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jueves, 1 de mayo de 2025

El portentoso organista maese Pérez (y su espectro).



Las Rimas y leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer, son uno de esos libros que todo el mundo conoce, en parte porque eran –y quizás sigan siendo– de lectura ç obligatoria en muchos centros de enseñanza secundaria, y en parte también por su innegable belleza y altura literaria. Dentro de las leyendas, me detengo hoy en una de las más célebres y apropiadas para este sitio (con permiso de El miserere), titulada Maese Pérez el organista, que data de 1861Traigo así a El Otro a ratos a un nuevo organista de ficción, como ya hice con Pistorius (H. Hesse) o con el de La Regenta (Clarín) y pretendo insistir más adelante con algún otro ejemplo.

La historia arranca con el narrador –se sobreentiende que es el propio Bécquer– a punto de asistir a la misa de gallo en el convento de Santa Inés (Sevilla); por tanto, en el siglo XIX. Una comandadera de la casa le cuenta, antes de entrar, una leyenda sobre cierto prodigioso organista del monasterio. Sin embargo, tras la celebración, sale tan decepcionado del órgano como de «los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche». No hay alusión a parte vocal alguna, de modo que el término ‘motete’ queda un tanto confuso, aunque es cierto que hubo glosas organísticas sobre canciones y motetes.

La causa de que no haya nada de prodigioso en el sonido del órgano de Santa Inés –le explica la citada recadera— es que ya han pasado los tiempos de maese Pérez y de los hechos sobrenaturales acaecidos tras su muerte. Además, se había sustituido el viejo órgano por uno nuevo y, con ello, el espectro de maese Pérez había dejado de acudir cada año a la misa de gallo. El caso es que, según la narración, el citado monasterio había contado antaño con un organista tan extraordinario en su oficio como humilde en su forma de vida. Era ciego, al igual que otros de su mismo oficio lo fueron en la realidad; por ejemplo, Salinas, Cabezón o Nasarre. Había empezado a trabajar con su progenitor desde niño, como entonador; es decir, encargado del fuelle. También sabía componer el órgano; o sea, arreglarlo a modo de organero. Y tocaba maravillosamente. Tenía una hija que, a su vez, se ocupaba de los fuelles y que asimismo tocaba tan notable instrumento.

La misa de gallo se celebra a las doce de la noche del día de Nochebuena, en su paso al día de Navidad. En la época de la leyenda, siglos atrás, el arte de maese Pérez brillaba aún más de lo habitual. De hecho, ese día la iglesia del convento se llenaba de fieles, sin duda movidos por la raigambre de esa celebración y no menos por la calidad de la música que se escuchaba. Las familias nobiliarias sevillanas y el propio arzobispo, todos con sus séquitos, así como muchas gentes de toda condición asistían a dicha misa en Santa Inés, Ni siquiera la catedral podía competir con aquella majestad que el inspirado maestro obtenía del órgano. 

También el «populacho», en expresión de Bécquer, resultaba imprescindible en la misa de gallo: «Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas entonando villancicos con gritos desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar. las iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano». 

Hay una gran expectación. Se corre la voz de que maese Pérez se ha puesto muy enfermo. Pese a que ya se había ofrecido cierto advenedizo para ocupar su sitio, nuestro organista, que se ve en las últimas, quiere despedirse de su amado órgano. Lo suben en un sillón y comienza la misa. Hasta este momento, la narración había venido avanzando guiada por los comentarios de la recadera, en el tiempo del autor, o de una vecina –de extracción igualmente popular–, en la época de la leyenda. En suma, por informantes que conocen la tradición. En los momentos centrales de la historia, es sobre todo el Bécquer más elevado quien habla y se esmera en la descripción del ambiente de luz y alegría que recorre las naves. Al fin y al cabo, se trata de recordar el nacimiento de Jesús. 

