domingo, 22 de noviembre de 2015

La isla Sonante

 
I.
Asombra la erudición, cultura clásica y bíblica de Rabelais. El lector ve que está creando la gran lengua francesa, por más que ya hubiese existido Villon o que fuese coetáneo de Du Bellay. Y su espíritu crítico es único: jueces, médicos, papimanos (papistas), monjes glotones, todos están en su punto de mira.
Además de los lances que viven los personajes de su Gargantúa y Pantagruel, no hay tema del momento que no salga a relucir de alguna manera: el erasmismo, la lentitud de la justicia (que no es cosa de ahora), la ceguera de los censores de La Sorbona —sorbonícolas o “doctores cum fraude” les llama—, la rivalidad entre Francisco I y Carlos I, los ideales del príncipe cristiano, las supersticiones, etc.
Y luego no hay obscenidad que no aparezca, ni imagen escatológica que no se presente con todo detalle: beber, comer, defecar y “jugar al animal de dos lomos” son asuntos centrales en la obra.
Es un libro para lectores con gusto por la erudición. Lo cierto es que todas las cosas que uno ha ido aprendiendo a lo largo de los años resultan muy oportunos en el empeño de llegar a ser un lector aceptable de esta obra magna, algo que ya había intentado (sin conseguirlo) en anteriores ocasiones.
La admirable traducción manejada —con un gran estudio preliminar y los útiles comentarios previos a los capítulos— ha sido fundamental a la hora de llegar a este entusiasmo de lector más que satisfecho. Merece la pena citar la referencia completa:
François Rabelais: Gargantúa y Pantagruel, Barcelona, Ed. Acantilado, 2011, 1505 p., introducción de Guy Demerson y traducción de Gabriel Hormaechea).

II.
Si bien mi particular aprovechamiento de esta lectura camina por muy diversos derroteros, no me resisto (dado el perfil de este blog) a seleccionar un detalle musical o simplemente sonoro —de entre los muchos posibles— que me parece bastante llamativo.
Hay que tener en cuenta que cuando se describe la educación de Gargantúa —puesta en manos de sofistas y otros pedagogos—, no se olvida Rabelais de incluir la música. Gargantúa canta piezas a cuatro y cinco voces, realiza variaciones y toca un puñado de instrumentos, pues esta familia de gigantes todo lo hace a lo grande: “el laud, la espineta, el arpa, la flauta travesera y la de nueve agujeros, y el trombón” (I, XXIII).
Rabelais conoce muy bien la música de su tiempo y a veces ensarta nombres de compositores en apabullantes listados. Mas no se queda en el lado académico de la música sino que se revela como un excelente constructor de paisajes sonoros mediante la palabra. Su literatura está llena de sugerencias acústicas, de alusiones, de descripciones que nos entran por la vista y por el oído. Quizá el caso más notable sea el de la isla Sonante.
Los territorios insulares han atraído siempre la imaginación de los pueblos y de los fabuladores de todos los tiempos. Hay islas afortunadas, islas para la utopía, islas donde habita el horror, islas para tesoros y robinsones y otras muchas a cual más singular. El propio Rabelais proporciona un selecto abanico de estas ficciones.
Cuando Pantagruel y sus amigos llegan a la isla Sonante (V, I) se sorprenden por el “ruido” incansable de las campanas, semejante al que se escucha en las fiestas mayores de París y otros lugares, con campanas grandes, medianas y pequeñas que repican a la vez. Parece que este sonido es sumamente molesto y gratuito, lo que encaja con anteriores críticas del autor a las campanas, algo que siglos después harán los ilustrados por razones bastante más claras y no del todo distintas.
Visto desde otro punto de vista, este ambiente ensordecedor no deja de ser un adecuado preludio para presentar una isla sumamente rara, donde se agasaja a los invitados con ayuno y donde los seres que la pueblan son humanos caracterizados como aves y con nombres apropiados para la invectiva contra ciertos estamentos del clero.

