decir, el cambio mismo de la sustancia que cae y que, al caer, en el instante mismo de su caída, se hace más densa, más pesada, más culpable".

II.
Mas es posible el regreso y la música puede convertirse en una perfecta aliada para dicho viaje de vuelta. De modo que el alma, cual sufriente peregrino, echa de menos todo lo que la patria abandonada supone y todo lo que en ella disfrutó alguna vez. También recuerda, añora y seguramente da por perdida la música celeste que resonaba en aquellas provincias de un tiempo anterior a su existencia material: música que sonó desde siempre, que está sonando ahora y lo hará eternamente, aunque ella ya no pueda escucharla —apresada como está en su envoltorio material— y le resulte muy arduo el camino de retorno.
Concluye Quintiliano: "¿Qué hay de asombroso en que el alma, que ha tomado físicamente un cuerpo semejante a las cosas que mueven los instrumentos (nervios y viento) se mueva al mismo tiempo que éstas se mueven...?".
Y tampoco hay nada de asombroso en que si los instrumentos de viento nos llevan a las frías regiones sublunares y los de cuerda —como dotados de nervios humanos— nos sitúan aún más arriba, en el mundo cálido y luminoso del éter, sea posible el viaje de vuelta a través de la propia experiencia musical.
El alma siente curiosidad por descender y así se humaniza, pero, ayudada por la música, puede cumplir su sueño de regreso, acabar con el desasosiego de una nostalgia poderosa que no puede ser evitada pues es simplemente la nostalgia del paraíso.

Extractado y adaptado  de Ángel Medina: “El imaginario aéreo de la música: mitos, símbolos y realidades”. Barcelona, Ed. Anthropos, pp. 60 - 86.

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