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martes, 1 de octubre de 2024

Algunas metáforas y comparaciones músico-literarias


La música ha sido, es y será objeto de atención en el seno de las creaciones literarias. Aparece a lo largo de la historia en poemas y prosas de todo tipo. Su carácter aparentemente inmaterial y etéreo determina que se la aproveche frecuentemente para construir metáforas o comparaciones teñidas de esa misma condición sutil y aérea. Los sonidos de la naturaleza, por ejemplo, suben un peldaño cuando se los describe con algún tipo de evocación musical. Así, en la loa para el auto sacramental El jardín de Falerina (no confundir con la comedia homónima), Calderón de la Barca relaciona los cuatro elementos con la música de una manera muy elaborada. Atribuye una serie de cordófonos al Agua y a las sonoridades que son propias de este elemento. Los violines de los mares y de las fuentes, los salterios y las cítaras de los ríos, las arpas de los arroyuelos son las metáforas que usa y que forman parte de otra que las engloba, puesto que:

 

“todas son del Agua,

cláusulas, supuesto

que vienen a dar

en un punto mesmo 

para la harmonía (…)”

 

En efecto, al igual que las aguas de la tierra van a dar al mar, así las diversas partes vocales y/o instrumentales de una composición se mueven hacia las cadencias (pues eso es lo que significa aquí el término ‘cláusula’) que puntúan el fraseo para fundirse en una sonoridad en reposo que resuelve las tensiones del proceso.

En cuanto al elemento Aire, Calderón organiza toda una tipología de vientos recurriendo a los aerófonos y a la percusión: el clarín del céfiro, el pífano del aura (viento suave) en el eco, la trompa del ábrego en el muro, la caja del cierzo en la campaña. También en este caso las metáforas quedan subsumidas en otra más amplia, ya que todas son “música y batalla” y confluyen en un mismo punto ”para la harmonía / de su vago Imperio”. Procedimientos similares se pueden observar cuando habla de la Tierra, vista como un libro pautado de música; y del Fuego, donde las imágenes se refieren a las voces de la polifonía (tiple, contralto, etc.). Nótese que las cuatro voces se asocian al Fuego, en contraste con la tradición que distribuía el cuarteto vocal clásico entre los cuatro elementos de acuerdo con una jerarquía del grave al agudo, según postulaba Zarlino. Esta loa, dicho sea de paso, ya fue reproducida en la Historia de la música española de Mariano Soriano Fuertes, aunque solo como testimonio del gusto por los instrumentos de la época de Calderón.

Existen muchos otros sonidos de la naturaleza que se convierten en música. La “alada orquesta” es una metáfora repetida en diversos autores para referirse a una bandada de pájaros en pleno gorjeo. Rubén Darío escribe, al comienzo de su poema “A Mercedes García Zabala” (Álbumes y abanicos):

 

“¡Hermosa: hoy están de fiesta

Los lirios de la floresta

Las rosas de Alejandría

Y la dulce alada orquesta

Que saludó al nuevo día!

 

En Azul, este mismo poeta alude a unas aves que dialogaban en “lengua rítmica y alada”. Y volviendo por un momento a Calderón, vemos que en Psiquis y Cupido se refiere en alguna ocasión a la “alada Capilla”, siempre pensando en el canto de los pájaros como música, pero orientando al lector hacia la agrupación musical más nombrada en su tiempo, que era la capilla de música de las catedrales y otros centros religiosos o y civiles.

En el curso de nuestras lecturas hemos tropezado con metáforas o comparaciones muy ocurrentes. En Los vagabundos del Dharma, Jack Kerouac compara el rebuzno de un burro con los cantos tiroleses. Se refiere a esa parte del rebuzno donde el animal emite un sonido agudo y otro grave, repitiendo este deje varias veces. O sea, en cierto modo como el ‘yodel’ tirolés, donde hay constantes saltos de la voz ordinaria al falsete. Por cierto, en El otro a ratos ya se prestó atención a los rebuznos y a la asinología o ciencia asnal, por si alguien desea saber algo más sobre tal portentosa manifestación sonora. 

