jueves, 1 de noviembre de 2018

“Sobre la tumba de Janko susurraban los abetos”

La costumbre de publicar entradas en torno al 1 y el 15 de cada mes nos lleva, en el comienzo de noviembre y casi de forma inevitable, a pensar en un contenido relacionado con los difuntos. Ya nos referimos en este blog a algunas prácticas derivadas de los cantos fúnebres, como ese espanto llamado gorigori. Hoy, sin embargo, recordaremos al conjunto de los muertos a través de uno imaginario. Al fin y al cabo, no sólo hemos de pensar en nuestros familiares fallecidos o en los muertos bien registrados de los cementerios, sino también en los que yacen anónimos y olvidados en cualquier rincón del planeta o en las fosas comunes de las guerras y las masacres. E incluso no sobra acordarse de personajes imaginarios que nos enseñan las verdades de la muerte como si fuesen de carne y hueso.
El elegido en esta ocasión tiene estrechas relaciones con la música, además de un destino trágico. Me refiero a Janko, el niño protagonista de un cuento del escritor polaco Henryk Sienkiewicz (1846-1916). El relato titulado Janko, el músico, vio la luz en 1879 y narra una historia de fuerte sesgo melodramático. 
Janko es un niño enfermizo, desnutrido, hijo de una jornalera que vive en la miseria en un mundo rural que parece seguir anclado en tiempos feudales. De él nos dice el autor: “Siempre fue un niño delgado, bronceado por el sol, con la tripa hinchada, y las mejillas hundidas; su pelo de color del cáñamo, casi blanco, le tapaba unos ojos claros y desencajados que contemplaban el mundo como si fuera una lejanía inconmensurable”.
Janko es un alma cándida que se chupa el dedo y que cuando va al bosque a por bayas, pues su madre ya no tiene nada que echar en la pota, vuelve sin nada porque se pasó el tiempo escuchando los sonidos de la naturaleza: 
“¡Cómo cantaba el bosque!”, le dice a su madre.
Escuchaba el rumor de los árboles, los trinos de los pájaros, el eco. Todo. Pronto empezó a trabajar con los pastores y los jornaleros. Observó que el viento cantaba también en la horquilla con la que esparcía el estiércol, lo que le valió unos cuantos cinturonazos del capataz, poco dado al estudio del paisaje sonoro.
Su perdición vendría con la audición de la música propiamente dicha. Su madre concluyó que no podía llevarlo a la iglesia porque, en cuanto empezaba a sonar el órgano, “los ojos del chiquillo se cubrían de niebla y parecía que mirase desde el otro mundo”. Lo peor vino con el descubrimiento de que en la posada del pueblo se cantaba y bailaba por la noche. Janko se escapaba de su casa y se apostaba pegado a la posada, sin entrar, oyendo aquellas músicas entre las que le sorprende el sonido del violín. Quedó tan prendado de este instrumento que empezó a soñar con tener uno a su disposición. Como escapaba a sus nulas posibilidades económicas, lo construyó él mismo con una caja. Era tan rústico que apenas pasaba de emitir una especie de zumbido impresentable. Como consuelo, se dedicaba a mirar oculto entre los matorrales el violín de un criado que colgaba en la despensa de la casa señorial de aquellas tierras. 
Una noche de luna el rectángulo de la ventana se proyectaba como un lienzo blanco sobre la pared del fondo, donde estaban colgados el violín y su arco. Janko se acerca y lo descubren. Omitimos las peripecias que se siguen de este hecho para dejar abierta la posibilidad de que los lectores se animen a leer la historia en su fuente.
El cuento tiene varios elementos de interés. Por ejemplo, los señores de la casa regresan de Italia muy contentos, considerándola (y lo expresan en francés, dicho sea de paso) como una nación de artistas y sintiéndose muy felices de descubrir allí el talento y de protegerlo, dando a entender que esas capacidades no germinaban en Polonia. Así que estamos ante una situación de centros hegemónicos frente a periferias y de provinciana reverencia al canon internacional por parte de la alta sociedad en tanto que el pueblo polaco poseía un tesoro musical del que los creadores sacarían cada vez más partido. Sin embargo, quizá ese otro aspecto de minuciosa atención al entorno sonoro, esa vocación de escuchador de todo lo que suena que tiene Janko, esa “limpieza de oídos” como la preconizada por Murray Schafer, creador de la teoría del “paisaje sonoro”, es otro de los ingredientes de los que se puede sacar enseñanza en este relato. 
Las palabras finales remachan esta idea:
“Sobre la tumba de Janko susurraban los abetos”


Nota: El cuento está recogido en Relatos de música y músicos.Barcelona, Alba Editorial, 2018. Traducción: Katarzyna Olszewska Sonnenberg

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