La misa comienza y el escritor despacha buena parte de su contenido en pocas palabras y sin mención especial al órgano. Con esta estrategia consigue llevar muy rápidamente la tensión a un punto culminante y este es el momento de la Elevación, tras la Consagración. En esta parte, el sacerdote eleva la hostia sobre su cabeza (el cuerpo de Cristo) y luego el cáliz (la sangre de Cristo). En cuanto a la música para este momento, existen diversas opciones. Hay quienes han teorizado sobre la necesidad de guardar silencio en esta acción tan simbólica, pero lo cierto es que la tradición de componer música para dicha fase de la eucaristía está muy extendida. No era raro, por ejemplo, que sonase laMarcha Real (actual Himno nacional) en determinadas ocasiones y aún lo hace en la multisecular misa de gaita que se conserva en Asturias como Bien de Interés Cultural. Abundan también las músicas delicadas, sutiles, aéreas, que nos transportan a las más altas sugerencias espirituales. 

Maese Pérez traza una especie de triunfo celestial, donde quieren resonar las voces de los ángeles, los cantos de los serafines, al lado de efectos tímbricos y dinámicos que suponen la más absoluta suspensión de los sentidos por parte de los asistentes, de cuyos ojos brotarán gruesas lágrimas al acabar este momento crucial. Expresiones como «torrente de atronadora armonía» u «océano de misteriosos ecos» jalonan el poético relato de este momento. 

Al final de un proceso musical que parece fundir mil melodías en un solo mensaje, «quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz». Justo en ese momento, la hostia aparece sobre la cabeza del oficiante, en medio de una nube de incienso. Por entonces, el sacerdote celebraba la misa de espaldas a los fieles, de aquí que las rúbricas prescribiesen que el celebrante había de bajar la cabeza y elevar la hostia por encima de ella para que la parroquia la viese. Viene entonces el colofón del proceso, que merece la pena recordar con las propias palabras de Bécquer: «En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía trinando, se abrió, se abrió y una explosión de armonía gigante estremeció́ la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido, y cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces». Aún falta una coda acorde con toda la grandeza desarrollada hasta el momento. Escribe Bécquer: «De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde, se desarrolló un tema; y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al nacimiento del Salvador».

Las evocaciones de los cuatro elementos se entremezclan en el relato siendo expresas las referidas a la tierra, el agua y el aire que circula por los tubos metálicos, a su vez fundidos con el fuego de la forja y con el fuego del espíritu artístico de maese Pérez. En otras palabras, hay aquí un concierto o armonía universal al modo de la concordia de los elementos del pensamiento antiguo. Mas es el arte único de maese Pérez lo que otorga a sus interpretaciones la reminiscencia de los mundos supraterrenos y celestiales. Dios vino a la tierra y esta conecta con el cielo, porque la música de maese Pérez es la escala de Jacob que consigue tal milagro. 

El órgano sigue sonando, pero ahora ya debilitado y lejano, trasunto de la quebrada salud del músico. Se oye un raro sonido disonante y el grito desgarrador de la hija de maese Pérez. El maestro había muerto. Naturalmente, los comentaristas de Bécquer –Caparrós, por ejemplo– han establecido paralelismos entre la muerte real del músico en la tribuna y el sacrificio simbólico que se opera simultáneamente en el altar.

La esfera sobrenatural se abre al año siguiente por esas mismas fechas navideñas. El organista advenedizo de San Bartolomé (posteriormente de San Román), hombre soberbio, envidioso y por añadidura mal músico consigue hacerse con el puesto de Santa Inés. Las gentes del pueblo quieren boicotear su actuación y así lo hacen en el primer acorde. A estos efectos, vuelven a sonar los instrumentos populares: « Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho alzaron sus discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos». Pues, ¡oh, sorpresa!, aquello sonaba muy bien, como lo haría el organista fallecido. El impostor acepta los elogios cuando baja de la tribuna, pero está demudado. Quien había tocado era el espectro de maese Pérez. El nuevo ya no quiere tocar más en Santa Inés. Lo hará en la catedral, con total fracaso. 

Por su parte, la madre superiora anima a la hija de maese Pérez para que toque ella. Esta descubre con gran susto que el ánima de su padre anda por allí, ante la incredulidad de la superiora. Un día ambas oyen el órgano sin que se vea a nadie que lo toque. Es el espíritu de maese Pérez, que lo hará sonar desde entonces en las sucesivas misas de gallo. Bueno, hasta que se lo cambian y se va para siempre.

