Cuando se piensa en el origen de la música, es inevitable que se apunte hacia las sonoridades que emite la propia naturaleza. Los bosques, en particular, son una mina inagotable de sonidos sumamente variados. Al hombre primitivo que se adentraba en las selvas para cazar o recolectar frutos tendría que sorprenderle el ulular del viento entre las ramas de los árboles, el murmullo de las fuentes o el variopinto cantar de los pájaros. También sentiría temor ante los amenazadores rugidos de los grandes felinos, el inquietante siseo de los reptiles o incluso ante el súbito silencio que a veces se produce en el interior de la fronda, cuando toda la vida que cobija queda en suspenso, como consciente de que acecha algún peligro.
El mundo clásico, como casi cualquier otra cultura, prestó especial atención a sus bosques. Muchos de ellos se poblaron, además de con sus moradores naturales, con seres fantásticos como las ninfas o los sátiros. La espesura –lo oculto– es también el punto donde se halla lo que ha de ser desvelado: el conocimiento. Lo cual no está exento de peligros, como sabemos por las leyendas donde las ninfas arrastran al fondo del río a incautos pastores.
Los propios árboles ofrecen un enraizamiento en la tierra y, al mismo tiempo, una direccionalidad ascensional hacia lo celeste. Por eso, ciertos árboles singulares son centros del mundo –en el sentido de Mircea Eliade– y por tanto lugares sagrados. Tal aureola se extiende al conjunto del bosque y culmina con la presencia de los propios dioses en estas florestas.
La cultura grecolatina fue más allá de este tipo de concepciones. Llegó incluso a imaginar un bosque cuyas sonoridades no consistían en una amalgama de sonidos indeterminados, sino en una combinación musical, armónica y proporcionada. Nos referimos a la Arboleda de las Fortunas o Bosque de Apolo.
El caso es que el dios Mercurio andaba buscando (sin éxito) a su hermano Apolo para pedirle consejo sobre su futuro matrimonio. Acompañado de Virtud, le sigue la pista por los más recónditos santuarios. Llegan al monte Parnaso, no lejos de Delfos, y en una cueva parlante, sagrada y oracular que allí se abría, se muestran a su vista “las Fortunas de las ciudades y de las naciones”; es decir, todos los sucesos del futuro. La historia la narra Marciano Capela (s. V) en Las bodas de Filología y Mercurio, cuya referencia completa figura al final de estas líneas. Comenta el erudito escritor que allí “susurraban las brisas de los bosques”, lo que no pasa de ser una mínima acotación ambiental. Pero, acto seguido, añade que “crepitaba una modulación sonora con cierto efecto musical”. Se percibía un sonido agudo procedente de las copas de los árboles más altos; “pero, en cambio –prosigue Capela–, todo lo que, con las ramas vencidas, estaba cercano y próximo al suelo, lo agitaba un sonido grave y ronco”. Las partes intermedias revelan una cierta ambigüedad, pero se habla de proporciones que dan octavas, quintas y cuartas (dobles, sesquiálteras y sesquitercias, respectivamente); y de las sesquioctavas (9:8), que son las del tono. Por tanto, lo que cabe deducir es que el ámbito completo de la escala del Bosque de Apolo sería de dos octavas. Y como Capela también se refiere a los semitonos, las posibilidades sonoras de la arboleda insinúan una idea de totalidad, como si se tratase de un microcosmos vegetal iluminado por la fuerza de la razón apolínea que lo consagra.
El bosque, afirma Capela, “hacía resonar cualquier armonía y el canto de los dioses”. Puesto que los cuerpos celestes están regidos por números y música –y dado que el guía de todos ellos es precisamente Apolo, en su doble condición de dios músico y solar–, se comprende que este bosque a él dedicado, como cualquier otra entidad (física o psíquica), se pliegue a la autoridad del número musical. Solo que, en este bosque, como si fuese un monocordio vegetal, las proporciones serían más fáciles de captar que en la mayor parte de la realidad
Lo que la leyenda del Bosque de Apolo pone de relieve es, en primer lugar, la enorme pervivencia del pitagorismo en la cultura occidental. Mil años después de Pitágoras y de Filolao –pues fue este último el primero en dejar testimonio de estas consonancias básicas–, un particular bosque griego, en un entorno de alta sacralidad, está regulado según principios aritméticos que lo hacen resonar con las armonías canónicas de la teoría griega. No acaba aquí dicha influencia que llega, con tratadistas como Robert Fludd, hasta el siglo XVII. Muchos escritores de la Antigüedad se afanaron en determinar las razones numéricas que imperaban en las personas, los procesos y las cosas. Censorino establece una compleja periodización de los embarazos mediante el número y las consonancias que estamos comentando. Porfirio se sirve de estas mismas proporciones para analizar el curso de las enfermedades. Así que nada tiene de particular que se manejen estos mismos fundamentos para distinguir a los árboles con una legalidad y una racionalidad muy propias del espíritu griego que laten aún en este tardío autor latino. Máxime cuando los árboles de este sagrado lugar se aligeran en las copas, que apuntan a lo alto –equivalente a lo etéreo, sutil y agudo– al tiempo que sus partes más bajas y apegadas a la tierra, expresan un imaginario de lo material, tosco y grave. Asimismo, los árboles proclaman el simbolismo básico de la comunicación entre el mundo subterráneo de las raíces, el terrestre del tronco y el celeste al que aspiran las ramas más altas, como recoge Juan-Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos. Las tres regiones que distingue Capela son casi idénticas a las que acabamos de citar, aunque faltan las subterráneas raíces porque estas no podrían sonar movidas por el viento, pero son asimismo ámbitos conectados. Al fin y al cabo, de lo material se puede ascender a lo inmaterial y de lo sensible a lo inteligible –argumentaría una mente neoplatónica. No otra cosa representan los tres niveles escalonados que se asignan al Bosque de Apolo en el texto de Capela. Dichos grados conducen desde la tierra hasta la levedad de las alturas y parecen anhelar una continuación hasta las provincias más etéreas del cosmos.
Todos los bosques encierran un tesoro acústico. Este de las Fortunas o de Apolo, además, nos regala una pequeña lección sobre la teoría musical de la Antigüedad.
Referencia bibliográfica.
Capela, Marciano. 2016. Las bodas de Filología y Mercurio. Vol. I. Libros I y II. introducción, edición crítica, traducción y notas de Fernando Navarro Antolín Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, pp. 18 y 19.
El bosque sonante de Apolo