No menos singular es un hallazgo que descubrí en Lecciones, de Ian McEvan. Se alude a una partitura abierta sobre el atril del piano. La escena se desarrolla en el aula de música de un internado y la protagonizan un niño y su joven profesora. Se pone por un momento el foco en las claves de Sol y de Fa con que se escribe normalmente para este instrumento. McEvan habla del “severo bucle erguido de la clave de sol”, y de “la clave de Fa enroscada como el feto de un conejo” que el alumno había visto en el libro de Biología del colegio. A mi me parece que, teniendo en cuenta el papel central de la profesora de piano en la historia del protagonista de la novela, la metáfora de la clave de Sol y la comparación de la clave de Fa vienen a ser un resumen del drama que acabaría marcando aquella relación desigual entre la bella profesora y el menor. La imagen del bucle podría simbolizar el tremendo y peligroso enredo, de sabor agridulce, que marcó para siempre la vida del niño, su iniciación sexual y el fracaso de las expectativas creadas como posible virtuoso concertista de piano. La clave de Fa, con ese bizarro símil del feto de un conejo, redobla los simbolismos agoreros de aquella partitura abierta en el piano en torno al que discurrían las clases y mucho más. Ese feto enroscado de la clave de Fa evoca, al principio de la novela, el germen de un problema existencial de una magnitud que solo muchas páginas después alcanzamos a comprender.

Paola Peretti, en El árbol de las cerezas, completa la imagen siniestra de una partitura con una metáfora sobre las propias figuras musicales que se explica por la mala vista de la protagonista: “Para mí son hormigas inmóviles sobre una raya negra”. 

Hablando de pianos y de virtuosos, procede recordar el conocido testimonio de Franz Liszt. Se lamentaba enérgicamente de que lo animasen a dedicarse a la ópera, cuando su identidad y su más alta capacidad de trascendencia se hallaban en el piano, que le resultaba tan inherente a su ser artístico como, entre otras imágenes, lo era “el corcel para el árabe”.

Hay asimismo instrumentos imaginarios, buen caldo de cultivo para metáforas y comparaciones. Este es el caso del ‘contapiporro’, término que da título a un curioso poema de Gerardo Deniz. Sabemos que es gigantesco y que se eleva “sobre el pepinar de la orquesta”, de donde salen las metáforas “espantapájaros maniacodepresivo” o “cisne monstruoso”. La mención al concierto para la mano izquierda (se sobreentiende que de Ravel) permite deducir que este contrapiporro tiene su origen en el contrafagot, pues, como este, también ataca “líneas adicionales profundas”; o sea, sonidos muy graves, como los de violoncelos, contrabajos y contrafagot en el inicio del concierto citado. Pero en el poema hay un lado fabril, industrial, que nos hace pensar en una chimenea que “ojalá emitiese humo caco al sonar”, lo que no deja de ser una admirable sinestesia. El poema es complejo y encierra muchas claves, pero nos basta con estas puntuales menciones para captar la poderosa, metafórica y visionaria lengua del poeta mexicano.

Escribo esto un viernes y pienso que ocho días atrás también fue viernes y ocho días adelante lo será de nuevo, aunque hay algo distintivo en cada uno de ellos. Guido d´Arezzo comparó la vuelta del mismo día (tras el paso de los siete de la semana) con el retorno de la misma nota tras la enumeración de las siete distintas de que consta el sistema): A, B, C, D, F, G, a, donde ’a’ es la octava aguda de ‘A’ (La), unidas por esa proporción dupla que las vincula con vocación no lograda de unísono. tan mismas, tan distintas. 

Oigo a lo lejos unas campanas. O sea, los “plectros o lenguas de hierro”, como las llamaría el P. Cases en el siglo XVIII. Veo automóviles, imaginados por Proust –En Memoria de las iglesias asesinadas– como “órganos rodantes”, con sus cambios de registro y todo (las marchas). Lo que parece sugerir esta pequeña muestra de figuras literarias basadas en la música es que esta disciplina eleva el término real de manera sustantiva. Las cualidades de la música se trasladan a los ríos, al canto de los pájaros, a los automóviles y a casi cualquier cosa que tenga alguna capacidad sonora. Se advierte una cierta idealización, como si el famoso poder de la música se manifestase hasta en la simple mención de algunos de sus elementos. He ahí otra de las grandezas de nuestra disciplina.

Referencias

Calderón de la Barca, Pedro. Loa para El jardín de FalerinaAutos sacramentales, alegóricos y historiales. T. VI. Madrid, Oficina de la viuda de don Manuel Fernández, 1760.

Calderón de la Barca, Pedro, Psiquis y Cupido (Toledo), ed. Enrique Rull, Pamplona– Kassel, Universidad de Navarra–Reichenberger, 2012.

Darío, Rubén: Azul. Santiago de Chile, Pequeño Dios Editores, 2013.

Deniz, Gerardo. “Semifusas y fagotes”. Pauta, vol. XXXII, nº 134, 2015. En este número de la revista, además del poema comentado, se publican varios artículos sobre la obra poético-musical de Gerardo Deniz.

