Recordemos antes que la Grecia clásica conoció la notación musical, pero al ser esta de tipo alfabético, no era necesario un signo que facilitase la clave para su lectura, pues la correspondiente letra y su posición (bien para la música vocal, bien para la instrumental) bastaban para definir la nota que había que realizar
A su vez, durante los siglos IV al VIII, la liturgia cristiana se fue construyendo y extendiendo, pero lo hizo a través de la transmisión oral. A partir del siglo IX, el orbe cristiano exige un mayor número de cantores, entre otras razones por la creciente hegemonía de las directrices romanas frente a las llamadas “liturgias nacionales”, como la galicana. Además, surgieron prácticas que rompían la deseada homogeneidad del repertorio, pues la tradición oral, aunque admirable en muchos sentidos, abre la puerta a diferencias sobre el modelo cada vez más acentuadas. Para recordar mejor las melodías del canto llano, surgen los neumas adiastemáticos de los siglos X y XI. Estos no indican las alturas de las notas, pero sí el número de estas, así como la dirección y ciertos matices expresivos y rítmicos, siempre con valor mnemotécnico. Entre los siglos. IX al XI, se desarrollan diversos sistemas alfabéticos, no sin algunos puntos en común con los griegos, aunque orientados estrictamente al canto llano.
Secuencia a dos voces Rex coeli Domine.
Dentro de las escrituras musicales alfabéticas, nos interesa mencionar el caso de la notación dasiana, activa desde el siglo IX –en especial para la enseñanza musical– y aplicada en ejemplos monódicos y polifónicos. Como se ha dicho, las notaciones alfabéticas no precisan clave, pero hay ejemplos de esta antigua escritura que vienen a ser como un precedente remoto de dicho signo. En el organum a dos voces Rex coeli Domine, tenemos el dibujo de una columna, a la izquierda, en cuyo fuste están inscritas una sucesión ascendente de notas dasianas que son el do, re, mi, fa, sol, la. El texto se escribe haciéndolo coincidir en cada caso con el nivel de altura de las notas de la columna, de forma que para cantarlo hay que remitirse a la pilastra que posee la clave de una correcta lectura. Como es un ejemplo a dos voces, el texto dibuja dos caminos que nacen juntos al principio y que luego se van separando para después volver a unirse, lo que constituye una tipología del organum primitivo. Esta especie de piedra miliar, con las notas dasianas sobre ella, marca el punto del que parten los senderos que se bifurcan (me vino Borges a la cabeza) y no ha de perderse de vista, pues es la clave que en cada momento va guiando a los intérpretes. De hecho, es algo más: una clave para cada una de las líneas imaginarias en la que se va ubicando el texto.
La ruta que condujp a nuestra escritura de pautas, líneas, espacios y claves cursó por otra vía. O, mejor dicho, por dos. Pues, en efecto, ya desde el siglo X empezó a desarrollarse una notación en Aquitania que habría de ser determinante por varias razones. Su gran aportación se cifra en que esta escritura es capaz de expresar la altura de las notas con total exactitud, sin ser alfabética. Entre línea y línea del texto, se deja una en blanco, marcada en el pergamino con un punzón (a punta seca) que puede colorearse, como se ve en la ilustración.
Lo que se hace es situar los diversos neumas a distancias idénticas por encima o por debajo de la línea de referencia o regla. A esta se le asigna una altura y, a partir de esta clave, las notas colocadas en las líneas imaginarias de la parte superior son gradualmente más agudas, mientras que las ubicadas de igual modo por debajo son progresivamente más graves. Por tanto, la línea a punta seca o coloreada actúa como una clave en sentido estricto, solo que todavía no necesita un signo específico. ¿Por qué? Pues porque la altura a la que se refiere esa línea se determina de acuerdo con un criterio modal. Básicamente, en los modos auténticos la regla expresa la tercera por debajo de la dominante. En los plagales, la regla es la tónica, menos en el IV modo, que en lugar de Mi es Fa. Hay casos especiales que no explico ahora porque, para ir al grano, he de mencionar un hecho paralelo que habrá de resultar decisivo y es que, en la primera mitad del siglo XI, Guido de Arezzo describe una notación alfabética donde tenemos la sucesión diatónica ascendente que sigue, desde nuestro Sol grave: Γ (gamma), B, C, D, E, F, G, a, b, c, d, e, f, g, aa, bb, cc, dd, ee. La b y la bb pueden ser de esta manera o bien de forma cuadrada, lo que quiere decir que, en el primer caso, el Si es bemol; y en el segundo, natural. O sea, b mollis frente a b quadratum.
Veamos la confluencia de los elementos comentados hasta ahora. Tras el extraordinario hallazgo de la notación aquitana o de puntos superpuestos, no era difícil imaginar que se empezasen a marcar otras líneas orientativas además de la situada en el medio del espacio sin texto. En el siglo XII, después de los hallazgos de Guido también en este aspecto de los orígenes del tetragrama, ya circularon con cierta normalidad pautas con cuatro o cinco líneas para colocar los neumas, con la particularidad de que estos también pueden acomodarse en los espacios que hay entre ellas. Al comienzo de la pauta se escribía una letra guidoniana, sobre todo la g, la c y la f (sol, do, fa) que, a su vez, son los comienzos de los tres hexacordos con los que se organizó el solfeo durante siglos. Las claves habían sido creadas.
Paralelamente, también se encuentran manuscritos aquitanos con una letra al principio (a veces es la b, Sí bemol) para recordar cuál es la nota de su única línea y esto se ve incluso en los siglos XIII y XIV en España, donde la notación aquitana gozó de mucho uso tras haberse introducido con el rito unificado carolino-romano en sustitución de la liturgia hispánica, a fines del siglo XI.
Resulta digno de mención el caso de ciertas polifonías de Saint Marrtial de Limoges, (ss. XII-XIII) donde el principio aquitano de distribución proporcionada de las alturas funciona en las dos voces, pero aparecen varias letras guidonianas al comienzo (según se ve en el ejemplo) con sentido pleno de claves, aunque sea sobre líneas no escritas. Pero, como se ha dicho, por entonces ya circulaban las pautas de varias líneas y espacios, con una clave inicial. Y no solo para el canto llano, sino también para la polifonía, como ocurre en el el Calixtinus (fines del XII).
Un detalle final sobre las modernas grafías de las claves: la clave de sol procede de la g; la de do, de la c; y la de fa, de la f. En la música antigua encontramos la clave de do en las cinco líneas del pentagrama; la de fa, de la segunda a la quinta, aunque las más usadas son fa en tercera y fa en cuarta; y la de sol, en primera y segunda línea.
Un vistazo a las fuentes (del siglo XII al XVIII) permitiría encontrarn transformaciones en la morfología de cada clave que dependen de los copistas, las imprentas y los tiempos. Los tres ejemplos anteriores muestran algunas de las formas más usuales para las claves de la polifonía renacentista y sirven como cierre de estas líneas. El recuerdo de las letras de las que proceden empieza a difuminarse, pero aún es visible. Así ,se llega a las modernas grafías donde, como se ve en la ilustración de portada (Cuarteto op 67, de Brahms),, es improbable que los poco avisados encuentren dicha relación y origen.
Orígenes de los signos musicales (1): Las claves