III
Rabelais recurre a su erudición para denunciar ese ruido tremendo y repetitivo, que lógicamente aumenta al aproximarse a tierra.
Primero lo compara con los calderos de Dodona, por lo que el lector ha de recordar a Estrabón o a otros autores antiguos a fin entender que se trata unos vasos de bronce interconectados que había en el santuario de Dodona y que, precisamente por estar en contacto, expandían el sonido y constituían un medio de adivinación para los sacerdotes.
Acto seguido coteja el estrépito de las campanas con el Pórtico Heptafónico de Olimpia. Ello significa que, como quien no quiere la cosa, está obligando al lector a pensar en Plinio el Viejo o en Plutarco (a los que no cita, naturalmente) pues en esos autores se encuentran mencionados sendos pórticos (el de Olimpia en el caso de Plutarco) que por su estructura arquitectónica multiplicaban la voz hasta siete veces. Y si el eco ordinario ya es de por sí portentoso y alimenta muchas leyendas populares, este eco múltiple no deja de introducir un punto de tensión a la hora de ir conformando en nuestra imaginación el panorama acústico la isla Sonante.
La tercera comparación, para seguir introduciendo al lector en el incesante sonar de la isla, evoca un sonido que actuaría como un telón de fondo bajo la barahúnda percutiva ya descrita. Este sonido sugiere un bordón, acaso como el derivado en el plano real de la narración de las resonancias y armónicos de las campanas. Se trata del sonido que, según la tradición, salía del conocido como “coloso de Memnón”, en Tebas de Egipto.
Aunque las dos monumentales estatuas de este complejo palaciego representaban al faraón, la leyenda fue asimilando una de ellas a un valiente hijo de la Aurora que se había ido a ayudar a los troyanos y que moriría a manos de Aquiles. Un terremoto fracturó esta estatua en el año 27 y parece ser que la piedra crujía y sonaba al pasar del frío de la noche al tibio abrazo de la Aurora. Se interpretó, pues, que ese sonido de la piedra en la estatua con fisuras era el lamento del valiente Memnón y sonaba sólo cuando su madre, la Aurora, lo consolaba al despertar el día.
El cuarto elemento de ambientación acústica es casi pavoroso. El editor, que ha dado referencias orientativas sobre todo lo anterior en la presentación del capítulo, considera que la leyenda de la tumba de la isla de Lípari “es una alusión que permanece oscura”. Sin embargo, figura en Filosofía oculta del alquimista Cornelio Agrippa (que a su vez cita a Aristóteles) con bastante detalle. Alude Agrippa a címbalos, crótalos, risas, extraños rumores y otros sonidos.




Nadie iba a esa tumba de noche. Pero ocurrió que un joven acabó durmiendo la borrachera en la cueva de dicha tumba. Lo encontraron a los tres días. Y justo cuando le estaban haciendo el funeral (pues seguía como muerto) se despertó y contó con mucho detalle los prodigios que había visto y oído en ese trance.
Pero tal vez la maestría de Rabelais se manifieste con mayor fuerza aún en las líneas que siguen a las alusiones clásicas, pues en ellas abunda en su sátira en términos mucho más directos y coloquiales.
Para tal fin vuelve a presentar un elemento sonoro a modo de continuum, que en este caso es un enjambre de abejas que parece querer escaparse, al lado de otros componentes percutivos realizados con un instrumental procedente del ajuar doméstico. Pues, como en ciertas obras experimentales de las vanguardias, o, si se prefiere, en una cacerolada reivindicativa, o mejor aún en una cencerrada (que sería lo que Rabelais pudo haber tomado como modelo), el vecindario organiza un notable “barullo de sartenes, calderos, barreños y címbalos coribánticos de Cibeles”.
 “Escuchemos” —propone Pantagruel.
Pero al lector avisado le sobra el consejo, pues ya lleva escuchando desde varios párrafos atrás.

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