Kerouac, Jack. _ Los vagabundos del Dharma, Madrid, Anagrama, 2022.

McEvan, Ian. Lecciones. Traducción: Eduardo Iriarte Goñi. Barcelona, Ed.

Peretti, Paola. El árbol de las cerezas. Barcelona, Planeta Audio, 2020.


. Anagrama, 2023.

Peretti, Paola. El árbol de las cerezas. Barceoona. Planeta Audio, 2020.

lunes, 29 de abril de 2024

Clive Linley, el imaginario compositor de ‘Ámsterdam'



Ian McEvan ganó el premio Booker en 1998 con una novela titulada Ámsterdam, publicada ese mismo año. El escritor británico propone una trama de asuntos existenciales que se despliegan sobre el telón de fondo de la política del Reino Unido en las postrimerías del siglo XX. Uno de los protagonistas del relato es Vernon Halliday, director de un periódico que ha de coquetear con el amarillismo para ganar lectores. El otro es Clive Linley, reconocido compositor al que se le ha encargado una sinfonía para celebrar la llegada del nuevo milenio. Pese a la vieja amistad que los une, no faltan tensiones entre ellos que conducen a un final sorprendente y dramático en los días del estreno de la sinfonía en Ámsterdam. 

El retrato de Clive Linley presenta detalles que descubren los procesos de poiesis o ideación de la obra encargada, junto con penetrantes indagaciones estéticas acerca de lo que se desea entregar al público. El músico es una persona un tanto particular. En el curso de sus largos paseos por el Distrito de Los Lagos se topa en dos ocasiones con sendas escenas de agresión a mujeres. Había un violador que operaba en aquella zona. Pero el compositor no interviene y ni siquiera avisa a la policía. Está en vena creativa y esos asuntos le distraerían de su arte, que es lo único importante para él. En fin, que moralmente es un miserable. 

El encargo ya está muy avanzado, pero se le resiste el final. El narrador refiere una jornada de trabajo del compositor. Está escribiendo la sección que ha de conducir a la conclusión. Es un pasaje que el músico imagina “como una larga y vieja escalinata que fuera perdiéndose de vista hacia lo alto”. De modo que Clive Linley se acoge, como tantos otros antes, al magnetismo y poderío simbólico de la metáfora escalar. Su impulso artístico coloca al músico en el eje de la verticalidad, donde da primacía a la dirección ascendente. Es la imagen preferida de los místicos (Jan van Ruusbroeck, san Juan de la Cruz…) y ya está formulada en la bíblica escala de Jacob, paradigma de todas las escaleras que comunican la tierra con el cielo, lo material con lo inmaterial, lo corruptible y lo eterno, lo humano y lo divino. 

La ascensión escalar de la sinfonía conduce a un clímax y a una disolución final en un paraíso de anegamiento y reposo. Para tal desenlace le falta concebir una melodía que pudiese quedar –más allá del estreno de la obra– como símbolo de una época, un tema cual el de la “Oda a la alegría”, de la Novena de Beethoven, a modo de himno del género humano. Una melodía para la que Linley –siempre con la autoestima muy alta– soñaba con un éxito semejante al de “Nessun dorma” (Puccini: Turandot) en la versión de Pavarotti del Mundial de fútbol de Italia de 1990. Convivirían allí el pésame por el convulso siglo que se iba y la alegría por sus logros, relata McEvan. En todo caso, el narrador omnisciente insiste en que Clive desea “plasmar tal tránsito ascendente en una suerte de metáfora de peldaños antiguos y labrados en piedra”.

Se aceptaba en el mundillo musical que, junto con Paul McCartney y Franz Schubert, Linley era un compositor con dotes para la creación de melodías capaces de calar en la memoria sonora de la gente. El músico se considera heredero de Vaughan Williams, lo que ya dice bastante sobre su estética, que cualquiera podría considerar conservadora. De hecho, se le atribuye un texto a modo de poética musical. Se titula Recordar la belleza y se fecha en 1975. En él arremete contra el modernismo de las vanguardias, ya institucionalizadas por entonces, con sus músicas atonal, aleatoria, electrónica y serial, esta última mal traducido como “secuencia tonal”. Se plantea qué música hay que ofrecer al público y propugna una vuelta a la belleza y a la comunicación. En otras palabras, certifica el descrédito de los movimientos de avanzada y no queda del todo claro si reivindica un modo de hacer puramente convencional o si acaso su visión incluye un cierto guiño posmoderno. 

