Aquellas manos ya no soportaban
tanta carga. Cuando Frances pasa al cuarto de estar de su profesor de piano las
lleva ocupadas con los libros de la escuela y las partituras. Al quitarse los
guantes descubre que los dedos se le crispan y repiten movimientos que son
memoria de la fuga estudiada aquella mañana. Ve “el estremecimiento de los
tendones que descendían desde los nudillos” y, culminando la progresión,
observa la inflamada yema de un dedo revestida con un sucio esparadrapo.
Los personajes que comparecen en la narración son seres más bien benéficos. Su profesor y la esposa de éste, Anna, invitan con frecuencia a la niña a cenar y a quedarse con ellos a pasar la noche. La tratan como a la hija que no tuvieron. El prodigioso Heime y su profesor de violín, el señor Lafkowitz, no tienen en principio nada llamativo en su contra.
Volvamos al cuarto de estar al que llega Frances. El profesor Bilderbach la saluda. Ella trata de mantener el tipo pero ve (o más bien imagina con un sentido psicoanalítico bastante claro) “cómo sus dedos se hundían impotentes en el contorno borroso de un teclado”. No está trabajando bien, le reconoce al profesor de violín, que está ensayando con Bildelbach una obrita de un amigo.
El relato está lleno de jugosos comentarios sobre la interpretación musical que merecerían reflexión aparte, pero las tribulaciones de Frances aún no han acabado. La niña se entera de que cierta actuación suya no había gustado, en contraste con el éxito cosechado por Heime ese mismo día. Ella se da a sí misma algunas disculpas ingenuas: Heime no va a la escuela, estudia en casa y sólo se dedica a la música. Además, es mucho más bajo que ella y Frances cree que el éxito crece a medida que la apariencia contribuye a destacar la condición minúscula del niño prodigio.
Preservaré el final. Lo expuesto es suficiente para recordar a Carson McCullers, una escritora que sabe encontrar en el lenguaje poderosos recursos para expresar el desasosiego, la angustia y el insalvable dolor que causan los diagnósticos equivocados.
Esta escena está descrita en las
primeras líneas de Wunderkind, un cuento de Carson McCullers (Lula Carson Smith de soltera). En este
relato, publicado en 1936 y revisado para su inclusión en La balada del café triste (1951), se narra la experiencia de una niña de
Cincinnati, estudiante de piano, a la que su profesor (el señor Bilderbach,
europeo de cultura germánica) considera una “Wunderkind”, o sea, una niña
prodigio.
Dado que la célebre escritora
fue pianista —si bien dejó la música por la literatura—, es comprensible que
este relato haya sido interpretado en clave autobiográfica. Mas allá de tal
circunstancia, el texto muestra la crisis de identidad y la angustia de una
niña sometida a una enseñanza muy dura, que se le impone por un error de
partida en el diagnóstico. A diferencia de su condiscípulo Heime —violinista
que sí es un niño prodigio—, Frances (o Bienchen, como la llama su profesor de
piano) no es una niña prodigio. Toca muy bien, naturalmente, pero le van
haciendo ver que la música es algo más que mecánica y que dar las notas.
Bienchen: Abejita.
Los personajes que comparecen en la narración son seres más bien benéficos. Su profesor y la esposa de éste, Anna, invitan con frecuencia a la niña a cenar y a quedarse con ellos a pasar la noche. La tratan como a la hija que no tuvieron. El prodigioso Heime y su profesor de violín, el señor Lafkowitz, no tienen en principio nada llamativo en su contra.
Sin embargo, la escritora va
dejando caer una serie de detalles que introducen un sesgo un punto inquietante
en cada uno de estos personajes. El niño prodigio huele a pana, a la resina que
se usa para aplicar al arco del violín y también “a lo que había comido”. El
profesor de piano luce un “labio inferior rosa y brillante de tanto mordérselo”
y unas venas que marcan en las sienes los ritmos de la sangre. Su esposa,
antigua cantante de “lieder”, es una mujer muy calmada; tanto, que parece que
anda medio ida. Y el profesor de violín tiene un aire cansado y una “cetrina
cara de judío”.
