sábado, 15 de diciembre de 2018

Elena Martín y la memoria de Ramón Barce


El 14 de diciembre de 2008 fallecía Ramón Barce. Ya escribimos por entonces que, sin la presencia inspiradora y amorosa de Elena Martín, Ramón “no hubiera sido el mismo, ni igual de feliz y, sin duda, nos hubiera dejado mucho antes”. Y tampoco hubiera sido igual la posteridad del compositor si su viuda no se hubiese dedicado a cuidar de su memoria a lo largo de todos estos años. 
Este 2018 se cumplen el décimo aniversario de la muerte y el noventa del nacimiento de Ramón Barce, así que Elena ha venido promoviendo una serie de conciertos, homenajes y otras actividades, recogido todo ello en la web del compositor ,http://ramonbarce.es/. Pero acaso la iniciativa más singular haya sido la edición de la correspondencia amorosa entre ambos. El volumen, a cargo de Elena Martín, se titula Llego sábado 23, con un subtítulo o aclaración que reza así: “Correspondencia entre Ramón Barce y Elena Martín de 1970 a 1977 y algunos recuerdos posteriores” (Madrid, Ed. Alpuerto, 2018). Incluye  un atinado prólogo de José Luis Téllez y un brillante texto de contracubierta a cargo de Juan Antonio Valor.
El libro presenta las cartas y postales de Ramón Barce en facsímil, lo que no comporta ningún problema cuando la caligrafía es clara, como aquí es el caso. Las cartas de Elena están editadas. Paralelamente, el libro contiene un inmenso aparato gráfico donde aparecen fotos de la época, postales, imágenes de objetos que formaron parte de sus vidas, billetes de tren, entradas de museos, programas de conciertos y mil cosas más que permiten captar ciertos matices de la personalidad de los protagonistas, así como el aroma de una época que empieza a quedarnos lejana. 
Un elemento muy valioso lo encontramos en las páginas de color sepia que jalonan el libro y que son las reflexiones actuales de la editora y coprotagonista de esta correspondencia. Aquí descubrimos lo que ya se apuntaba en sus cartas a Ramón, a saber, que estamos ante alguien que escribe estupendamente, con inesperados quiebros del tono, sutileza en las imágenes y claridad expositiva al servicio de una sinceridad absoluta. Esto último, dicho sea de paso, también llamó en su día la atención del compositor y constituye un rasgo distintivo de esta obra. Tanto, que puede incluso llegar a sorprender. 
Los estudiosos podrán encontrar algunos detalles de interés sobre la obra de Ramón Barce, pero no nos hagamos ilusiones: son pocos y principalmente referidos a ciertos aspectos de la ideación o motivación de la obra, lo que solemos entender por el concepto de poiesis
La correspondencia está centrada monográficamente en su relación amorosa, cuyo sesgo dramático se explica por las propias circunstancias de dicha relación. Ésta se inicia cuando Ramón llega como catedrático de Literatura al instituto donde Elena cursaba el Preuniversitario. Ella rondaba los veinte años y el ya había cumplido cuarenta. La primera postal es una felicitación para el año 1970. La diferencia de edad es notable, pero de ese hecho tan sólo cabe detectar un cierto tono paternal que se encuentra en muchos momentos de la correspondencia. Ramón la anima en sus estudios de Medicina, le aconseja que se alimente bien para que se mantenga sana, etc.; y ella se siente agradecida y protegida.
 Por otra parte, Ramón estaba casado con la profesora y escritora Elena Andrés. Pero la relación con Elena Martín fue creciendo, imparable. La sociedad del momento no podía soportar un adulterio de estas características, así que todo ocurría en la clandestinidad, con el consuelo de las numerosas cartas y de las continuas llamadas telefónicas en los poco cómplices teléfonos fijos de la época. Por momentos, se palpa una desesperación infinita, que sólo un amor construido para aguantar cualquier prueba podía superar.