Lo que me llama la atención es el hecho de que todas estas disyuntivas no son enredos de la ficción, sino realidades que se discutían en el ámbito de la música académica de las décadas postreras del siglo XX. Cuando uno se mete en la estética de este compositor ilusorio no le vienen a la cabeza los nombres de Pierre Boulez, Luigi Nono , Xenakis, Luis de Pablo o tantos otros de línea experimental o innovadora. Diego Fischerman encuentra “un equivalente al Clive Linley de la novela” en “el inglés Nicholas Maw” (1935-2009). Este compositor y profesor gozó de un sólido prestigio y firmó obras que siguen en el repertorio, particularmente en el ámbito anglosajón. Así que la comparación no es ociosa, aunque habría que limitarla al tinte neo-romántico de parte de su producción. Espigando en su estética imaginada encontramos muchos puntos en común con ciertas líneas del pensamiento crítico de los años 70 sobre la obsolescencia de las vanguardias y la necesidad de revisitar a los maestros manteniendo una posmoderna distancia. Los escritos de Miguel Ángel Coria podrían ser un buen ejemplo de este proceso en España.

En el ensayo sobre su poética, Linley se burla de un concierto subvencionado, una especie de happening desarrollado ante escasos espectadores. Más allá de la descripción burlona de la acción, me interesa destacar el pensamiento crítico que se desprende de sus opiniones sobre ciertas nuevas músicas subvencionadas. Tal posición concordaría –a mi juicio– con las apreciaciones Menger, que llega a definir a los compositores contemporáneos, según refiere Antoine Hennion, como un "conjunto creciente de creadores administrativamente autorizado a escribir por encargo". Linley reivindica la vuelta a la eufonía, el valor permanente de la melodía, la armonía y el ritmo y cree que hay que librarse de esos “comisarios” que la deshumanizan con sus métodos antinaturales. 

Considera el compositor que las historias de la música ofrecen unos contenidos muy sesgados y que, si se hiciesen correctamente, situarían a las músicas populares urbanas como las grandes aportaciones de la segunda mitad del siglo XX. Puede que exagere, pero la Musicología internacional más consciente evitaba ya entonces (y aún evita más ahora) la vieja distinción entre músicas académicas y populares e incluye a estas últimas en sus planes de estudio, proyectos editoriales y entre los objetivos de las más cualificadas investigaciones.

El compositor estaba preocupado por su posteridad, por su prestigio y por la permanencia de su obra. Porque, a fin de cuentas, Clive Linley no reprimía la noción de que él era un genio. No lo verbalizaba, claro, pero a veces se dejaba llevar por esa quimera, aunque el propio relato se encarga de subrayar que en el Reino Unido hubo grandes compositores, como Purcell o Britten, pero no un Beethoven.

Por fin, llegan los días de los ensayos para el estreno en Ámsterdam, en la célebre Concertgebouw, El compositor tiene una cierta desazón porque sabe que hay algo de fallido en el cierre de la obra. El novelista sigue dando detalles muy precisos, tanto del desarrollo del ensayo como de los ideales que mueven al compositor. El sueño de expresar lo inefable se explicita con brillantez literaria. Se habla de. “crear ese placer a un tiempo sensual y abstracto”, de evocar lo que está “más allá de nuestro alcance”, entre otras alusiones a una concepción casi sacralizada y profundamente mística de la creación musical. 

En cuanto a la obra, se da cuenta de que le quedó más grandilocuente que profunda: “malograda”. No pudo hacer unos últimos arreglos en ese tema para el que tantas expectativas veía en el horizonte. Es como si la justicia poética hubiese estigmatizado un pasaje nacido precisamente en sus paseos por el Distrito de Los Lagos, mientras se desentendía olímpicamente de cuanto sucedía ante sus ojos, incluyendo las agresiones a mujeres antes citadas. El fracaso, sin embargo. no fue lo peor que le ocurrió a Clive Linley, el artista que se olvidó de que la estética no suele prosperar sin la ética. 

 

Referencias

 

 Diego Fischerman: “Las esculturas sonoras”. Página 12. Web: 

https://www.google.es/url?sa=t&source=web&rct=j&opi=89978449&url=https://www.pagina12.com.ar/2000/suple/radar/00-04/00-04-09/pagina3.htm&ved=2ahUKEwju5-WF6b6FAxU6fKQEHcfeCq8QFnoECA4QAQ&usg=AOvVaw1zDqpXUSe83Hibsa_TtPUG

 

Antoine Hennion: La pasión musical. Barcelona, Paidós Ibérica Ediciones, 2002, p. 133.

 

Ian McEvan: Amsterdam. Trad.: Jesús Zulaica Goicoechea. Barcelona, Ed. Anagrama, 1999. Audiolibro en la plataforma Audible, 2023.