viernes, 3 de octubre de 2025

El organista de Iranzu y su Miserere del viento



No hay nada más melancólico que la contemplación de las ruinas de lo que en su día fueron fastuosos palacios, inexpugnables castillos o recoletos conventos. Es decir, la decadencia de las construcciones que precisamente habían nacido con vocación de perennidad. Las campanas y los órganos de iglesias y monasterios sufrieron particularmente las incurias del tiempo y de la rapiña humana. Se consideraron preciados objetos de deseo en períodos de guerra, pues sus metales podían convertirse en materia prima para la elaboración de armamento. Del mismo modo, no pocos centros religiosos fueron vandalizados en el contexto de las desamortizaciones del siglo XIX, cuando el Estado expulsó de sus propiedades a numerosas comunidades para una supuesta mejor distribución y aprovechamiento de la tierra. Este caso es el que padeció el monasterio cisterciense de Iranzu (Navarra). En este mismo marco se desarrolla la leyenda sobre un organista muy singular.

En efecto, el monasterio de Iranzu fue uno de los muchos que pasó por este tipo de calamidades tras siglos de trabajo y oración. El pintor y polígrafo navarro Juan Iturralde y Suit recogió una historia legendaria, ambientada en sus ruinas, en el relato titulado El organista loco de Iranzu, de fines del siglo XIX. Su escrito arranca con una detallada contraposición entre, por un lado, la belleza del abrupto paisaje y la bondad de la vida monacal y, por otro, la barbarie del proceso desamortizador y la devastación y saqueo del patrimonio de aquel sagrado lugar.

El autor y un sacerdote de la zona aparecen situados en una visita al monasterio, ya en escombros. En una esquina descubren a un hombre en actitud meditativa. El acompañante sabe que el escritor ha quedado intrigado y procederá a contarle la historia. O sea, que hay autor e informante, como en el comienzo de Maese Pérez el organista, de Bécquer. Así pues, el clérigo que hace de guía le hablará de aquel silencioso personaje. Se trata de un monje, el padre Jerónimo, que había ingresado en el monasterio de niño. Ya en esa tierna edad había demostrado muy buen oído, bella voz y altas cualidades para la música. El viejo organista le enseña a tocar el órgano, el clavicordio/manicordio –términos sinónimos aquí– y le introduce en los secretos de la armonía y la composición. Como era previsible, acabó sucediendo a su maestro en en el órgano.

Conviene aclarar que los términos clavicordio y aún más manicordio son bastante ambiguos y polisémicos a lo largo de la historia. En todo caso, aluden a instrumentos de teclado dotados de cuerda percutida, no pinzada, como ocurre en el clavecín. El Diccionario de autoridades ofrece algunos detalles de interés, como que las cuerdas del monachórdio(sic) iban cubiertas de paño, lo que apagaba el sonido del instrumento. También apunta que el monachórdio se usa «por lo regular para aprender el órgano». Lo cual ayuda a comprender la presencia de clavicordios y pianos en ámbitos religiosos dotados de órganos, en el sentido de que aquellos tendrían más bien función de estudio y enseñanza que propiamente litúrgica.

El caso es que, tras la expulsión de los monjes, estos quedaron a la espera de órdenes en el pueblo cercano. Volvían con frecuencia a su antigua morada y rezaban en la iglesia. Mas la incuria del tiempo y el saqueo de los hombres se tradujo en una casi total destrucción. El P. Jerónimo aún podía tocar su querido órgano. No solo iba con el resto de la comunidad, sino también solo. Creía que era su deber dar gracias a Dios pese a todas las calamidades por las que estaba pasando. Juan Iturralde lo cuenta así; 

«Subía, pues, el monje a la tribuna del órgano, y sólo allá con Dios, con sus recuerdos y con la inspiración que de ellos brotaba, inundaba el recinto de dulcísimas armonías impregnadas de la tristeza de su alma; y aquella poética expansión de su atribulado espíritu le servía de consuelo e iba trocando poco a poco su dolor acerbo en dulce melancolía». 

Dicho sea de paso, se echa en falta la presencia del entonador o persona encargada del fuelle que alimenta al órgano y que es habitual en este tipo de narraciones: en Maese Pérez hace eta labor la hija del organista; y en El señor Re sostenido y la señorita Mi bemol, de Jules Verne, tanto el maestro Eglisak como Effarane cuentan con sendos entonadores. Pero se subraya que el P. Jerónimo tocaba «sólo allá con Dios», lo que no podía ser, pues en aquel contexto, antiguo y ruinoso, no se contaba con un motor para la provisión del aire.

El consuelo no le duró al organista demasiado, ya que «vio cierto día con espanto que el órgano también había desaparecido». El P. Jerónimo se vino abajo y aquel espacio del templo se le volvió «sepulcro en donde había sido él enterrado vivo». La leyenda da un notable giro en este punto. Aunque ya es noche cerrada, el P. Jerónimo regresa a su alojamiento provisional por un peligroso camino. En estas líneas el escritor subraya diversos elementos del paisaje sonoro (viento, ramas moviéndose, etc.) que preludian el momento culminante de la narración. 

El monje enferma seriamente y, cuando por fin se recupera, parece actuar de manera muy extraña. No quiere saber nada de la música y se encierra en un mutismo absoluto. Reza el salmo Miserere y trata de componer una obra sobre este texto. Sin embargo, sus borradores acaban cada día en el fuego, lo que Iturralde interpreta como la lucha «entre la insaciable aspiración del alma a la consecución del ideal y la impotencia humana».