Las tensiones de una relación tan compleja se manifestaron en diversos frentes. Uno de ellos se abre cuando a Ramón, eventualmente, le sale una actitud celosa y posesiva. Por ejemplo, cuando él está fuera de Madrid. Esto era muy frecuente por su actividad artística y por las largas vacaciones con su esposa, que considera un “paréntesis”, un “hastío horrible”, un vacío tenso en el que cuenta los días que le separan del reencuentro. Escribe a Elena y le confiesa que la echa de menos a todas horas. Pero, habiéndole dicho Elena que había ido al cine con un amigo, le hace ver que no le gusta nada que salga con otros. Elena reacciona casi con furia y lo pone de vuelta y media. Ramón se arrepiente, le reconoce lo mal que se siente y admite ser un poco “celtibérico”. No es el único detalle en esta línea recogido en sus cartas. En cierta ocasión, Elena le da las gracias por un ramo de flores que cree que le ha enviado Ramón; pero en realidad no ha sido él, así que el compositor parodia a Ortega y le dice que “Elena es Elena y sus amigos”, que son como las circunstancias inseparables de su ser. Pero estos deslices van seguidos de un arrepentimiento absoluto, propio del que se siente profundamente avergonzado de una de sus acciones y siempre con el atenuante de la intensidad de su amor.
Un segundo punto de interés tiene que ver con los planes de la pareja de enamorados. Entonces no existía el divorcio. La esposa de Barce (a juzgar por lo que se dice en ciertas cartas) hacía insoportable la convivencia y amenazaba a su marido con consecuencias muy graves si se iba. Por su parte, Elena estaba cansada de ser “la otra”. Pasaba el tiempo, pensaba incluso en que le gustaría tener hijos, pero todo continuaba en un equilibrio tenso e inestable. Ramón le llega a proponer a Elena dos opciones: que se casase con alguno de sus admiradores, que crease una familia, que tuviese hijos y que, si lo deseaba, siguieran viéndose. Y si ella no lo deseaba, no se verían, aunque se siguiesen amando hasta la muerte.
El gran tema de esta correspondencia es la ausencia. Más allá de las palabras dulces que son propias de cualquier enamorado, más allá de las tensiones derivadas de los humanos celos (que “aun del aire matan”, como escribió Calderón) y de la habida entre las pretensiones de Elena y la realidad familiar de Ramón, más allá de estos asuntos, digo, está la añoranza del ser amado, el dolor que causa la distancia, la ilusión por un próximo encuentro y, en suma, todas las emociones que suscita el sentimiento de la ausencia. 
En un momento dado, los acontecimientos se precipitan y Ramón abandona la casa familiar. Se acaban las cartas y empieza una vida en común, un tanto itinerante por diversos puntos de Madrid (Churruca, Salud, Valdevarnés, Puerta de Hierro, Mayor) y marcada por su hospitalidad a la hora de recibir a los más variados amigos, que ahora ya lo son de ambos. 
Reparo en la cantidad de años que hace que conozco a Elena y Ramón (40, en breve) y pienso en los matices que me dio a conocer este libro sobre dos personas tan queridas. Diría que, si bien Ramón nos ofrece momentos deliciosos y, en ocasiones, detalles de gran hondura,  se mueve con frecuencia en un tono un punto contenido, con la perfección literaria que le conocemos. Por el contrario, el ímpetu y sinceridad que destilan las de Elena nos han llegado al alma. Fue (y es) una mujer valiente, con pulso de escritora, inteligente e inquieta, y sus cartas y sus comentarios posteriores constituyen todo un descubrimiento