Añado unas líneas para comentar que las dos citadas alusiones a los instrumentos populares se sitúan en tiempos de la leyenda, pero sabemos que estas prácticas se habían intensificado en el siglo XIX, en tiempos del escritor. Tanto es así que en el seno de la Iglesia y entre músicos e intelectuales surgió un movimiento de reforma cuya ratificación más clara fue el motu proprio sobre la música de Pío X /1903). Era la vieja lucha de la severidad contra el hedonismo. La iglesia puso la proa contra las músicas religiosas de sabor teatral o profanizante y contra los instrumentos que etiquetaba como «fragorosos», cual los metales de las bandas o los tambores y similares. Esta batalla resultó muy dura. Baste decir que afectó incluso al arraigado Miserere de Eslava de la catedral sevillana. Pues, en efecto, fueron las premisas del motu proprio las que animaron al cardenal Segura, en plena posguerra, a prohibir el Miserere durante años.

El convento de Santa Inés ha sabido guardar la memoria de esta leyenda. Una inscripción sobre azulejos, colocada por el Ayuntamiento de Sevilla en 1970, recuerda que el templo fue el espacio de esta fantástica narración. Más recientemente, hubo escenificaciones del relato. Paralelamente se estudian sus fondos musicales, se restauró el órgano, no sin polémica, y la iglesia se convirtió en un lugar al que acuden las gentes de fe, los turistas y hasta algún programa televisivo de temáticas paranormales. Las monjas clarisas siguen allí, con su recoleta vida monástica y su sabrosa repostería. Por su parte, la literatura de Bécquer continúa admirando al mundo, entre otras cosas por la facilidad con que nos hace pasar de lo natural a lo sobrenatural; y acaso también porque algunas de sus prosas son tan poéticas que parecen música.

 

Ilustración: Fachada de órgano. Bedos de Celles: L´art du facteur d´orgues. París, 1761. Gallica- Bibliothèque nationale de FRanc . Web: L'art du facteur d'orgues. Partie 2-3 / . Par D. Bedos de Celles,...


Referencias

Gustavo A, Bécquer: La Creación. Maese Pérez el organista. Frankfurt A. M., Verlag Moritz Diesterweg, 1925.

Luis Caparrós Esperante¨ «Bastidores de una escritura: “Maese Pérez el organista”». Ibero-romania, 57, 1997, pp. 53.66.

 

miércoles, 19 de octubre de 2016

El imaginario aéreo del órgano (y 2)