 

***

 

Un día de noviembre, mes funerario por excelencia, retorna al monasterio. Le coge la tormenta. La descripción que realiza Iturralde de las oleadas del aire metiéndose por todos los sitios, tanto en el interior como en el exterior, es de una extraordinaria riqueza, quizá un punto «recargada», como señala José Javier Granja Pascual. Iturralde había iniciado su camino artístico como pintor y el citado autor destaca la sugerencia pictórica de sus escritos literarios. Si comparamos las líneas dedicadas al arte como organista del P. Jerónimo con las referidas al concierto de la naturaleza que estamos comentando, vemos que aquellas son genéricas y un tanto tópicas, mientras que estas resultan todo un estallido visual a la par que sonoro. Pues lo mismo detalla las especies de árboles del entorno que distingue entre los tipos de sonidos que emiten a causa del viento; el cual hace «gemir las ramas» de los árboles o doblega los arbustos, «restregándolos sobre la tierra», lo que generaba «un siseo prolongado». El bosque se convierte en instrumento y, además, en uno muy antiguo y apropiado: «cada rama de árbol o de arbusto formaban otras tantas arpas eólicas a las que el viento arrancaba sonidos inimitables». El arpa eólica gozó de amplia popularidad en la literatura europea del siglo XIX. Impelido por las corrientes de aire, fue definido como el instrumento que «hace cantar a la rosa de los vientos», en la bella imagen de M. Tournier recogida por Tranchefort, 

Además de todas estas evoluciones, piruetas y ásperos choques del aire, se detectan timbres, alturas, dinámicas que otorgan una cualidad puramente musical a los sonidos del bosque. Sin duda, la tradición de los bosques animados y sacralizados por rumores varios puede hallarse en numerosas culturas. Un ejemplo que incluye sonidos proporcionados y armónicos lo tenemos en el bosque sagrado de Apolo, descrito en Las Bodas de Filología y Mercurio, de Capella. Y es curioso que también aquí hay ramas altas (que dan sonidos agudos) y ramas bajas (que tocan el suelo y emiten sonidos graves), pues este bosque quiere expresar un orden y no, como en Iturralde, una naturaleza desbocada.

El carácter de los párrafos dedicados a este gigantesco concierto de la naturaleza puede dar a loa lectores y lectoras una idea de la enormidad que el monje escucha y ve desarrollarse a su alrededor, Llega a a la conclusión de que este formidable aliento de Dios es el verdadero arte y que en su unidad y variedad está a años luz de las limitaciones del arte humano. Desde entonces hasta su muerte volvía al monasterio a diario, quedándose incluso por la noche cuando había tormenta. Dejó para siempre de pensar en cualquier música que no fuese aquella que se había revelado entre ruinas y que era obra de Dios. 

 

***

 

Cualquiera podría pensar que este relato tiene su fuente directa en el Miserere de Bécquer, pero los estudiosos y editores de Iturralde afirman que este no conocía la leyenda del sevillano. Un exhaustivo análisis comparativo de J. J. Granja Pascual concluye que El organista loco de Iranzu ha sido descalificado gratuitamente por parte de la crítica a causa de «algunas semejanzas con la leyenda becqueriana» y por «accidentales coincidencias, en todo caso atribuibles a fuentes comunes de la literatura romántica germánica».

Quede claro que la intención de estas líneas se centra básicamente en continuar nuestra pequeña saga de organistas nacidos de la ficción literaria, presentando un caso menos conocido que los que ya hemos comentado con anterioridad. Lo cierto es que el órgano siempre concita el entusiasmo de los creadores literarios, acaso porque su majestuosidad, su propia arquitectura, su simbolismo aéreo y a la vez telúrico, la ubicación en lo alto de la tribuna, todo contribuye a un imaginario donde lo sobrenatural y el misterio siempre resultan posibles.

 

Referencias

Juan Iturralde y Suit. El organista loco de Iranzu. Versión digitalizada disponible en navarra.es 

Web: 

navarra.es

http://eerrtierraestella.educacion.navarra.es › cuentos

 

«Monachórdio»Diccionario de Autoridades 1726-1739. RAE. Disponible en ,Web: https://webfrl.rae.es/dtSearch/dtisapi6.dll?cmd=getdoc&DocId=33133&Index=C%3a%5cinetpub%5cwwwroot%5cDA%5fINDEX&HitCount=1&hits=1+&mc=0&SearchForm=%2fDA%5fform%2ehtml

 

François-René de Tranchefort: Los instrumentos musicales en el mundo. Versión española de Carmen Hernández Molero. Madrid,Alianza Editorial, 1985, p. 192. 

 

Imagen

Monasterio de Santa María la Real de Iranzu, claustro, siglo XII-XIV, restaurado Web: https://turismodenavarra.com/ 



Gracias, María. Tienes toda la razón.

 

 

 

2 comentarios:

  1. Muy bonito relato, no entiendo cómo se pudo considerar casi un plagio del Maese Pérez becqueriano, hay aquí otros elementos muy diferentes que lo acercan al romanticismo alemán, a Hoffmann… Soy María Sanhuesa.

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  2. Muchas gracias, María. Tienes toda la razón, pero la influencia de Bécquer era muy fuerte en España e Hispanoamérica. Por eso cierto sector de la crítica tenía sus dudas. (Ángel).

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