Volvamos al cuarto de estar al que llega Frances. El profesor Bilderbach la saluda. Ella trata de mantener el tipo pero ve (o más bien imagina con un sentido psicoanalítico bastante claro) “cómo sus dedos se hundían impotentes en el contorno borroso de un teclado”. No está trabajando bien, le reconoce al profesor de violín, que está ensayando con Bildelbach una obrita de un amigo.
Mientras esto ocurre, Frances
echa un vistazo a una revista musical donde sale una foto de su compañero
Heime, ya triunfador como niño prodigio. Lo cual le produce una especie de
revoltura, similar a la que le causan los contundentes desayunos que su padre
le obliga a hacer de vez en cuando, muy distintos a la pésima alimentación que
ella misma se inflige a base de barras de chocolate que compra con el dinero
del almuerzo y toma subrepticiamente en la escuela.
Frances se siente cansada y
experimenta una sensación que también le sobreviene antes de dormirse cuando ha
trabajado mucho. Todo da vueltas como en un remolino: las caras de su profesor
(en el centro), de la esposa de éste, del niño violinista, todo girando y
distorsionado sobre el fondo sonoro de un zumbido atroz, mientras resuenan las
sílabas de la palabra fatídica en la voz grave del señor Bilderbach:
Wunderkind, Wunderkind, Wunderkind…
En ese tornado enfebrecido
las notas de diversas composiciones parecen mezclarse, superponerse, moverse
alocadamente en cascada, “como un puñado de canicas escaleras abajo”, culmina
magistralmente la escritora.
El relato está lleno de jugosos comentarios sobre la interpretación musical que merecerían reflexión aparte, pero las tribulaciones de Frances aún no han acabado. La niña se entera de que cierta actuación suya no había gustado, en contraste con el éxito cosechado por Heime ese mismo día. Ella se da a sí misma algunas disculpas ingenuas: Heime no va a la escuela, estudia en casa y sólo se dedica a la música. Además, es mucho más bajo que ella y Frances cree que el éxito crece a medida que la apariencia contribuye a destacar la condición minúscula del niño prodigio.
Capta también Frances algunos
problemas más relevantes en lo concerniente a su interpretación. En un momento
dado el profesor le pregunta a la niña si sabe cuántos hijos tuvo Bach.
—“Muchos. Veintitantos”
—responde.
A lo que Bilderbach apostilla:
—˝No podía ser tan frío,
entonces”.
Argumento paradójico en quien
se llama de un modo que parece un juego de palabras entre Bilder (imágenes) y
Bach (Bilderbach) y no tenía hijos.
Frances intenta seguir todos
los consejos de su profesor, pero está bloqueada. La mente va por un lado y las
manos por otro: “las frases tomaban forma en sus dedos antes de haberles podido
comunicar lo que ella sentía”. Y eso la derrumba y entonces todo es dolor y
lágrimas. La escritora emplea una comparación muy dura y efectiva sobre los
dedos de la niña, cuando ya se advierte que no sólo son incapaces para expresar sino
también para simplemente dar las notas: “parecían pegarse a las teclas como
macarrones fláccidos”. Por cierto, la escritora describe síntomas que encajan muy
bien con lo que algunos neurocientíficos han concluido después al respecto.
Como dice Oliver Sacks en Musicofilia: “En el aspecto de la interpretación, es lo
que ocurre con la distonía del músico cuando los dedos se niegan a obedecer su
voluntad y se retuercen o muestran ‘voluntad’ propia” (Anagrama, 2009, p. 118).
Remolinos obsesivos,
inquietantes zumbidos, ecos de la palabra temida, dedos que se hunden en un
borroso teclado, dedos que se pliegan como macarrones flácidos, teclas que (en
otro pasaje) cercan a Frances “rígidas y blancas, como muertas”. La niña es
maleable, informe, buena alumna sin duda, pero incapaz de dialogar con las
duras aristas de una dedicación que le excede. La enseñanza musical no la
moldea: la acosa y la hiere.
Preservaré el final. Lo expuesto es suficiente para recordar a Carson McCullers, una escritora que sabe encontrar en el lenguaje poderosos recursos para expresar el desasosiego, la angustia y el insalvable dolor que causan los diagnósticos equivocados.
A veces pienso que si hay una
estirpe de mártires en el mundo de la música, ésa es la de aquellos niños
prodigio que, como algunos habrán observado, dejan de ser prodigios más o menos
cuando dejan de ser niños.
Carson McCullers no pudo ser una Wunderkind