La necesidad que tiene el órgano de recibir aire continuamente implica la existencia de un pulmón artificial —el fuelle— que se pliega en sus abanicos y que se conecta y penetra en el instrumento insuflando un aliento fértil que anima aquella fragua de sonidos.
Los entonadores, que así se llaman los antiguos encargados del fuelle, adoptaban distintas poses en función de los variados sistemas de transmisión del aire. Pueden asemejarse a funambulistas, como al parecer ocurría en cierto órgano de Sevilla, donde un muchacho tenía que recorrer arriba y abajo una barra conectada a fuelles enfrentados, según lo describió Riemann. A veces presionan los fuelles con los pies, como pisadores de uva, o parecen remar de una extraña manera, como ocurre en otros casos.
El aire informe se transmuta en un aire canalizado, que trata de ser constante y que es fecundo, como un soplo divino, pues deviene sonido organizado y sustancia musical acto seguido.
Ya desde su misma entrada en el fuelle, el aire sufre un proceso de purificación, pues se solía poner una gasa o rejilla a modo de cedazo en la boca del fuelle, según aconsejaba Riemann, para que no entrasen partículas o insectos arrastrados por la corriente que pudieran estropear los mecanismos interiores del órgano.
Por otra parte, los constructores garantizaban en sus contratos que el trabajo sobre el fuelle no requería más fuerzas que las de un niño o niña de seis u ocho años, o el de un anciano, como en un triunfo de la mecánica y de la liviandad acorde con el carácter fundamentalmente espiritual del instrumento.
 ***
El peculiar mecanismo del órgano implica que todo el aire pasa a través de unas conducciones de madera que van forradas en su interíor con fieltro o piel curtida. Tenemos después el “arca de viento”, espacio de aire general para servir a las necesidades del órgano.
Llega así el aire a unas cajas interiores llamadas “secretos”, que conectan mediante unos orificios con las distintas tuberías. Es una verdadera “Anemoteca”, por emplear el término cultista de algunos teóricos, término que también enlaza los conceptos de aire y de animus , como nos recuerda Michel Mansuy a otros efectos. Sus orificios están tapados y es el organista quien los destapa haciendo que el aire vaya por un sitio o por otro hasta llegar a los tubos previstos, determinando así el sonido y el timbre.
Ello significa que el organista es verdaderamente un Señor de los Vientos, un nuevo Eolo que organiza el fluir aéreo de su universo en toda la gama de los vientos, desde el suave céfiro hasta el norte agalernado.
No hay laberinto en los cientos de tuberías que puede tener un órgano. El aire es dominado desde el primer momento. Todo se produce mediante la voluntad ordenadora del organista, que sabe los resultados que se derivan de abrir unos u otros caminos para el aire prisionero.
Y allí, no asombra su mecánica de manos y pies, su movilidad física para abrir y cerrar registros, conectar teclados, etc., sino que asombra el milagro estrictamente secreto que se desarrolla en el interior del órgano, en esa caja matriz, donde el organero o constructor solía dejar su firma, un espacio que se erige en el epicentro de la creación interpretativa, mediante un control del aire incomparable. Es el triunfo, hay que insistir, del Señor de los Vientos sobre el secreto aire encrucijado de su reino.
Es así como el organista puede abrir la espita de las bajas vibraciones y entonces surge el zumbido animal, o bien preparar unas combinaciones con registros de voces humanas, o promover un episodio Ilautado en el agudo, de clara movilidad ascensional y aérea. Todo cabe en el órgano. pero todo se produce mediante la más pasmosa “domesticación” del aire operada en instrumento musical alguno.
Partimos de un aire continuo que nos viene de fuera. Pero inmediatamente lo purificamos, lo regulamos, lo canalizamos, lo retenemos o lo dejamos salir por determinados sitios, como en un sonoro sistema de aire acondicionado que es la suma de toda la naturaleza aérea de la música y que puede constituirse en el símbolo de la Armonía del Nacimiento del Mundo, como nos mostró Kircher en una célebre ilustración de su Musurgia Universalis.

Referencias
Extractado de Ángel Medina: “El imaginario aéreo de la música: mitos, símbolos y realidades”.. Barcelona,  Ed. Anthropos, 1999, pp. 60 - 86. 
Ilustración: órgano de la Catedral de Oviedo.




jueves, 13 de octubre de 2016

El imaginario aéreo del órgano (1)