sábado, 1 de diciembre de 2018

Debussy y el wagnerismo (y 2)


Debussy no era un antiwagneriano (en el sentido como lo podría ser Fétis) sino un artista que deseó cumplir en vida lo que dejó inscrito sobre su tumba: Claude Debussy, músico francés, un artista que luchó ardientemente por la aparición de una música francesa que, tanto en lo instrumental como en la escena, acabase con el colonialismo a que estaba sometida.
Desde luego que algunos de sus escritos son verdaderas diatribas antiwagnerianas. Esto es público. Debussy repudió en múltiples ocasiones la grandilocuencia desorbitada de muchas escenas wagnerianas, el abuso del leit-motiv, un recurso -recriminaba- para uso de quienes no saben encontrar su camino en una partitura, fórmula tan tediosa y mecánicamente empleada en tantas ocasiones que desemboca en el absurdo; algo así, ironizaba, como si un invitado llegase a nuestra casa declamando líricamente su tarjeta de visita.
Tuvo también algunos logros en el difícil arte de la infamia. Por ejemplo, al definir como un “flirt acuático” el episodio de Albérich con las Hijas del Rhin. O calificar a la Tetralogía como “Bottin musical” -pero repare el lector en que Bottin no es sino el nombre de un grueso anuario del comercio parisino, cuya consulta debía de ser tan apasionante como en la actualidad una lectura exhaustiva del listín telefónico.
Pese a todo, Wagner fue para Debussy la representación del genio, un genio que puede equivocarse y con el que cabe no estar plenamente de acuerdo, por lo menos no estar de acuerdo gratuitamente. Pero un genio incuestionable. Y esto es evidente en los escritos de Debussy, lo que sin duda constituye el argumento más fuerte contra Wagner. Porque si elevamos a Wagner al reino de la genialidad, al lado de Beethoven, por ejemplo, estamos reconociendo su valor fuera de toda duda, pero estamos certificando su defunción en un aspecto, en el de artista capaz de suministrar ideas y planteamientos musicales adecuados para los nuevos tiempos (él, el artista del porvenir). Wagner deviene clásico, paradigma en el sentido de artista inmenso, pero nunca modelo a imitar. El arte wagneriano, “bello y singular, impuro y seductor”, como escribía Debussy, es entonces el canto de cisne de una civilización. Wagner sería (y recordamos una de las opiniones más malinterpretadas de Debussy) una hermosa puesta de sol que se tomó erróneamente por una aurora.
Se plantean inmediatamente dos preguntas. La primera podría formularse así: ¿Logró Debussy con su única ópera -Pélleas et Mélisande- distanciar definitivamente a la música francesa del drama wagneriano? De otra manera ¿es el Pélleas una alternativa francesa para la escena lírica? La respuesta ha de ser negativa por varias razones. De un lado, parece como si Debussy, después de haberse esforzado para desarticular la mayoría de las premisas artísticas de Wagner, cayese en la cuenta de que ni siquiera Wagner había seguido con fidelidad sus propias concepciones. O sea, que lo que Wagner componía no estaba de acuerdo con lo que Wagner teorizaba. La orquesta, dice, ha de completar la unidad de la expresión: el músico es el ejecutor de la intencionalidad del poeta, en perfecto acuerdo con dicha intención y al margen de toda arbitrariedad. Pero -genial contradicción- ocurre que en muchas ocasiones la orquesta habla al público con mayor elocuencia que los propios cantantes, abrumados por ella y condenados a una situación ciertamente embarazosa. Debussy, por el contrario, halló en el drama de Maeterlinck la posibilidad de dar a lo teatral un papel prioritario, mientras su música quintaesenciada subraya delicadamente lo que sucede. Hay incluso aspectos más explícitamente wagnerianos, tales como la relación argumental con el Tristán o los ecos del Parsifal en los interludios. (No olvidemos que el Parsifal supone para Debussy la creación wagneriana donde se respira más libremente). Utiliza incluso la melodía continua y el leit-motiv, pero no derrochándolo a manos llenas sino como una llamada a la memoria, llamada desvaída como corresponde a un drama de sombras, casi al margen del tiempo y de la realidad. No es de extrañar que Deems Taylor, en un artículo titulado “El wagneriano perfecto”, parodia por cierto del famoso escrito de Bernard Shaw, reconociese que “en cierto modo fue Wagner quien escribió Pélleas”.
Si en lo argumental y en parte de los procedimientos formales el Pélleas no supone una verdadera ruptura con Wagner -pese al fervor de los debussystas- la la siguiente pregunta viene por si sola: ¿Dónde radica la diferencia, por qué no podemos sustraernos a la consideración de la música de ambos como fenómenos esencialmente antitéticos?
En los escritos de Debussy, como ya hemos señalado, está presente la idea de que Wagner -ocaso genial- cierra brillantemente un ciclo de la música. No es otro el planteamiento orteguiano, con la particularidad de que el filósofo ve precisamente en Debussy al fundador de un nuevo ciclo musical. Así las cosas, parece que hay que poner en juego los conceptos de modernidadasimilación tal como los emplea Ramón Barce en el prólogo a su traducción de la biografía de Debussy escrita por H. Strobel. De forma que, v. g., Mahler pasa por un proceso de asimilación más la subsiguiente pérdida de modernidad, a cerrar el ciclo que parecía definitivamente concluso con Wagner. Y lo mismo, feliz hallazgo el de una historia que se revisa a sí misma, le ocurre después a Schoenberg.
Ahora bien, la trivialización de los dramas wagnerianos, debida a la enorme carga ideológica de sus textos (pero también de su música) suele ser proclive a poner de relieve el lado turbio de los mismos (caso Hitler, con Los maestros cantores), desembocando y sacando a la luz esa vidriosa mezcla, tan alemana, entre lo sublime y lo bárbaro de la que habló Thomas Mann en tantas ocasiones.
Tampoco la música de Debussy ha mantenido la “irremediable virginidad” ante las masas deseada por Orega. Ha sido asimilada, pero no del todo, y por eso le quedan destellos de modernidad que simbolizan el lado vigente de su obra y no, como quería Ortega, la parte eternamente impopular reservada para una élite de iniciados. Debussy respondió ante el wagnerismo en Francia con una altura moral y musical muy por encima de la mayoría de sus colegas, cumplió las consignas de claridad y orden que habían dado gloria a la escuela francesa, dejó abiertas inmensas posibilidades para la creación musical en el terreno de la articulación y la armonía y, a mil leguas ideológicas de Wagner, mantuvo a su música neutral, realizando premonitoriamente el sueño -sueño de Luciano Berio y sueño imposible- de presentarla ante el mundo desarmada.

Texto procedente, sin modificaciones significativas, del Libro programa del centenario de Wagner (1983) en el Festival de Música de Asturias de la Universidad de Oviedo.   n8jun                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                  iedo.