miércoles, 19 de octubre de 2016

El imaginario aéreo del órgano (y 2)

La necesidad que tiene el órgano de recibir aire continuamente implica la existencia de un pulmón artificial —el fuelle— que se pliega en sus abanicos y que se conecta y penetra en el instrumento insuflando un aliento fértil que anima aquella fragua de sonidos.
Los entonadores, que así se llaman los antiguos encargados del fuelle, adoptaban distintas poses en función de los variados sistemas de transmisión del aire. Pueden asemejarse a funambulistas, como al parecer ocurría en cierto órgano de Sevilla, donde un muchacho tenía que recorrer arriba y abajo una barra conectada a fuelles enfrentados, según lo describió Riemann. A veces presionan los fuelles con los pies, como pisadores de uva, o parecen remar de una extraña manera, como ocurre en otros casos.
El aire informe se transmuta en un aire canalizado, que trata de ser constante y que es fecundo, como un soplo divino, pues deviene sonido organizado y sustancia musical acto seguido.
Ya desde su misma entrada en el fuelle, el aire sufre un proceso de purificación, pues se solía poner una gasa o rejilla a modo de cedazo en la boca del fuelle, según aconsejaba Riemann, para que no entrasen partículas o insectos arrastrados por la corriente que pudieran estropear los mecanismos interiores del órgano.
Por otra parte, los constructores garantizaban en sus contratos que el trabajo sobre el fuelle no requería más fuerzas que las de un niño o niña de seis u ocho años, o el de un anciano, como en un triunfo de la mecánica y de la liviandad acorde con el carácter fundamentalmente espiritual del instrumento.
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El peculiar mecanismo del órgano implica que todo el aire pasa a través de unas conducciones de madera que van forradas en su interíor con fieltro o piel curtida. Tenemos después el “arca de viento”, espacio de aire general para servir a las necesidades del órgano.
Llega así el aire a unas cajas interiores llamadas “secretos”, que conectan mediante unos orificios con las distintas tuberías. Es una verdadera “Anemoteca”, por emplear el término cultista de algunos teóricos, término que también enlaza los conceptos de aire y de animus , como nos recuerda Michel Mansuy a otros efectos. Sus orificios están tapados y es el organista quien los destapa haciendo que el aire vaya por un sitio o por otro hasta llegar a los tubos previstos, determinando así el sonido y el timbre.
Ello significa que el organista es verdaderamente un Señor de los Vientos, un nuevo Eolo que organiza el fluir aéreo de su universo en toda la gama de los vientos, desde el suave céfiro hasta el norte agalernado.
No hay laberinto en los cientos de tuberías que puede tener un órgano. El aire es dominado desde el primer momento. Todo se produce mediante la voluntad ordenadora del organista, que sabe los resultados que se derivan de abrir unos u otros caminos para el aire prisionero.
Y allí, no asombra su mecánica de manos y pies, su movilidad física para abrir y cerrar registros, conectar teclados, etc., sino que asombra el milagro estrictamente secreto que se desarrolla en el interior del órgano, en esa caja matriz, donde el organero o constructor solía dejar su firma, un espacio que se erige en el epicentro de la creación interpretativa, mediante un control del aire incomparable. Es el triunfo, hay que insistir, del Señor de los Vientos sobre el secreto aire encrucijado de su reino.
Es así como el organista puede abrir la espita de las bajas vibraciones y entonces surge el zumbido animal, o bien preparar unas combinaciones con registros de voces humanas, o promover un episodio Ilautado en el agudo, de clara movilidad ascensional y aérea. Todo cabe en el órgano. pero todo se produce mediante la más pasmosa “domesticación” del aire operada en instrumento musical alguno.
Partimos de un aire continuo que nos viene de fuera. Pero inmediatamente lo purificamos, lo regulamos, lo canalizamos, lo retenemos o lo dejamos salir por determinados sitios, como en un sonoro sistema de aire acondicionado que es la suma de toda la naturaleza aérea de la música y que puede constituirse en el símbolo de la Armonía del Nacimiento del Mundo, como nos mostró Kircher en una célebre ilustración de su Musurgia Universalis.

Referencias
Extractado de Ángel Medina: “El imaginario aéreo de la música: mitos, símbolos y realidades”.. Barcelona,  Ed. Anthropos, 1999, pp. 60 - 86. 
Ilustración: órgano de la Catedral de Oviedo.




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