  La evolución del órgano, que llega a la elefantiasis en los modelos del XIX, ha motivado la existencia de todo un imaginario de naturaleza terrestre referido a este instrumento. Es indiscutible que un órgano romántico a pleno rendimiento impresiona siempre y que hay algo de telúrico en su clamor. Dejo hoy de lado los conocidos simbolismos terrestres y me centro en los que proporciona otro elemento, el Aire, no menos significativos en la construcción del imaginario que le rodea.
De entrada, su ubicación elevada y el simbolismo ascensional de la escalera de acceso al instrumento contribuyen a perfilar una imagen del organista como mediador y Señor de los Vientos. También el material de que están construidos los tubos puede tener connotaciones aéreas. Los organeros de los siglos XVI al XVIII se comprometían en sus contratos a utilizar buen estaño inglés, susceptible de mezcla con plomo para determinados tubos. Los contratos que ha recogido Louis Jarnbou, en el segundo volumen de su obra fundamental sobre el órgano español, son ilustrativos a este respecto.
Un teórico como Pablo Nasarre también aconsejaba que los tubos fuesen de estaño. Pero además de las razones de mejor sonoridad, conocidas en la práctica, aducía con toda convicción que el estaño es un metal bajo el influjo ele Júpiter y capaz de dar un sonido más aéreo y sanguíneo, frente a los tubos con mucho plomo, que suenan de manera saturnal, melancólica y terrestre.
***
La ubicación del órgano, habitualmente en lo alto, como un ídolo formidable, aéreo sobre el suelo de los templos y a veces más cerca de la encastillada campana que del altar, constituye toda una clase de teología. Es, desde luego, un espacio idóneo para la mediación. Además, existen razones acústicas que algunos teóricos han explicado. Nasarre, en su capítulo sobre el eco, defiende la ubicación de los órganos en sitio elevado a fin de dejar más espacio para que la reverberación del sonido no cree confusión: "dará más gusto el órgano si estuviere situado en el puesto de mayor altura”.
Su aspecto externo tiene un sentido arquitectónico autónomo. La disposición de los tubos se organiza en diversos castillos. Y tiene —o puede tener— fachadas, frontis, columnas, puertas, almenas, escudos nobiliarios, en suma, una imagen reducida pero poderosa de la Jerusalén celeste.
Los órganos presentan un cierto aspecto defensivo por todo lo dicho. Mas en el mundo ibérico el sesgo militar aumenta merced a la disposición en horizontal de una batería de tubos con sonido de trompeta real o de batalla, que los organeros se comprometen, en sus contratos, a disponer precisamente a manera de “artillería”.
***
Al órgano se accede por unas escaleras, muchas veces estrechas y de caracol, que resultan más iniciáticas que cómodas. No están abiertas para cualquiera, como no dejan de recordarle al organista de vez en cuando los acuerdos de los cabildos recogidos en las actas capitulares de nuestras catedrales, como éste tan ilustrativo de Segovia, de 1524, publicado por López-Calo:
“Mandaron que el organista non consienta entrar en los órganos a persona alguna de fuera de la iglesia, so pena de cuatro reales por la primera vez e por la segunda ocho reales, e por la tercera privación de organista”.
Cierto es que el coro alto podía abrirse en algunas ocasiones especiales, por ejemplo para ciertos oficios de Nochebuena, pero sólo para “personas principales”, según señalan las actas de Burgos en 1561 (igualmente publicadas por López Calo), como si se tratase de un privilegio de anticipación celeste del que las mujeres eran excluidas:
“Este día los dichos señores mandaron que las personas que tienen la llave de los órganos, que no dejen subir mujeres donde están los órganos, so pena de cada dos mil maravedía a cada uno que las dejare subir”,
Las mujeres podían ser admitidas con determinadas restricciones, probablemente la de acompañar a las ya citadas personas principales y, a su vez, no ser acompañadas de “criadas e mozos”, según recogen las actas catedralicias de Burgos ya citadas.
Con el órgano y la escalera de acceso estamos ante uno de los más claros “esquemas axiomáticos de la verticalidad”, en la terminología de Gilbert Durand, en una particular escala de Jacob que, efectivamente, conduce a un territorio más celeste que humano, donde pronto va a sonar el aliento del Es­píritu que inunda desde lo alto las bóvedas y lasnaves del templo.
La escalera, como una de esas escalas iniciáticas estudiadas por Eliade, es también una escala “levantada contra el tiempo y la muerte”, en expresión de Durand, y lo es porque lo que va a sobrevenir tras la ascensión del organista a su atalaya es la apertura, de un tiempo distinto, el de la música, que es el tiempo de un discurso autónomo y que puede verse como el de la comunión entre las realidades cósmicas y nuestro propio mundo.
El organista adquiere un papel cristológico en esa cotidiana subida, que le salva y le eleva, pero de la que hace partícipe también a la asamblea de fieles por la metáfora de su mensaje sonoro.
Es el demiurgo entre dos mundos, el mediador entre dos tiempos, el mensajero iniciado que se adueña de las regiones aéreas para publicar la ascensión y la eternidad.

Referencias
Extractado de Ángel Medina: “El imaginario aéreo de la música: mitos, símbolos y realidades”.. Barcelona,  Ed. Anthropos, 1999, pp. 60 - 86. 
Ilustración: Lámina de L´Encyclopédie (fragmento con piezas de órgano), de Diderot y D´Alembert.